martes, 8 de diciembre de 2015

El Vals del Emperador (XLIX)

***************************************************************************

(Viene de la entrada anterior.)

Salió de la habitación sin hacer ruido intentando cerrar la puerta con toda la delicadeza que pudo. Ya en la calle volvió a sentir ese frío intenso que llevaba golpeando Viena desde por la mañana. Ya la noche era prácticamente cerrada. La poca claridad que podría quedar por poniente quedaba totalmente anulada por el cielo cubierto que en todo el día había impedido ver el sol a los habitantes de Viena. Pero a pesar del frío glaciar se sentía bien. La presión en su pecho empezó a disminuir. La sensación de agobio, esa ansiedad que le hacía sentirse encerrado en su propio cuerpo estaba desapareciendo. La calle siempre había ejercido sobre él un efecto purificador muy importante. Los lugares cerrados después de mucho tiempo, o simplemente por aclimatación a los mismos, terminaban siempre generándole sensación de encierro. Muchas veces siendo joven, sobre todo en su periodo universitario, cuando llegaba el fin de semana sentía que su habitación se convertía en una celda de reclusión y cómo las paredes parecían cerrarse poco a poco sobre él haciendo que sintiera una sensación de vacío interior, de vértigo ante la vida que tenía por delante y ansiedad por su presente. Todo eso desaparecía son salir a la calle.

“¿Y ahora qué?” Se preguntó parado delante del hotel Sacher. No sabía qué hacer. En la habitación había sentido la necesidad imperiosa de salir a la calle de sentir el aire y sentirse libre. Pero una vez allí fuera, abrigado como si estuviera a punto de partir hacia una expedición ártica, no sabía qué más hacer. Sin pensarlo echó a andar.

En un primer momento se dirigió hacia la fachada principal de la ópera. Caminó por los soportales del edificio hasta que tuvo que salir de nuevo a la intemperie. Tuvo la tentación de cruzar el bulevar del Ring pero al final decidió quedarse en la misma acera de la ópera. No había nadie por la calle. Ni tan siquiera se oían circular coches a lo lejos. Sólo de vez en cuando algún tranvía hacía chirriar sus ruedas por los raíles incrustados en la calzada. Siguió bordeando el edificio de la ópera hasta que volvió a encontrarse delante del Hotel Sacher. En ese momento y sintiendo que la ansiedad volvía a instalársele en el pecho pensó en ir a tomarse un café a alguna de las cafeterías históricas de la ciudad. No quería enfrentarse de nuevo a Anna y a lo que vendría después esa tarde.

Como Anna le había comentado cuando habían vuelto al hotel después de comer, él tenía una gran memoria visual, sobre todo a la hora de recordar lugares, calles, plazas y direcciones en ciudades en las que quizá sólo hubiera estado una vez en su vida. De su primer viaje a Viena le vino el recuerdo súbito de un café situado no muy lejos del Palacio Imperial del Hofburg. Consultó el reloj y vio que apenas pasaban unos minutos de las cinco de la tarde, y como no quería volver a entrar en el hotel y subir de nuevo a la habitación decidió intentar encontrar ese café y tomarse algo tranquilamente intentando relajarse y desterrar al menos por esa tarde y para el resto de la noche la ansiedad que sentía.

No sabía muy bien donde exactamente estaba el café, su memoria fotográfica no daba para tanto, pero sí sabía qué dirección tomar. Echó a andar por Agustinerstrasse. Caminó pegado a la fachada del Museo de la Albertina primero, para posteriormente seguir pegado a los muros de la Iglesia de los Agustinos, congregación que daba nombre a la calle. Esos muros de hecho ya formaban parte del complejo real del Hofburg. Llevaba un paso ágil, primero porque no quería que se le hiciera demasiado tarde para no volver con la hora muy pegada, y segundo porque el frío le alentaba a caminar deprisa para que sus extremidades no se entumecieran. Pronto llegó a una plaza prácticamente cuadrada, presidida por la estatua ecuestre de algún rey. Su memoria tenía recuerdo de dicha plaza cerrada prácticamente por todos sus lados menos por el que él venía caminando. Sin quererlo se desvió un poco de la ruta que estaba siguiendo para acercarse hasta el centro de la plaza. Ahora sí recordaba perfectamente la plaza y el edificio que la abrigaba: la plaza era Josefsplatz y el edificio la Biblioteca Nacional.

Contemplando junto a la estatua ecuestre la magnanimidad de los edificios que rodeaban la plaza percibió que algo empezaba a caer tímidamente del cielo. Había comenzado a nevar. No le sorprendió en demasía percatarse de que estaba nevando, era algo que desde que esa mañana vio el cielo níveo del color de la plata más pura sabía se iba a producir antes o después. En el fondo sentía alegría por ver nevar, algo que desde niño siempre le había hecho mucha ilusión y había envidiado a los países del resto de Europa que podían disfrutar de la nieve no sólo en las montañas sino también en muchas ciudades.

Salió de Josefsplatz por un pasadizo que pasaba por debajo de una de las alas del palacio del Hofburg y que desembocaba en una calle que a su ver terminaba en la plaza que daba justo delante de la entrada principal del Palacio Imperial de Viena. Sin pensárselo dos veces y como inspirado por un recuerdo voraz que le vino a la mente, tomó la calle que daba continuidad a la que llevaba justo por el extremo opuesto de la pequeña, pero regia, plaza. Así tomó Herrengasse y la recorrió hasta que hizo un pequeño quiebro y pudo ver al final de la misma la esquina en la que se ubicaba el café que buscaba y cuyo nombre ya aparecía iluminado con letras que pretendían imitar el dorado pero que eran simplemente amarillas: Café Central.

Ese era el café que recordaba de su primer viaje a Viena. Un café como no hay muchos en Madrid y que desde que pasó por sus ventanales la primera vez hacía más de diez años no se le había borrado de la mente. El interior era cálido. Las paredes estaban forradas de espejos, los techos llenos de molduras de escayola y frescos italianizantes. Las lámparas colgaban de esos techos y arrojaban sobre las mesas, muchas, muy juntas y muy pequeñas, una luz amarillenta que acrecentaba la sensación de comodidad e intimidad entre la multitud. Sin embargo esa tarde, a pocas horas de que el año terminara el café estaba medio vacío; apenas unas pocas mesas estaban ocupadas por personas en su mayoría solas, sin compañía.

Tras echas un vistazo rápido y disimulado al interior del café, decidió sentarse en una mesa junto a uno de los ventanales mirando hacia la calle que había traído desde el Sacher. Nada más sentarse un camarero se aceró y le preguntó qué quería tomar, él contestó secamente pero con educación que un café  de la casa. El camarero se marchó detrás de la barra a preparárselo, podía hacerlo él mismo ya que no había muchos clientes y la mayoría de los empleados estaban con los brazos cruzados o charlando en voz baja entre ellos, seguramente comentando en tono jocoso alguna cosa sobre la gente que había en el café.

Esperó que el camarero le trajera el café mirando por la ventana y viendo como poco a poco los copos de nieve que caían del cielo eran más grandes y caían con más constancia. La noche ya era cerrada y la oscuridad invadía todos los rincones de Viena. La luz de las farolas no alcanzaba a iluminar la parte alta de los edificios haciendo que estos parecieran mucho más grandes de lo que en realidad eran, dándoles además un aire fantasmagórico inquietante. Observó como la luz de las lámparas de Café Central, tras atravesar los enormes ventanales del establecimiento se proyectaba sobre la acera dándola un tono dorado difuminado que arrojaba las sombras de las pocas personas que todavía pasaban por la calle ese día.

Llegó su café. El camarero también le dejó al lado tres periódicos de ese día: uno de Viena, el Times de Londres y otro alemán. Como el alemán a pesar de que lo hablaba bastante bien y lo leía con bastante corrección, el idioma extranjero que más dominaba era el inglés, por ello se fijó en los titulares del mítico diario londinense. En la portada del enorme periódico tamaño sábana, un anacronismo que los sucesivos directores y dueños del rotativo inglés habían mantenido como seña de identidad a pesar de las continuas quejas de los lectores que veían cómo era muy difícil leer el periódico si no era encima de una mesa o sentado en un sillón orejero de los que tanto abundan en los clubes de caballeros británicos y de que los diarios rivales a veces se burlaban de ese formato enorme de impresión, aparecía un titular que le llamó la atención por referirse a España, algo que le sorprendió dadas las fechas en las que estaban cuando el nivel de noticias, como por arte de magia, bajaba bastante.

Para su tranquilidad el titular sólo señalaba que el gobierno de derechas de Madrid había vuelto a hacer el ridículo ante el gobierno inglés, elevando una queja a través de las embajadas respectivas, acusando al gobierno del Peñón de Gibraltar de usar aguas españolas para instalar una serie de baterías de fuegos artificiales para celebrar el año nuevo. Al ir a la página donde remitía el titular de la portada y leer la noticia con más atención, se enteró de que la queja del gobierno español era que esas baterías no sólo tenían como objetivo alegrar la vista a los habitantes del peñón, además de a los monos pensó él, cuando dieran la bienvenida al nuevo año sino que también habían aprovechado las maniobras de instalación de las baterías flotantes para lanzar al fondo del mar una serie de bloques de hormigón para destrozar la pesca. No quiso seguir leyendo porque se le iba a poner mal humor y además ya sabía lo que venía después: quejas respetivas ante los embajadores, primero llamando el ministro español de exteriores al embajador ingles en Madrid, que probablemente no estaría por ser las fechas que eran, y luego el Foreign Office haciendo lo mismo con el embajador español en Londres que probablemente tampoco estaría en la legación diplomática por encontrarse muy posiblemente en Ibiza o en Mallorca.

Después de leer parte de esa noticia, que no entendía que The Times llevara a su portada, concluyó que la cuestión de Gibraltar no se acabaría nunca y que en el fondo no había ningún problema. Era normal que España esté escocida por tener todavía dentro de su territorio una colonia británica, él mismo las veces que había estado en Londres de joven no se había cortado a la hora de gritar delante de Buckingham Palace o de Downing Street eso de “¡Gibraltar español!”. Lo que ya no le parecía tan normal es que para levantar el ánimo de los borregos votantes del partido derechista del gobierno y ensalzar su sentimiento patriótico nacionalista usaran argumentos tan zafios y tan cogidos por pinzas para acusar a Gibraltar o a Londres de invasión de aguas territoriales.

Dejó a un lado el periódico y volvió a mirar por la ventana. Quien en ese momento le hubiera observado habría visto a un hombre solo, no por no estar acompañado por nadie en el café, sino más bien solitario. Un hombre que tenía en el corazón instalado un sentimiento de soledad que no se podía quitar. Miraba por la ventana como intentando alcanzar el infinito con su mirada. Miraba un horizonte inexistente. Un horizonte quizá que sólo existía en su memoria y estaba en el pasado. Un horizonte que le hacía volver unos años atrás y a verse caminar por esas mismas calles en verano con sus padres durante el último viaje que hizo con ellos. Quien hubiera entrado en el café hubiera visto a un hombre que desprendía melancolía y nostalgia y que bien mirado incluso inspiraba sentimientos de lástima y pena. Sin embargo quien entró en el café no vio nada de eso, sino simplemente a un hombre al que conocía de los tiempos en los que ambos eran estudiantes universitarios.

Caronte.

****************************************************************************************

No hay comentarios:

Publicar un comentario