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(Viene de la entrada anterior.)
Salió de la habitación sin hacer ruido intentando cerrar la puerta con
toda la delicadeza que pudo. Ya en la calle volvió a sentir ese frío intenso
que llevaba golpeando Viena desde por la mañana. Ya la noche era prácticamente
cerrada. La poca claridad que podría quedar por poniente quedaba totalmente
anulada por el cielo cubierto que en todo el día había impedido ver el sol a
los habitantes de Viena. Pero a pesar del frío glaciar se sentía bien. La
presión en su pecho empezó a disminuir. La sensación de agobio, esa ansiedad
que le hacía sentirse encerrado en su propio cuerpo estaba desapareciendo. La
calle siempre había ejercido sobre él un efecto purificador muy importante. Los
lugares cerrados después de mucho tiempo, o simplemente por aclimatación a los
mismos, terminaban siempre generándole sensación de encierro. Muchas veces
siendo joven, sobre todo en su periodo universitario, cuando llegaba el fin de
semana sentía que su habitación se convertía en una celda de reclusión y cómo
las paredes parecían cerrarse poco a poco sobre él haciendo que sintiera una
sensación de vacío interior, de vértigo ante la vida que tenía por delante y
ansiedad por su presente. Todo eso desaparecía son salir a la calle.
“¿Y ahora qué?” Se preguntó parado delante del hotel Sacher. No sabía qué
hacer. En la habitación había sentido la necesidad imperiosa de salir a la
calle de sentir el aire y sentirse libre. Pero una vez allí fuera, abrigado
como si estuviera a punto de partir hacia una expedición ártica, no sabía qué
más hacer. Sin pensarlo echó a andar.
En un primer momento se dirigió hacia la fachada principal de la ópera. Caminó
por los soportales del edificio hasta que tuvo que salir de nuevo a la
intemperie. Tuvo la tentación de cruzar el bulevar del Ring pero al final
decidió quedarse en la misma acera de la ópera. No había nadie por la calle. Ni
tan siquiera se oían circular coches a lo lejos. Sólo de vez en cuando algún
tranvía hacía chirriar sus ruedas por los raíles incrustados en la calzada.
Siguió bordeando el edificio de la ópera hasta que volvió a encontrarse delante
del Hotel Sacher. En ese momento y sintiendo que la ansiedad volvía a
instalársele en el pecho pensó en ir a tomarse un café a alguna de las
cafeterías históricas de la ciudad. No quería enfrentarse de nuevo a Anna y a
lo que vendría después esa tarde.
Como Anna le había comentado cuando habían vuelto al hotel después de
comer, él tenía una gran memoria visual, sobre todo a la hora de recordar
lugares, calles, plazas y direcciones en ciudades en las que quizá sólo hubiera
estado una vez en su vida. De su primer viaje a Viena le vino el recuerdo súbito
de un café situado no muy lejos del Palacio Imperial del Hofburg. Consultó el
reloj y vio que apenas pasaban unos minutos de las cinco de la tarde, y como no
quería volver a entrar en el hotel y subir de nuevo a la habitación decidió
intentar encontrar ese café y tomarse algo tranquilamente intentando relajarse
y desterrar al menos por esa tarde y para el resto de la noche la ansiedad que
sentía.
No sabía muy bien donde exactamente estaba el café, su memoria
fotográfica no daba para tanto, pero sí sabía qué dirección tomar. Echó a andar
por Agustinerstrasse. Caminó pegado a la fachada del Museo de la Albertina
primero, para posteriormente seguir pegado a los muros de la Iglesia de los
Agustinos, congregación que daba nombre a la calle. Esos muros de hecho ya
formaban parte del complejo real del Hofburg. Llevaba un paso ágil, primero
porque no quería que se le hiciera demasiado tarde para no volver con la hora
muy pegada, y segundo porque el frío le alentaba a caminar deprisa para que sus
extremidades no se entumecieran. Pronto llegó a una plaza prácticamente
cuadrada, presidida por la estatua ecuestre de algún rey. Su memoria tenía
recuerdo de dicha plaza cerrada prácticamente por todos sus lados menos por el
que él venía caminando. Sin quererlo se desvió un poco de la ruta que estaba
siguiendo para acercarse hasta el centro de la plaza. Ahora sí recordaba
perfectamente la plaza y el edificio que la abrigaba: la plaza era Josefsplatz
y el edificio la Biblioteca Nacional.
Contemplando junto a la estatua ecuestre la magnanimidad de los edificios
que rodeaban la plaza percibió que algo empezaba a caer tímidamente del cielo.
Había comenzado a nevar. No le sorprendió en demasía percatarse de que estaba
nevando, era algo que desde que esa mañana vio el cielo níveo del color de la
plata más pura sabía se iba a producir antes o después. En el fondo sentía
alegría por ver nevar, algo que desde niño siempre le había hecho mucha ilusión
y había envidiado a los países del resto de Europa que podían disfrutar de la
nieve no sólo en las montañas sino también en muchas ciudades.
Salió de Josefsplatz por un pasadizo que pasaba por debajo de una de las
alas del palacio del Hofburg y que desembocaba en una calle que a su ver
terminaba en la plaza que daba justo delante de la entrada principal del
Palacio Imperial de Viena. Sin pensárselo dos veces y como inspirado por un
recuerdo voraz que le vino a la mente, tomó la calle que daba continuidad a la
que llevaba justo por el extremo opuesto de la pequeña, pero regia, plaza. Así
tomó Herrengasse y la recorrió hasta que hizo un pequeño quiebro y pudo ver al
final de la misma la esquina en la que se ubicaba el café que buscaba y cuyo
nombre ya aparecía iluminado con letras que pretendían imitar el dorado pero
que eran simplemente amarillas: Café Central.
Ese era el café que recordaba de su primer viaje a Viena. Un café como no
hay muchos en Madrid y que desde que pasó por sus ventanales la primera vez
hacía más de diez años no se le había borrado de la mente. El interior era
cálido. Las paredes estaban forradas de espejos, los techos llenos de molduras
de escayola y frescos italianizantes. Las lámparas colgaban de esos techos y
arrojaban sobre las mesas, muchas, muy juntas y muy pequeñas, una luz
amarillenta que acrecentaba la sensación de comodidad e intimidad entre la
multitud. Sin embargo esa tarde, a pocas horas de que el año terminara el café
estaba medio vacío; apenas unas pocas mesas estaban ocupadas por personas en su
mayoría solas, sin compañía.
Tras echas un vistazo rápido y disimulado al interior del café, decidió
sentarse en una mesa junto a uno de los ventanales mirando hacia la calle que
había traído desde el Sacher. Nada más sentarse un camarero se aceró y le
preguntó qué quería tomar, él contestó secamente pero con educación que un
café de la casa. El camarero se marchó
detrás de la barra a preparárselo, podía hacerlo él mismo ya que no había
muchos clientes y la mayoría de los empleados estaban con los brazos cruzados o
charlando en voz baja entre ellos, seguramente comentando en tono jocoso alguna
cosa sobre la gente que había en el café.
Esperó que el camarero le trajera el café mirando por la ventana y viendo
como poco a poco los copos de nieve que caían del cielo eran más grandes y
caían con más constancia. La noche ya era cerrada y la oscuridad invadía todos
los rincones de Viena. La luz de las farolas no alcanzaba a iluminar la parte
alta de los edificios haciendo que estos parecieran mucho más grandes de lo que
en realidad eran, dándoles además un aire fantasmagórico inquietante. Observó
como la luz de las lámparas de Café Central, tras atravesar los enormes
ventanales del establecimiento se proyectaba sobre la acera dándola un tono
dorado difuminado que arrojaba las sombras de las pocas personas que todavía
pasaban por la calle ese día.
Llegó su café. El camarero también le dejó al lado tres periódicos de ese
día: uno de Viena, el Times de Londres y otro alemán. Como el alemán a pesar de
que lo hablaba bastante bien y lo leía con bastante corrección, el idioma extranjero
que más dominaba era el inglés, por ello se fijó en los titulares del mítico
diario londinense. En la portada del enorme periódico tamaño sábana, un
anacronismo que los sucesivos directores y dueños del rotativo inglés habían
mantenido como seña de identidad a pesar de las continuas quejas de los
lectores que veían cómo era muy difícil leer el periódico si no era encima de
una mesa o sentado en un sillón orejero de los que tanto abundan en los clubes
de caballeros británicos y de que los diarios rivales a veces se burlaban de
ese formato enorme de impresión, aparecía un titular que le llamó la atención
por referirse a España, algo que le sorprendió dadas las fechas en las que
estaban cuando el nivel de noticias, como por arte de magia, bajaba bastante.
Para su tranquilidad el titular sólo señalaba que el gobierno de derechas
de Madrid había vuelto a hacer el ridículo ante el gobierno inglés, elevando
una queja a través de las embajadas respectivas, acusando al gobierno del Peñón
de Gibraltar de usar aguas españolas para instalar una serie de baterías de
fuegos artificiales para celebrar el año nuevo. Al ir a la página donde remitía
el titular de la portada y leer la noticia con más atención, se enteró de que
la queja del gobierno español era que esas baterías no sólo tenían como
objetivo alegrar la vista a los habitantes del peñón, además de a los monos
pensó él, cuando dieran la bienvenida al nuevo año sino que también habían
aprovechado las maniobras de instalación de las baterías flotantes para lanzar
al fondo del mar una serie de bloques de hormigón para destrozar la pesca. No
quiso seguir leyendo porque se le iba a poner mal humor y además ya sabía lo
que venía después: quejas respetivas ante los embajadores, primero llamando el
ministro español de exteriores al embajador ingles en Madrid, que probablemente
no estaría por ser las fechas que eran, y luego el Foreign Office haciendo lo
mismo con el embajador español en Londres que probablemente tampoco estaría en
la legación diplomática por encontrarse muy posiblemente en Ibiza o en
Mallorca.
Después de leer parte de esa noticia, que no entendía que The Times
llevara a su portada, concluyó que la cuestión de Gibraltar no se acabaría
nunca y que en el fondo no había ningún problema. Era normal que España esté
escocida por tener todavía dentro de su territorio una colonia británica, él
mismo las veces que había estado en Londres de joven no se había cortado a la
hora de gritar delante de Buckingham Palace o de Downing Street eso de
“¡Gibraltar español!”. Lo que ya no le parecía tan normal es que para levantar
el ánimo de los borregos votantes del partido derechista del gobierno y
ensalzar su sentimiento patriótico nacionalista usaran argumentos tan zafios y
tan cogidos por pinzas para acusar a Gibraltar o a Londres de invasión de aguas
territoriales.
Caronte.
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