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(Viene de la entrada anterior.)
En la recepción del Sacher seguía Rocío que al verle entrar y sacudirse
la nieve que llevaba sobre los hombros de su abrigo y del pelo antes de que
esta pasara de estar en estado semisólido, ya que la nieve no puede
considerarse agua en estado sólido puro, a convertirse en pequeñas gotas de
agua gélida que le mojaran y humedecieran el pelo se acercó a él para decirle
que hacía algo más de una hora vino un hombre con gabardina a preguntar por él,
que subió a su habitación y que tras unos minutos arriba volvió a bajar y a
coger un coche oscuro y se marchó. Distraído todavía por su escapada furtiva al
Café Central y sin prestar mucha atención, la justa como para saber de qué
estaba hablando la joven recepcionista española, a lo que le estaba diciendo Rocío
acertó a decir unas pocas palabras de confirmación de lo ocurrido y de que
estaba al corriente de todo ya que ese hombre había por fin dado con él y
habían hablado un rato; que simplemente era un viejo amigo que vivía en Viena y
con el que se había rencontrado tras mucho tiempo. Sin prestar mucha más
atención a la joven se dirigió hacia los ascensores y tras meterse en uno que
acabada de dejar en el hall del hotel a varios huéspedes ya ataviados para la
cena de fin de año pulsó el botón correspondiente a la planta de su habitación.
Encaró el pasillo que le llevaría hacia la puerta de su habitación algo
nervioso. Él no entendía ese estado de nervios. No lograba comprender por qué
estaba nervioso, ansioso y también algo temeroso por abrir la puerta y ver a
Anna de nuevo. No quería imaginarse cuál podría ser la reacción de ella ante
esa ausencia de inesperada premeditación. Por una lado quería verla enfadada,
furiosa y molesta por haberla dejado sola en la habitación sin avisarla para irse
por ahí tras dejar como aviso o anuncio de ese acto una simple nota escrita en
un folio con membrete del hotel. Pero por otro lado temía que ella fuera
indiferente, que no le importara en el fondo lo que él hiciera ya que él nada
le debía a ella y era totalmente libre para hacer su vida tal y como quisiera
sin dar explicaciones por sus actos y sin tenerla que tener en cuenta para
ello. Esa mezcla de sentimientos le provocaba una especie de desazón interior
que le tenía hecho un nudo en el estómago. Un nudo de nervios que mientras
avanzaba por el pasillo del Sacher hacia su habitación se hacía más fuerte y le
provocaba una especie de vértigo ante una situación para la que por mucho que
imaginara posibles escenarios y por tanto posibles respuestas a los mismos, no
estaba preparado.
Ahí estaba la puerta de la habitación con el número en siluetas de bronce
dorado. Se llevó la mano al bolsillo de su abrigo y tocó la llave. La sacó y la
sostuvo en la mano unos segundos mirándola, a ella y a la cerradura donde la
tendría que introducir para poder girarla hacia la derecha y lograr que el
mecanismo de cerrajería se desbloqueara y la puerta quedara libre dándole paso
hacia el interior de la habitación. Interior que no estaría vacío sino que
olería al afrutado perfume de Anna, que sin duda siendo ya la hora que era
estaría arreglándose para bajar a cenar al gran comedor del Sacher, y que
mostraría la actividad de una persona que está preparando todo para vestirse:
armarios abiertos, fundas de vestidos con las cremalleras bajadas dejando al
descubierto el tesoro que guardan en su interior, cajas de zapatos
desperdigadas por el suelo y diferentes accesorios sobre alguna superficie
donde mostrarlos.
Por fin se decidió a abrir la puerta. Para su sorpresa tuvo que dar dos vueltas
a la llave en la cerradura. Anna había echado la llave en la habitación. Eso le
demostraba, una de dos: que Anna se sentía algo insegura sin su presencia en la
habitación; o que Anna había querido dejarle claro que lo iba a tener fácil
para volver a entrar y fingir que nada había pasado. Al pensar en esta segunda
opción él se dio cuenta de que quizá el recibimiento iba a ser más frío de lo
que deseaba. Aún así siguió abriendo la puerta, ¿qué otra cosa podía hacer?
Al entrar en la habitación olió el perfume de Anna. Un perfume muy
característico que llenaba toda la estancia con un aroma dulzón, nada ácido,
como a él le gustaba. Anna estaba en el servicio con el secador del pelo
encendido, aparato del demonio que lanzando esos bufidos constantes impedía
escuchar cualquier cosa. Por eso Anna no se dio cuenta de que él ya estaba de
vuelta en la habitación. Ni siquiera notó el portazo que sin que él quisiera
dar, dio la puerta como si estuviera guiada por una mano malvada que quisiera
desenmascararle. Sabiéndose todavía invisible, al menos no notado, aprovechó la
ocasión para intentar sorprender a Anna. Por ello decidió pasar al cuarto de
baño intentando aparentar la mayor normalidad posible, como si en ningún
momento él se hubiera ausentado de la habitación.
– Ya estás casi preparada. Ya me puedo dar prisa yo. – Dijo él pasando al
baño como si fuera el de su propio piso en Madrid.
– Hombre, el desaparecido en combate. – Dijo Anna parando el secador del
pelo de inmediato para que el espantoso ruido del mismo no les impidiera a
ambos escucharle lo que tuvieran que decirse.
– Siento haberme ido tan de repente Anna. Necesitaba tomar un poco el
aire. – Dijo él a modo de excusa aun sabiendo que no iba a colar.
– ¿No has tenido suficiente aire libre en todo el día no? – Preguntó Anna
irónica.
– Lo siento. – Dijo él de nuevo, acercándose a Anna que le miraba de
manera indirecta a través del espejo fijándose en el reflejo de sus ojos en el
mismo.
– No me tienes que pedir perdón. No estoy ofendida por nada. Quizá molesta.
– Volvió a insistir Anna ahora ya girándose para mirarle directamente a la
cara.
– Anna, necesitaba pensar en unas cosas. – Intentó justificarse él un
poco más.
– No es verdad. Lo que has hecho es huir del presente para refugiarte en
tu pasado. Ese pasado que quieres olvidar, pero que como el drogadicto con la
cocaína, no puedes dejar atrás. – Sentenció Anna siendo mucho más dura de lo
que él se hubiera imaginado. Su mirada era fría, pero no indiferente, había
algo de compasión y comprensión en la mirada que Anna le estaba lanzando y con
la que perforaba su alma.
– Puede que sí. Puede que no esté a la altura de una noche como esta, o
de un viaje como este con una mujer de tu talla. – Dijo él, mezclando en su
respuesta un doble sentido que Anna no supo descifrar correctamente.
– Puede que tengas razón. – Concedió Anna indiferente.
– Pero estoy aquí de nuevo, con unas ganas tremendas de celebrar el fin
de año contigo como debe celebrarse una ocasión así. Además no sé si te habrás
dado cuenta, pero está nevando. Mañana Viena está blanquísima. – Dijo él
intentando acercarse a ella pero viendo como casi de manera imperceptible ella
se echaba un poco hacia atrás para apoyarse en el mueble del lavabo para volver
a la tarea que la entrada de él había interrumpido.
– No me vengas ahora con palabras bonitas. No estoy enfadada contigo
porque ya eres mayorcito para hacer lo que quieras y no soy nadie para
reprocharte nada, pero sí estoy molesta porque te creía algo más valiente para
enfrentarte a los problemas, aunque vengan del pasado. – Volvió a decir Anna en
un tono frío, duro y directo. Un tono que a él le hizo comprobar que Anna no
iba a dejarse achantar tan rápidamente.
– Sé que me he comportado mal. Como un crío. Pero tú misma me has dicho
en varias ocasiones que lo hecho, hecho está. No puedo volver atrás en el
tiempo para no irme esta tarde a tomar el aire y pensar en mis cosas. Estoy en
el Hotel Sacher con la mujer más bonita del mundo y voy a ir a la fiesta de fin
de año con la mejor acompañante posible. Muy probablemente seré la envidia de
cualquier hombre esta noche. Que me he comportado como un imbécil. Pues sí.
Pero qué se podría esperar de alguien como yo. No doy más de sí. Siento muchas
cosas Anna. Pero hay una cosa que no siento y es quererte como te quiero. –
Terminó por confesar él, asumiendo toda la culpa, auto flagelándose como un
penitente fanático en Semana Santa y sincerándose con Anna, que seguía vuelta
de nuevo hacia el espejo con el secador en la mano.
– Ya puedes prepararte para la cena, que es tarde. – Contestó Anna
inmutable ante lo que acababa de decir él, fingiendo una frialdad que ya no
sentía, sabiendo que había ganado la batalla por esa ocasión. No añadió nada
más, simplemente volvió a encender el secador de pelo que con su atronador ruido
llenó el baño y la habitación de un estruendo atronador.
– Anna por favor, no seas tan dura conmigo. ¿Qué más quieres que haga?
Dame por lo menos un beso, lo necesito. – Dijo él elevando un poco, o mejor
dicho bastante, su tono de voz para poder ser escuchado por Anna a través del
aire cálido y ensordecedor que emanaba del secador y a medida que se acercaba a
Anna para abrazarla por la espalda, gesto que quedó inconcluso a medio camino
por la repentina respuesta de ella.
– Tú lo que necesitas es alguien que te meta de verdad en vereda, o te
suelte un buen guantazo en la cara. Deja de hacerte el zalamero y dúchate, o
aséate, o vístete ya. Y el beso te lo va a dar quién yo te diga. – Dijo Anna
amenazante con el peine que estaba usando para ahuecar su pelo castaño y que
éste se secara por completo para posteriormente pasar a peinarlo. No pudo
seguir fingiendo indiferencia o frialdad ante él y se le escapó una sonrisa en
su cara.
– Vale, vale fiera. – Contestó él dándose cuenta del cambio de actitud
que había surtido efecto en Anna. – Me quedo sin beso de momento. Entendido. Me
vale con esa sonrisa.
– Pues ale a ducharse. – Concluyó Anna volviendo a su tarea, mientras él
salía del cuarto del baño sonriéndola tímidamente como haría alguien que sabe
que ha perdido una batalla menor pero que guarda un as en la manga para el
resto de la guerra.
Ambos siguieron preparándose para la cena de Fin de Año. Él se duchó lo
más rápido posible, sin entretenerse en notar el agua cálida que le recorría el
cuerpo y que le reconfortaba después de haber estado en la calle sufriendo un
frío gélido que le había penetrado por todos los resquicios posibles de su
cuerpo en los que la piel no estuviera protegida por ropa de abrigo. Le hubiera
gustado disfrutar más de esa última ducha del año, pero sabiendo que a Anna no
la gustaba llagar tarde a ningún sitio, aunque fuera informal, prefirió darse
prisa y enjabonarse el cuerpo y la cabeza de manera diligente y con rapidez.
Anna le llevaba bastante ventaja en los preparativos para la cena, cosa que no
era de extrañar teniendo en cuenta que había tenido todo el tiempo posible para
hacerlo mientras que él por su cobardía, como ella muy bien había notado, ahora
se veía un poco apurado con el tiempo y tenía que hacer todo de manera
acelerada.
Al final estuvieron los dos vestidos y preparados para bajar al gran
salón donde se realizaría la cena de fin de año. Anna llevaba puesto un vestido
ceñido azul marino discreto, pero muy elegante y sensual, que dejaba ver esas
piernas esbeltas y definidas desde la rodilla a los tobillos; además llevaba
unos zapatos de tacón de charol, azules también, a juego con el vestido. Como
complementos llevaba una pulsera de piedras pulidas, quizá lapislázulis o
alguna similar, y un collar muy simple al cuello; más que collar era un
colgante: un fino cordel de plata del que colgaba justo en mitad de su pecho
una pequeña gema también azul, un zafiro, que fue un regalo de él. Pero si algo
le llamaba la atención a él de cómo iba Anna era el pelo. De normal Anna solía
llevar el pelo suelto, en alguna ocasión recogido con una pinza a la altura de
la nuca, pero pocas veces él la había visto con un recogido total que quitaba
todo el pelo de la cara de Anna y mostraba toda su frente limpia, sin ningún
pelo rebelde que no quisiera estar recogido en el moño. Al verla totalmente
preparada ya él pensó que estaba preciosa, espectacular y también aunque esto
le pasó de manera fugaz por la mente, que no la merecía.
Por su parte él iba bastante normal. En ocasiones tan especiales y de
gala como la cena a la que iban a asistir, y posterior fiesta, son las mujeres
las que reinan como estrellas luciendo en lo alto del firmamento sobre la más
absoluta e infinita negrura celestial. Los hombres por el contrario son simples
acompañantes, no lucen ni esplendidos ni deslumbrantes. La verdad es que
quedaría absurdo decir que un hombre estaba radiante en tal o cual fiesta, o
que el modelo de smoking que llevaba le quedaba que ni pintado. Eso es algo que
todo hombre ha sabido desde que el mundo es mundo: en ciertas ocasiones las
mujeres son las únicas protagonistas; ya podría ser siempre así y en todos los
ámbitos de la vida, así no parecería machista decir que una mujer estaba
espléndida y bellísima en una fiesta o en una cena de gala. Por eso que él
llevara un smoking de Armani hecho a medida en Madrid, en la tienda que el
modisto italiano tiene en la milla de oro de la capital hispana, con una
pajarita de color burdeos para dar un toque de color y distinción ante la
multitud masculina toda vestida de manera semejante, no era nada relevante.
Sólo Anna al verle también completamente vestido comentó que estaba mucho más
elegante que todos esos que se creen elegantes simplemente por llevar un traje
a diario. Si hubiera que destacar algo en su vestimenta de esa noche serían los
calcetines de rayas rojas, de un rojo sangre, un rojo intenso que sólo en los
más oscuros cabarets de París alguna vez se ha vestido y llevado puesto.
Caronte.
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