martes, 29 de diciembre de 2015

El Vals del Emperador (LXIV)

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(Viene de la entrada anterior.)

En la recepción del Sacher seguía Rocío que al verle entrar y sacudirse la nieve que llevaba sobre los hombros de su abrigo y del pelo antes de que esta pasara de estar en estado semisólido, ya que la nieve no puede considerarse agua en estado sólido puro, a convertirse en pequeñas gotas de agua gélida que le mojaran y humedecieran el pelo se acercó a él para decirle que hacía algo más de una hora vino un hombre con gabardina a preguntar por él, que subió a su habitación y que tras unos minutos arriba volvió a bajar y a coger un coche oscuro y se marchó. Distraído todavía por su escapada furtiva al Café Central y sin prestar mucha atención, la justa como para saber de qué estaba hablando la joven recepcionista española, a lo que le estaba diciendo Rocío acertó a decir unas pocas palabras de confirmación de lo ocurrido y de que estaba al corriente de todo ya que ese hombre había por fin dado con él y habían hablado un rato; que simplemente era un viejo amigo que vivía en Viena y con el que se había rencontrado tras mucho tiempo. Sin prestar mucha más atención a la joven se dirigió hacia los ascensores y tras meterse en uno que acabada de dejar en el hall del hotel a varios huéspedes ya ataviados para la cena de fin de año pulsó el botón correspondiente a la planta de su habitación.

Encaró el pasillo que le llevaría hacia la puerta de su habitación algo nervioso. Él no entendía ese estado de nervios. No lograba comprender por qué estaba nervioso, ansioso y también algo temeroso por abrir la puerta y ver a Anna de nuevo. No quería imaginarse cuál podría ser la reacción de ella ante esa ausencia de inesperada premeditación. Por una lado quería verla enfadada, furiosa y molesta por haberla dejado sola en la habitación sin avisarla para irse por ahí tras dejar como aviso o anuncio de ese acto una simple nota escrita en un folio con membrete del hotel. Pero por otro lado temía que ella fuera indiferente, que no le importara en el fondo lo que él hiciera ya que él nada le debía a ella y era totalmente libre para hacer su vida tal y como quisiera sin dar explicaciones por sus actos y sin tenerla que tener en cuenta para ello. Esa mezcla de sentimientos le provocaba una especie de desazón interior que le tenía hecho un nudo en el estómago. Un nudo de nervios que mientras avanzaba por el pasillo del Sacher hacia su habitación se hacía más fuerte y le provocaba una especie de vértigo ante una situación para la que por mucho que imaginara posibles escenarios y por tanto posibles respuestas a los mismos, no estaba preparado.

Ahí estaba la puerta de la habitación con el número en siluetas de bronce dorado. Se llevó la mano al bolsillo de su abrigo y tocó la llave. La sacó y la sostuvo en la mano unos segundos mirándola, a ella y a la cerradura donde la tendría que introducir para poder girarla hacia la derecha y lograr que el mecanismo de cerrajería se desbloqueara y la puerta quedara libre dándole paso hacia el interior de la habitación. Interior que no estaría vacío sino que olería al afrutado perfume de Anna, que sin duda siendo ya la hora que era estaría arreglándose para bajar a cenar al gran comedor del Sacher, y que mostraría la actividad de una persona que está preparando todo para vestirse: armarios abiertos, fundas de vestidos con las cremalleras bajadas dejando al descubierto el tesoro que guardan en su interior, cajas de zapatos desperdigadas por el suelo y diferentes accesorios sobre alguna superficie donde mostrarlos.

Por fin se decidió a abrir la puerta. Para su sorpresa tuvo que dar dos vueltas a la llave en la cerradura. Anna había echado la llave en la habitación. Eso le demostraba, una de dos: que Anna se sentía algo insegura sin su presencia en la habitación; o que Anna había querido dejarle claro que lo iba a tener fácil para volver a entrar y fingir que nada había pasado. Al pensar en esta segunda opción él se dio cuenta de que quizá el recibimiento iba a ser más frío de lo que deseaba. Aún así siguió abriendo la puerta, ¿qué otra cosa podía hacer?

Al entrar en la habitación olió el perfume de Anna. Un perfume muy característico que llenaba toda la estancia con un aroma dulzón, nada ácido, como a él le gustaba. Anna estaba en el servicio con el secador del pelo encendido, aparato del demonio que lanzando esos bufidos constantes impedía escuchar cualquier cosa. Por eso Anna no se dio cuenta de que él ya estaba de vuelta en la habitación. Ni siquiera notó el portazo que sin que él quisiera dar, dio la puerta como si estuviera guiada por una mano malvada que quisiera desenmascararle. Sabiéndose todavía invisible, al menos no notado, aprovechó la ocasión para intentar sorprender a Anna. Por ello decidió pasar al cuarto de baño intentando aparentar la mayor normalidad posible, como si en ningún momento él se hubiera ausentado de la habitación.

– Ya estás casi preparada. Ya me puedo dar prisa yo. – Dijo él pasando al baño como si fuera el de su propio piso en Madrid.
– Hombre, el desaparecido en combate. – Dijo Anna parando el secador del pelo de inmediato para que el espantoso ruido del mismo no les impidiera a ambos escucharle lo que tuvieran que decirse.
– Siento haberme ido tan de repente Anna. Necesitaba tomar un poco el aire. – Dijo él a modo de excusa aun sabiendo que no iba a colar.
– ¿No has tenido suficiente aire libre en todo el día no? – Preguntó Anna irónica.
– Lo siento. – Dijo él de nuevo, acercándose a Anna que le miraba de manera indirecta a través del espejo fijándose en el reflejo de sus ojos en el mismo.
– No me tienes que pedir perdón. No estoy ofendida por nada. Quizá molesta. – Volvió a insistir Anna ahora ya girándose para mirarle directamente a la cara.
– Anna, necesitaba pensar en unas cosas. – Intentó justificarse él un poco más.
– No es verdad. Lo que has hecho es huir del presente para refugiarte en tu pasado. Ese pasado que quieres olvidar, pero que como el drogadicto con la cocaína, no puedes dejar atrás. – Sentenció Anna siendo mucho más dura de lo que él se hubiera imaginado. Su mirada era fría, pero no indiferente, había algo de compasión y comprensión en la mirada que Anna le estaba lanzando y con la que perforaba su alma.
– Puede que sí. Puede que no esté a la altura de una noche como esta, o de un viaje como este con una mujer de tu talla. – Dijo él, mezclando en su respuesta un doble sentido que Anna no supo descifrar correctamente.
– Puede que tengas razón. – Concedió Anna indiferente.
– Pero estoy aquí de nuevo, con unas ganas tremendas de celebrar el fin de año contigo como debe celebrarse una ocasión así. Además no sé si te habrás dado cuenta, pero está nevando. Mañana Viena está blanquísima. – Dijo él intentando acercarse a ella pero viendo como casi de manera imperceptible ella se echaba un poco hacia atrás para apoyarse en el mueble del lavabo para volver a la tarea que la entrada de él había interrumpido.
– No me vengas ahora con palabras bonitas. No estoy enfadada contigo porque ya eres mayorcito para hacer lo que quieras y no soy nadie para reprocharte nada, pero sí estoy molesta porque te creía algo más valiente para enfrentarte a los problemas, aunque vengan del pasado. – Volvió a decir Anna en un tono frío, duro y directo. Un tono que a él le hizo comprobar que Anna no iba a dejarse achantar tan rápidamente.
– Sé que me he comportado mal. Como un crío. Pero tú misma me has dicho en varias ocasiones que lo hecho, hecho está. No puedo volver atrás en el tiempo para no irme esta tarde a tomar el aire y pensar en mis cosas. Estoy en el Hotel Sacher con la mujer más bonita del mundo y voy a ir a la fiesta de fin de año con la mejor acompañante posible. Muy probablemente seré la envidia de cualquier hombre esta noche. Que me he comportado como un imbécil. Pues sí. Pero qué se podría esperar de alguien como yo. No doy más de sí. Siento muchas cosas Anna. Pero hay una cosa que no siento y es quererte como te quiero. – Terminó por confesar él, asumiendo toda la culpa, auto flagelándose como un penitente fanático en Semana Santa y sincerándose con Anna, que seguía vuelta de nuevo hacia el espejo con el secador en la mano.
– Ya puedes prepararte para la cena, que es tarde. – Contestó Anna inmutable ante lo que acababa de decir él, fingiendo una frialdad que ya no sentía, sabiendo que había ganado la batalla por esa ocasión. No añadió nada más, simplemente volvió a encender el secador de pelo que con su atronador ruido llenó el baño y la habitación de un estruendo atronador.
– Anna por favor, no seas tan dura conmigo. ¿Qué más quieres que haga? Dame por lo menos un beso, lo necesito. – Dijo él elevando un poco, o mejor dicho bastante, su tono de voz para poder ser escuchado por Anna a través del aire cálido y ensordecedor que emanaba del secador y a medida que se acercaba a Anna para abrazarla por la espalda, gesto que quedó inconcluso a medio camino por la repentina respuesta de ella.
– Tú lo que necesitas es alguien que te meta de verdad en vereda, o te suelte un buen guantazo en la cara. Deja de hacerte el zalamero y dúchate, o aséate, o vístete ya. Y el beso te lo va a dar quién yo te diga. – Dijo Anna amenazante con el peine que estaba usando para ahuecar su pelo castaño y que éste se secara por completo para posteriormente pasar a peinarlo. No pudo seguir fingiendo indiferencia o frialdad ante él y se le escapó una sonrisa en su cara.
– Vale, vale fiera. – Contestó él dándose cuenta del cambio de actitud que había surtido efecto en Anna. – Me quedo sin beso de momento. Entendido. Me vale con esa sonrisa.
– Pues ale a ducharse. – Concluyó Anna volviendo a su tarea, mientras él salía del cuarto del baño sonriéndola tímidamente como haría alguien que sabe que ha perdido una batalla menor pero que guarda un as en la manga para el resto de la guerra.

Ambos siguieron preparándose para la cena de Fin de Año. Él se duchó lo más rápido posible, sin entretenerse en notar el agua cálida que le recorría el cuerpo y que le reconfortaba después de haber estado en la calle sufriendo un frío gélido que le había penetrado por todos los resquicios posibles de su cuerpo en los que la piel no estuviera protegida por ropa de abrigo. Le hubiera gustado disfrutar más de esa última ducha del año, pero sabiendo que a Anna no la gustaba llagar tarde a ningún sitio, aunque fuera informal, prefirió darse prisa y enjabonarse el cuerpo y la cabeza de manera diligente y con rapidez. Anna le llevaba bastante ventaja en los preparativos para la cena, cosa que no era de extrañar teniendo en cuenta que había tenido todo el tiempo posible para hacerlo mientras que él por su cobardía, como ella muy bien había notado, ahora se veía un poco apurado con el tiempo y tenía que hacer todo de manera acelerada.

Al final estuvieron los dos vestidos y preparados para bajar al gran salón donde se realizaría la cena de fin de año. Anna llevaba puesto un vestido ceñido azul marino discreto, pero muy elegante y sensual, que dejaba ver esas piernas esbeltas y definidas desde la rodilla a los tobillos; además llevaba unos zapatos de tacón de charol, azules también, a juego con el vestido. Como complementos llevaba una pulsera de piedras pulidas, quizá lapislázulis o alguna similar, y un collar muy simple al cuello; más que collar era un colgante: un fino cordel de plata del que colgaba justo en mitad de su pecho una pequeña gema también azul, un zafiro, que fue un regalo de él. Pero si algo le llamaba la atención a él de cómo iba Anna era el pelo. De normal Anna solía llevar el pelo suelto, en alguna ocasión recogido con una pinza a la altura de la nuca, pero pocas veces él la había visto con un recogido total que quitaba todo el pelo de la cara de Anna y mostraba toda su frente limpia, sin ningún pelo rebelde que no quisiera estar recogido en el moño. Al verla totalmente preparada ya él pensó que estaba preciosa, espectacular y también aunque esto le pasó de manera fugaz por la mente, que no la merecía.

Por su parte él iba bastante normal. En ocasiones tan especiales y de gala como la cena a la que iban a asistir, y posterior fiesta, son las mujeres las que reinan como estrellas luciendo en lo alto del firmamento sobre la más absoluta e infinita negrura celestial. Los hombres por el contrario son simples acompañantes, no lucen ni esplendidos ni deslumbrantes. La verdad es que quedaría absurdo decir que un hombre estaba radiante en tal o cual fiesta, o que el modelo de smoking que llevaba le quedaba que ni pintado. Eso es algo que todo hombre ha sabido desde que el mundo es mundo: en ciertas ocasiones las mujeres son las únicas protagonistas; ya podría ser siempre así y en todos los ámbitos de la vida, así no parecería machista decir que una mujer estaba espléndida y bellísima en una fiesta o en una cena de gala. Por eso que él llevara un smoking de Armani hecho a medida en Madrid, en la tienda que el modisto italiano tiene en la milla de oro de la capital hispana, con una pajarita de color burdeos para dar un toque de color y distinción ante la multitud masculina toda vestida de manera semejante, no era nada relevante. Sólo Anna al verle también completamente vestido comentó que estaba mucho más elegante que todos esos que se creen elegantes simplemente por llevar un traje a diario. Si hubiera que destacar algo en su vestimenta de esa noche serían los calcetines de rayas rojas, de un rojo sangre, un rojo intenso que sólo en los más oscuros cabarets de París alguna vez se ha vestido y llevado puesto.

Caronte.

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