miércoles, 30 de diciembre de 2015

El Vals del Emperador (LXV)

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(Viene de la entrada anterior.)

Como no iban a salir del hotel en toda la noche no cogieron nada de abrigo. Salieron de la habitación y se dirigieron hacia la primera planta del hotel donde estaba el gran salón comedor que serviría esa noche de escenario para una de las celebraciones más exclusivas de cuantas en esos momentos estarían comenzando en Viena para festejar el fin de otro año y el comienzo de otro. Celebraciones que en muchos casos, sino en todos obvian que eso que se celebra no es ni más ni menos que el paso del inclemente, inmisericorde e incesante tiempo, que nos ve a todos pasar por la tierra, desgastándonos poco a poco como el agua, el viento y los a agentes climáticos hacen con las montañas, consumiéndonos sin que nos demos cuenta salvo en el último momento cuando ya es demasiado tarde para apreciar todo eso que nos ha pasado y a lo que llamamos vida.

La entrada al gran salón comedor estaba llena de gente. Una multitud ordenada que no se apelotonaba a la entrada para ser dispuesta por mesas individuales, colectivas o por parejas. Nada en esas esferas sociales era estrambótico ni fuera de lugar. Todo estaba preparado y dispuesto. Apenas pasaban unos minutos de las ocho de la tarde, muy pronto para una cena de fin de año en España, pero la hora justa en aquellos lares centroeuropeos. Como ellos no tenían que esperar a nadie, ni formaban parte de ningún grupo se dirigieron directamente a la entrada del comedor. A medida que avanzaban hacia dicha entrada, ella cogida del brazo de él y él dirigiendo su caminar hacia el camarero que estaba esperando a atender a los clientes que fueran a celebrar con ellos la noche de fin de año, él iba notando como todo el mundo que estaba esperando fuera todavía del comedor tenía su edad, la mayor parte eran hombres, alguna mujer también había pero estaban dispuestas en grupos mucho más pequeños. Para sí pensó que la sociedad todavía se divide en grupos casi sectarios por sexos y la mezcla de ambos es complicada como la del agua con el aceite; si hubiera sido más fácil seguramente todos aquellos hombres que como él habían estado solteros mucho más tiempo del deseado habrían encontrado pareja antes.

Las miradas de muchos de los hombres que estaban en esa especie de antesala del gran salón comedor se dirigían inevitablemente hacia un objetivo común: Anna. Esto era algo de lo que él también se fue dando cuenta aunque no quiso darle demasiada importancia. En el fondo él sabía que era algo normal. Anna estaba espectacular. Hubiera deslumbrado en cualquier fiesta de gran gala a la que hubiera ido; hubiera dejado en meros maniquíes a cualquier modelo de alta costura. Iba sonriendo, bien agarrada al brazo de él, como diciendo que por mucho que miraran esos hombres ella solo iba a disfrutar de la noche con uno y no era ninguno de ellos sino él que ya estaba diciendo al camarero de la entrada del salón quiénes eran para que les llevaran a su mesa.

Ya dentro del salón ambos se dieron cuenta de que a pesar de toda la gente que aparentemente estaba fuera del mismo esperando a que se completaran los grupos de amigos, compañeros de trabajo o parejas de conocidos y amigos, el salón estaba ya ocupado. Había ya mesas ocupadas por personas, en su mayoría mayores que ellos, algunas bastante mayores. Otra época. Otra edad. Otras costumbres que indicaban que la cena en Viena se toma sobre las siete de la noche y de manera puntual. Los jóvenes pierden las costumbres y las tradiciones y las adaptan a sus gustos y formas de ser, mucho más laxas de las de aquellos que ya ocupaban las mesas del salón comedor y ya habían empezado a cenar.

Como la cena era de menú cerrado, no tuvieron que decidir qué iban a pedir al camarero para hacer disfrutar a sus paladares durante esa última cena del año. Simplemente se dispusieron, uno enfrente del otro para disfrutar de esa velada, que ambos deseaban que fuera inolvidable y que pudieran disfrutar sin problemas. El salón comedor estaba decorado con elegancia, sin elementos estrambóticos que desentonaran allí. Nada tenía que ver con esos salones profusamente decorados que en España algunos hoteles o anfitriones enseñan o de los que se sienten orgullosos creyendo que han conseguido asombrar a sus invitados pero lo único que consiguen es que los ojos sufran ante tantos y tan variados elementos decorativos, que si centros de mesa con flores rojas, naranjas, amarillas, piñas secas, pétalos desecados, candelabros con más velas de las asumibles por una catedral en plena Semana Santa, tres o cuatro copas por comensal, además de los innumerables cubiertos que nadie sabe para qué sirven. El salón del Sacher simplemente mostraba su gran estilo, ese estilo clásico actualizado a los tiempos en el que los adornos rococó no hacían daño a la vista ni abarrotaban las mesas y los espacios vacíos del salón.

Sobre las mesas sólo estaban los cubiertos y un plato de fina porcelana decorado con un borde floral dorado sobre el que descansaba una servilleta sencillamente doblada. La cubertería era de plata y la cristalería parecía de bohemia. En el centro justo de la mesa, cuadrada para más datos, había un pequeño centro floral con flores frescas y aromáticas. En un lado de la mesa había un candelabro con dos velas de color crema encendidas que arrojaban su tenue luz sobre el rostro de ambos. Pese a que todas las mesas estaban prácticamente igualmente decoradas, había alguna excepción hecha probablemente previo pago de una suma importante de dinero al Sacher para romper la armonía decorativa.

– Qué bonito está el salón. – Comentó Anna una vez ambos estuvieron sentados en la mesa y dispuestos a comenzar la velada.
– En sitios como este se curran bastante estas ocasiones. Si el Sacher no supiera organizar y decorar una fiesta como esta no sería uno de los hoteles más disputados en fin de año. – Le explicó él.
– La gente que había fuera esperando, ¿qué serán grupos? – Preguntó ella.
– Probablemente. Se te has fijado era gente más joven que la que ya estaba dentro del salón cenando. Más o menos de nuestra edad. Aunque muy probablemente todos de buenas familias acomodadas de Viena y de todo el mundo. – Comentó él sin mirar directamente a Anna sino al resto del salón, observando cuánta gente había ya sentada en las mesas.
– Por cierto estuvo esta tarde en la habitación tu amigo Alberto. – Dijo Anna cambiando de tema y el tono de su voz, pasando de un tono neutro de comentario anodino, a otro mucho más alegre e interesante.
– Ya. Lo sé. Se me ha olvidado decirte que estuve con él esta tarde.
– ¿Y cómo te ha encontrado si yo no sabía dónde estabas y no pude decírselo? – Se extrañó Anna.
– Pues supongo que es más listo que nadie. De hecho siempre lo ha sido. Yo también me he sorprendido al verle esta tarde entrar donde estaba tomándome un café. – Confesó él.
– Te habrá dicho entonces que mañana hemos quedado en ir a su casa a tomar café y celebrar el año nuevo. – Dijo Anna sonriendo anticipándose a la sorpresa que ese plan urdido casi a su espalda entre ella y Alberto.
– Sí. Eso también me ha pillado por sorpresa. Es lamentable que a uno no le tengan en cuenta para hacer planes. – Dijo él sonriendo y mostrando un falso tono de resignación.
– Ya pero como tú también vas a tu bola... Déjanos al menos que alguna vez los que te ignoremos seamos el resto. – Añadió Anna sonriendo igualmente y mirándole a los ojos para que él viera que seguía en broma.
– Ya en serio, me parece muy bien que hayas aceptado la invitación de Alberto en mi nombre para ir mañana a tomar algo con él a su casa. – Dijo él cambiando la sonrisa divertida que tenía en la cara por otra algo más seria.
– ¿Entonces te vienes? – Dijo Anna como si no hubiera estado esto claro desde el principio.
– Claro. – Dijo él sorprendido de verdad.
– Me alego también. Yo iba a haber ido de todas maneras. – Dijo Anna volviendo a sonreír abiertamente.
– ¡Qué bribona! – Terminó por añadir él viendo que ella le había logrado asustar ligeramente.

Callaron unos minutos. El camarero volvió a su mesa para llevarles el vino que regaría toda la cena. Dejó junto a la mesa una cubitera donde metió la botella después de llenar ligeramente las copas de ambos. El camarero les preguntó si aparte del vino iban a querer una botella de champán. Tanto él como Anna coincidieron que el champán mejor para brindar por el nuevo año. Lo que si pidió él al camarero fue una botella de agua, ya que aunque de vez en cuando para comer o cenar tomaba algo de vino, prefería el agua para acompañar la comida. Además el vino, ya fuera tinto, blanco o rosado, no era el alcohol que mejor le sentaba, ni mucho menos el que más le gustaba; aunque de hecho no le gustaba ningún alcohol.

– Ten cuidado con el vino a ver si se te va a subir a la cabeza. – Le comentó Anna irónica.
– Ya. – Apuntó él escuetamente sonriendo.
– No quiero tener que pedir ayuda al final de la noche a un par de botones o camareros para que te suban a la habitación. Prefiero tenerte sobrio. – Añadió Anna acariciándole la mano derecha con las suyas.
– ¿Y para qué me quieres tener sobrio? – Preguntó él con toda la intención del mundo achinando un poco los ojos como con malicia.
– Échale imaginación. – Rió Anna.

Pronto volvió el camarero acompañado por otro ayudante. Les sirvieron los primeros entrantes de la cena. No eran gran cosa, al menos en cantidad, ya que la presentación de los mismos era delicadísima y minimalista, aunque no tanto como para que la decoración y presentación del plato eclipsara la propia comida y éste no fuera más que un pequeño bocado devorable en apenas unos segundo y apenas degustable por escaso.

– ¿Sabes una cosa Anna? – Dijo él mientras probaba la comida que el camarero les había puesto delante.
– Dime.
– Cuando he visto esta tarde a Alberto, aparte de decirme “pero qué narices hace éste aquí” y pensar luego “menuda tontería, si puede estar en algún lugar Alberto, ese es Viena, ya que trabaja aquí”, me he alegrado un montón. Ha sido liberador. – Confesó él.
– Me alegro. ¿Le has pedido perdón por no llamarle? – Quiso saber Anna.
– Sí. Y también por quizá no haber sido amigos desde que nos volvimos a rencontrar.
– ¿Y él qué te ha dicho?
– Nada. Le ha quitado importancia al asunto. No me merezco conocer a personas así. Alberto es especial. No sé cómo definirlo. Es un gran tipo. Siempre dice aquello que uno necesita escuchar, sin dejar de decir aquello que no queremos pero que es necesario decir. No sé si me explico.
– Te explicas perfectamente, en tu estilo enrevesado, pero se entiende de lo quieres decir. A mí también me ha parecido una buena persona. Y eso que no hemos estado hablando más que unos minutos y de manera apresurada.
– ¿Y sabes otra cosa Anna? – Volvió a interrogarla él para que ella se interesara.
– ¿Qué? – Respondió con interés ella.
– Siempre has tenido razón en todo. Creo que debo dejar de preocuparme tanto por el pasado, por lo que hice o dejé de hacer, por lo que dije o callé, y centrarme más en el ahora. En vivir buenos momentos sin pensar en los pasados que no tienen solución. – Confesó él con un tono algo más serio de lo habitual pero sin caer en esa melancolía tan característica de él cuando tocaba este tipo de temas.
– Por fin de tas cuenta de ello. Las mujeres solemos tener razón casi siempre. – Dijo ella medio en broma medio en serio para conseguir que él volviera a un humor menos serio y nostálgico y más distendido.
– La verdad es que sí. – Concedió él de manera sincera. – El día en que el mundo se dé cuenta del sentido común que las mujeres tenéis y de ese sexto sentido que os hace ver todo con una perspectiva que al resto de la humanidad se nos escapa, el poder masculino está acabado. – Añadió él diciendo lo último con un tono relativamente irónico para picarla.
– El día que pase eso los hombres solo serviréis para procrear. – Dijo Anna divertida entrando al trapo.
– Bueno. No es mala misión para los hombres. El sexo es algo que todo hombre desea casi a todas horas. – Añadió él sonriendo divertido.
– ¿Y quién te ha dicho que la procreación se haría a la manera natural? – Apuntó Anna sonriendo de manera maliciosa y pícara a la vez, si es que estas dos características pueden ir separadas.
– Hombre, siempre es más natural y placentera.
– Para los hombres sí. Pero, ¿y para las mujeres? – Cuestionó Anna como si en un juicio ella fuera la infalible fiscal que acusa y acosa sin tregua al reo.
– Supongo que también. Si no os quedaríais sin sexo con hombres. – Dijo él usando una lógica masculina algo coja en su argumentación.
– Pero nos quedaría el femenino, que te puedo asegurar que es mucho más placentero. – Concluyó ella sonriendo aún más pícaramente, dejándole a él totalmente desconcertado por esa afirmación.
– ¿Te has acostado alguna vez con una mujer? – Preguntó él dejando a un lado el tono irónico para pasar a un tono entre desconcertado y curioso.
– Con una no. Con varias. – Respondió Anna con total normalidad.
– ¿A la vez? – Preguntó él casi a bocajarro.
– Pero qué mente más calenturienta.
– Calenturienta no. Curiosa más bien. – Se intentó justificar él, dándose cuenta de que quizá su interés y el morbo que el hecho de que Anna se hubiera acostado con mujeres le producía, le habían hecho parecer un depravado sexual. – Pero no has contestado a la pregunta. – Terminó diciendo él para incitarla a responder.
– Y no te voy a contestar. – Dijo Anna sonriendo y achinando sus ojos divertida como estaba viéndole sufrir de interés y curiosidad. – Te lo dejo a tu imaginación.
– Eres una caja de sorpresas Anna. – Dijo él dando ya la batalla por perdida.
– ¿Por qué? ¿Nunca has tenido una experiencia sexual de cualquier tipo, no hablo de sexo, con un hombre? No creo que sea algo extraño, raro o de lo que haya que avergonzarse. – Preguntó ella ahora con inocencia.
– ¿Yo? – Dijo él sorprendido.
– No hay nadie más en la mesa a quien pueda preguntar. – Dijo Anna arqueando sus cejas en gesto de evidencia.
– No es un tema en el que me sienta cómodo.
– Te da vergüenza.
– No, pero...
– No era una pregunta. Es normal que te dé vergüenza. La sociedad nos hace ver estos temas como si fueran algo tabú que hay que esconder. Yo no pienso así. El sexo es salud. Conocerse a sí mismo, experimentar, cuestionarse las cosas es sano. – Dijo Anna mirándole a los ojos con seriedad pero sin dejar de  sonreír.
– Pero a ti te gustan los hombres, ¿no? – Preguntó con interés él.
– Sí. De hecho prefiero acostarme con un hombre en términos generales. Pero hay cosas que los hombres no pueden hacer, y nunca conoceréis realmente lo que nos gusta y lo que nos da placer. O no todo. Sois bastante egoístas en ese aspecto. Buscáis vuestro placer únicamente. Si además conseguís el nuestro os dais con un canto en los dientes y os creéis que nos habéis dado placer vosotros. Cuando no es así. – Respondió ella intentando ser lo más sincera posible. – Además no creo que sea excluyente el que me gusten preferiblemente los hombres con que también pueda considerar acostarme con una mujer que me resulte atractiva.
– En el fondo pienso yo lo mismo Anna. – Dijo él sin dejar de mirarla a los ojos. Aguantando esa mirada tan típica de ella que tantas veces le había hecho desviar la suya para no sentirse escrutado de tal manera que sus más íntimos secretos quedaran casi al descubierto.
– Entonces, me vas a decir si has tenido alguna experiencia sexual con algún hombre. – Volvió a insistir Anna intentando ocultar una curiosidad que realmente sí sentía.
– No he tenido ninguna experiencia sexual con un hombre. No. – Dijo él al fin, después de suspirar como lo hace quien sabe que es inútil no contestar algo. Y continuó diciendo: – Pero de joven, tendría trece o catorce años, si vi con un amigo algo de porno y nos masturbamos.
– Pero eso es algo que han hecho muchos hombres. – Dijo Anna sonriendo y quitándole mérito a lo que él acababa de decir.
– No sé para qué te digo nada. – Dijo él resignado y algo molesto por cómo Anna había casi despreciado su respuesta y confesión.
– ¿Pero por qué te enfadas? – Dijo Anna aún sonriendo divertida.
– Te confieso esto que nunca he contado a nadie, y tú lo menosprecias. – Dijo él.
– No lo menosprecio.
– Para mí aquello fue una especie de trauma. – Dijo él seriamente.
– ¿Por qué? – Quiso saber ella.

Caronte.

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