miércoles, 16 de diciembre de 2015

El Vals del Emperador (LXI)

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(Viene de la entrada anterior.)

Tras cerrar la puerta, Anna se quedó pensando durante unos minutos en la conversación y el encuentro que acababa de tener con Alberto. Éste le dio una buena impresión, parecía un hombre afable, cordial, que juzgaba a las personas por cómo se portaban con él y no por cómo parecían ser en general. Tampoco sabía Anna porqué había sacado esa impresión si la breve conversación que habían tenido no había sido tan intensa como para sacar dichas conclusiones. Sin embargo eso era lo que pensaba. Además también se sentía extraña; no obstante Alberto era la primera persona del pasado de él que había conocido y con la que había tratado después de haberle escuchado a él hablar sobre Alberto y la relación que en su día tuvieron en la universidad. Ese vínculo temporal que unía a la persona con la que acababa de hablar y a la persona con la que estaba en Viena y con la que llevaba saliendo unos dos años la hacía sentirse como un elemento intermedio, un eslabón de una cadena que ya estaba forjada antes de ser incorporado a la misma y por esa misma razón podría ser eliminado en cualquier momento.

No siguió dando muchas más vueltas al encuentro con Alberto. Volvió a pensar en él ahora y en que no sabía dónde estaba ni qué estaba haciendo ni qué estaba pensando. Pero ella no podía perder más tiempo pensado en él, tenía que prepararse para la cena de fin de año y la fiesta. Todavía no sabía muy bien qué iba a ponerse, por ello había llevado a Viena dos vestidos aparentemente semejantes, o eso es lo que un hombre pensaría a simple vista, pero que en realidad eran totalmente opuestos, con la esperanza de que él la ayudara a decidirse por uno de ellos. Ahora, en la situación que se había encontrado después del sueño reparador que se había echado, iba a ser ella la que decidiera, y a pesar de que en un primer momento Anna pensó que su ausencia la iba a afectar más, se encontraba ahora muy tranquila y despreocupaba: “si no está, él se lo pierde” dijo en voz alta en mitad de la habitación a medida que se desnudaba para meterse en el cuarto baño para ducharse.

Él seguía absorto mirando por la ventana del Café Central o dándole vueltas a un café que ya estaba más que mareado y que no había probado todavía. Mientras tanto Alberto lo vio allí sentado y se dirigió hacia él. Aprovechó que él no se estaba dando cuenta de nada para darle un susto o una sorpresa, eso siempre según como se mire o cómo se lo tome el afectado o damnificado si tira por la salida más tremendista. Antes de ir a la mesa donde estaba sentado él se acercó a la barra y pidió un café irlandés, “con más whisky que café si no le importa, Irlandés profundo como yo lo llamo” le dijo al camarero en un alemán más que correcto sin apenas acento extranjero y haciendo énfasis en el tono irónico que tanto le gustaba utilizar.

Alberto se le acercó por la espalda, como esos viejos espías de las novelas más clásicas del género que se citaban con sus dobles agentes o sus contactos en territorio enemigo en cafés de mala muerte (aunque el Central del Viena no era el caso) y se acercaban por la espalda, sigilosamente, casi encapuchados, vestidos con largas gabardinas oscuras para pasar inadvertidos en territorios comunistas en los que las luces del alumbrado público eran tan pobres como la propia población ahogada por un ideal iluso y ficticio que nadie que lo imponía lo cumplía, tocados con sombreros que a veces hacían las veces de paraguas cuando del cielo caían esas constantes y grises cortinas de agua que calaban hasta los huesos. Él seguía sin darse cuenta del mundo que había a su alrededor dentro del Café Central. Si hubiera ocurrido algún tipo de crimen, un asesinato con un bolígrafo pistola, un apuñalamiento encubierto tras un periódico, un envenenamiento por cianuro, y la policía hubiera requerido a los testigos que intentaran describir lo que había ocurrido, él no hubiera servido de mucha ayuda y hubiera pasado por un perturbado mental que deja correr las horas sin percatarse de lo que acontece a su alrededor.

– Este es un buen lugar para pasar el rato si no se tiene otro lugar mejor para estar. – Dijo Alberto sin ni siquiera presentarse, ni saludarle, ni nada por el estilo, simplemente apareciendo por detrás de él y quedándose mirándole desde las alturas, ya que Alberto estaba de pie y él sentado y algo desconcertado ante la presencia que acababa de aparecer a su lado.
– ¿Qué narices haces aquí? – Preguntó él al final después de salir de su asombro y reconocer en el rostro del hombre que tenía al lado y que le ocultaba parte de la visión del interior café.
– Es poco cortés por tu parte saludarme con una pregunta y encima en tono casi de reproche. Y además de todas maneras sería yo el que debería preguntarte lo mismo, teniendo en cuenta que en apenas un par de horas, sino algo menos, tienes una cena en el Sacher. – Dijo Alberto muy convincentemente.

Él se quedó callado. No supo que responder al argumento de Alberto. Le miró de arriba abajo observándole como si fuera la primera vez que le veía, de hecho era la primera vez que le veía en lo que parecían sus ropajes de faena o trabajo, y además en Viena, su destino diplomático.

– Tienes razón. No sé qué hago aquí. – Dijo al final él volviendo a mirar a su café.
– Si no te importa, y aunque te importe lo voy a hacer igual, me voy a sentar contigo. – Dijo Alberto mirándole de manera extraña, irónica quizá, pensó él a medida que le vía sentarse delante suyo en la mesa del Café Central
– Siéntate sí. – Añadió él casi resignado, aunque la verdad es que no sabía muy bien qué sentía al ver a su antiguo compañero de universidad, quizá su único amigo a día de hoy, delante de él en Viena.
– Ahora me van a traer un café irlandés.
– Vas a empezar bien la noche.
– No creo que estés en disposición de meterte conmigo habiendo dejado a un bellezón sola en una habitación del Sacher a pocas horas de tener que ir con ella a una cena de fin de año y a la posterior fiesta para la cual, y no es por tirarme flores, te conseguí un par de entradas. – Dijo Alberto sin ningún matiz de reproche en su voz, pero sí un deje irónico y sarcástico que no ocultaba del todo cierta reprimenda paternal.
– Si has venido a leerme la cartilla me pillas con un humor difícil. Además...
– El humor es el que has tenido siempre. – Le interrumpió Alberto.
– Además, ¿cómo sabes con quien estoy en Viena?
– Pues porque ya que tú has tenido tan a bien no llamarme desde que estás en Viena para saber de mí, decidí pasarme por el Hotel Sacher para hacerte una visita sorpresa. Visita que por cierto le he hecho a Anna, mujer que no te merece ni de lejos. – Dijo Alberto sin dejar su sarcasmo en el cajón y desplegando un arte dialéctico que siempre había tenido, sobre todo teñido de esa ironía tan fina y a la vez directa.
– ¿Has ido al Sacher? – Preguntó atónito él.
– Eso he dicho sí. – Respondió con calma Alberto.
– ¿Y has visto a Anna? – Volvió a insistir él.
– Sí, también. Por cierto una chica extraordinaria. Muy guapa. Para mojar pan. – Respondió de nuevo Alberto esbozando ahora una sonrisa en su cara.
– Ya. – Añadió él pensativo.
– Además hemos hablado un poco sobre ti.
– ¿Ah sí? – Preguntó él lleno de curiosidad.
– Sí. Todo malo lógicamente. De donde no hay no se puede sacar ya saber. – Volvió Alberto a sonreír, esta vez de manera maliciosa intencionadamente.
– Ya. Es lo que tiene ser de mi calaña. – Respondió ahora él sumándose al tono irónico de Alberto.
– ¡Qué desperdicio de mujer! – Suspiró Alberto mirando a su antiguo compañero de revista universitaria.
– Me alegro de verte Alberto. – Dijo él mirándole con total sinceridad.
– Yo también.
– Tenía que haberte llamado cuando llegamos a Viena. – Añadió él después de un pequeño silencio en el que ambos bebieron de sus respectivos cafés.
– No pasa nada. En un viaje de estas características en el que uno pone toda su concentración para que salga bien es normal pasar por alto cosas. – Dijo Alberto sabiendo que él había pedido perdón, a su manera, por su quizá falta de cortesía.
– Debí llamarte. Anna me lo ha dicho esta mañana. Siempre he sido un poco miserable en lo referente a los amigos. – Dijo él ahondando en ese mea culpa que estaba soltando.
– Todos tenemos nuestros defectos.
– No es justificación.
– Ya sé que tú te llevas la palma en cuanto a defectos y que yo soy todo virtudes, pero nadie es más culpable por eso. – Volvió Alberto al tono irónico para intentar sacar a su antiguo compañero de ese estado de melancolía en que parecía estar sumido.
– Siento no haberte llamado Alberto. Siento no haberte tenido como un amigo, cuando después de todo quizá seas lo más cercano a un amigo que a día de hoy tengo. – Dijo por fin él siendo más sincero de lo que nunca había sido y hablando como nunca había hablado a nadie, salvo a Anna en alguna ocasión.
– No tiene la menor importancia. – Dijo Alberto mirándole fijamente y viendo cómo él tras haberle mirado para pedirle perdón ahora había vuelto a dirigir su mirada hacia la ventana que había junto a su mesa y volvía a escrutar la noche vienesa. – Pero ya que estamos aquí y como todavía nos queda café a los dos, me gustaría saber ¿qué te pasa? ¿Por qué estás aquí? – Añadió.
– No lo sé Alberto. En la habitación con Anna después de hacer el amor me he sentido vacío. Vacío y perdido. Necesitaba tomar el aire, tomar distancia con todo lo que estoy viviendo aquí y pensar en ello.
– Pensar está bien, pero cuando no se está acostumbrado puede ser malo. – Dijo Alberto de manera intencionada para quitar gravedad a la conversación que parecía avecinarse.
– Llevo pensando toda mi vida Alberto. Si no sobre una cosa, sobre otra.
– Pues date una tregua. Estás de vacaciones, aprovéchalas. Yo por desgracia hoy he estado de servicio y me ha tocado estar pringando en la embajada hasta hace una hora. Y después de tomarme este café contigo me iré a mi casa, en la afueras de Viena, a pasar la noche y celebrar el fin de año solo. Tu por ejemplo tienes bastante mejor plan creo yo. Aparte de estar pasando en Viena con probablemente la chica más guapa que haya ahora mismo en la ciudad, y lo digo en serio y sin exagerar, aunque con los cracos que última mente hay en Viena eso no es mérito alguno, tienes pase para una de las fiestas más exclusivas y buscadas por la gente guapa de la ciudad y mañana ves el que probablemente sea el último concierto que dirija Georges Petre en su vida.
– A veces no es oro todo lo que reluce. – Dijo amargamente él.
– ¿Por qué lo dices? ¿No es cierto que Anna es una mujer con la que cualquier hombre querría estar? – Preguntó Alberto de manera inquisitiva casi.
– Sí.
– ¿Y no vas a ir a la fiesta del Sacher? ¿Y al concierto mañana?
– Sí, pero...
– ¿Pero qué? – Se le quedó mirando Alberto, esperando una respuesta.
– Tienes razón en todo. Pero a pesar de todo esto, a veces me siento solo en mi vida Alberto. Muchos son los errores que pesan sobre mi conciencia a día de hoy.
– Errores hemos cometido todos. La humanidad entera podría ser considerada un error por el Planeta. Nuestro presidente del gobierno podría ser considerado un error en sí mismo, por no hablar de los líderes de la oposición.
– No es lo mismo.
– Ya. Pero como dice el dicho “mal de muchos, consuelo de tontos”.
– No tiene sentido que me lo digas. Eso es algo negativo.
– No tiene porqué. Yo nunca he considerado que ese refrán sea algo que denote algo negativo. Yo me lo aplico mucho. Si no podemos cambiar radicalmente nuestra situación a la velocidad que querríamos, solo queda consolarnos con que hay otros muchos tontos con nuestro problema. Así de simple. Por ejemplo: que no puedo follar a menudo, pues me aguanto o pago por ello, y me consuelo sabiendo que también habrá miles de hombres que tampoco mojarán el churro como yo. – Razonó Alberto.
– ¡Qué animal! ¿Dices esto también en la embajada? – Preguntó él extrañado y algo divertido ante el desparpajo y normalidad con la que Alberto había hablado.
– En petit comité sí. Delante de quien no debo no. – Rió Alberto.

Se hizo el silencio entre ambos, mientras los dos se encerraban en sus pensamientos momentáneamente para reordenarlos quizá, o simplemente para asimilar todo lo que se habían dicho hasta el momento.


Caronte.

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