Corría
por un callejón que parecía no acabarse nunca. Cada vez que pasaba junto a una
farola tímida que arrojaba su tenue luz sobre un asfalto irregular y húmedo,
otra se encendía por delante de él alumbrando un difuso camino. Alguien le
estaba persiguiendo gritando su nombre. Cuando parecía que una mano de
intenciones desconocidas le iba a agarrar de la chaqueta que volaba a su
espalda por la velocidad de la carrera, una puerta apareció a la derecha. No
había más luces por delante. No lo dudó ni un segundo: abrió dicha puerta y la
atravesó.
El
calor de la habitación en la que penetró le inundó todo el cuerpo haciendo que
tuviera que dejar la chaqueta en el respaldo de lo que parecía una silla, pero
que la penumbra protegía. A tientas dio varios pasos indecisos encaminándose
hacia una especie de cortina de tela. Al acercarse empezó a oír lo que su mente
y su lógica le negaban que pudiera ser: el mar. Apartó la cortina y dio con una
playa de arena blanca con el sol a punto de ponerse por el horizonte para morir
tranquilamente al otro lado del mundo, o de alzar su vuelo diario sobre la
bóveda celeste naciendo después de la larga noche. Se dio cuenta de que pisaba
la arena cuando se giró y la habitación por la que había penetrado en ese
paraíso ya no estaba allí.
Salió
de la playa y se adentró en una especie de bosque de palmeras. Divisó una casa
no muy lejos. Al acercarse a la rústica construcción de madera de palmera, olió
a comida. Un hombre de tez curtida por el viento salino y el sol inmisericorde
de aquel paraje caribeño que hablaba con un coco, le hizo sentarse en una mesa,
le dio de comer y le contó historias sobre un viejo pescador que llevaba días
perdido en el mar enfrentándose a la más mítica de las criaturas marinas.
Cuando acabó de comer y de escuchar al hombre salió de la casa. Fuera había una
bicicleta en la que se montó sin preguntar a nadie y empezó a pedalear sin
rumbo, simplemente dejándose llevar por sus piernas, recuperadas de la carrera
por el húmedo callejón gracias a la comida del hombre de la cabaña, y una
carretera bien asfaltada que serpenteaba entre palmeras primero y abedules,
olmos y robles después.
Sin
saber cuánto estuvo dando pedales pasó de la jungla caribeña, a los bosques
perdidos de los Reyes de Nueva Inglaterra y los Príncipes de Maine; tras estos
apareció la llanura amarillenta y golpeada por las nubes de polvo levantadas
por diligencias perseguidas por correosos indios a caballo. Cuando el sol se
elevaba lo más alto en el horizonte tuvo que detenerse en una especie de
apeadero de ferrocarril tras el cual apenas había tres calles con casas de
madera cuyas originales fachadas policromadas estaban resecas por el poder el
astro rey. Al final de la calle principal una mujer vestida con ropas raídas y
rasgadas que tenía de la mano a una niña de pelo alborotado y cariz triste y
sobre el regazo aguantaba con el otro brazo a un niño le gritó que cogiera el
siguiente tren sin falta. Tras el grito de la mujer se escuchó el pitido agudo
y profundo de un tren de vapor que se acercaba raudo desde el horizonte. El
tren no paró sino que aminoró la marcha; pillado de improviso tuvo que correr
unos metros para poder agarrar la mano de un revisor de pálido aspecto que le
ayudó a subirse a bordo.
Acomodado
en un compartimento del tren vio pasar los paisajes diversos hasta que la noche
lo ocultó todo. A punto estuvo de quedarse dormido cuando escuchó revuelo en el
pasillo del vagón. Una camarera abrió la puerta de su compartimento y le dio un
traje para la cena que anunció comenzaría en quince minutos. A la cena
acudieron personajes de toda índole y distinción: un médico, un banquero, una
viuda, una escritora, un general retirado, un cambista, un anticuario berlinés,
un músico judío; el único tema de conversación era el asesinato de uno de los
viajeros del tren la noche anterior.
Durante
la cena el tren frenó en seco haciendo que varios comensales vertieran el
contenido de las copas sobre sus ropajes. Varios militares ataviados con
gruesos abrigos penetraron en el coche comedor y se dirigieron directamente a
donde él estaba cenando acompañado de una joven marquesa italiana. Al bajar del
vagón comedor un golpe de aire frío le heló el alma. Fue conducido a través de
la nieve, empujado por los mismos guardias que le había arrancado de un tren
que ya no estaba donde él pensaba que debía seguir parado, y de una especie de
campo de granjas a una sala donde otro militar le esperaba.
Pasó
la noche en un cobertizo con otras personas, hombres, mujeres y niños de todas
las edades pero con la misma cara de desesperación y espera de la muerte, de
quién sabe que no va a ver más años cumplidos. A la mañana siguiente le sacaron
y le metieron en un coche tapándole la cabeza, antes de lo cual pudo ver una
inscripción en una verja de hierro “ARBEIT MACHT FREI”. No entendió lo que
ponía.
Cuando
bajó del coche y le quitaron la capucha estaba en mitad de una explanada
inmensa y verde. No reconocía el lugar. Empezó a darse la vuelta cuando un
aroma de pan recién hecho le despertó los sentidos antes de que la imagen de la
Torre Eiffel le terminara de aturdir. Desmayado cayó al suelo.
Cuando
volvió en sí estaba en una librería. Volvía a estar en Madrid.
–
¿Al final qué libro se lleva?
Terminó
por entender: sólo había estado ojeando diversos libros en su librería de
siempre. El viejo librero le sacó de su sueño. Comprendió en ese momento el
poder inmenso de un libro: en él cabe todo lo habido y por haber.
Caronte.