lunes, 26 de octubre de 2015

El Vals del Emperador (XL)

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(Como ya sabéis, viene de la entrada anterior)

Por fin entraron en la primera de las tres salas dedicadas a Klimt y otros pintores contemporáneos del gran pintor austríaco. La primera de las salas estaba dedicada a la primera época de Klimt y de otros pintores de los que tomó inspiración para sus obras. Eran todas obras menores del gran pintor austríaco: ninguna de su “época dorada” que fueron los años en los que produjo sus mejores y más reconocidos cuadros. Era en la segunda sala donde se encontraban, en penumbra prácticamente para dar mucho más intimismo a la sala, los cuadros más famosos que tenía la galería de arte austríaco del Palacio Belvedere.

– Y aquí está uno de los cuadros más famosos de Austria y me atrevería a decir de toda Europa y por tanto del mundo. – Dijo él actuando un poco como maestro de ceremonias y haciendo como si diera paso a Anna a una gran sala ante la cual debería de presentarse en sociedad.
– Ya estás exagerando. – Dijo ella recuperando esa sonrisa que hacía que él se derritiera.
– Ahora lo descubrirás por ti misma. – Dijo él.

En la sala había más gente, mucha más. Fue como si toda la gente que hubiera en el Palacio Belvedere estuviera concentrada en esa sala porque en las demás estuvieran desprotegidos o tuvieran miedo de que los personajes de los cuadros de las otras salas salieran de sus marcos y parajes, algunos idílicos, para atacar a los insolentes visitantes que les ignoraban constantemente por buscar únicamente el cuadro de “El Beso” que tanta sombra les hacía a los demás. Anna se adelantó a él y se acercó directamente al círculo que formaba la gente delante del cuadro, que estaba iluminado indirectamente por varios focos colgados del alto techo de la sala. Se abrió paso como pudo hasta llegar a primera línea de batalla, allí donde nadie le estorbara ni entorpeciera la visión directa del cuadro, mucho más pequeño de lo que uno se podría haber imaginado a simple vista antes de visitar el museo por reproducciones vistan en libros, puzles, manteles, cortinas, postales y todo un sinfín de material de merchandising que tanto gusta al capitalismo más voraz. Él, por su parte, se quedó algo alejado del montón de gente que se agolpaba alrededor del cuadro para verlo desde todos los ángulos. Por suerte, pensó él, quienes diseñaron la disposición de las salas de la galería, y en concreto en la que estaba el célebre cuadro, situaron el cuadro en la pared más alto de lo normal, para que quien lo quisiera ver tuviera que levantar un poco la vista alzando la cabeza. Esta elevación del cuadro, que lo sitúa por encima del resto de obras del museo, permite que desde la distancia, desde el punto opuesto de la sala se pudiera admirar con mejor perspectiva que desde cerca. Por ello él se alejó un poco y dejó que Anna se acercara para verlo de cerca y admirar la verdadera y profunda belleza y atracción del cuadro.

Mientras Anna estaba admirando el cuadro de cerca, él se dedicó a observar al resto de visitantes del museo. Había un par de parejas jóvenes, quizá más jóvenes que ellos, mejor dicho que Anna, que rondarían los veinte años. También había un par de estudiantes de bellas artes, o eso fue lo que él dedujo al mirar a dos chicos, que a decir verdad también parecían pareja y muy probablemente lo fueran, con sendas carpetas bajo el baro y un libro sobre Klim cada uno abierto por páginas diferentes. Pero el mayor número de personas pertenecían a esa edad que se puede considerar ya libre de toda carga y peso del tiempo. Había muchas personas mayores entre ellas un grupo de jubilados italianos que como los españoles armaban bastante más ruido y jaleo que la media del resto de visitantes. Aunque lo que más le llamó la atención fue el gran número de hombre jubilados que había, que rondarían los setenta y cinco años, si no algunos más. Al ver a esa gran cantidad de hombres mayores solos pensó en España donde era más bien al revés: llegada cierta edad eran las mujeres las que se quedaban solas por fallecimiento del marido. Este pensamiento de él partía de la premisa de pensar que esos hombres eran viudos, pero también podría haber pensado que eran solteros, que nunca habían encontrado la mujer con la que hubieran podido solventar la soledad del último día del año visitando la galería de arte austríaco del Palacio de Belvedere. Pero este pensamiento no quiso ni considerarlo, él prefería pensar que esos hombres mayores, en cuyos rostros se mostraban las arrugas del tiempo, los surcos dejados por la edad, eran viudos intentando distraerse un poco horas antes de que acabara un año más.

Volviendo de nuevo a mirar hacia donde estaba Anna se percató de que no estaba sola, no ya porque estuviera rodeada de gente sino que estaba hablando con un hombre, el único que no concordaba con la gente que había allí, que sobraba tanto por edad como por ir solo. Anna parecía estar escuchándole hablar y miraba en la dirección que el hombre la indicaba con uno de sus brazos extendidos hacia el cuadro. Él no quiso pensar mal; intentó controlar el sentimiento de celos que le estaba volviendo al estómago y que le hacía sentir pinchazos en algún lugar indeterminado entre su pecho y su abdomen. Quiso pensar que simplemente era un hombre que se había percatado del interés de Anna por el cuadro y amablemente se había dirigido a ella en inglés probablemente, ya que Anna no pasaba por austríaca, para comentar algún aspecto artístico del cuadro, o alguna curiosidad oculta en el mismo. Pero ese pensamiento era débil. ¿A qué venía que un hombre se acercara a una mujer joven que estaba sola mirando un cuadro para simplemente comentar con ella algún dato pictórico? No podía ser simplemente una coincidencia de situaciones regidas por el azar.

Él se empezó a impacientar. El tiempo empezó a discurrir muy despacio y lo único que se le pasaba por la cabeza era que ella saliera de entre el gentío que se agolpaba delante de “El Beso” y volviera con él. Pero ella seguía allí. Ahora el hombre le había puesto la mano que no estaba usando para señalar el cuadro en el hombro de ella como para dirigirla hacia un punto concreto desde donde admirar con mayor precisión algún detalle que le estuviera comentando. ¿Por qué la cogía del hombro? ¿Por qué se atrevía a tocarla? Se preguntaba él añadiendo ahora también a los celos, la furia y la impaciencia. Empezó a acercarse hacia el grupo de gente donde estaba Anna no para interrumpir como fiel escudero para dejar claro ante ese hombre que esa señorita no estaba sola en el museo sino que tenía una pareja que también estaba allí. Pero no terminó de acercarse del todo. Esperó a unos metros de Anna que seguía escuchando con interés lo que ese desconocido estaba diciéndola cada vez más cerca de su cabeza. ¿Por qué Anna no le paraba los pies? Empezó a preguntarse él empezando a sentirse traicionado por ella.

Estaba a punto de reventar cuando Anna se giró bruscamente hacia el hombre y le cambió la cara. Parecía enfadada. Desde luego estaba seria. Algo había pasado, creyó él que seguía la escena desde una prudencial distancia para no parecer que estaba marcando de cerca a Anna. La cara de ella era todo un poema, se podía ver perfectamente una especie de sentimiento que mezclaba el enfado con el asco. Giró la cabeza como queriendo decir al hombre desconocido que alguien la estaba esperando y le apartó con firmeza, pero sin ser brusca, la mano de su hombro que seguía allí colocada. El hombre parecía que no comprendía y que iba a replicar algo, quizá de malos modos, aunque eso él no lo pudo saber porque un italiano se había puesto en medio de su visión y ahora no veía la cara del hombre, que parecía más joven que él, o al menos de su edad. Al final Anna salió del grupo, le vio y se dirigió hacia él. Cuando llegó a su altura y sin decir nada le dio un largo beso en la boca; un beso lleno de pasión contenida; un beso de esos que se dan cuando llevas mucho tiempo sin tocar ni sentir a una persona especial de esas que te erizan la piel.

Cuando Anna se separó de él tras el beso pudo ver con claridad al hombre desconocido que había intentado ligar con Anna para poder tener plan esa noche de fin de año. Les miraba con rabia y envidia, y quizá también un poco de vergüenza porque a pesar de la penumbra en la que estaba sumida la sala para admirar mejor las pinturas doradas de Klimt, él pudo ver cómo la cara del desconocido se ponía de un intenso color rojo que acentuaba mucho más el bronceado de chulo de playa que tenía y del que no se había percatado hasta el momento. Viendo tan claramente cómo era ese hombre él supo al instante que Anna había sido la primera en rechazar de plano cualquier intento directo de flirteo, pero que quizá al haber empezado la conversación como si ese hombre fuera un amante de la pintura ella cayó en su trampa. Trampa de la que supo salir victoriosa y humillando ligeramente, al menos dejando algo escocido, al susodicho cazador desesperado y solitario.

– ¿Quién era ese con el que estabas hablando? – Preguntó él intentando no mostrar ninguno de los sentimientos que había experimentado viendo a Anna con ese hombre.
– Un creído. – Dijo ella de manera escueta.
– ¡Vaya! Pues le hacías bastante caso. Parecías interesada por lo que te estaba contando. – Comentó él.
– ¿Qué insinúas con eso? – Preguntó Anna notando cómo él empezaba a ir por donde ella no quería que fuera.
– Nada, nada. Os he estado observando porque me parecía extraño que hablaras con alguien y lo que he visto es que parecías cómoda. – Dijo él sin poder esconder los celos que había sentido hacía unos minutos.
– Cómoda no. He intentado ser amable al principio. Me parecía un hombre que sabía de pintura que me había visto interesada en el cuadro e intentaba explicármelo un poco mejor. – Dijo ella siendo lo más clara y directa posible.
– Ya.
– Ya qué. Mira no veas fantasmas donde no los hay. Tú vas mucho a museos y yo también durante mis años en la universidad visité bastantes y no era raro que algún hombre o alguna mujer que estuvieran más acostumbrados a visitar museos observaran que alguien joven estaba interesado en un cuadro e intentaran explicarte alguna curiosidad.
– ¿Y este hombre era de esos no? – Preguntó él irónico.
– Pues al principio me lo ha parecido. Sí.
– Pues menudo ojo.
– Deja ya ese tonito por favor. ¿Qué quieres que te diga, que ha intentado ligar conmigo? Pues sí lo ha intentado y en cuanto he visto sus intenciones he cambiado la actitud. Pero claro eso no lo has visto. Solo ves lo que te interesa para hacer crecer esos fantasmas que crees que hay. – Dijo ella poniéndose más seria.
– Veo la realidad Anna. Ese hombre se ha acercado a ti porque tú le has dejado. – Replicó él no quedándose atrás ni amedrentándose.
– Sí, le he dejado por ser amable.
– Y porque es atractivo también.
– ¿Quién te crees que soy? Estoy en Viena contigo y punto. ¿Crees que si no quisiera estar aquí habría venido contigo? No te comportes como un niñato que esto ya lo he vivido otras veces. – Dijo ella ahora sí enfadada.
– Seguro que sí.
– Mira vete a la mierda. Este hombre que ha intentado ligar conmigo es un cretino, un necio, un imbécil de los pies a la cabeza. No te comportes como él por favor porque creo que no eres así. – Dijo Anna dándole la espalda y empezando a caminar en dirección a la siguiente sala del museo.

Viendo la situación que habían creado sus celos, su envidia y su miedo a perderla, cambió su actitud. Sabía que Anna estaba muy enfadada, quizá harta con su comportamiento inseguro consigo mismo, por eso se acercó a ella la cogió del brazo para que parara y la hizo girarse hasta que sus ojos se encontraron.

– Anna perdóname. No quería ponerme así. – Dijo él mirándola a los ojos como pocas veces conseguía hacer.
– No querías pero no es la primera vez. Deja de comportarte como si no estuviera contigo porque quiero sino como medio para estar con cualquier otro. – Le respondió ella también mirándole fijamente y todavía algo enfadada con él.
– Perdóname. Sabes que te quiero como nunca he querido a una chica y no puedo evitar sentir miedo al pensar que hay otros hombres que ven en ti un objetivo.
– Mira no sigas por ahí. No puedo evitar que otros hombres se fijen en mí. No puedo hacer nada en ese aspecto y debes entenderlo. Y yo tampoco voy a cambiar mi manera de ser. No me gusta ser mal educada, prefiero ser amable y cuando un hombre, como ha pasado con este creído, se dirige a mí con intenciones que no quiero o no me apetecen intento ser lo más amable posible siendo también firme. – Dijo ella.
– Yo tampoco puedo cambiar lo que siento por ti.
– Sí puedes cambiar esos celos y esa inseguridad. Olvídalo y disfruta. Siempre te lo digo. Disfruta de lo que ahora tienes y deja a un lado tanto el pasado como también el futuro. – Siguió diciendo ella, ahora tras haberle cogido de las manos y habérselas acariciado como haría una madre con su hijo después de que este hubiera pasado por una decepción.
– Lo intento pero a veces no puedo controlarlo. Cuando te he visto con ese hombre hablando al principio he intentado pensar que era algo normal pero cuando tú parecías seguirle el rollo y él se acercaba a ti y tomaba más confianza de la que hubiera sido normal me he empezado a poner celoso y también a sentirme furioso. – Dijo él intentando justificarse aún sabiendo que ella había terminado por aceptar sus disculpas y había cambiado ligeramente su semblante de enfadada y molesta a simplemente seria.
– Lo entiendo pero tienes que intentar cambiar eso, porque puede terminar cansando. – Dijo ella besándole en los labios.
– De nuevo te pido que me perdones. – Dijo él ahora bajando la vista.
– No tengo nada que perdonarte. – Concluyó ella volviendo a darle un beso más lleno de ternura que de amor o pasión.

Caronte.

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viernes, 23 de octubre de 2015

El Vals del Emperador (XXXIX)

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(Viene de la entrada anterior)

Ya estaban llegando casi a la entrada del palacio, a unas puertas con ventanales enormes que daban acceso a una sala prácticamente diáfana, tan blanca como el exterior del palacio, y únicamente decorada por cuatro columnas, que probablemente poca misión estructural tienen, con forma de titán sujetando el peso ingente del edificio que se levanta por encima. Estaban cerca de la entrada pero todavía faltaban unos cuantos metros, ya habían dejado atrás el jardín y estaban en una especie de terraza delantera del palacio de tierra, ahora apelmazada por el invierno que mata hasta los seres inertes. Ahí en esa terraza de tierra él aminoró la marcha y se soltó de ella que seguía con paso firme hasta la entrada al palacio.

– ¿A qué viene esa pregunta? – Quiso saber él.
– A nada. – Respondió ella parándose a unos metros de él que casi había dejado de caminar y se había quedado atrás.
– ¿Entonces por qué la has hecho? – Insistió él empezando a mostrar en su tono de voz, aunque no quisiera, un deje de molestia.
– Porque esta mañana no me has dicho toda la verdad sobre tu episodio insomne de esta noche. Crees que soy una cría y que no me doy cuenta de nada pero no es así, te lo vuelvo a decir. – Se explicó ella, también poniéndose un poco más seria pero intentando no sonar dura ni exigente con él, simplemente comprensiva.
– No pienso que seas una cría. Nunca lo he pensado. Pero... – Fue interrumpido de manera inesperada por ella.
– Pues a veces no lo parece. – Dijo ella.
– Pero ya te he dicho que esta noche, como otras muchas en Madrid y en otros lugares en los que he estado, me ha constado mucho conciliar el sueño. Es algo que me pasa desde hace muchos años y a lo que me he terminado por acostumbrar. Es algo normal. – Dijo él intentando no sonar seco ni tosco, quizá tampoco maleducado, pero no consiguiéndolo.
– No es normal por mucho que lo quieras ver así. Y creo que eso lo sabes. – Le reprendió ella.
– ¿Qué sabrás de eso? – Dijo él, ahora sí sonando molesto y enfadado, a poca distancia de ella, parado delante de sus ojos, unos ojos que no dejaban de escrutarle.
– No me hables así. No te estoy echando una bronca para que te pongas a la defensiva. Sólo quiero saber para ayudarte. – Dijo ella intentando aplacar sus sentimientos, sonando firme pero no enfadada por la actitud negadora de él. – Aunque no lo creas te conozco algo.
– No puedes ayudarme. – Dijo él cerrándose en banda.
– Déjame intentarlo. No puedes seguir negando que te pasa algo. – Dijo ella acercándose a él, cogiéndole la mano y mirándole a los ojos, aunque los de él intentaran no fijarse en los suyos.

Él no contestó. Se quedó parado, callado, dejando que ella se acercara poco a poco y que le cogiera las manos para llevárselas a la espalda, a la cintura de ella. No quería mirarla a los ojos. No quería enfrentarse a esos ojos castaños, ahora clareados en parte por la nívea luz invernal de Viena, que le escrutaban de manera inmisericorde para desentrañar sus recuerdos, su lado más oscuro, no por malo sino por oculto a la luz de la razón y el corazón.

– Vamos dentro que aquí el frío aprieta. – Dijo ella, y le dio un beso en la mejilla ya que él había retirado los labios, destino original de ese beso que ella quería darle como cura a una herida que sabía estaba abierta y que ella pretendía, si no curar, si cerrar para que no siguiera supurando malos sentimientos.

Entraron en el Palacio Belvedere. Enseñaron a los guardias de la puerta la entrada que habían adquirido en la entrada a los jardines y cogieron de un mostrador de información un par de planos del museo en los que se explicaba someramente, y en inglés, porque no encontraron folletos en castellano, la distribución del museo y dónde encontrar las obras más importantes. Él seguía sin decir una sola palabra. Estaba callado y serio. Tampoco miraba a Anna por mucho que ella sí intentara tener algún tipo de contacto con él. Ella sabía que quizá había sido un poco brusca y directa preguntándole por qué había dormido tan mal y por poner en duda las respuestas evasivas, que ahora había confirmado, que él le había dado. Ella no quiso insistir en el tema de momento, para no ahondar aún más esa distancia que notaba con él y porque no quería fastidiar ese día que tan bien se estaba desarrollando.

– Por favor mírame. – Empezó a decirle Anna antes de comenzar a subir por las escalinatas que daban acceso desde ese recibidor de los titanes a las plantas superiores. – Mírame. – Volvió a insistir viendo que él la ignoraba y seguía caminando hacia las escaleras.
– ¿Qué quieres? – Terminó por ceder él y pararse justo antes de subir el primer escalón.
– Quiero que me mires, me sonrías y me perdones. – Dijo Anna acercándose hacia él y cogiéndole de la mano.
– Ya te estoy mirando. Sabes que no soy muy de sonreír y no tengo nada que perdonarte. – Dijo él sin ganas.
– Por favor continuemos la visita como la empecemos. No he querido molestarte, ya lo sabes. Sólo ayudarte. – Le dijo Anna a modo de disculpa sincera.
– Lo sé. – Siguió él siendo demasiado parco en palabas quizá.
– Pues entonces no te enfades conmigo porque no quiero verte así y no quiero sentirme culpable de que no disfrutes de este viaje. – Siguió diciendo Anna.
– Estoy disfrutando mucho este viaje Anna. Pero sabes que hay cosas que no me gusta tratar y que me cuesta mucho contar aunque tú preguntes con buena intención. – Dijo él, ahora sí explayándose un poco más y mirándola directamente a los ojos, aunque todavía sin sonreír.
– Si quieres me extirpo la lengua. Aunque entonces no podré usarla para otras cosas. – Aprovechó a decir Anna sonriéndole como ella solía hacer cuando quería que él le devolviera una sonrisa.
– Anda subamos a la planta de arriba a ver los cuadros. Déjate de tonterías. – Añadió él esbozando una ligera sonrisa que a Anna le sirvió como victoria, si no completa, al menos sí emocional, y para comprobar que él seguía siendo la misma persona que antes de enfadarse y que terminaría por sacarle todo lo que lleva dentro de su cabeza y le perturba impidiéndole disfrutar plenamente de la vida haciéndole sentir sobre sus hombros el peso de un pasado que le atormentaba como si estuviera pasando en el presente.

La primera planta del Palacio Belvedere es la única de las dos que están habilitadas como museo de arte austríaco que todavía mantiene algo del aire palaciego de su concepción original. En las salas de esta primera planta todavía se puede contemplar la profusión en la decoración de paredes, techos y suelos de la que el estilo rococó era tan amigo. Aunque no tuviera nada de mobiliario regio y noble como otros palacios de Viena y Europa, Belvedere conservaba algunas salas con frescos en los techos, paneles de madera en las paredes y unos suelos de parqué que ya los querrían muchos palacios del resto del viejo continente. A cambio, en lugar de viejas cómodas, muebles estilo Luis XVI, relojes dorados, candelabros de estilo babilónico, mesas alargadas para dar cabida a los más nobles comensales, camas de doseles imposibles y alfombras persas ajadas por el tiempo y la dejadez, las diversas salas de palacio mostraban los cuadros, las obras pictóricas de los más ilustres pintores austríacos del siglo XIX y de principios del XX.

Cogidos de nuevo de las manos Anna y él pasaban de una sala a otra siguiendo el recorrido marcado por las indicaciones en los paneles informativos que había en cada una de las salas indicando de qué autores y temáticas eran los cuadros que colgaban de las paredes. Él, que aunque no alardeaba de conocer casi al dedillo los mejores museos de Europa, siempre consideró que tanta indicación en paneles informativos, serigrafiada a veces en las paredes de las salas, o en folletos del tamaño de un mantel para una mesa dispuesta para diez o doce comensales era absurda primero: porque era inútil para el buen comprender del arte que no podía ser resumido en pocas líneas; y segundo: porque los visitantes de los museos para él se dividían en dos categorías: aquellos que como simples turistas visitaban una galería de arte o museo para tacharlo de su lista de cosas visitadas en tal o cual ciudad como quien tacha en una lista de la compra los diferentes productor que va echando en el carro de la compra; y los que de verdad visitaban un mueso para disfrutar y contemplar el arte o la historia y aprender un poco más de algún pintor, escultor o momento histórico concreto. El primer tipo de visitante de museo no necesita explicaciones de las salas en paneles informativos, ni folletos explicativos, simplemente necesita un recorrido que seguir que les saque rápidamente del museo y les conduzca sin perder demasiado tiempo al siguiente monumento de su lista. El segundo tipo de visitantes tampoco necesitan ningún folleto, o guía, o explicación porque ya la traer ellos consigo en forma de guía pictórica profesional sobre un pintor en concreto, o de libro de historia centrado en una época determinada. Por esto cada vez que él veía en un museo esa cantidad de paneles, pantallas con vídeos informativos, folletos gigantescos en los que casi se plasmaba a escala real el plano del edificio, audio guías colgadas al cuello de los visitantes en las que voces robóticas leían un texto tipo sin información alguna, sentía que poco a poco la sociedad se iba volviendo un poco más tonta alentada y animada también en parte por gente como él que no se revelaban ante semejante insulto a la cultura y el arte.

Pronto esos mismos paneles informativos que tanto odiaba él, empezaron a anunciar las salas dedicadas al más famoso pintor austríaco del último siglo, Gustav Klimt. Pasaron como quien pasea por su casa y se dirige desde la cocina al dormitorio o a la biblioteca, comentaron algunos cuadros que les parecieron interesantes. Anna estaba entusiasmada con el museo, le encantaba. Sin embargo él no. A él esos cuadros le parecían anodinos, simples, sin historia ni importancia vital para el arte universal. No podían compararse con Velázquez, Goya, Tiziano, Rubens o Rembrandt, ni tan siquiera con Turner, lógicamente, pero aún así muchos de los cuadros que fueron viendo colgados de las paredes de las diferentes salas por las que pasaron hasta llegar a las dedicadas a Gustav Klimt, tenían la apariencia de estar rellenando un espacio y no tuvieran el nivel para estar allí.

– Por fin llegamos a las salas importantes del museo. – Dijo él aliviado por haber llegado a las salas que de verdad le hacía ilusión visitar con Anna.
– ¿Por qué dices eso? Parece que te alegras de haber pasado las salas anteriores. – Preguntó Anna que había notado en las salas anteriores una especie de impaciencia en él.
– Anna los cuadros que hemos visto están de relleno del museo. De hecho no sé cómo no se han dado cuenta nunca de que la gente que viene hasta aquí, aparte de por los jardines, es simplemente por Gustav Klimt. – Respondió él como si aquello que estaba diciendo fuera una obviedad.
– Hombre me imagino. Pero no tienen nada de malo los cuadros anteriores. A mí me han gustado más que si hubiéramos estado en el Prado, que dicho sea de paso me parece un museo demasiado presuntuoso. – Contestó Anna poniéndose un poco firme.
– No digo que no sean bonitos, algunos incluso podrían colgar de los mejores museos de Europa, pero la mayor parte están de relleno y no tienen relevancia en la historia del arte. – Sentenció él creyendo que así acabaría esta discusión.
 – Que no haya ningún Goya, Monet o Van Gogh en estas salas no implica que los autores que están aquí representados sean menos que ellos.
– Es que son menos que ellos. Hay niveles en la pintura, como en todos los ámbitos de la vida. No estoy siendo más que objetivo.
– Creo que están siendo injusto, no objetivo. Incluso diría que clasista. – Dijo Anna ahora sí dirigiéndose a él en vez de mirar los cuadros de las salas por las que estaban pasando.
– ¿Clasista? Hacía tiempo que no me llamaba nadie clasista. Anna solo estoy diciendo que hay niveles y niveles en la pintura. Pero como los hay en el amor, la literatura, la ingeniería, las matemáticas, la escultura o la ciencia. Bernini no es comparable a Benlliure. Goya no es comparable con Gainsborough. Moneo o Torroja no son comparables con el necio de Calatrava. Tú no eres las otras chicas con las que he estado Anna. Sólo digo eso. – Se explicó él algo dolido porque ella le había llamado clasista.
– No me suenan casi ninguno de los nombres que has dicho, salvo Goya y Bernini. No puedo opinar. Pero me parece que aún así menosprecias el trabajo de estos pintores. – Concluyó Anna volviéndose a girar y a mirar hacia los cuadros.

Caronte.

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lunes, 19 de octubre de 2015

El Vals del Emperador (XXXVIII)

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(Como siempre, viene de la entrada anterior)

El paseo por esa parte de los jardines del Palacio Belvedere es algo ingrata ya que hasta que se llega al final de la fuente el palacio queda a la espalda de quien pasee y por tanto la magnífica fachada de un color blanco impoluto coronada por los tejados verdes producto del óxido generado por el tiempo en las cubiertas originales de zinc no es visible, y a menos que el paseante vaya girando constantemente el cuello arriesgándose a terminar con un considerable esguince en las cervicales que le impidan poder hacer una vida normal, al menos en cuanto a movimientos de cabeza se refiere, el Palacio Belvedere no es más que un edificio inexistente, una presencia más que otra cosa que se sabe que está ahí porque al entrar en los jardines se vio la inmensa mole blanca pero que podría perfectamente no estar al no verse. Por esta razón mientras seguían paseando tranquilamente, ella cogida del brazo de él, hacia la parte de la fuente más alejada a la fachada principal él le iba explicando someramente, muy por encima la historia del palacio y su actual uso como museo de arte austríaco y caja fuerte de una de las piezas de arte más valoradas y famosas del siglo XX.

Al fin llegaron al final de la fuente y pudieron girarse para contemplar desde la distancia, con cierta perspectiva todo el edificio del palacio. Ahí estaba el níveo edificio con su fachada alargada como queriendo abarcar y abrazar a la fuente que tenía delante. Una fachada plagada de ventanas dividida como en tres partes bien diferenciadas: una central, más alta que el resto para resaltar su importancia, por donde se accede al palacio, o se accedía en sus días de mayor esplendor, presidida por tres grandes puertas acristaladas en la parte baja y un enorme escudo de armas representando al imperio austríaco y por encima y el tejado verde de zinc oxidado; de esa parte central salen como dos brazos las dos alas del palacio, primero formadas por dos plantas para terminar en los extremos con una sola; y por último los extremos del palacio en forma redondeada, aunque sin perder las formas rectas en ningún momento, coronados así mismo por sendas cúpulas también de color ya verdoso por el paso del tiempo. Eso era y es Belvedere, el más pequeño de los palacios reales vieneses, pero quizá el más bonito por su sencillez tanto arquitectónica como decorativa, a pesar de también estar construido en el sempiterno estilo barroco de adorna todas las calles y rincones de Viena. Pero el Palacio Belvedere tiene una peculiaridad, y es que por ese lado de los jardines, por donde ahora estaban tanto él como Anna paseando, el palacio parece más pequeño de lo que en realidad es ya que el terreno sobre el que se asienta está más alto por ese lado. Pero eso todavía ellos no lo podían notar, al menos ella que nunca había estado antes en Viena.

– ¿Qué te parece el palacio? – Preguntó él.
– Es muy bonito. Quizá lo más bonito que de momento he visto en Viena. No sé, me transmite como paz y armonía. – Respondió Anna mirando el palacio tras haberse soltado del brazo de él y haberse internado por una especie de camino de tierra que usan los jardineros para llegar a todos los rincones del jardín a la hora de cuidarlo y cambiar las flores que lo adornan según la temporada.
– Ten cuidado por donde te metes no vayas a pisar el césped que aquí son muy meticulosos con esas cosas. – Le advirtió ella.
– No te preocupes, solo quiero ver el palacio desde aquí, de frente. – Respondió Anna.
– Ya sabía yo que te iba a gustar el palacio. – Dijo él tras haberse acercado a ella por detrás sin que Anna lo notara y pensara que todavía estaba en la senda principal en el lateral de la fuente.
– En un día soleado tiene que ser todavía mucho más bonito al resaltar mucho más su blanca fachada con el cielo azul. Hoy con este cielo tan pálido sólo destaca el tejado y las cúpulas de un verde azulado. – Comentó ella.
– Si hubiera sol no habría lugar en Viena que superara esta belleza. Aunque estando tú el palacio no es más que un edificio sin gracia. – Casi le susurró al oído él a lo que ella respondió plantándole un beso en la boca.
– Pero qué pelota estás hecho. A la que puedes me piropeas. ¡Qué querrás conseguir! – Dijo ella sonriéndole
– ¿Pelota yo? No sé de dónde te sacas semejantes ideas. No creo que haya ahora mismo ninguna mujer en estos jardines que pueda competir contigo en belleza. Aunque ninguna necesita competir contigo porque sólo tengo ojos para ti. – Respondió él a la pregunta casi retórica de ella, sonriéndola de vuelta.
– Sí tú pillín. Eres un zalamero de mucho cuidado. – Volvió a decirle ella dándole otro beso y cogiéndole la cabeza con sus delicadas manos enguantadas en sendos guantes de lana de oveja.
– ¡Qué poco me quieres! – Bromeó él devolviéndola el beso. – Y quita las manos que me pica la lana de tus guantes. Nunca me ha gustado llevar guantes, bufandas y mucho menos gorros de lana, siempre me ha dado la sensación de un picor insoportable. – Añadió él tras el beso intentando quitar las manos de Anna de su cara pero encontrándose con la negativa de ella que hizo fuerza para impedir que se movieran de su sitio.
– ¡Qué delicado estás hecho, zalamero mío! – Y dicho esto y para fastidiarle un poco más le pasó las dos manos por toda la cara y el pelo despeinándole.

Continuaron paseando, ahora sí, de vuelta al edifico argentino del Palacio Belvedere. Poco a poco esa construcción rococó que debido al encapotamiento del cielo en ese último día del año en Viena no mostraba todo su esplendor y más que un gran montón de merengue dulce y esponjoso parecía un lingote de plata rudo y frío. Seguían caminando tranquilamente sintiendo el frío intenso en la cara azuzado ahora por el viento, apenas una ligera brisa, que antes habían llevado de cola y ahora llevaban de cara. Poco a poco el palacio se iba haciendo más grande a causa del juego de la perspectiva. No había mucha gente en los jardines, pero a través de las ventanas del palacio, sobre todo las de la planta principal, sí se veía algo más de movimiento, tampoco excesivo, pero sí el suficiente para no tener la sensación de visitar el palacio a solas, como fantasmas que vagan por las habitaciones maldiciendo a unos habitantes mudos, cuadros y esculturas, colgados de las paredes hasta que el polvo y la mugre les cubran y deban ser retirados para su conservación a manos de los expertos en la materia, de los forenses del arte.

Rodearon el palacio por su lado derecho, aunque en un edificio de dos fachadas la derecha y la izquierda quedan tan confundidas como en la vida política y llega un momento que la derecha es izquierda y la siniestra aparece como diestra. Al terminar de bordearlo llegaron a los jardines principales del palacio: una gran extensión de parterres, setos, estatuas y fuentes que se alargaban cuesta abajo hacia el Palacio del Belvedere Bajo, una alargada construcción muy distinta en cuanto a arquitectura al Palacio del Belvedere Alto, que es el que acababan de ver. A llegar a esos jardines Anna quedó maravillada ante tanta belleza, ante aquella gran extensión, casi diáfana de césped, flores, jarrones, esfinges y setos de diferentes plantas.

– ¡Vaya! Parecía que este palacio sólo iba a ser un edificio bonito delante de un pequeño jardín con una gran fuente, pero ahora veo que es mucho más. Es precioso. – Apuntó Anna maravillada, parándose y observando de un solo vistazo toda la extensión de los jardines.
– ¿Pensabas que te había traído hasta aquí solo para ver una fuente estanque y el palacio por fuera? – Preguntó él hinchando ligeramente el pecho como para demostrar que tenía razón al haberla llevado hasta allí.
– No, claro que no. Pero es que no me imaginaba esto. – Reconoció ella.
– En un palacio que engaña. Por eso me gusta tanto, mucho más que su hermano mayor y más famoso Schonbrünn. Este, a pesar de ser pequeñito, que no muestra grandes salas adornadas con camas con dosel o despachos que en su día pertenecieron a grandes nombres de la historia, es mucho más íntimo, más hermoso y bello. – Le dijo él mirando también, como lo estaba haciendo ella, hacia los jardines e intentando abarcarlos con la mirada.
– No sé cómo será Schonbrünn, y quizá nunca lo sepa ni lo visite, pero siempre se me quedará esta imagen grabada en la cabeza. – Dijo ella volviéndose hacia él, abrazándole por la cintura y besándole de nuevo, como antes había hecho.

Estuvieron abrazados mirando los jardines, besándose y susurrándose cosas al oído durante unos minutos. Minutos que para él suponían todo el universo, todo el tiempo que su cuerpo había pisado el mundo desde que le sacaron del útero de su madre llorando. En esos minutos en los que sintió el cuerpo de Anna como si de una parte más de su ser se tratara, representaban todos los anhelos y deseos de su vida. Hubiera estado hasta dar el último suspiro de su vida así, allí, contemplando los jardines del Palacio Belvedere de Viena sin hacer nada más que amar a la persona que le estaba abrazando.

– ¿Quieres que bajemos un poco por los jardines? Hasta la fuente central si te parece; o prefieres que entremos ya en el palacio si tienes frío. – Preguntó él separándose un poco de ella pero sin dejar de abrazarla.
– Si podernos y tenemos tiempo me gustaría pasear un poco por estos jardines antes de entrar. – Respondió ella.
– No te preocupes por el tiempo, no es muy tarde y tenemos todo el tiempo de la tierra para estar aquí juntos. – Respondió él volviendo a acercarse a ella, a apretarla contra su cuerpo ya besarla en los labios.

Siguieron paseando por los jardines de Belvedere de nuevo con el palacio principal a la espalda y dirigiéndose hacia el Bajo Belvedere por uno de los caminos laterales del jardín. Al llegar a unas fuentes circulares las bordearon y pasaron a caminar por el paseo central del jardín escoltado siempre a ambos lados por unos parterres de flores de temporada al estilo francés imperante en la mayoría de los jardines artísticos y ornamentales de los palacios de Europa. Al final de ese camino llegaron a un gran conjunto de fuentes que daban paso a través de unas rampas de tierras y unas escaleras muy tendidas a los jardines bajos, ya que éstos en su conjunto están divididos en dos zonas muy bien diferenciadas por estar a diferente altura. Bajaron por las escaleras rodeando la fuente que como sus otras hermanas estaba totalmente congelada y el hielo de la superficie reflejaba el cielo plomizo que había esa mañana en Viena dando la sensación de que la fuente en vez de agua tuviera algún tipo de líquido mágico. En esa parte del jardín hacía algo más de viento. La zona estaba más al descubierto, no había ningún árbol y los elementos más altos eran las estatuar que ornaban la fuente que estaban bordeando. Anna se pegó aún más si cabe a él cogiéndole del brazo y dejándose abrazar por el de él por la cintura.

Debido al frío sin hablar apenas decidieron poner rumbo de nuevo hacia el Palacio Belvedere para ahora ya sí entrar dentro del museo de arte austríaco y al menos estar a cubierto de la más que previsible precipitación, en forma de lluvia o nieve no era posible saberlo, que de un momento a otro, y de eso no había duda alguna, iba a empezar a caer sobre Viena. Además en el interior del palacio estarían más calientes, las estancias estarías caldeadas por la calefacción y el frío solo se notaría si uno se acerca demasiado a los cristales para contemplar con tiranía y distancia el frío exterior, el verde jardín, las marmóreas estatuas y las gélidas fuentes sometidas a los designios de un clima invernal que golpea sin preguntar y sin distinciones a todo aquello que esté a la intemperie.

– Creo que ya va siendo hora de que nos metamos en el museo. El frío arrecia. – Dijo él a medida que subían por los jardines en dirección a la puerta principal del palacio.
– Sí. Hace mucho frío y además se ha levantado algo de viento. – Confirmó ella.
– Es una pena porque estaba muy a gusto contigo paseando por los jardines. Era como estar en otro mundo en el que sólo hubiera placer y amor. – Le dijo él mirándola.
– No digas tonterías hombre. – Le dijo Anna sonriéndose y ruborizándose en parte.
– No son tonterías. Nunca me hubiera imaginado volver a estos jardines, enamorado y con la chica más bonita del mundo. – Insistió él notando que ella se estaba empezando a poner un poco roja, al menos las mejillas ya que el frío impedía cualquier indicio de rubor en la cara, no ya de ella sino de cualquier persona normal.
– ¿Por eso anoche no podías dormir? ¿Qué le dabas vueltas, a este viaje? – Preguntó ella sin pensárselo y sin poder callar por más tiempo una pregunta que quizá tuvo que haber hecho esa misma mañana en el Sacher durante el desayuno.

Caronte.

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jueves, 15 de octubre de 2015

El Vals del Emperador (XXXVII)

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(Viene de la entrada anterior)

Tanto Anna como él se cambiaron de ropa y se dispusieron a salir de la habitación vestidos para hacer algo de turismo de manera cómoda e informal pero sin descuidar el estilo. Ella se puso unos vaqueros que se le ajustaban perfectamente a las piernas y una camisa que acompañó con una chaquetilla de punto que a pesar de que pudiera parecer para una mujer algo más mayor que ella le quedaba muy bien y la hacía parecer mucho más sexi de lo esperado, al menos eso es lo que a él se le pasó por la cabeza al verla así vestido. Él por el contrario se puso un pantalón de pana oscuro, unos zapatos deportivos muy cómodos con los que llevaba vistiendo muchos años, una camisa y un jersey de rombos bastante llamativo. Como el cielo estaba totalmente cubierto, aunque de momento parecía que no iba a llover, a pesar de que en Austria nunca se puede dar por sentado que el tiempo en invierno permaneciera estable, decidieron coger un paraguas que el hotel pone a disposición de sus clientes en temporadas climáticamente inestables y con verdadera probabilidades de lluvia. Se abrigaron como la noche anterior, aunque prescindieron ambos de cubrirse la cabeza, él con su gorro ruso y ella con el de lana. Una vez estuvieron listos bajaron a la recepción del hotel.

– El taxi les espera en la puerta. – Les dijo Rocío en español saliendo desde detrás de la recepción y acercándose a ellos.
– Es muy amable por su parte toda la atención y el trato que nos está dando. – Se adelantó Anna a él a la hora de dirigirse a la recepcionista española.
– Es mi trabajo tratar a los clientes como se lo merecen. – Respondió solícita Rocío.
– No sé si nosotros somos los clientes más exclusivos del hotel como para recibir un trato tan cercano y cordial. – Intervino él mostrándose quizá excesivamente humilde, aunque fuera el papel que tenía que interpretar.
– Siempre es agradable encontrarse con huéspedes españoles como ustedes, tan normales, en el mejor sentido del término entiéndanme, en este hotel que, si me permiten decírselo sin que salga de entre nosotros, suele recibir a personas que miran por encima del hombro a todo el mundo y suelen tratar al personal como si fuera de su servicio exclusivo. – Se sinceró la recepcionista bajando el tono de su voz y acercándose sobre todo a Anna que como siempre mostraba su lado más cordial y sociable que hacía que todo el mundo se sintiera cómodo al hablar con ella aunque fuera apenas unos segundos.
– Gracias por el cumplido, pero no creo que tampoco lo merezcamos. – Volvió a intervenir Anna.
– Créanme que sí. Les acompaño a la puerta donde les espera ya el taxi y no les entretengo más. – Terminó por decir la joven Rocío acompañándolos tal y como había dicho hasta la misma puerta giratoria del Sacher. – Que tengan un buen día y disfruten de Viena todo lo posible este último y nublado día del año.
– Gracias. – Dijeron simultáneamente tanto Anna como él antes de atravesar de uno en uno la puerta principal del Sacher.

Como les había dicho la recepcionista española en la puerta del hotel había un taxi esperándoles. En cuanto les vio aparecer por la puerta uno de los dos conserjes del hotel, se acercó hasta ellos y les acompaño hasta la misma puerta del taxi que abrió para que Anna pudiera entrar sin problemas. Él por su parte después de dar una pequeña propina al conserje se subió al taxi por la otra puerta. Una vez dentro del coche y protegidos del frío aire que corría esa mañana por las calles de Viena, él le dijo al taxista que les acercara hasta al Palacio de Belvedere, hasta la puerta principal en la calle del Príncipe Eugenio.

El trayecto en taxi, de apenas un par de kilómetros, si es que llegaba a tal distancia, duró más de lo esperado porque al ser el último día del año los vieneses, como si de españoles se tratara, hacían las compras de última hora para la cena que daría despedida al año actual y celebraría la entrada de uno nuevo. Nada más entrar en el Ring, esa gran avenida arbolada de Viena, sustituta de las murallas medievales que fueron borradas de la faz de la ciudad para dejar paso a palacios suntuosos, grandes edificios públicos, museos, ministerios y parques, notaron como el tráfico era especialmente denso. Decenas de vehículos privados, camionetas de reparto, taxis, autocares de turistas y como no también los tranvías que en esa ciudad decoran el ambiente con sus característicos chirridos entre rueda y carril y los timbrazos que a modo de claxon emplean los conductores para advertir a los turistas, más que a los propios vieneses, de la presencia de esos trenes urbanos que en el resto del continente, sobre todo en los países más grandes como España, Italia, Francia o Reino Unido son meros vestigios del pasado.

Mientras estaban dentro del taxi parados en medio del atasco infernal de las calles de Viena, él pensó que quizá hubiera sido mejor ir andando hasta al Palacio Belvedere, cogiendo el metro y luego dando un paseo desde la parada más cercana hasta las mismas puertas del Palacio. Pero quería evitar hacer el mismo trayecto que hiciera hacía ya unos cuantos años. El tiempo pasado y vivido se le enmarañaba ya en la cabeza donde intentaba relegar al ostracismo del olvido el último viaje que hizo con sus padres, ese último viaje conjunto que hizo con ellos ya fuera en el extranjero o dentro de España. No quería recorrer con Anna las mismas calles que en aquel viaje le llevaron desde la parada de metro de Taubstummengasse hasta la verja lateral de entrada al recinto del Palacio Belvedere. Por mucho que quisiera evitarlo todavía tenía muy presente en su cabeza, en sus recuerdos y en su memoria, aquel viaje que supuso el darse de bruces con una realidad que siempre quiso evitar sacar a la luz para no causar más dolor a sus padres, especialmente a su madre. Pero también sabía, y quizá el insomnio de esa misma noche lo corroboraba en parte, que el viaje que ahora estaba realizando a Viena con Anna no era simplemente un viaje que había añorado y anhelado hacer durante toda su vida con todas sus fuerzas. Ese viaje que tomaba como excusa el ir a ver el Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena tenía, y eso él lo sabía aunque lo guardara muy dentro de sí, otro objetivo algo más oscuro quizá, y era poder enfrentarse a esos recuerdos que le martilleaban la cabeza de vez en cuando y que le hacían sentirse culpable de muchas cosas del pasado, entre ellas su mala relación con sus padres en los últimos años de vida de estos.

El claro y sonoro ruido del claxon del taxi le sacó de esos pensamientos. Parecía que avanzaban algo más y que dejaban atrás el Ring para adentrarse en la plaza Schwarzenberg que para variar también esa última mañana del año estaba totalmente colapsada de tráfico.

– Parece que vamos a topar con todos los atascos de Viena. – Comentó distraídamente Anna.
– ¿Qué? – Dijo él, que seguía ensimismado mirando por la ventanilla del taxi hacia las calles de una Viena que esa mañana estaba gris, plomiza bajo un cielo totalmente cubierto que cada vez parecía oscurecerse más y que amenazaba agua o nieve de manera inminente.
– ¿En qué piensas tanto? Voy a tener que plantearme sacarte el cerebro de la cabeza para que dejes de ensimismarte y parecer totalmente ausente. – Dijo Anna dirigiéndole una mirada entre irónica y seria.
– Estaba mirando el tráfico que hay en esta ciudad. – Respondió él sin saber muy bien qué era lo primero que ella le había dicho.
– Pues eso es lo que te he dicho antes, que parece que vamos a topar con todos los atascos de Viena. – Volvió a repetir Anna cogiéndole la mano.
– Pues sí la verdad. Casi nos hubiera salido más rentable ir andando hasta el Palacio. – Añadió él.
– Pregúntale al taxista si piensa esto va a ser así hasta la misma entrada del Palacio. Quizá nos convendría seguir andando. – Sugirió Anna.
– Hombre andando es un paseo bueno y no está el cielo como para arriesgarse a ir caminando. Pero le voy a preguntar. – La respondió él al mismo tiempo que se incorporaba un poco en el asiento trasero del taxi y se acercaba hacia el asiento del conductor para preguntar. – Perdone, ¿cree usted que el tráfico va a seguir así hasta la entrada del Palacio? – Preguntó él en un más que correcto alemán.
– No se preocupe, en cuanto pasemos la plaza y cojamos la siguiente calle el atasco desaparecerá. Es simplemente aquí que confluyen varias arterias grandes de la ciudad y que la gente no sabe conducir. – Dijo el hombre en un tono de voz muy grave, como si estuviera cabreado con el mundo y con un acento demasiado cerrado que le costó mucho a él entender.
– Dice que en cuanto salgamos de la plaza el tráfico será más fluido. – Le tradujo a Anna la respuesta del taxista tras pensarse durante unos segundos lo que le había dicho.
– Esperemos que sea así. – Añadió ella volviendo la vista a la ventanilla. – ¡Anda mira, una bandera española en esa ventana! – Exclamó ella al fijarse que en el edificio que había a uno de los lados de la plaza en el segundo piso en una de las ventanas en un mástil colgaba una bandera española.
– Sí, es el Instituto Cervantes. – Dijo él tras asomarse un poco por la ventana de Anna. – Justo donde estaba la última vez que estuve. – Añadió él acomodándose de nuevo en su sitio con un tono que mezclaba la nostalgia del pasado y la melancolía que le traía al corazón el recuerdo de un viaje que se esforzaba por olvidar.

El taxista, como buen experto del volante y lector visionario del tráfico urbano de Viena, acertó en sus previsiones y nada más salir de la plaza Schwarzenberg el tráfico se hizo mucho más fluido. Tan fluido se volvió que al coger la calle del Príncipe Eugenio se dieron cuenta de que eran casi los únicos que circulaban por ella. Apenas unos minutos les llevó llegar hasta la puerta de entrada al complejo del palacio. Pagaron el taxi, se dirigieron hacia las taquillas que estaban en un edificio alargado pegado al muro que delimita los jardines, pagaron la entrada sin esperar nada de cola para comprarlas y salieron de nuevo al exterior. El cielo seguí totalmente cubierto pero parecía que les iba a respetar la visita por los jardines al menos, si empezaba a llover que lo hiciera con ellos una vez dentro pensó él. Aunque el cielo parecía aguantarse sus ganas de llorar de pena por otro año más que se acaba o de alegría por el nuevo que estaba cercano ya a nacer, el frío sí era muy intenso, tanto que ambos, tanto Anna como él echaron en falta llevar los sombreros que la noche anterior tan bien les habían protegido del inclemente frío invernal vienés. Anna se agarró del brazo de él para mitigar en parte el frío con su calor corporal y porque sabía que él así se sentía mucho más cómodo y feliz. Comenzaron a caminar en dirección opuesta al propio palacio bordeando una fuente con pretensiones de lago que estaba totalmente congelada debido al frío.

– La entrada al Palacio es por el otro lado. – Comentó Anna algo confusa.
– Lo sé. Ahora iremos. Pero primero y mientras el cielo no rompa a llover, o a nevar, que por la cara tan blanca que tiene es lo que muy probablemente terminé por echar sobre Viena, vamos a visitar un poco los jardines del palacio. – Se explicó él como excusándose de la confusión que hubiera podido crear en ella.
– Vale. Se además soy toda tuya. Eres mi guía por Viena. – Dijo ella sonriéndole y acercándose más a él lo que hizo que el paso se ralentizara un poco para hacer más cómodo el ir cogidos del brazo.
– Eso de que eres toda mía ya lo tendré en consideración en la habitación del hotel cuando volvamos. – Apuntó él aprovechando la frase pronunciada por Anna, sacándola quizá algo de contexto para bromear un poco.
– Hablaba en términos turísticos. – Respondió ella.
– Y yo también, a ver qué te habías creído. – Añadió él usando un tono de voz guasón, totalmente irónico.
– Seguro. Y además sabes perfectamente que en la habitación mando yo. Tú simplemente estás para cumplir mis órdenes. – Siguió ella con la broma y el juego de dobles sentidos.
– Eso habrá que verlo. – Terminó por reír él.

Caronte.

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miércoles, 7 de octubre de 2015

El Vals del Emperador (XXXVI)

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(Como no puede ser de otra manera viene de la entrega anterior)

Nada más ocupar la mesa que había elegido se les acercó un camarero del hotel para preguntarles qué es lo que iban a tomar para beber, si café, chocolate, té o alguna otra infusión. Él pidió chocolate, algo que desde que tenía razón de ser nunca había dejado de tomar para desayunar; es más, de hecho no desayunada otra cosa nunca, siempre leche con cacao o leche sola. Café nunca, eso lo dejaba más bien para media mañana en el trabajo, para recargar fuerzas y aguantar la jornada lo mejor posible sin desear arrancarle la cabeza a ningún escritor presuntuoso que le sacara de quicio por nimiedades sin importancia alguna. Ella sin embargo decidió tomarse un té. Pidió un Earl Grey, para sorpresa de él que vio como sin inmutarse y sin vacilar ella pronunciaba el nombre del más famoso de los tés británicos como si nada. Y se sorprendió porque él también tomaba ese mismo té, casi siempre en su casa nada más llegar de la editorial, sobre las seis de la tarde, las cinco en Londres, hora del té por antonomasia. La coincidencia en gustos de alegró la mañana significativamente. El camarero se marchó a por lo que habían pedido y ellos se dirigieron a las mesas preparadas con los manjares del desayuno vienés.

– ¡Tienen de todo! – Dijo Anna sorprendida.
– Claro, qué te pensabas. – Respondió él divertido.
– No, nada. Me sorprende la gran variedad de cosas que hay para desayunar. No sé qué elegir. – Dijo ella a medida que pasaba delante de las mesas con los diferentes tipos de pasteles, tartas, galletas, cereales, mermeladas y demás.
– Pues yo lo tengo claro. Me voy a coger un trozo de tarta Sacher y algo más, aunque no sé qué más. – Replicó él.
– Yo tarta ahora no. Quizá algo más ligero y sano.
– ¿Me estás diciendo que no soy sano? – Preguntó él irónicamente.
– Sí, claramente. – Respondió ella siguiéndole el juego.
– Ah, vale, es que me había parecido eso, pero lo quería confirmar.

Al final Anna cogió un pequeño bol de cereales y un par de tostadas sobre las que echó un pequeño montoncito de mermelada, en una de fresa y en la otra de albaricoque. Él además del trozo de tarta Sacher, cogió también una tostada y al igual que ella echó encima un poco de mermelada de fresa. Al volver a la mesa ya tenían en sus sitios lo que le habían pedido al camarero: una buena taza de leche con cacao para él y una taza y una tetera humeante de la que sobresalía la cuerda de la bolsita de infusión, para ella.

– ¿Has dormido bien? – Preguntó Anna al mismo tiempo que terminaba de extender la mermelada sobre sus tostadas.
– Bueno, regular. Nunca suelo dormir bien la primera noche en los hoteles a los que voy. Pero no es por este hotel. Es en todos. – Dijo él esta media verdad para que ella no insistiera y no contarla que le costó mucho conciliar el sueño debido a sus recuerdos del pasado.
– ¿Y eso? – Siguió insistiendo ella.
– Supongo que extraño la cama de mi casa. – Siguió esquivando la verdad él.
– Ya. ¿En tu casa sueles dormir bien o también pasas parte de la noche en un sofá? – Preguntó ella, ahora ya sí revelando todas las cartas y habiéndole descubierto el farol.
– ¿Cómo? – Preguntó él, intentando hacerse el desconcertado para ganar un poco de tiempo y buscar otra excusa o media verdad que contar.
– Esta noche hubo un momento en que me giré en la cama e intenté ponerte el brazo por encima pero no había nadie. Me sorprendió y pensé que te habrías levantado para ir al baño pero no se oía nada. Miré hacia el baño y te vi en el sofá sentado. No sé si estabas dormido o no, pero no te dije nada. – Anna hizo una pausa para que él asumiera lo que le estaba contando y se diera cuenta de que iba a pedirle alguna explicación más convincente que la del insomnio que ella se olía que iba a ser la que daría. – ¿No podías dormir?
– Nunca he sido de los que han dormido muy bien, la verdad sea dicha. – Empezó a contar él sin descuidar el desayuno. – Hace años que me cuesta mucho conciliar el sueño por las noches. A no ser que esté muy cansado o lleve varios días durmiendo apenas un par de horas, no soy de los que se tumban en la cama y se duerme de manera instantánea.
– ¿Y eso por qué? – Preguntó Anna con sinceridad y queriendo saber más.
– Pues no sé. Me pasa sobre todo desde que comencé la universidad. Supongo que el cambio de vida que aquello supuso, el darme cuenta de la vida que había llevado con comparación con la vida que la gente que iba conociendo había llevado me hacía darle vueltas en la cabeza a muchas cosas. – Siguió él diciendo en respuesta a su pregunta.
– ¿Y nadie te dijo que en la cama no se piensa? – Dijo Anna intentando cambiar un poco el tono con el que él había empezado a contar.
– Sí. Siempre me lo han dicho. Pero nunca he conseguido hacerlo. Sólo cuando durante una época tomé unas pastillas de hierbas, vitaminas extrañas, relajantes, era capaz de dormirme.
– ¿Has tomado somníferos? – Le cortó ella con un tono de voz de preocupación.
– No. No eran somníferos. No me los recetó ningún médico y no las compraba en farmacias sino en herbolarios. No eran drogas. Si no me hubiera hecho adicto a ese tipo de pastillas con los peligros que eso hubiera conllevado. – Respondió él para intentar tranquilizarla.
– Menos mal. Me habías asustado. Tuve una amiga que sí usó somníferos porque era incapaz de conciliar el sueño ya que se estaba preparando unas oposiciones; y al final ni oposiciones ni nada, se hizo adicta a esas pastillas y tiró su vida por la alcantarilla. No sé nada de ella ahora. – Dijo Anna con un tono triste y oscuro. Era la primera vez que él la escuchaba contar algo de su pasado que la tocaba en parte a nivel personal.
– Nunca tomé ese tipo de pastillas. Pero las que sí tomé tampoco hicieron nada y me negué a ir más allá. Al final me acostumbré a dormir poco y mi cuerpo se ha terminado haciendo a eso. No es sano lo sé pero no puedo hacer nada. – Siguió diciendo él tras haber escuchado a Anna atentamente y tras haber dado debida cuenta ya de casi todo el trozo de tarta Sacher que había cogido para desayunar.
– Hombre por poder siempre se puede hacer algo. Sé que hay terapias que ayudan a la gente a relajarse, a dejar la mente en blanco y no pensar en nada, ni problemas, ni alegrías, ni nada. – Dijo Anna mirándole directamente a los ojos. – Podrías intentar algo por ahí.
– No creo que eso me funcione. Un par de compañeros del trabajo también me han recomendado ese tipo de técnicas de relajación. Pero muchas noches lo único que termina conmigo es leer. Y eso es lo que hago cuando no puedo dormir. Leo.
– Tampoco es mala opción. – Aceptó Anna.
– Casi es la única que tengo. – Añadió él sonriendo ligeramente, como con resignación.
– Y anoche, ¿en qué pensabas para no poder dormir? ¿A qué le dabas vueltas en la cabeza para mantenerte en vela? Porque no sería que no estuvieras cansado con la paliza que nos dimos: viaje, turismo, cama. – Preguntó ella sin querer dejar pasar el tema, sin saber la razón por la que él esa noche no había dormido bien.
– Simplemente le daba vueltas a la cabeza. – Dijo él de manera evasiva.
– ¿Y a qué le dabas tantas vueltas? – Siguió insistiendo ella.
– A varias cosas. No sé. A todo esto quizá.
– ¿Qué es todo esto?
– A este viaje, a ti y a mí. No sé. Estuve pensando en la primera vez que quedamos.
– ¿Cuándo me llevaste a cenar y al teatro primero?
– Sí. – Contestó él sintiendo satisfacción consigo mismo porque ella se acordara de aquella primera cita también.
– ¿Y por eso no podías dormirte? – Volvió a preguntar Anna sorprendida.
– Sí. Pero aquella primera cita no era lo único en lo que pensaba. Más bien antes le daba vueltas a verme aquí contigo, haciendo este viaje a Viena. Un viaje que siempre soñé hacer y al que casi renuncié hacer con alguien a quien quisiera como te quiero a ti. – Respondió él con la voz firme, sin que le temblara, por primera vez que hablaba sobre él y sus pensamientos más íntimos y privados, y mirando a Anna fijamente y directamente a sus pupilas.
– Pero eso lo estás viviendo. Deberías disfrutarlo más que pensar en ello. Pensar las cosas las hace menos interesantes, menos divertidas y menos arriesgadas. A veces hay que simplemente vivir, dejar que todo ocurra como debe ocurrir y no pensar en ello, ni antes, ni durante, ni después. – Dijo ella devolviéndole la mirada, quizá con mayor intensidad e intentando hacerle ver las cosas como ella las veía para que no diera tanta importancia a las cosas que pasaban y a cómo estaban pasando.
– Ya. Pero soy incapaz de no pensar en que si no te hubiera conocido no estaría aquí disfrutando tanto. – Continuó él.
– Pues disfruta y olvida el resto. No sabes lo que hubiera pasado si no me hubieras conocido. Como tampoco sabes lo que puede ocurrir mañana. – Volvió a añadir ella cogiéndole la mano que no sostenía la taza de la que él estaba bebiendo.

Poco más hablaron durante el desayuno. De hecho durante la conversación que habían mantenido habían terminado de comerse todo lo que habían cogido, y el salón se había casi vaciado del todo (sólo quedaba la familia con la pareja y los padres/suegros). Salieron del salón y subieron de nuevo a la habitación. Una vez dentro Anna le preguntó:

– ¿Qué tienes pensado para hacer hoy?
– Pues quería llevarte a ver el palacio de Belvedere que además es museo de arte austríaco. – Respondió él mientras pasaba al baño para lavarse los dientes.
– ¿Y al palacio de Sisí no me vas a llevar? – Preguntó ella entre desilusionada y sorprendida.
– ¿A Schönbrunn?
– Sí, supongo que se llama así. Ese palacio amarillo que ayer sobrevolamos al llegar a Viena. – Le explicó ella.
– No, no vamos a ir a Schönbrunn. – Contestó él como pudo mientras se levaba los dientes.
– ¿Por qué? – Siguió insistiendo ella mientras hacía otras cosas por la habitación.
– ¿Te importaría esperar a que acabe de lavarme los dientes? – Dijo él algo molesto asomándose a la habitación desde el baño e indicándola que no podía hablar bien con el cepillo de dientes en la boca.
– Sí, perdona. – Respondió ella mirándole y riendo un poco.
– Ahora, por fin. – Dijo él saliendo del baño ya con la boca libre sin espuma de pasta de dientes y sintiendo todavía ese frescor intenso que se queda en la lengua tras lavarse los dientes. – No tenía pensado ir a Schönbrunn porque está bastante más lejos que Belvedere, me parece que es más bonito el que vamos a ver y porque en Schönbrunn a pesar de la gran historia que tiene detrás solo se habla de Sisí. ¿Te vale la explicación? – Respondió él a la pregunta anterior de Anna cogiéndola por la espalda, haciendo que dejara de hacer lo que estaba haciendo.
– Pues espero que Belvedere merezca la pena porque me apetecía ver ese otro palacio. – Dijo ella fingiendo estar molesta por la decisión que él había tomado, como cuando un crío ve como sus padres deciden por él y acepta casi a regañadientes.
– Ya verás cómo sí te gusta. Además en Belvedere podrás admirar uno de los cuadros más famosos de la pintura europea del siglo XX. – Dijo él acercándola hacia sí y besándola en el cuello.
– ¿Y qué cuadro es ese si se puede saber pillín? – Preguntó ella dejándose besar pero haciéndose la dura.
El Beso de Gustav Klimt. No te preocupe que cuando lo veas sabrás cuál y ya verás cómo lo vas a ver por toda Viena. Entre ese cuadro, los bombones de Mozart y Sisí, parece que en esta ciudad no hay nada más interesante.
– El Beso, curioso nombre para un cuadro. Curioso y sensual. Espero que luego puedas reproducirlo dignamente en persona. – Dijo ella riendo y besándole en los labios.
– Por cierto voy a llamar a recepción para que nos preparen si pueden un coche con chófer para llevarnos hasta el palacio y así evitarnos el metro. – Apuntó él después de besar a Anna.
– Me voy preparando entonces, ¿no? – Quiso saber Anna.
– Sí, ahora también me cambio yo para salir. – Respondió él.

Dicho esto se dirigió hacia la mesilla de noche en la que estaba el teléfono y marcó la tecla de llamada a recepción. Contestó una voz femenina que a él le recordó la de Rocío, la chica española que el día anterior les dio la bienvenida al hotel y que se portó tan bien con ellos siendo tan amable, pero como por teléfono las voces no suenan igual que en persona él no quiso arriesgarse a hablar en español. Pidió en inglés si el hotel podría poner a su disposición un coche con conductor para ir hasta el palacio de Belvedere. La voz al otro lado del teléfono contestó en español (inmediatamente él pensó que no había fallado al reconocer la voz al otro lado de la línea y atribuírsela a Rocío) y le dijo de manera muy educada, después de saludarle y darle los buenos días, que ahora mismo el hotel no tenía coches disponibles que todos estaban en servicio atendiendo peticiones de japoneses y árabes con dinero que aprovechaban las últimas horas del año para hacer compras por Viena. Él contestó dando las gracias algo decepcionado. Al notar esto Rocío le dijo que si querían, refiriéndose en plural también a Anna, podía pedir un taxi para que les acercara al palacio. Él sorprendido con la amabilidad y diligencia de la chica aceptó sin dudarlo, y pensó que en España pocos recepcionistas de hotel se mostrarían tan cordiales un día como ese, Fin de Año, más bien todo lo contrario ariscos y bordes, cansados de hacer su trabajo y quizá molestos por tener que estar trabajando al servicio de terceras personas que además estaban de vacaciones, pudiendo estar con sus familias preparando la cena de la noche o la fiesta a la que irían con sus parejas. Colgó el teléfono dando las gracias efusivamente a Rocío y diciendo que en media hora estarían abajo.

Caronte.

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