domingo, 4 de octubre de 2015

El Vals del Emperador (XXXV)

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En Viena sí que soñó con ese golpe de la puerta. Soñó y oyó un golpe, sin embargo en la habitación de Sacher el ruido vino del golpe que se dio una especie de pisapapeles de cristal que en algún momento de su vigilia nocturna sin sueño habría cogido del escritorio de la habitación. Se había quedado dormido en uno de los sofás y en un momento dado, los músculos de sus manos viendo que el sueño seguía profundizándose en su mente dejaron de asir con fuerza el pisapapeles soltándolo hasta que éste golpeó en un trozo de suelo no protegido por la alfombra. Ese ruido que en un sueño normal hubiera pasado inadvertido le terminó por despertar de su duermevela. No sabía qué hora era. No sabía dónde estaba. Poco a poco volvió a la realidad de la noche vienesa y al reconocer las siluetas de los muebles de la habitación, de las ventanas y de la cama en la que Anna estaba volvió a caer en la cuenta de dónde estaba y con quién. Había estado soñando lo que empezó siendo un recuerdo evocado por su mente insomne. Un rápido escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Decidió meterse en la cama, volver junto a Anna, y dormir ahora ya sí vencido por el cansancio y el sueño hasta que la mañana les despertara.

Pero no fue la mañana la que le despertó, sino Anna, o mejor dicho sus pies. Y es que Anna durmiendo en el lado de la cama más cercano a las ventanas de la habitación fue la primera en recibir las luces matinales de Viena. Había dormido muy bien. Se giró hacia el lado de él y viendo que seguía totalmente dormido mirando hacia la pared con una de sus manos tapándose la cara como para indicar que nadie le molestara y uno de sus pies al aire libre, libre de la protección de las sábanas y el edredón, decidió despertarle. No obstante eran casi las nueve de la mañana, hora más que suficiente para despertarse y levantarse de la cama. Así Anna empezó a rozarle suavemente con sus delicados pies. Primero lentamente para que él la notara pero pensara que quizá era un sueño o simplemente las sábanas de la cama. Como no respondía ni parecía inmutarse, Anna empezó a recorrer el gemelo de la pierna que mantenía totalmente dentro del calor de las sábanas. Ahora ya sí que él empezó a moverse un poco, inquieto quizá por sentir una especie de culebrina en su pierna. Pero tampoco terminó de despertar del todo. Así que Anna ya pasó al ataque del todo y haciendo un poco de esfuerzo consiguió meter la punta de sus dedos por debajo de la pernera del pantalón para intentar subírselo hasta la rodilla y acariciarle directamente sin tener de por medio la tela del pantalón.

Con esa operación de Anna, él ya sí que sintió algo y empezó a recobrar la conciencia mañanera y a darse cuenta de lo que estaba pasando. No dio sin embargo todavía muestras de estar totalmente despierto. Quería asombrar a Anna, ponerla nerviosa al ver que él no reaccionaba a sus caricias y que no terminaba de despertarse. Así que a pesar de que ya estaba despierto y había abierto ligeramente los ojos, de manera casi imperceptible para que si Anna se había asomado para intentar verle la cara no se diera cuenta de que estaba ya despierto. Por su parte Anna ya estaba empezando a impacientarse. Ya no sabía qué hacer para que él se despertara. Pensó en acariciarla el pelo algo que a él le encantaba y le relajaba mucho. Con cuidado de nuevo para que él no notara movimientos bruscos en la cama y se fastidiara la sorpresa, se incorporó en la cama y se apoyo de lado contra el cabecero, se acercó a él y con su mano izquierda empezó a pasar sus dedos entre el pelo de él. En ese momento fue cuando él aprovechó para mostrar que llevaba ya un rato despierto.

– ¿Es que no tienes nada mejor que hacer por las mañanas que ponerte a tocar las narices y no dejar dormir al personal? – Preguntó él intentando fingir con la voz que estaba molesto con el comportamiento de ella, tono que no consiguió del todo.

Dijo esto él sin moverse un ápice de la postura que tenía durmiendo: seguía con la mano sobre su cara y uno de sus pies fuera de la cama. Ella por su parte quedó un poco cortada al verle despierto y escuchar su voz firme pero en la que se notaba cierto tono fingido de molestia. Paró momentáneamente de tocarle el pelo y una vez se dio cuenta de que él estaba de broma le respondió de igual manera.

– Hombre las narices tampoco te estoy tocando. Que yo sepa no hueles con los pies, ni con el pelo. – Dijo ella.
– Cierto. Pero eso no quita para que estuviera dormido y me hayas terminado de despertar.
– ¿No pensarías que te iba a dejar dormir todo el día? Además me apetecía molestarte un rato.
– Si lo hubiera hecho yo no te estarías divirtiendo tanto.
– No. Si lo hubieras hecho tú, te habría mandado a freír espárragos y me hubiera cabreado bastante. – Apuntó Anna aparentando estar serie, siguiéndole el juego que él había comenzado primero, pero dejando entrever que no bromeaba del todo.
– No si ya... – Dijo él quitándose la mano de la cara, girándose en la cama para verla mejor y mirándola a los ojos.
– ¿Entonces qué, te levantas ya del todo? – Le apremió ella.
– ¿Y si es a mí ahora al que le apetece jugar un rato? Como recompensa por estas molestias causadas digo. – Dijo él sonriéndola de manera juguetona
– Pues juega, aunque jugar solo en la cama en un poco infantil, ¿no? – Dijo ella a medida que le devolvía la sonrisa irónica que tanto le gustaba y le excitaba a él y se levantaba de la cama para dirigirse hacia el baño.
– Ya querrás jugar, ya. Y a lo mejor no me encuentras dispuesto entonces. Sólo aviso. – Dijo él mirándola sensualmente mientras ella se dirigía hacia el cuarto de baño.

Mientras Anna se aseaba y preparaba para bajar a desayunar al comedor del Sacher, él siguió un poco remoloneando en la cama, algo que no solía hacer nunca, ni siquiera cuando estaba de vacaciones, ni cuando era joven. Siempre, desde que era apenas un chavalín, cuando salía de los dominios de Morfeo y notaba que ya no se iba a dormir más decidía levantarse, desayunar y ponerse a ver un rato la tele (de joven los dibujos animados, siendo un poco más mayor las noticias del canal 24h). Odiaba dar vueltas en la cama por las mañana aunque no tuviera nada que hacer. Era algo absurdo y él lo sabía. Estando en la cama uno suele estar más cómodo, pensaba él, más tranquilo y más en esos larguísimos días de verano que tenía cuando era estudiante en la universidad. Pero nunca remoloneó en la cama estando ya despierto.

Sin embargo esa mañana en Viena sí que lo hizo. Aún cuando Anna salió del baño en albornoz, ya que había decidido darse una ducha purificadora, él seguía tumbado en la cama, con los ojos abiertos como platos mirando a través de las ventanas de la habitación hacia los majestuosos edificios de Viena, esa mañana grises y pálidos porque el cielo había amanecido parcialmente nublado y el sol difícilmente se dejaba ver entre unas nubes que poco a poco terminaban de formar, cual ejército preparado para la batalla, en el cielo.

– ¿Vas a estar todo el día ahí tumbado? – Le preguntó Anna apremiándole para que se levantara, mientras terminaba de secarse el pelo
– He dormido mal esta noche. – Respondió él intentando buscar una excusa decente que decir.
– Menuda excusa. – Dijo ella riendo.
– No es una excusa. Por cierto, ¿sabes que con ese albornoz y el pelo mojado estás muy guapa?
– Sí, para ir a la ópera, no te digo. – Respondió ella chasqueando la lengua y cerrando los ojos, dándole incluso la espalda.
– Seguro que si te presentaras así no habría guardia de seguridad que te impidiera la entrada.
– Tú lo que quieres es hacerme la pelota. ¡Anda levanta! Que tú ya has visto Viena pero yo no y mañana tenemos obligaciones, debemos aprovechar hoy. ¡Y además es el último día del año! – Dijo Anna exultante a medida que tiraba de las sábanas para desarroparle y obligarle al menos a que se moviera.
– ¡Ya voy! ¡Ya voy! – Terminó por decir él.

Fue entonces cuando terminó de levantarse de la cama. Una vez de pie se estiró como lo haría un galgo español después de haberse echado una buena siesta a los pies de su amo y antes de salir a perseguir alguna que otra liebre por los campos de La Mancha. Se dirigió al baño para asearse y al pasar junto a Anna la dio un cachete en el culo, tras el cual ella dio un respingo y le respondió lanzándole una mirada que mezclaba una ligera molestia y sobre todo algo de pasión. Mientras se aseaba en el baño como lo había hecho toda la vida entró Anna. En ese momento él se sorprendió un poco porque nunca antes una mujer le había visto asearse como lo hacía por las mañanas, en un acto tan personal e íntimo como privado. Sin embargo pasado el asombro del primer instante tomó como normalidad algo que en su vida era verdaderamente extraordinario y siguió aseándose como solía hacerlo en solitario. Anna al pasar junto a él para coger el secador de pelo del baño se acercó por la espalda y abrazando su torno desnudo y húmedo por el agua le besó en el cuello durante un buen rato y le mordió ligeramente el lóbulo de la oreja. Él se dio la vuelta y le devolvió el beso, esta vez en la boca de ella.

Terminaron de asearse y de vestirse para bajar a desayunar a uno de los salones del Sacher. Esa mañana el hotel bullía en actividad, mucha más de la normal, debido a los preparativos para la fiesta de fin de año que tendría lugar en el más grande y suntuoso de los salones. Había técnicos montando un escenario desde el cual sonaría la música y los focos de luces que ambientarían el salón; bedeles del hotel moviendo y retirando sillas, mesas, alfombras, jarrones, relojes de pared para hacer hueco a la pista de baile y a los adornos propios de la fiesta; y personas trajeadas que tenían pinta de ser los que manejaban el cotarro y dirigían órdenes a todos los demás.

Por su parte el salón de desayuno estaba inusualmente poco concurrido. Entraron Anna y él y se sentaron en una mesa no muy lejos de la zona de la comida. No tenían a nadie alrededor. De hecho el salón, más bien una sala decorada como todo el hotel con elementos rococó, no tenía sin embargo ese aire tan recargado de otras estancias y además las tonalidades pastel de las cortinas, paredes, tapicerías y mantelerías de sillas, sillones y mesas, le daban un aire tranquilo y sosegado que al menos no agobiada la vista, estaba prácticamente vacío. Con disimulo él contó cinco mesas ocupadas, dos de ellas por una única persona, señores mayores en ambos casos, otras dos por parejas mayores que ellos mismos y la última por una familia ya adulta, es decir una pareja de unos cuarenta años y muy probablemente los padres de ella, es decir los suegros de él, que en silencio como quien no quiere molestar a nadie con su presencia daban debida cuenta de su desayuno como si fueran dos desconocidos invitados a una mesa a desayunar sin merecerlo que intentaban pasar desapercibidos. Él observó cómo en esta última mesa nadie hablaba, los señores mayores ni siquiera levantaban la mirada de su taza de café, mientras que la pareja joven apenas intercambiaba algunas palabras probablemente de cortesía o inocuas sobre cómo estaba el desayuno o los planes para ese día, nada trascendental desde luego que pudiera ser posteriormente comentado por los ancianos en un momento de intimidad que tuvieran, sobre todo probablemente por la suegra que intentaría hacer leña de su yerno como si de un árbol caído se tratara; se veía claramente que no había muy buena relación entre los padres de ella y él, aunque seguramente todo vendría por alguna disputa familiar y porque la madre anciana consideraba que para su hija, su yerno era poca cosa. El padre anciano por su parte comía como si se estuviera preparando para una hibernación larga y dura y debiera disfrutar ahora de los manjares que tenía delante.

Caronte.

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