viernes, 23 de octubre de 2015

El Vals del Emperador (XXXIX)

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(Viene de la entrada anterior)

Ya estaban llegando casi a la entrada del palacio, a unas puertas con ventanales enormes que daban acceso a una sala prácticamente diáfana, tan blanca como el exterior del palacio, y únicamente decorada por cuatro columnas, que probablemente poca misión estructural tienen, con forma de titán sujetando el peso ingente del edificio que se levanta por encima. Estaban cerca de la entrada pero todavía faltaban unos cuantos metros, ya habían dejado atrás el jardín y estaban en una especie de terraza delantera del palacio de tierra, ahora apelmazada por el invierno que mata hasta los seres inertes. Ahí en esa terraza de tierra él aminoró la marcha y se soltó de ella que seguía con paso firme hasta la entrada al palacio.

– ¿A qué viene esa pregunta? – Quiso saber él.
– A nada. – Respondió ella parándose a unos metros de él que casi había dejado de caminar y se había quedado atrás.
– ¿Entonces por qué la has hecho? – Insistió él empezando a mostrar en su tono de voz, aunque no quisiera, un deje de molestia.
– Porque esta mañana no me has dicho toda la verdad sobre tu episodio insomne de esta noche. Crees que soy una cría y que no me doy cuenta de nada pero no es así, te lo vuelvo a decir. – Se explicó ella, también poniéndose un poco más seria pero intentando no sonar dura ni exigente con él, simplemente comprensiva.
– No pienso que seas una cría. Nunca lo he pensado. Pero... – Fue interrumpido de manera inesperada por ella.
– Pues a veces no lo parece. – Dijo ella.
– Pero ya te he dicho que esta noche, como otras muchas en Madrid y en otros lugares en los que he estado, me ha constado mucho conciliar el sueño. Es algo que me pasa desde hace muchos años y a lo que me he terminado por acostumbrar. Es algo normal. – Dijo él intentando no sonar seco ni tosco, quizá tampoco maleducado, pero no consiguiéndolo.
– No es normal por mucho que lo quieras ver así. Y creo que eso lo sabes. – Le reprendió ella.
– ¿Qué sabrás de eso? – Dijo él, ahora sí sonando molesto y enfadado, a poca distancia de ella, parado delante de sus ojos, unos ojos que no dejaban de escrutarle.
– No me hables así. No te estoy echando una bronca para que te pongas a la defensiva. Sólo quiero saber para ayudarte. – Dijo ella intentando aplacar sus sentimientos, sonando firme pero no enfadada por la actitud negadora de él. – Aunque no lo creas te conozco algo.
– No puedes ayudarme. – Dijo él cerrándose en banda.
– Déjame intentarlo. No puedes seguir negando que te pasa algo. – Dijo ella acercándose a él, cogiéndole la mano y mirándole a los ojos, aunque los de él intentaran no fijarse en los suyos.

Él no contestó. Se quedó parado, callado, dejando que ella se acercara poco a poco y que le cogiera las manos para llevárselas a la espalda, a la cintura de ella. No quería mirarla a los ojos. No quería enfrentarse a esos ojos castaños, ahora clareados en parte por la nívea luz invernal de Viena, que le escrutaban de manera inmisericorde para desentrañar sus recuerdos, su lado más oscuro, no por malo sino por oculto a la luz de la razón y el corazón.

– Vamos dentro que aquí el frío aprieta. – Dijo ella, y le dio un beso en la mejilla ya que él había retirado los labios, destino original de ese beso que ella quería darle como cura a una herida que sabía estaba abierta y que ella pretendía, si no curar, si cerrar para que no siguiera supurando malos sentimientos.

Entraron en el Palacio Belvedere. Enseñaron a los guardias de la puerta la entrada que habían adquirido en la entrada a los jardines y cogieron de un mostrador de información un par de planos del museo en los que se explicaba someramente, y en inglés, porque no encontraron folletos en castellano, la distribución del museo y dónde encontrar las obras más importantes. Él seguía sin decir una sola palabra. Estaba callado y serio. Tampoco miraba a Anna por mucho que ella sí intentara tener algún tipo de contacto con él. Ella sabía que quizá había sido un poco brusca y directa preguntándole por qué había dormido tan mal y por poner en duda las respuestas evasivas, que ahora había confirmado, que él le había dado. Ella no quiso insistir en el tema de momento, para no ahondar aún más esa distancia que notaba con él y porque no quería fastidiar ese día que tan bien se estaba desarrollando.

– Por favor mírame. – Empezó a decirle Anna antes de comenzar a subir por las escalinatas que daban acceso desde ese recibidor de los titanes a las plantas superiores. – Mírame. – Volvió a insistir viendo que él la ignoraba y seguía caminando hacia las escaleras.
– ¿Qué quieres? – Terminó por ceder él y pararse justo antes de subir el primer escalón.
– Quiero que me mires, me sonrías y me perdones. – Dijo Anna acercándose hacia él y cogiéndole de la mano.
– Ya te estoy mirando. Sabes que no soy muy de sonreír y no tengo nada que perdonarte. – Dijo él sin ganas.
– Por favor continuemos la visita como la empecemos. No he querido molestarte, ya lo sabes. Sólo ayudarte. – Le dijo Anna a modo de disculpa sincera.
– Lo sé. – Siguió él siendo demasiado parco en palabas quizá.
– Pues entonces no te enfades conmigo porque no quiero verte así y no quiero sentirme culpable de que no disfrutes de este viaje. – Siguió diciendo Anna.
– Estoy disfrutando mucho este viaje Anna. Pero sabes que hay cosas que no me gusta tratar y que me cuesta mucho contar aunque tú preguntes con buena intención. – Dijo él, ahora sí explayándose un poco más y mirándola directamente a los ojos, aunque todavía sin sonreír.
– Si quieres me extirpo la lengua. Aunque entonces no podré usarla para otras cosas. – Aprovechó a decir Anna sonriéndole como ella solía hacer cuando quería que él le devolviera una sonrisa.
– Anda subamos a la planta de arriba a ver los cuadros. Déjate de tonterías. – Añadió él esbozando una ligera sonrisa que a Anna le sirvió como victoria, si no completa, al menos sí emocional, y para comprobar que él seguía siendo la misma persona que antes de enfadarse y que terminaría por sacarle todo lo que lleva dentro de su cabeza y le perturba impidiéndole disfrutar plenamente de la vida haciéndole sentir sobre sus hombros el peso de un pasado que le atormentaba como si estuviera pasando en el presente.

La primera planta del Palacio Belvedere es la única de las dos que están habilitadas como museo de arte austríaco que todavía mantiene algo del aire palaciego de su concepción original. En las salas de esta primera planta todavía se puede contemplar la profusión en la decoración de paredes, techos y suelos de la que el estilo rococó era tan amigo. Aunque no tuviera nada de mobiliario regio y noble como otros palacios de Viena y Europa, Belvedere conservaba algunas salas con frescos en los techos, paneles de madera en las paredes y unos suelos de parqué que ya los querrían muchos palacios del resto del viejo continente. A cambio, en lugar de viejas cómodas, muebles estilo Luis XVI, relojes dorados, candelabros de estilo babilónico, mesas alargadas para dar cabida a los más nobles comensales, camas de doseles imposibles y alfombras persas ajadas por el tiempo y la dejadez, las diversas salas de palacio mostraban los cuadros, las obras pictóricas de los más ilustres pintores austríacos del siglo XIX y de principios del XX.

Cogidos de nuevo de las manos Anna y él pasaban de una sala a otra siguiendo el recorrido marcado por las indicaciones en los paneles informativos que había en cada una de las salas indicando de qué autores y temáticas eran los cuadros que colgaban de las paredes. Él, que aunque no alardeaba de conocer casi al dedillo los mejores museos de Europa, siempre consideró que tanta indicación en paneles informativos, serigrafiada a veces en las paredes de las salas, o en folletos del tamaño de un mantel para una mesa dispuesta para diez o doce comensales era absurda primero: porque era inútil para el buen comprender del arte que no podía ser resumido en pocas líneas; y segundo: porque los visitantes de los museos para él se dividían en dos categorías: aquellos que como simples turistas visitaban una galería de arte o museo para tacharlo de su lista de cosas visitadas en tal o cual ciudad como quien tacha en una lista de la compra los diferentes productor que va echando en el carro de la compra; y los que de verdad visitaban un mueso para disfrutar y contemplar el arte o la historia y aprender un poco más de algún pintor, escultor o momento histórico concreto. El primer tipo de visitante de museo no necesita explicaciones de las salas en paneles informativos, ni folletos explicativos, simplemente necesita un recorrido que seguir que les saque rápidamente del museo y les conduzca sin perder demasiado tiempo al siguiente monumento de su lista. El segundo tipo de visitantes tampoco necesitan ningún folleto, o guía, o explicación porque ya la traer ellos consigo en forma de guía pictórica profesional sobre un pintor en concreto, o de libro de historia centrado en una época determinada. Por esto cada vez que él veía en un museo esa cantidad de paneles, pantallas con vídeos informativos, folletos gigantescos en los que casi se plasmaba a escala real el plano del edificio, audio guías colgadas al cuello de los visitantes en las que voces robóticas leían un texto tipo sin información alguna, sentía que poco a poco la sociedad se iba volviendo un poco más tonta alentada y animada también en parte por gente como él que no se revelaban ante semejante insulto a la cultura y el arte.

Pronto esos mismos paneles informativos que tanto odiaba él, empezaron a anunciar las salas dedicadas al más famoso pintor austríaco del último siglo, Gustav Klimt. Pasaron como quien pasea por su casa y se dirige desde la cocina al dormitorio o a la biblioteca, comentaron algunos cuadros que les parecieron interesantes. Anna estaba entusiasmada con el museo, le encantaba. Sin embargo él no. A él esos cuadros le parecían anodinos, simples, sin historia ni importancia vital para el arte universal. No podían compararse con Velázquez, Goya, Tiziano, Rubens o Rembrandt, ni tan siquiera con Turner, lógicamente, pero aún así muchos de los cuadros que fueron viendo colgados de las paredes de las diferentes salas por las que pasaron hasta llegar a las dedicadas a Gustav Klimt, tenían la apariencia de estar rellenando un espacio y no tuvieran el nivel para estar allí.

– Por fin llegamos a las salas importantes del museo. – Dijo él aliviado por haber llegado a las salas que de verdad le hacía ilusión visitar con Anna.
– ¿Por qué dices eso? Parece que te alegras de haber pasado las salas anteriores. – Preguntó Anna que había notado en las salas anteriores una especie de impaciencia en él.
– Anna los cuadros que hemos visto están de relleno del museo. De hecho no sé cómo no se han dado cuenta nunca de que la gente que viene hasta aquí, aparte de por los jardines, es simplemente por Gustav Klimt. – Respondió él como si aquello que estaba diciendo fuera una obviedad.
– Hombre me imagino. Pero no tienen nada de malo los cuadros anteriores. A mí me han gustado más que si hubiéramos estado en el Prado, que dicho sea de paso me parece un museo demasiado presuntuoso. – Contestó Anna poniéndose un poco firme.
– No digo que no sean bonitos, algunos incluso podrían colgar de los mejores museos de Europa, pero la mayor parte están de relleno y no tienen relevancia en la historia del arte. – Sentenció él creyendo que así acabaría esta discusión.
 – Que no haya ningún Goya, Monet o Van Gogh en estas salas no implica que los autores que están aquí representados sean menos que ellos.
– Es que son menos que ellos. Hay niveles en la pintura, como en todos los ámbitos de la vida. No estoy siendo más que objetivo.
– Creo que están siendo injusto, no objetivo. Incluso diría que clasista. – Dijo Anna ahora sí dirigiéndose a él en vez de mirar los cuadros de las salas por las que estaban pasando.
– ¿Clasista? Hacía tiempo que no me llamaba nadie clasista. Anna solo estoy diciendo que hay niveles y niveles en la pintura. Pero como los hay en el amor, la literatura, la ingeniería, las matemáticas, la escultura o la ciencia. Bernini no es comparable a Benlliure. Goya no es comparable con Gainsborough. Moneo o Torroja no son comparables con el necio de Calatrava. Tú no eres las otras chicas con las que he estado Anna. Sólo digo eso. – Se explicó él algo dolido porque ella le había llamado clasista.
– No me suenan casi ninguno de los nombres que has dicho, salvo Goya y Bernini. No puedo opinar. Pero me parece que aún así menosprecias el trabajo de estos pintores. – Concluyó Anna volviéndose a girar y a mirar hacia los cuadros.

Caronte.

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