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(Como siempre, viene de la entrada anterior)
El paseo por esa parte de los jardines del Palacio Belvedere es algo
ingrata ya que hasta que se llega al final de la fuente el palacio queda a la
espalda de quien pasee y por tanto la magnífica fachada de un color blanco
impoluto coronada por los tejados verdes producto del óxido generado por el
tiempo en las cubiertas originales de zinc no es visible, y a menos que el
paseante vaya girando constantemente el cuello arriesgándose a terminar con un
considerable esguince en las cervicales que le impidan poder hacer una vida
normal, al menos en cuanto a movimientos de cabeza se refiere, el Palacio
Belvedere no es más que un edificio inexistente, una presencia más que otra
cosa que se sabe que está ahí porque al entrar en los jardines se vio la
inmensa mole blanca pero que podría perfectamente no estar al no verse. Por
esta razón mientras seguían paseando tranquilamente, ella cogida del brazo de
él, hacia la parte de la fuente más alejada a la fachada principal él le iba
explicando someramente, muy por encima la historia del palacio y su actual uso
como museo de arte austríaco y caja fuerte de una de las piezas de arte más
valoradas y famosas del siglo XX.
Al fin llegaron al final de la fuente y pudieron girarse para contemplar
desde la distancia, con cierta perspectiva todo el edificio del palacio. Ahí
estaba el níveo edificio con su fachada alargada como queriendo abarcar y
abrazar a la fuente que tenía delante. Una fachada plagada de ventanas dividida
como en tres partes bien diferenciadas: una central, más alta que el resto para
resaltar su importancia, por donde se accede al palacio, o se accedía en sus
días de mayor esplendor, presidida por tres grandes puertas acristaladas en la
parte baja y un enorme escudo de armas representando al imperio austríaco y por
encima y el tejado verde de zinc oxidado; de esa parte central salen como dos
brazos las dos alas del palacio, primero formadas por dos plantas para terminar
en los extremos con una sola; y por último los extremos del palacio en forma
redondeada, aunque sin perder las formas rectas en ningún momento, coronados
así mismo por sendas cúpulas también de color ya verdoso por el paso del
tiempo. Eso era y es Belvedere, el más pequeño de los palacios reales vieneses,
pero quizá el más bonito por su sencillez tanto arquitectónica como decorativa,
a pesar de también estar construido en el sempiterno estilo barroco de adorna
todas las calles y rincones de Viena. Pero el Palacio Belvedere tiene una
peculiaridad, y es que por ese lado de los jardines, por donde ahora estaban
tanto él como Anna paseando, el palacio parece más pequeño de lo que en
realidad es ya que el terreno sobre el que se asienta está más alto por ese
lado. Pero eso todavía ellos no lo podían notar, al menos ella que nunca había
estado antes en Viena.
– ¿Qué te parece el palacio? – Preguntó él.
– Es muy bonito. Quizá lo más bonito que de momento he visto en Viena. No
sé, me transmite como paz y armonía. – Respondió Anna mirando el palacio tras
haberse soltado del brazo de él y haberse internado por una especie de camino
de tierra que usan los jardineros para llegar a todos los rincones del jardín a
la hora de cuidarlo y cambiar las flores que lo adornan según la temporada.
– Ten cuidado por donde te metes no vayas a pisar el césped que aquí son
muy meticulosos con esas cosas. – Le advirtió ella.
– No te preocupes, solo quiero ver el palacio desde aquí, de frente. –
Respondió Anna.
– Ya sabía yo que te iba a gustar el palacio. – Dijo él tras haberse
acercado a ella por detrás sin que Anna lo notara y pensara que todavía estaba
en la senda principal en el lateral de la fuente.
– En un día soleado tiene que ser todavía mucho más bonito al resaltar
mucho más su blanca fachada con el cielo azul. Hoy con este cielo tan pálido
sólo destaca el tejado y las cúpulas de un verde azulado. – Comentó ella.
– Si hubiera sol no habría lugar en Viena que superara esta belleza.
Aunque estando tú el palacio no es más que un edificio sin gracia. – Casi le
susurró al oído él a lo que ella respondió plantándole un beso en la boca.
– Pero qué pelota estás hecho. A la que puedes me piropeas. ¡Qué querrás
conseguir! – Dijo ella sonriéndole
– ¿Pelota yo? No sé de dónde te sacas semejantes ideas. No creo que haya
ahora mismo ninguna mujer en estos jardines que pueda competir contigo en belleza.
Aunque ninguna necesita competir contigo porque sólo tengo ojos para ti. –
Respondió él a la pregunta casi retórica de ella, sonriéndola de vuelta.
– Sí tú pillín. Eres un zalamero de mucho cuidado. – Volvió a decirle
ella dándole otro beso y cogiéndole la cabeza con sus delicadas manos
enguantadas en sendos guantes de lana de oveja.
– ¡Qué poco me quieres! – Bromeó él devolviéndola el beso. – Y quita las
manos que me pica la lana de tus guantes. Nunca me ha gustado llevar guantes,
bufandas y mucho menos gorros de lana, siempre me ha dado la sensación de un
picor insoportable. – Añadió él tras el beso intentando quitar las manos de
Anna de su cara pero encontrándose con la negativa de ella que hizo fuerza para
impedir que se movieran de su sitio.
– ¡Qué delicado estás hecho, zalamero mío! – Y dicho esto y para
fastidiarle un poco más le pasó las dos manos por toda la cara y el pelo
despeinándole.
Continuaron paseando, ahora sí, de vuelta al edifico argentino del
Palacio Belvedere. Poco a poco esa construcción rococó que debido al
encapotamiento del cielo en ese último día del año en Viena no mostraba todo su
esplendor y más que un gran montón de merengue dulce y esponjoso parecía un
lingote de plata rudo y frío. Seguían caminando tranquilamente sintiendo el
frío intenso en la cara azuzado ahora por el viento, apenas una ligera brisa,
que antes habían llevado de cola y ahora llevaban de cara. Poco a poco el
palacio se iba haciendo más grande a causa del juego de la perspectiva. No
había mucha gente en los jardines, pero a través de las ventanas del palacio,
sobre todo las de la planta principal, sí se veía algo más de movimiento,
tampoco excesivo, pero sí el suficiente para no tener la sensación de visitar
el palacio a solas, como fantasmas que vagan por las habitaciones maldiciendo a
unos habitantes mudos, cuadros y esculturas, colgados de las paredes hasta que
el polvo y la mugre les cubran y deban ser retirados para su conservación a
manos de los expertos en la materia, de los forenses del arte.
Rodearon el palacio por su lado derecho, aunque en un edificio de dos
fachadas la derecha y la izquierda quedan tan confundidas como en la vida
política y llega un momento que la derecha es izquierda y la siniestra aparece
como diestra. Al terminar de bordearlo llegaron a los jardines principales del
palacio: una gran extensión de parterres, setos, estatuas y fuentes que se
alargaban cuesta abajo hacia el Palacio del Belvedere Bajo, una alargada
construcción muy distinta en cuanto a arquitectura al Palacio del Belvedere
Alto, que es el que acababan de ver. A llegar a esos jardines Anna quedó
maravillada ante tanta belleza, ante aquella gran extensión, casi diáfana de
césped, flores, jarrones, esfinges y setos de diferentes plantas.
– ¡Vaya! Parecía que este palacio sólo iba a ser un edificio bonito
delante de un pequeño jardín con una gran fuente, pero ahora veo que es mucho
más. Es precioso. – Apuntó Anna maravillada, parándose y observando de un solo
vistazo toda la extensión de los jardines.
– ¿Pensabas que te había traído hasta aquí solo para ver una fuente
estanque y el palacio por fuera? – Preguntó él hinchando ligeramente el pecho
como para demostrar que tenía razón al haberla llevado hasta allí.
– No, claro que no. Pero es que no me imaginaba esto. – Reconoció ella.
– En un palacio que engaña. Por eso me gusta tanto, mucho más que su
hermano mayor y más famoso Schonbrünn. Este, a pesar de ser pequeñito, que no
muestra grandes salas adornadas con camas con dosel o despachos que en su día
pertenecieron a grandes nombres de la historia, es mucho más íntimo, más
hermoso y bello. – Le dijo él mirando también, como lo estaba haciendo ella,
hacia los jardines e intentando abarcarlos con la mirada.
– No sé cómo será Schonbrünn, y quizá nunca lo sepa ni lo visite, pero
siempre se me quedará esta imagen grabada en la cabeza. – Dijo ella volviéndose
hacia él, abrazándole por la cintura y besándole de nuevo, como antes había
hecho.
Estuvieron abrazados mirando los jardines, besándose y susurrándose cosas
al oído durante unos minutos. Minutos que para él suponían todo el universo,
todo el tiempo que su cuerpo había pisado el mundo desde que le sacaron del
útero de su madre llorando. En esos minutos en los que sintió el cuerpo de Anna
como si de una parte más de su ser se tratara, representaban todos los anhelos
y deseos de su vida. Hubiera estado hasta dar el último suspiro de su vida así,
allí, contemplando los jardines del Palacio Belvedere de Viena sin hacer nada
más que amar a la persona que le estaba abrazando.
– ¿Quieres que bajemos un poco por los jardines? Hasta la fuente central
si te parece; o prefieres que entremos ya en el palacio si tienes frío. –
Preguntó él separándose un poco de ella pero sin dejar de abrazarla.
– Si podernos y tenemos tiempo me gustaría pasear un poco por estos
jardines antes de entrar. – Respondió ella.
– No te preocupes por el tiempo, no es muy tarde y tenemos todo el tiempo
de la tierra para estar aquí juntos. – Respondió él volviendo a acercarse a
ella, a apretarla contra su cuerpo ya besarla en los labios.
Siguieron paseando por los jardines de Belvedere de nuevo con el palacio
principal a la espalda y dirigiéndose hacia el Bajo Belvedere por uno de los
caminos laterales del jardín. Al llegar a unas fuentes circulares las bordearon
y pasaron a caminar por el paseo central del jardín escoltado siempre a ambos
lados por unos parterres de flores de temporada al estilo francés imperante en
la mayoría de los jardines artísticos y ornamentales de los palacios de Europa.
Al final de ese camino llegaron a un gran conjunto de fuentes que daban paso a
través de unas rampas de tierras y unas escaleras muy tendidas a los jardines
bajos, ya que éstos en su conjunto están divididos en dos zonas muy bien
diferenciadas por estar a diferente altura. Bajaron por las escaleras rodeando
la fuente que como sus otras hermanas estaba totalmente congelada y el hielo de
la superficie reflejaba el cielo plomizo que había esa mañana en Viena dando la
sensación de que la fuente en vez de agua tuviera algún tipo de líquido mágico.
En esa parte del jardín hacía algo más de viento. La zona estaba más al
descubierto, no había ningún árbol y los elementos más altos eran las estatuar que
ornaban la fuente que estaban bordeando. Anna se pegó aún más si cabe a él
cogiéndole del brazo y dejándose abrazar por el de él por la cintura.
Debido al frío sin hablar apenas decidieron poner rumbo de nuevo hacia el
Palacio Belvedere para ahora ya sí entrar dentro del museo de arte austríaco y
al menos estar a cubierto de la más que previsible precipitación, en forma de
lluvia o nieve no era posible saberlo, que de un momento a otro, y de eso no
había duda alguna, iba a empezar a caer sobre Viena. Además en el interior del
palacio estarían más calientes, las estancias estarías caldeadas por la
calefacción y el frío solo se notaría si uno se acerca demasiado a los
cristales para contemplar con tiranía y distancia el frío exterior, el verde
jardín, las marmóreas estatuas y las gélidas fuentes sometidas a los designios
de un clima invernal que golpea sin preguntar y sin distinciones a todo aquello
que esté a la intemperie.
– Creo que ya va siendo hora de que nos metamos en el museo. El frío
arrecia. – Dijo él a medida que subían por los jardines en dirección a la
puerta principal del palacio.
– Sí. Hace mucho frío y además se ha levantado algo de viento. – Confirmó
ella.
– Es una pena porque estaba muy a gusto contigo paseando por los
jardines. Era como estar en otro mundo en el que sólo hubiera placer y amor. –
Le dijo él mirándola.
– No digas tonterías hombre. – Le dijo Anna sonriéndose y ruborizándose
en parte.
– No son tonterías. Nunca me hubiera imaginado volver a estos jardines,
enamorado y con la chica más bonita del mundo. – Insistió él notando que ella
se estaba empezando a poner un poco roja, al menos las mejillas ya que el frío
impedía cualquier indicio de rubor en la cara, no ya de ella sino de cualquier
persona normal.
– ¿Por eso anoche no podías dormir? ¿Qué le dabas vueltas, a este viaje?
– Preguntó ella sin pensárselo y sin poder callar por más tiempo una pregunta
que quizá tuvo que haber hecho esa misma mañana en el Sacher durante el
desayuno.
Caronte.
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