jueves, 15 de octubre de 2015

El Vals del Emperador (XXXVII)

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(Viene de la entrada anterior)

Tanto Anna como él se cambiaron de ropa y se dispusieron a salir de la habitación vestidos para hacer algo de turismo de manera cómoda e informal pero sin descuidar el estilo. Ella se puso unos vaqueros que se le ajustaban perfectamente a las piernas y una camisa que acompañó con una chaquetilla de punto que a pesar de que pudiera parecer para una mujer algo más mayor que ella le quedaba muy bien y la hacía parecer mucho más sexi de lo esperado, al menos eso es lo que a él se le pasó por la cabeza al verla así vestido. Él por el contrario se puso un pantalón de pana oscuro, unos zapatos deportivos muy cómodos con los que llevaba vistiendo muchos años, una camisa y un jersey de rombos bastante llamativo. Como el cielo estaba totalmente cubierto, aunque de momento parecía que no iba a llover, a pesar de que en Austria nunca se puede dar por sentado que el tiempo en invierno permaneciera estable, decidieron coger un paraguas que el hotel pone a disposición de sus clientes en temporadas climáticamente inestables y con verdadera probabilidades de lluvia. Se abrigaron como la noche anterior, aunque prescindieron ambos de cubrirse la cabeza, él con su gorro ruso y ella con el de lana. Una vez estuvieron listos bajaron a la recepción del hotel.

– El taxi les espera en la puerta. – Les dijo Rocío en español saliendo desde detrás de la recepción y acercándose a ellos.
– Es muy amable por su parte toda la atención y el trato que nos está dando. – Se adelantó Anna a él a la hora de dirigirse a la recepcionista española.
– Es mi trabajo tratar a los clientes como se lo merecen. – Respondió solícita Rocío.
– No sé si nosotros somos los clientes más exclusivos del hotel como para recibir un trato tan cercano y cordial. – Intervino él mostrándose quizá excesivamente humilde, aunque fuera el papel que tenía que interpretar.
– Siempre es agradable encontrarse con huéspedes españoles como ustedes, tan normales, en el mejor sentido del término entiéndanme, en este hotel que, si me permiten decírselo sin que salga de entre nosotros, suele recibir a personas que miran por encima del hombro a todo el mundo y suelen tratar al personal como si fuera de su servicio exclusivo. – Se sinceró la recepcionista bajando el tono de su voz y acercándose sobre todo a Anna que como siempre mostraba su lado más cordial y sociable que hacía que todo el mundo se sintiera cómodo al hablar con ella aunque fuera apenas unos segundos.
– Gracias por el cumplido, pero no creo que tampoco lo merezcamos. – Volvió a intervenir Anna.
– Créanme que sí. Les acompaño a la puerta donde les espera ya el taxi y no les entretengo más. – Terminó por decir la joven Rocío acompañándolos tal y como había dicho hasta la misma puerta giratoria del Sacher. – Que tengan un buen día y disfruten de Viena todo lo posible este último y nublado día del año.
– Gracias. – Dijeron simultáneamente tanto Anna como él antes de atravesar de uno en uno la puerta principal del Sacher.

Como les había dicho la recepcionista española en la puerta del hotel había un taxi esperándoles. En cuanto les vio aparecer por la puerta uno de los dos conserjes del hotel, se acercó hasta ellos y les acompaño hasta la misma puerta del taxi que abrió para que Anna pudiera entrar sin problemas. Él por su parte después de dar una pequeña propina al conserje se subió al taxi por la otra puerta. Una vez dentro del coche y protegidos del frío aire que corría esa mañana por las calles de Viena, él le dijo al taxista que les acercara hasta al Palacio de Belvedere, hasta la puerta principal en la calle del Príncipe Eugenio.

El trayecto en taxi, de apenas un par de kilómetros, si es que llegaba a tal distancia, duró más de lo esperado porque al ser el último día del año los vieneses, como si de españoles se tratara, hacían las compras de última hora para la cena que daría despedida al año actual y celebraría la entrada de uno nuevo. Nada más entrar en el Ring, esa gran avenida arbolada de Viena, sustituta de las murallas medievales que fueron borradas de la faz de la ciudad para dejar paso a palacios suntuosos, grandes edificios públicos, museos, ministerios y parques, notaron como el tráfico era especialmente denso. Decenas de vehículos privados, camionetas de reparto, taxis, autocares de turistas y como no también los tranvías que en esa ciudad decoran el ambiente con sus característicos chirridos entre rueda y carril y los timbrazos que a modo de claxon emplean los conductores para advertir a los turistas, más que a los propios vieneses, de la presencia de esos trenes urbanos que en el resto del continente, sobre todo en los países más grandes como España, Italia, Francia o Reino Unido son meros vestigios del pasado.

Mientras estaban dentro del taxi parados en medio del atasco infernal de las calles de Viena, él pensó que quizá hubiera sido mejor ir andando hasta al Palacio Belvedere, cogiendo el metro y luego dando un paseo desde la parada más cercana hasta las mismas puertas del Palacio. Pero quería evitar hacer el mismo trayecto que hiciera hacía ya unos cuantos años. El tiempo pasado y vivido se le enmarañaba ya en la cabeza donde intentaba relegar al ostracismo del olvido el último viaje que hizo con sus padres, ese último viaje conjunto que hizo con ellos ya fuera en el extranjero o dentro de España. No quería recorrer con Anna las mismas calles que en aquel viaje le llevaron desde la parada de metro de Taubstummengasse hasta la verja lateral de entrada al recinto del Palacio Belvedere. Por mucho que quisiera evitarlo todavía tenía muy presente en su cabeza, en sus recuerdos y en su memoria, aquel viaje que supuso el darse de bruces con una realidad que siempre quiso evitar sacar a la luz para no causar más dolor a sus padres, especialmente a su madre. Pero también sabía, y quizá el insomnio de esa misma noche lo corroboraba en parte, que el viaje que ahora estaba realizando a Viena con Anna no era simplemente un viaje que había añorado y anhelado hacer durante toda su vida con todas sus fuerzas. Ese viaje que tomaba como excusa el ir a ver el Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena tenía, y eso él lo sabía aunque lo guardara muy dentro de sí, otro objetivo algo más oscuro quizá, y era poder enfrentarse a esos recuerdos que le martilleaban la cabeza de vez en cuando y que le hacían sentirse culpable de muchas cosas del pasado, entre ellas su mala relación con sus padres en los últimos años de vida de estos.

El claro y sonoro ruido del claxon del taxi le sacó de esos pensamientos. Parecía que avanzaban algo más y que dejaban atrás el Ring para adentrarse en la plaza Schwarzenberg que para variar también esa última mañana del año estaba totalmente colapsada de tráfico.

– Parece que vamos a topar con todos los atascos de Viena. – Comentó distraídamente Anna.
– ¿Qué? – Dijo él, que seguía ensimismado mirando por la ventanilla del taxi hacia las calles de una Viena que esa mañana estaba gris, plomiza bajo un cielo totalmente cubierto que cada vez parecía oscurecerse más y que amenazaba agua o nieve de manera inminente.
– ¿En qué piensas tanto? Voy a tener que plantearme sacarte el cerebro de la cabeza para que dejes de ensimismarte y parecer totalmente ausente. – Dijo Anna dirigiéndole una mirada entre irónica y seria.
– Estaba mirando el tráfico que hay en esta ciudad. – Respondió él sin saber muy bien qué era lo primero que ella le había dicho.
– Pues eso es lo que te he dicho antes, que parece que vamos a topar con todos los atascos de Viena. – Volvió a repetir Anna cogiéndole la mano.
– Pues sí la verdad. Casi nos hubiera salido más rentable ir andando hasta el Palacio. – Añadió él.
– Pregúntale al taxista si piensa esto va a ser así hasta la misma entrada del Palacio. Quizá nos convendría seguir andando. – Sugirió Anna.
– Hombre andando es un paseo bueno y no está el cielo como para arriesgarse a ir caminando. Pero le voy a preguntar. – La respondió él al mismo tiempo que se incorporaba un poco en el asiento trasero del taxi y se acercaba hacia el asiento del conductor para preguntar. – Perdone, ¿cree usted que el tráfico va a seguir así hasta la entrada del Palacio? – Preguntó él en un más que correcto alemán.
– No se preocupe, en cuanto pasemos la plaza y cojamos la siguiente calle el atasco desaparecerá. Es simplemente aquí que confluyen varias arterias grandes de la ciudad y que la gente no sabe conducir. – Dijo el hombre en un tono de voz muy grave, como si estuviera cabreado con el mundo y con un acento demasiado cerrado que le costó mucho a él entender.
– Dice que en cuanto salgamos de la plaza el tráfico será más fluido. – Le tradujo a Anna la respuesta del taxista tras pensarse durante unos segundos lo que le había dicho.
– Esperemos que sea así. – Añadió ella volviendo la vista a la ventanilla. – ¡Anda mira, una bandera española en esa ventana! – Exclamó ella al fijarse que en el edificio que había a uno de los lados de la plaza en el segundo piso en una de las ventanas en un mástil colgaba una bandera española.
– Sí, es el Instituto Cervantes. – Dijo él tras asomarse un poco por la ventana de Anna. – Justo donde estaba la última vez que estuve. – Añadió él acomodándose de nuevo en su sitio con un tono que mezclaba la nostalgia del pasado y la melancolía que le traía al corazón el recuerdo de un viaje que se esforzaba por olvidar.

El taxista, como buen experto del volante y lector visionario del tráfico urbano de Viena, acertó en sus previsiones y nada más salir de la plaza Schwarzenberg el tráfico se hizo mucho más fluido. Tan fluido se volvió que al coger la calle del Príncipe Eugenio se dieron cuenta de que eran casi los únicos que circulaban por ella. Apenas unos minutos les llevó llegar hasta la puerta de entrada al complejo del palacio. Pagaron el taxi, se dirigieron hacia las taquillas que estaban en un edificio alargado pegado al muro que delimita los jardines, pagaron la entrada sin esperar nada de cola para comprarlas y salieron de nuevo al exterior. El cielo seguí totalmente cubierto pero parecía que les iba a respetar la visita por los jardines al menos, si empezaba a llover que lo hiciera con ellos una vez dentro pensó él. Aunque el cielo parecía aguantarse sus ganas de llorar de pena por otro año más que se acaba o de alegría por el nuevo que estaba cercano ya a nacer, el frío sí era muy intenso, tanto que ambos, tanto Anna como él echaron en falta llevar los sombreros que la noche anterior tan bien les habían protegido del inclemente frío invernal vienés. Anna se agarró del brazo de él para mitigar en parte el frío con su calor corporal y porque sabía que él así se sentía mucho más cómodo y feliz. Comenzaron a caminar en dirección opuesta al propio palacio bordeando una fuente con pretensiones de lago que estaba totalmente congelada debido al frío.

– La entrada al Palacio es por el otro lado. – Comentó Anna algo confusa.
– Lo sé. Ahora iremos. Pero primero y mientras el cielo no rompa a llover, o a nevar, que por la cara tan blanca que tiene es lo que muy probablemente terminé por echar sobre Viena, vamos a visitar un poco los jardines del palacio. – Se explicó él como excusándose de la confusión que hubiera podido crear en ella.
– Vale. Se además soy toda tuya. Eres mi guía por Viena. – Dijo ella sonriéndole y acercándose más a él lo que hizo que el paso se ralentizara un poco para hacer más cómodo el ir cogidos del brazo.
– Eso de que eres toda mía ya lo tendré en consideración en la habitación del hotel cuando volvamos. – Apuntó él aprovechando la frase pronunciada por Anna, sacándola quizá algo de contexto para bromear un poco.
– Hablaba en términos turísticos. – Respondió ella.
– Y yo también, a ver qué te habías creído. – Añadió él usando un tono de voz guasón, totalmente irónico.
– Seguro. Y además sabes perfectamente que en la habitación mando yo. Tú simplemente estás para cumplir mis órdenes. – Siguió ella con la broma y el juego de dobles sentidos.
– Eso habrá que verlo. – Terminó por reír él.

Caronte.

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