lunes, 26 de octubre de 2015

El Vals del Emperador (XL)

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(Como ya sabéis, viene de la entrada anterior)

Por fin entraron en la primera de las tres salas dedicadas a Klimt y otros pintores contemporáneos del gran pintor austríaco. La primera de las salas estaba dedicada a la primera época de Klimt y de otros pintores de los que tomó inspiración para sus obras. Eran todas obras menores del gran pintor austríaco: ninguna de su “época dorada” que fueron los años en los que produjo sus mejores y más reconocidos cuadros. Era en la segunda sala donde se encontraban, en penumbra prácticamente para dar mucho más intimismo a la sala, los cuadros más famosos que tenía la galería de arte austríaco del Palacio Belvedere.

– Y aquí está uno de los cuadros más famosos de Austria y me atrevería a decir de toda Europa y por tanto del mundo. – Dijo él actuando un poco como maestro de ceremonias y haciendo como si diera paso a Anna a una gran sala ante la cual debería de presentarse en sociedad.
– Ya estás exagerando. – Dijo ella recuperando esa sonrisa que hacía que él se derritiera.
– Ahora lo descubrirás por ti misma. – Dijo él.

En la sala había más gente, mucha más. Fue como si toda la gente que hubiera en el Palacio Belvedere estuviera concentrada en esa sala porque en las demás estuvieran desprotegidos o tuvieran miedo de que los personajes de los cuadros de las otras salas salieran de sus marcos y parajes, algunos idílicos, para atacar a los insolentes visitantes que les ignoraban constantemente por buscar únicamente el cuadro de “El Beso” que tanta sombra les hacía a los demás. Anna se adelantó a él y se acercó directamente al círculo que formaba la gente delante del cuadro, que estaba iluminado indirectamente por varios focos colgados del alto techo de la sala. Se abrió paso como pudo hasta llegar a primera línea de batalla, allí donde nadie le estorbara ni entorpeciera la visión directa del cuadro, mucho más pequeño de lo que uno se podría haber imaginado a simple vista antes de visitar el museo por reproducciones vistan en libros, puzles, manteles, cortinas, postales y todo un sinfín de material de merchandising que tanto gusta al capitalismo más voraz. Él, por su parte, se quedó algo alejado del montón de gente que se agolpaba alrededor del cuadro para verlo desde todos los ángulos. Por suerte, pensó él, quienes diseñaron la disposición de las salas de la galería, y en concreto en la que estaba el célebre cuadro, situaron el cuadro en la pared más alto de lo normal, para que quien lo quisiera ver tuviera que levantar un poco la vista alzando la cabeza. Esta elevación del cuadro, que lo sitúa por encima del resto de obras del museo, permite que desde la distancia, desde el punto opuesto de la sala se pudiera admirar con mejor perspectiva que desde cerca. Por ello él se alejó un poco y dejó que Anna se acercara para verlo de cerca y admirar la verdadera y profunda belleza y atracción del cuadro.

Mientras Anna estaba admirando el cuadro de cerca, él se dedicó a observar al resto de visitantes del museo. Había un par de parejas jóvenes, quizá más jóvenes que ellos, mejor dicho que Anna, que rondarían los veinte años. También había un par de estudiantes de bellas artes, o eso fue lo que él dedujo al mirar a dos chicos, que a decir verdad también parecían pareja y muy probablemente lo fueran, con sendas carpetas bajo el baro y un libro sobre Klim cada uno abierto por páginas diferentes. Pero el mayor número de personas pertenecían a esa edad que se puede considerar ya libre de toda carga y peso del tiempo. Había muchas personas mayores entre ellas un grupo de jubilados italianos que como los españoles armaban bastante más ruido y jaleo que la media del resto de visitantes. Aunque lo que más le llamó la atención fue el gran número de hombre jubilados que había, que rondarían los setenta y cinco años, si no algunos más. Al ver a esa gran cantidad de hombres mayores solos pensó en España donde era más bien al revés: llegada cierta edad eran las mujeres las que se quedaban solas por fallecimiento del marido. Este pensamiento de él partía de la premisa de pensar que esos hombres eran viudos, pero también podría haber pensado que eran solteros, que nunca habían encontrado la mujer con la que hubieran podido solventar la soledad del último día del año visitando la galería de arte austríaco del Palacio de Belvedere. Pero este pensamiento no quiso ni considerarlo, él prefería pensar que esos hombres mayores, en cuyos rostros se mostraban las arrugas del tiempo, los surcos dejados por la edad, eran viudos intentando distraerse un poco horas antes de que acabara un año más.

Volviendo de nuevo a mirar hacia donde estaba Anna se percató de que no estaba sola, no ya porque estuviera rodeada de gente sino que estaba hablando con un hombre, el único que no concordaba con la gente que había allí, que sobraba tanto por edad como por ir solo. Anna parecía estar escuchándole hablar y miraba en la dirección que el hombre la indicaba con uno de sus brazos extendidos hacia el cuadro. Él no quiso pensar mal; intentó controlar el sentimiento de celos que le estaba volviendo al estómago y que le hacía sentir pinchazos en algún lugar indeterminado entre su pecho y su abdomen. Quiso pensar que simplemente era un hombre que se había percatado del interés de Anna por el cuadro y amablemente se había dirigido a ella en inglés probablemente, ya que Anna no pasaba por austríaca, para comentar algún aspecto artístico del cuadro, o alguna curiosidad oculta en el mismo. Pero ese pensamiento era débil. ¿A qué venía que un hombre se acercara a una mujer joven que estaba sola mirando un cuadro para simplemente comentar con ella algún dato pictórico? No podía ser simplemente una coincidencia de situaciones regidas por el azar.

Él se empezó a impacientar. El tiempo empezó a discurrir muy despacio y lo único que se le pasaba por la cabeza era que ella saliera de entre el gentío que se agolpaba delante de “El Beso” y volviera con él. Pero ella seguía allí. Ahora el hombre le había puesto la mano que no estaba usando para señalar el cuadro en el hombro de ella como para dirigirla hacia un punto concreto desde donde admirar con mayor precisión algún detalle que le estuviera comentando. ¿Por qué la cogía del hombro? ¿Por qué se atrevía a tocarla? Se preguntaba él añadiendo ahora también a los celos, la furia y la impaciencia. Empezó a acercarse hacia el grupo de gente donde estaba Anna no para interrumpir como fiel escudero para dejar claro ante ese hombre que esa señorita no estaba sola en el museo sino que tenía una pareja que también estaba allí. Pero no terminó de acercarse del todo. Esperó a unos metros de Anna que seguía escuchando con interés lo que ese desconocido estaba diciéndola cada vez más cerca de su cabeza. ¿Por qué Anna no le paraba los pies? Empezó a preguntarse él empezando a sentirse traicionado por ella.

Estaba a punto de reventar cuando Anna se giró bruscamente hacia el hombre y le cambió la cara. Parecía enfadada. Desde luego estaba seria. Algo había pasado, creyó él que seguía la escena desde una prudencial distancia para no parecer que estaba marcando de cerca a Anna. La cara de ella era todo un poema, se podía ver perfectamente una especie de sentimiento que mezclaba el enfado con el asco. Giró la cabeza como queriendo decir al hombre desconocido que alguien la estaba esperando y le apartó con firmeza, pero sin ser brusca, la mano de su hombro que seguía allí colocada. El hombre parecía que no comprendía y que iba a replicar algo, quizá de malos modos, aunque eso él no lo pudo saber porque un italiano se había puesto en medio de su visión y ahora no veía la cara del hombre, que parecía más joven que él, o al menos de su edad. Al final Anna salió del grupo, le vio y se dirigió hacia él. Cuando llegó a su altura y sin decir nada le dio un largo beso en la boca; un beso lleno de pasión contenida; un beso de esos que se dan cuando llevas mucho tiempo sin tocar ni sentir a una persona especial de esas que te erizan la piel.

Cuando Anna se separó de él tras el beso pudo ver con claridad al hombre desconocido que había intentado ligar con Anna para poder tener plan esa noche de fin de año. Les miraba con rabia y envidia, y quizá también un poco de vergüenza porque a pesar de la penumbra en la que estaba sumida la sala para admirar mejor las pinturas doradas de Klimt, él pudo ver cómo la cara del desconocido se ponía de un intenso color rojo que acentuaba mucho más el bronceado de chulo de playa que tenía y del que no se había percatado hasta el momento. Viendo tan claramente cómo era ese hombre él supo al instante que Anna había sido la primera en rechazar de plano cualquier intento directo de flirteo, pero que quizá al haber empezado la conversación como si ese hombre fuera un amante de la pintura ella cayó en su trampa. Trampa de la que supo salir victoriosa y humillando ligeramente, al menos dejando algo escocido, al susodicho cazador desesperado y solitario.

– ¿Quién era ese con el que estabas hablando? – Preguntó él intentando no mostrar ninguno de los sentimientos que había experimentado viendo a Anna con ese hombre.
– Un creído. – Dijo ella de manera escueta.
– ¡Vaya! Pues le hacías bastante caso. Parecías interesada por lo que te estaba contando. – Comentó él.
– ¿Qué insinúas con eso? – Preguntó Anna notando cómo él empezaba a ir por donde ella no quería que fuera.
– Nada, nada. Os he estado observando porque me parecía extraño que hablaras con alguien y lo que he visto es que parecías cómoda. – Dijo él sin poder esconder los celos que había sentido hacía unos minutos.
– Cómoda no. He intentado ser amable al principio. Me parecía un hombre que sabía de pintura que me había visto interesada en el cuadro e intentaba explicármelo un poco mejor. – Dijo ella siendo lo más clara y directa posible.
– Ya.
– Ya qué. Mira no veas fantasmas donde no los hay. Tú vas mucho a museos y yo también durante mis años en la universidad visité bastantes y no era raro que algún hombre o alguna mujer que estuvieran más acostumbrados a visitar museos observaran que alguien joven estaba interesado en un cuadro e intentaran explicarte alguna curiosidad.
– ¿Y este hombre era de esos no? – Preguntó él irónico.
– Pues al principio me lo ha parecido. Sí.
– Pues menudo ojo.
– Deja ya ese tonito por favor. ¿Qué quieres que te diga, que ha intentado ligar conmigo? Pues sí lo ha intentado y en cuanto he visto sus intenciones he cambiado la actitud. Pero claro eso no lo has visto. Solo ves lo que te interesa para hacer crecer esos fantasmas que crees que hay. – Dijo ella poniéndose más seria.
– Veo la realidad Anna. Ese hombre se ha acercado a ti porque tú le has dejado. – Replicó él no quedándose atrás ni amedrentándose.
– Sí, le he dejado por ser amable.
– Y porque es atractivo también.
– ¿Quién te crees que soy? Estoy en Viena contigo y punto. ¿Crees que si no quisiera estar aquí habría venido contigo? No te comportes como un niñato que esto ya lo he vivido otras veces. – Dijo ella ahora sí enfadada.
– Seguro que sí.
– Mira vete a la mierda. Este hombre que ha intentado ligar conmigo es un cretino, un necio, un imbécil de los pies a la cabeza. No te comportes como él por favor porque creo que no eres así. – Dijo Anna dándole la espalda y empezando a caminar en dirección a la siguiente sala del museo.

Viendo la situación que habían creado sus celos, su envidia y su miedo a perderla, cambió su actitud. Sabía que Anna estaba muy enfadada, quizá harta con su comportamiento inseguro consigo mismo, por eso se acercó a ella la cogió del brazo para que parara y la hizo girarse hasta que sus ojos se encontraron.

– Anna perdóname. No quería ponerme así. – Dijo él mirándola a los ojos como pocas veces conseguía hacer.
– No querías pero no es la primera vez. Deja de comportarte como si no estuviera contigo porque quiero sino como medio para estar con cualquier otro. – Le respondió ella también mirándole fijamente y todavía algo enfadada con él.
– Perdóname. Sabes que te quiero como nunca he querido a una chica y no puedo evitar sentir miedo al pensar que hay otros hombres que ven en ti un objetivo.
– Mira no sigas por ahí. No puedo evitar que otros hombres se fijen en mí. No puedo hacer nada en ese aspecto y debes entenderlo. Y yo tampoco voy a cambiar mi manera de ser. No me gusta ser mal educada, prefiero ser amable y cuando un hombre, como ha pasado con este creído, se dirige a mí con intenciones que no quiero o no me apetecen intento ser lo más amable posible siendo también firme. – Dijo ella.
– Yo tampoco puedo cambiar lo que siento por ti.
– Sí puedes cambiar esos celos y esa inseguridad. Olvídalo y disfruta. Siempre te lo digo. Disfruta de lo que ahora tienes y deja a un lado tanto el pasado como también el futuro. – Siguió diciendo ella, ahora tras haberle cogido de las manos y habérselas acariciado como haría una madre con su hijo después de que este hubiera pasado por una decepción.
– Lo intento pero a veces no puedo controlarlo. Cuando te he visto con ese hombre hablando al principio he intentado pensar que era algo normal pero cuando tú parecías seguirle el rollo y él se acercaba a ti y tomaba más confianza de la que hubiera sido normal me he empezado a poner celoso y también a sentirme furioso. – Dijo él intentando justificarse aún sabiendo que ella había terminado por aceptar sus disculpas y había cambiado ligeramente su semblante de enfadada y molesta a simplemente seria.
– Lo entiendo pero tienes que intentar cambiar eso, porque puede terminar cansando. – Dijo ella besándole en los labios.
– De nuevo te pido que me perdones. – Dijo él ahora bajando la vista.
– No tengo nada que perdonarte. – Concluyó ella volviendo a darle un beso más lleno de ternura que de amor o pasión.

Caronte.

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