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(Como ya sabéis, viene de la entrada anterior)
Por fin entraron en la primera de las tres salas dedicadas a Klimt y
otros pintores contemporáneos del gran pintor austríaco. La primera de las
salas estaba dedicada a la primera época de Klimt y de otros pintores de los
que tomó inspiración para sus obras. Eran todas obras menores del gran pintor
austríaco: ninguna de su “época dorada” que fueron los años en los que produjo
sus mejores y más reconocidos cuadros. Era en la segunda sala donde se
encontraban, en penumbra prácticamente para dar mucho más intimismo a la sala,
los cuadros más famosos que tenía la galería de arte austríaco del Palacio
Belvedere.
– Y aquí está uno de los cuadros más famosos de Austria y me atrevería a
decir de toda Europa y por tanto del mundo. – Dijo él actuando un poco como
maestro de ceremonias y haciendo como si diera paso a Anna a una gran sala ante
la cual debería de presentarse en sociedad.
– Ya estás exagerando. – Dijo ella recuperando esa sonrisa que hacía que
él se derritiera.
– Ahora lo descubrirás por ti misma. – Dijo él.
En la sala había más gente, mucha más. Fue como si toda la gente que
hubiera en el Palacio Belvedere estuviera concentrada en esa sala porque en las
demás estuvieran desprotegidos o tuvieran miedo de que los personajes de los
cuadros de las otras salas salieran de sus marcos y parajes, algunos idílicos,
para atacar a los insolentes visitantes que les ignoraban constantemente por
buscar únicamente el cuadro de “El Beso”
que tanta sombra les hacía a los demás. Anna se adelantó a él y se acercó
directamente al círculo que formaba la gente delante del cuadro, que estaba
iluminado indirectamente por varios focos colgados del alto techo de la sala.
Se abrió paso como pudo hasta llegar a primera línea de batalla, allí donde
nadie le estorbara ni entorpeciera la visión directa del cuadro, mucho más
pequeño de lo que uno se podría haber imaginado a simple vista antes de visitar
el museo por reproducciones vistan en libros, puzles, manteles, cortinas,
postales y todo un sinfín de material de merchandising que tanto gusta al
capitalismo más voraz. Él, por su parte, se quedó algo alejado del montón de
gente que se agolpaba alrededor del cuadro para verlo desde todos los ángulos.
Por suerte, pensó él, quienes diseñaron la disposición de las salas de la
galería, y en concreto en la que estaba el célebre cuadro, situaron el cuadro
en la pared más alto de lo normal, para que quien lo quisiera ver tuviera que
levantar un poco la vista alzando la cabeza. Esta elevación del cuadro, que lo
sitúa por encima del resto de obras del museo, permite que desde la distancia,
desde el punto opuesto de la sala se pudiera admirar con mejor perspectiva que
desde cerca. Por ello él se alejó un poco y dejó que Anna se acercara para
verlo de cerca y admirar la verdadera y profunda belleza y atracción del cuadro.
Mientras Anna estaba admirando el cuadro de cerca, él se dedicó a
observar al resto de visitantes del museo. Había un par de parejas jóvenes,
quizá más jóvenes que ellos, mejor dicho que Anna, que rondarían los veinte
años. También había un par de estudiantes de bellas artes, o eso fue lo que él
dedujo al mirar a dos chicos, que a decir verdad también parecían pareja y muy
probablemente lo fueran, con sendas carpetas bajo el baro y un libro sobre Klim
cada uno abierto por páginas diferentes. Pero el mayor número de personas
pertenecían a esa edad que se puede considerar ya libre de toda carga y peso
del tiempo. Había muchas personas mayores entre ellas un grupo de jubilados
italianos que como los españoles armaban bastante más ruido y jaleo que la
media del resto de visitantes. Aunque lo que más le llamó la atención fue el
gran número de hombre jubilados que había, que rondarían los setenta y cinco
años, si no algunos más. Al ver a esa gran cantidad de hombres mayores solos
pensó en España donde era más bien al revés: llegada cierta edad eran las
mujeres las que se quedaban solas por fallecimiento del marido. Este
pensamiento de él partía de la premisa de pensar que esos hombres eran viudos,
pero también podría haber pensado que eran solteros, que nunca habían
encontrado la mujer con la que hubieran podido solventar la soledad del último
día del año visitando la galería de arte austríaco del Palacio de Belvedere.
Pero este pensamiento no quiso ni considerarlo, él prefería pensar que esos
hombres mayores, en cuyos rostros se mostraban las arrugas del tiempo, los
surcos dejados por la edad, eran viudos intentando distraerse un poco horas
antes de que acabara un año más.
Volviendo de nuevo a mirar hacia donde estaba Anna se percató de que no
estaba sola, no ya porque estuviera rodeada de gente sino que estaba hablando
con un hombre, el único que no concordaba con la gente que había allí, que
sobraba tanto por edad como por ir solo. Anna parecía estar escuchándole hablar
y miraba en la dirección que el hombre la indicaba con uno de sus brazos
extendidos hacia el cuadro. Él no quiso pensar mal; intentó controlar el
sentimiento de celos que le estaba volviendo al estómago y que le hacía sentir
pinchazos en algún lugar indeterminado entre su pecho y su abdomen. Quiso
pensar que simplemente era un hombre que se había percatado del interés de Anna
por el cuadro y amablemente se había dirigido a ella en inglés probablemente,
ya que Anna no pasaba por austríaca, para comentar algún aspecto artístico del
cuadro, o alguna curiosidad oculta en el mismo. Pero ese pensamiento era débil.
¿A qué venía que un hombre se acercara a una mujer joven que estaba sola
mirando un cuadro para simplemente comentar con ella algún dato pictórico? No
podía ser simplemente una coincidencia de situaciones regidas por el azar.
Él se empezó a impacientar. El tiempo empezó a discurrir muy despacio y
lo único que se le pasaba por la cabeza era que ella saliera de entre el gentío
que se agolpaba delante de “El Beso”
y volviera con él. Pero ella seguía allí. Ahora el hombre le había puesto la
mano que no estaba usando para señalar el cuadro en el hombro de ella como para
dirigirla hacia un punto concreto desde donde admirar con mayor precisión algún
detalle que le estuviera comentando. ¿Por qué la cogía del hombro? ¿Por qué se
atrevía a tocarla? Se preguntaba él añadiendo ahora también a los celos, la
furia y la impaciencia. Empezó a acercarse hacia el grupo de gente donde estaba
Anna no para interrumpir como fiel escudero para dejar claro ante ese hombre
que esa señorita no estaba sola en el museo sino que tenía una pareja que
también estaba allí. Pero no terminó de acercarse del todo. Esperó a unos
metros de Anna que seguía escuchando con interés lo que ese desconocido estaba
diciéndola cada vez más cerca de su cabeza. ¿Por qué Anna no le paraba los
pies? Empezó a preguntarse él empezando a sentirse traicionado por ella.
Estaba a punto de reventar cuando Anna se giró bruscamente hacia el
hombre y le cambió la cara. Parecía enfadada. Desde luego estaba seria. Algo
había pasado, creyó él que seguía la escena desde una prudencial distancia para
no parecer que estaba marcando de cerca a Anna. La cara de ella era todo un
poema, se podía ver perfectamente una especie de sentimiento que mezclaba el
enfado con el asco. Giró la cabeza como queriendo decir al hombre desconocido
que alguien la estaba esperando y le apartó con firmeza, pero sin ser brusca,
la mano de su hombro que seguía allí colocada. El hombre parecía que no
comprendía y que iba a replicar algo, quizá de malos modos, aunque eso él no lo
pudo saber porque un italiano se había puesto en medio de su visión y ahora no
veía la cara del hombre, que parecía más joven que él, o al menos de su edad.
Al final Anna salió del grupo, le vio y se dirigió hacia él. Cuando llegó a su
altura y sin decir nada le dio un largo beso en la boca; un beso lleno de
pasión contenida; un beso de esos que se dan cuando llevas mucho tiempo sin
tocar ni sentir a una persona especial de esas que te erizan la piel.
Cuando Anna se separó de él tras el beso pudo ver con claridad al hombre
desconocido que había intentado ligar con Anna para poder tener plan esa noche
de fin de año. Les miraba con rabia y envidia, y quizá también un poco de
vergüenza porque a pesar de la penumbra en la que estaba sumida la sala para
admirar mejor las pinturas doradas de Klimt, él pudo ver cómo la cara del
desconocido se ponía de un intenso color rojo que acentuaba mucho más el
bronceado de chulo de playa que tenía y del que no se había percatado hasta el
momento. Viendo tan claramente cómo era ese hombre él supo al instante que Anna
había sido la primera en rechazar de plano cualquier intento directo de
flirteo, pero que quizá al haber empezado la conversación como si ese hombre
fuera un amante de la pintura ella cayó en su trampa. Trampa de la que supo
salir victoriosa y humillando ligeramente, al menos dejando algo escocido, al
susodicho cazador desesperado y solitario.
– ¿Quién era ese con el que estabas hablando? – Preguntó él intentando no
mostrar ninguno de los sentimientos que había experimentado viendo a Anna con
ese hombre.
– Un creído. – Dijo ella de manera escueta.
– ¡Vaya! Pues le hacías bastante caso. Parecías interesada por lo que te
estaba contando. – Comentó él.
– ¿Qué insinúas con eso? – Preguntó Anna notando cómo él empezaba a ir
por donde ella no quería que fuera.
– Nada, nada. Os he estado observando porque me parecía extraño que
hablaras con alguien y lo que he visto es que parecías cómoda. – Dijo él sin
poder esconder los celos que había sentido hacía unos minutos.
– Cómoda no. He intentado ser amable al principio. Me parecía un hombre
que sabía de pintura que me había visto interesada en el cuadro e intentaba
explicármelo un poco mejor. – Dijo ella siendo lo más clara y directa posible.
– Ya.
– Ya qué. Mira no veas fantasmas donde no los hay. Tú vas mucho a museos
y yo también durante mis años en la universidad visité bastantes y no era raro
que algún hombre o alguna mujer que estuvieran más acostumbrados a visitar
museos observaran que alguien joven estaba interesado en un cuadro e intentaran
explicarte alguna curiosidad.
– ¿Y este hombre era de esos no? – Preguntó él irónico.
– Pues al principio me lo ha parecido. Sí.
– Pues menudo ojo.
– Deja ya ese tonito por favor. ¿Qué quieres que te diga, que ha
intentado ligar conmigo? Pues sí lo ha intentado y en cuanto he visto sus
intenciones he cambiado la actitud. Pero claro eso no lo has visto. Solo ves lo
que te interesa para hacer crecer esos fantasmas que crees que hay. – Dijo ella
poniéndose más seria.
– Veo la realidad Anna. Ese hombre se ha acercado a ti porque tú le has
dejado. – Replicó él no quedándose atrás ni amedrentándose.
– Sí, le he dejado por ser amable.
– Y porque es atractivo también.
– ¿Quién te crees que soy? Estoy en Viena contigo y punto. ¿Crees que si
no quisiera estar aquí habría venido contigo? No te comportes como un niñato
que esto ya lo he vivido otras veces. – Dijo ella ahora sí enfadada.
– Seguro que sí.
– Mira vete a la mierda. Este hombre que ha intentado ligar conmigo es un
cretino, un necio, un imbécil de los pies a la cabeza. No te comportes como él
por favor porque creo que no eres así. – Dijo Anna dándole la espalda y
empezando a caminar en dirección a la siguiente sala del museo.
Viendo la situación que habían creado sus celos, su envidia y su miedo a
perderla, cambió su actitud. Sabía que Anna estaba muy enfadada, quizá harta
con su comportamiento inseguro consigo mismo, por eso se acercó a ella la cogió
del brazo para que parara y la hizo girarse hasta que sus ojos se encontraron.
– Anna perdóname. No quería ponerme así. – Dijo él mirándola a los ojos
como pocas veces conseguía hacer.
– No querías pero no es la primera vez. Deja de comportarte como si no
estuviera contigo porque quiero sino como medio para estar con cualquier otro.
– Le respondió ella también mirándole fijamente y todavía algo enfadada con él.
– Perdóname. Sabes que te quiero como nunca he querido a una chica y no
puedo evitar sentir miedo al pensar que hay otros hombres que ven en ti un
objetivo.
– Mira no sigas por ahí. No puedo evitar que otros hombres se fijen en
mí. No puedo hacer nada en ese aspecto y debes entenderlo. Y yo tampoco voy a
cambiar mi manera de ser. No me gusta ser mal educada, prefiero ser amable y
cuando un hombre, como ha pasado con este creído, se dirige a mí con
intenciones que no quiero o no me apetecen intento ser lo más amable posible
siendo también firme. – Dijo ella.
– Yo tampoco puedo cambiar lo que siento por ti.
– Sí puedes cambiar esos celos y esa inseguridad. Olvídalo y disfruta.
Siempre te lo digo. Disfruta de lo que ahora tienes y deja a un lado tanto el
pasado como también el futuro. – Siguió diciendo ella, ahora tras haberle
cogido de las manos y habérselas acariciado como haría una madre con su hijo
después de que este hubiera pasado por una decepción.
– Lo intento pero a veces no puedo controlarlo. Cuando te he visto con
ese hombre hablando al principio he intentado pensar que era algo normal pero
cuando tú parecías seguirle el rollo y él se acercaba a ti y tomaba más
confianza de la que hubiera sido normal me he empezado a poner celoso y también
a sentirme furioso. – Dijo él intentando justificarse aún sabiendo que ella
había terminado por aceptar sus disculpas y había cambiado ligeramente su
semblante de enfadada y molesta a simplemente seria.
– Lo entiendo pero tienes que intentar cambiar eso, porque puede terminar
cansando. – Dijo ella besándole en los labios.
– De nuevo te pido que me perdones. – Dijo él ahora bajando la vista.
– No tengo nada que perdonarte. – Concluyó ella volviendo a darle un beso
más lleno de ternura que de amor o pasión.
Caronte.
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