miércoles, 7 de octubre de 2015

El Vals del Emperador (XXXVI)

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(Como no puede ser de otra manera viene de la entrega anterior)

Nada más ocupar la mesa que había elegido se les acercó un camarero del hotel para preguntarles qué es lo que iban a tomar para beber, si café, chocolate, té o alguna otra infusión. Él pidió chocolate, algo que desde que tenía razón de ser nunca había dejado de tomar para desayunar; es más, de hecho no desayunada otra cosa nunca, siempre leche con cacao o leche sola. Café nunca, eso lo dejaba más bien para media mañana en el trabajo, para recargar fuerzas y aguantar la jornada lo mejor posible sin desear arrancarle la cabeza a ningún escritor presuntuoso que le sacara de quicio por nimiedades sin importancia alguna. Ella sin embargo decidió tomarse un té. Pidió un Earl Grey, para sorpresa de él que vio como sin inmutarse y sin vacilar ella pronunciaba el nombre del más famoso de los tés británicos como si nada. Y se sorprendió porque él también tomaba ese mismo té, casi siempre en su casa nada más llegar de la editorial, sobre las seis de la tarde, las cinco en Londres, hora del té por antonomasia. La coincidencia en gustos de alegró la mañana significativamente. El camarero se marchó a por lo que habían pedido y ellos se dirigieron a las mesas preparadas con los manjares del desayuno vienés.

– ¡Tienen de todo! – Dijo Anna sorprendida.
– Claro, qué te pensabas. – Respondió él divertido.
– No, nada. Me sorprende la gran variedad de cosas que hay para desayunar. No sé qué elegir. – Dijo ella a medida que pasaba delante de las mesas con los diferentes tipos de pasteles, tartas, galletas, cereales, mermeladas y demás.
– Pues yo lo tengo claro. Me voy a coger un trozo de tarta Sacher y algo más, aunque no sé qué más. – Replicó él.
– Yo tarta ahora no. Quizá algo más ligero y sano.
– ¿Me estás diciendo que no soy sano? – Preguntó él irónicamente.
– Sí, claramente. – Respondió ella siguiéndole el juego.
– Ah, vale, es que me había parecido eso, pero lo quería confirmar.

Al final Anna cogió un pequeño bol de cereales y un par de tostadas sobre las que echó un pequeño montoncito de mermelada, en una de fresa y en la otra de albaricoque. Él además del trozo de tarta Sacher, cogió también una tostada y al igual que ella echó encima un poco de mermelada de fresa. Al volver a la mesa ya tenían en sus sitios lo que le habían pedido al camarero: una buena taza de leche con cacao para él y una taza y una tetera humeante de la que sobresalía la cuerda de la bolsita de infusión, para ella.

– ¿Has dormido bien? – Preguntó Anna al mismo tiempo que terminaba de extender la mermelada sobre sus tostadas.
– Bueno, regular. Nunca suelo dormir bien la primera noche en los hoteles a los que voy. Pero no es por este hotel. Es en todos. – Dijo él esta media verdad para que ella no insistiera y no contarla que le costó mucho conciliar el sueño debido a sus recuerdos del pasado.
– ¿Y eso? – Siguió insistiendo ella.
– Supongo que extraño la cama de mi casa. – Siguió esquivando la verdad él.
– Ya. ¿En tu casa sueles dormir bien o también pasas parte de la noche en un sofá? – Preguntó ella, ahora ya sí revelando todas las cartas y habiéndole descubierto el farol.
– ¿Cómo? – Preguntó él, intentando hacerse el desconcertado para ganar un poco de tiempo y buscar otra excusa o media verdad que contar.
– Esta noche hubo un momento en que me giré en la cama e intenté ponerte el brazo por encima pero no había nadie. Me sorprendió y pensé que te habrías levantado para ir al baño pero no se oía nada. Miré hacia el baño y te vi en el sofá sentado. No sé si estabas dormido o no, pero no te dije nada. – Anna hizo una pausa para que él asumiera lo que le estaba contando y se diera cuenta de que iba a pedirle alguna explicación más convincente que la del insomnio que ella se olía que iba a ser la que daría. – ¿No podías dormir?
– Nunca he sido de los que han dormido muy bien, la verdad sea dicha. – Empezó a contar él sin descuidar el desayuno. – Hace años que me cuesta mucho conciliar el sueño por las noches. A no ser que esté muy cansado o lleve varios días durmiendo apenas un par de horas, no soy de los que se tumban en la cama y se duerme de manera instantánea.
– ¿Y eso por qué? – Preguntó Anna con sinceridad y queriendo saber más.
– Pues no sé. Me pasa sobre todo desde que comencé la universidad. Supongo que el cambio de vida que aquello supuso, el darme cuenta de la vida que había llevado con comparación con la vida que la gente que iba conociendo había llevado me hacía darle vueltas en la cabeza a muchas cosas. – Siguió él diciendo en respuesta a su pregunta.
– ¿Y nadie te dijo que en la cama no se piensa? – Dijo Anna intentando cambiar un poco el tono con el que él había empezado a contar.
– Sí. Siempre me lo han dicho. Pero nunca he conseguido hacerlo. Sólo cuando durante una época tomé unas pastillas de hierbas, vitaminas extrañas, relajantes, era capaz de dormirme.
– ¿Has tomado somníferos? – Le cortó ella con un tono de voz de preocupación.
– No. No eran somníferos. No me los recetó ningún médico y no las compraba en farmacias sino en herbolarios. No eran drogas. Si no me hubiera hecho adicto a ese tipo de pastillas con los peligros que eso hubiera conllevado. – Respondió él para intentar tranquilizarla.
– Menos mal. Me habías asustado. Tuve una amiga que sí usó somníferos porque era incapaz de conciliar el sueño ya que se estaba preparando unas oposiciones; y al final ni oposiciones ni nada, se hizo adicta a esas pastillas y tiró su vida por la alcantarilla. No sé nada de ella ahora. – Dijo Anna con un tono triste y oscuro. Era la primera vez que él la escuchaba contar algo de su pasado que la tocaba en parte a nivel personal.
– Nunca tomé ese tipo de pastillas. Pero las que sí tomé tampoco hicieron nada y me negué a ir más allá. Al final me acostumbré a dormir poco y mi cuerpo se ha terminado haciendo a eso. No es sano lo sé pero no puedo hacer nada. – Siguió diciendo él tras haber escuchado a Anna atentamente y tras haber dado debida cuenta ya de casi todo el trozo de tarta Sacher que había cogido para desayunar.
– Hombre por poder siempre se puede hacer algo. Sé que hay terapias que ayudan a la gente a relajarse, a dejar la mente en blanco y no pensar en nada, ni problemas, ni alegrías, ni nada. – Dijo Anna mirándole directamente a los ojos. – Podrías intentar algo por ahí.
– No creo que eso me funcione. Un par de compañeros del trabajo también me han recomendado ese tipo de técnicas de relajación. Pero muchas noches lo único que termina conmigo es leer. Y eso es lo que hago cuando no puedo dormir. Leo.
– Tampoco es mala opción. – Aceptó Anna.
– Casi es la única que tengo. – Añadió él sonriendo ligeramente, como con resignación.
– Y anoche, ¿en qué pensabas para no poder dormir? ¿A qué le dabas vueltas en la cabeza para mantenerte en vela? Porque no sería que no estuvieras cansado con la paliza que nos dimos: viaje, turismo, cama. – Preguntó ella sin querer dejar pasar el tema, sin saber la razón por la que él esa noche no había dormido bien.
– Simplemente le daba vueltas a la cabeza. – Dijo él de manera evasiva.
– ¿Y a qué le dabas tantas vueltas? – Siguió insistiendo ella.
– A varias cosas. No sé. A todo esto quizá.
– ¿Qué es todo esto?
– A este viaje, a ti y a mí. No sé. Estuve pensando en la primera vez que quedamos.
– ¿Cuándo me llevaste a cenar y al teatro primero?
– Sí. – Contestó él sintiendo satisfacción consigo mismo porque ella se acordara de aquella primera cita también.
– ¿Y por eso no podías dormirte? – Volvió a preguntar Anna sorprendida.
– Sí. Pero aquella primera cita no era lo único en lo que pensaba. Más bien antes le daba vueltas a verme aquí contigo, haciendo este viaje a Viena. Un viaje que siempre soñé hacer y al que casi renuncié hacer con alguien a quien quisiera como te quiero a ti. – Respondió él con la voz firme, sin que le temblara, por primera vez que hablaba sobre él y sus pensamientos más íntimos y privados, y mirando a Anna fijamente y directamente a sus pupilas.
– Pero eso lo estás viviendo. Deberías disfrutarlo más que pensar en ello. Pensar las cosas las hace menos interesantes, menos divertidas y menos arriesgadas. A veces hay que simplemente vivir, dejar que todo ocurra como debe ocurrir y no pensar en ello, ni antes, ni durante, ni después. – Dijo ella devolviéndole la mirada, quizá con mayor intensidad e intentando hacerle ver las cosas como ella las veía para que no diera tanta importancia a las cosas que pasaban y a cómo estaban pasando.
– Ya. Pero soy incapaz de no pensar en que si no te hubiera conocido no estaría aquí disfrutando tanto. – Continuó él.
– Pues disfruta y olvida el resto. No sabes lo que hubiera pasado si no me hubieras conocido. Como tampoco sabes lo que puede ocurrir mañana. – Volvió a añadir ella cogiéndole la mano que no sostenía la taza de la que él estaba bebiendo.

Poco más hablaron durante el desayuno. De hecho durante la conversación que habían mantenido habían terminado de comerse todo lo que habían cogido, y el salón se había casi vaciado del todo (sólo quedaba la familia con la pareja y los padres/suegros). Salieron del salón y subieron de nuevo a la habitación. Una vez dentro Anna le preguntó:

– ¿Qué tienes pensado para hacer hoy?
– Pues quería llevarte a ver el palacio de Belvedere que además es museo de arte austríaco. – Respondió él mientras pasaba al baño para lavarse los dientes.
– ¿Y al palacio de Sisí no me vas a llevar? – Preguntó ella entre desilusionada y sorprendida.
– ¿A Schönbrunn?
– Sí, supongo que se llama así. Ese palacio amarillo que ayer sobrevolamos al llegar a Viena. – Le explicó ella.
– No, no vamos a ir a Schönbrunn. – Contestó él como pudo mientras se levaba los dientes.
– ¿Por qué? – Siguió insistiendo ella mientras hacía otras cosas por la habitación.
– ¿Te importaría esperar a que acabe de lavarme los dientes? – Dijo él algo molesto asomándose a la habitación desde el baño e indicándola que no podía hablar bien con el cepillo de dientes en la boca.
– Sí, perdona. – Respondió ella mirándole y riendo un poco.
– Ahora, por fin. – Dijo él saliendo del baño ya con la boca libre sin espuma de pasta de dientes y sintiendo todavía ese frescor intenso que se queda en la lengua tras lavarse los dientes. – No tenía pensado ir a Schönbrunn porque está bastante más lejos que Belvedere, me parece que es más bonito el que vamos a ver y porque en Schönbrunn a pesar de la gran historia que tiene detrás solo se habla de Sisí. ¿Te vale la explicación? – Respondió él a la pregunta anterior de Anna cogiéndola por la espalda, haciendo que dejara de hacer lo que estaba haciendo.
– Pues espero que Belvedere merezca la pena porque me apetecía ver ese otro palacio. – Dijo ella fingiendo estar molesta por la decisión que él había tomado, como cuando un crío ve como sus padres deciden por él y acepta casi a regañadientes.
– Ya verás cómo sí te gusta. Además en Belvedere podrás admirar uno de los cuadros más famosos de la pintura europea del siglo XX. – Dijo él acercándola hacia sí y besándola en el cuello.
– ¿Y qué cuadro es ese si se puede saber pillín? – Preguntó ella dejándose besar pero haciéndose la dura.
El Beso de Gustav Klimt. No te preocupe que cuando lo veas sabrás cuál y ya verás cómo lo vas a ver por toda Viena. Entre ese cuadro, los bombones de Mozart y Sisí, parece que en esta ciudad no hay nada más interesante.
– El Beso, curioso nombre para un cuadro. Curioso y sensual. Espero que luego puedas reproducirlo dignamente en persona. – Dijo ella riendo y besándole en los labios.
– Por cierto voy a llamar a recepción para que nos preparen si pueden un coche con chófer para llevarnos hasta el palacio y así evitarnos el metro. – Apuntó él después de besar a Anna.
– Me voy preparando entonces, ¿no? – Quiso saber Anna.
– Sí, ahora también me cambio yo para salir. – Respondió él.

Dicho esto se dirigió hacia la mesilla de noche en la que estaba el teléfono y marcó la tecla de llamada a recepción. Contestó una voz femenina que a él le recordó la de Rocío, la chica española que el día anterior les dio la bienvenida al hotel y que se portó tan bien con ellos siendo tan amable, pero como por teléfono las voces no suenan igual que en persona él no quiso arriesgarse a hablar en español. Pidió en inglés si el hotel podría poner a su disposición un coche con conductor para ir hasta el palacio de Belvedere. La voz al otro lado del teléfono contestó en español (inmediatamente él pensó que no había fallado al reconocer la voz al otro lado de la línea y atribuírsela a Rocío) y le dijo de manera muy educada, después de saludarle y darle los buenos días, que ahora mismo el hotel no tenía coches disponibles que todos estaban en servicio atendiendo peticiones de japoneses y árabes con dinero que aprovechaban las últimas horas del año para hacer compras por Viena. Él contestó dando las gracias algo decepcionado. Al notar esto Rocío le dijo que si querían, refiriéndose en plural también a Anna, podía pedir un taxi para que les acercara al palacio. Él sorprendido con la amabilidad y diligencia de la chica aceptó sin dudarlo, y pensó que en España pocos recepcionistas de hotel se mostrarían tan cordiales un día como ese, Fin de Año, más bien todo lo contrario ariscos y bordes, cansados de hacer su trabajo y quizá molestos por tener que estar trabajando al servicio de terceras personas que además estaban de vacaciones, pudiendo estar con sus familias preparando la cena de la noche o la fiesta a la que irían con sus parejas. Colgó el teléfono dando las gracias efusivamente a Rocío y diciendo que en media hora estarían abajo.

Caronte.

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