Si hasta entonces
habíamos hecho el camino con un sol de justicia, a veces caluroso y jodesto
(entre jodido y molesto), a veces frío como sólo él puede llegar a ser a veces,
hubo un momento en que las nubes empezaron a cubrir el valle. Poco a poco
fueron como desbordándose por las cimas de las montañas y tornando gris un
cielo que hasta entonces había sido azul. La temperatura fue acorde con el
cielo y también se volvió más fría. Ahora ya sí que la manga y el pantalón
cortos sobraban del todo. El problema es que no pudimos cambiarnos de ropa para
adecuarnos a las nuevas condiciones hasta que llegamos al camping donde
pasaríamos la noche.
Cuando llegamos
más o menos a la zona donde habíamos planeado en un principio acampar nos
dedicamos a buscar un camping que satisficiera todas nuestras demandas. Al
final escogimos uno bastante amplio con diversas parcelas de muy diferente tipo
todas tupidas con una hierba bastante crecidita y con un verde intensísimo.
Dicho camping estaba dividido en dos partes separadas por el mismísimo Río
Ródano, ya algo más crecidito, aunque apenas seguía siendo un bebé con toda su
vida por delante. Decidimos plantar la tienda de campaña al otro lado del río
justo encima del mismo con unas vistas impresionantes de todo el valle en el
que estábamos con las montañas enfrente de nosotros. El rio se convirtió en omnipresente
durante las horas que pasamos en aquel camping, incluida la noche, ya que su
murmullo constante pasó a ser como la banda sonora de nuestra estancia allí.
Los gerentes del
camping formaban una pareja, cuanto menos peculiar: él suizo germano parlante
que no entendía ni papa de ningún otro idioma que no fuera el alemán, por más
que probamos con el inglés y el francés, y ella de origen filipino o malayo (me
recordó a Isabel Preysler, no sé por qué) que sin ser una políglota experta
entendía algo más que su marido. Fue con la mujer con la que nos intentamos
comunicar más para alquilar la parcela para la tienda de campaña y el coche.
También fue a ella a la que preguntamos cómo funcionaban las duchas. Montar la
tienda de campaña también fue una odisea, aunque por primera vez en aquel viaje
éramos cuatro para hacerlo. La verdad es que Ángel fue como un rayo de luz en
un día gris en dicha tarea debido a su larga experiencia montando tiendas de
campaña con los scouts, lo que suplió mi más que ineficiente ayuda. Como en los
campings anteriores yo me encargué de buscar y pedir entre nuestros vecinos de
acampada un martillo o maza para poder clavar las piquetas que sujetaran la
tienda al suelo. La verdad es que me costó menos trabajo que en otros campings
ya que todos los allí acampados, a pesar de que ninguno tenía tienda de campaña
sino caravanas, hablaban inglés (lo que corresponde a un país como Suiza que
recibe corruptos de todas partes del mundo para hablar asuntos negros en los
que el inglés es el idioma oficial, aunque parece que últimamente va ganando
peso el español) y hacían el esfuerzo de entenderme.
Una vez
establecidos y montada la tienda de campaña tocaba ducharse. Para tal empresa
había que pagar, no recuerdo la cantidad exacta ahora mismo (seguro que Álex o
Juan Carlos sí, más este último por llevar todas las cuentas del viaje como
hace Montoro en Hacienda), algo que sinceramente me indignó bastante teniendo
en cuenta que el agua les sobra. Y aún pagando sólo teníamos tres minutos de
agua caliente para ducharnos por completo. Si hubiéramos estado en otro país y
hubiera hecho otra temperatura exterior no me hubiera importado ducharme con
agua fría, incluso podría haber sido hasta mejor, pero aquel día lo de usar
agua fría no era la mejor opción. El agua salía helada, hubiéramos muerto de
hipotermia, o si no muerto que puede ser una exageración digna de esta
narración, sí hubiéramos salido sin distinguirnos el sexo de lo encogido que
todo hubiera quedado (dejo al lector la parte imaginativa de este asunto).
Esperando mi turno
de ducha me dediqué contemplar el curso del Ródano encima del puente que
comunicaba las dos partes del camping. Allí parado sólo, ya que mis compañeros
de viaje estaban empezando a preparar las cosas para la cena, recordé otros
momentos vividos hacía algo más de un año en los Pirineos en otro curso de agua
mucho menos famoso e ilustre que el Ródano. Mucho había pasado desde entonces y
ver esas aguas plateadas del Ródano e imaginarme su gélida temperatura me hizo
volver a esos días pasados en una casa rural en Llavorsí (Lérida) durante los
cuales hice rafting y me divertí con amigos. No pude más que sentir añoranza de
aquellos días. Pero también el Ródano me decía dónde estaba en ese momento, tan
lejos de mi casa, y lo que había vivido hasta la fecha, y me hizo ver que sin
las personas con las que estaba allí no hubiera ido nunca hasta ese lugar en el
que estábamos. Viendo el Ródano pasar debajo de mis pies me sentí minúsculo y
sin importancia alguna en el devenir del mundo; vi que yo simplemente era una
gota en el océano que es el mundo, una gota con la que quizá el mundo seguiría
siendo igual si no estuviera, una gota que a lo mejor haría que el mundo fuera
de manera diferente si faltara. Quién sabe.
Tras ducharnos
todos tocó cenar. ¡Ay la cena! Si alguien nos hubiera dicho aquella misma
mañana que quizá lo que más íbamos a recordar, no sé si en el fondo para bien o
para mal, de nuestro paso por Suiza sería la cena y lo que supuso, hubiéramos
negado la mayor. La cena iba a ser algo bastante rudimentario: una ensalada
normal y corriente, y unas salchichas a la plancha cocinadas en el infernillo
de campaña que llevábamos. La cuestión es que justo detrás de donde habíamos
acampado había una roulot plantada con su tenderete delante de la puerta sobre
una pequeña terracilla firma pavimentada, con su mesa de plástico, que
aparentemente nos pareció que no estaba ocupada por nadie, sino que estaba allí
de un año para otro a la espera de ser alquilada. Como no había ningún lugar
más o menos plano para apoyar el camping-gas Álex y yo, encargados de hacer las
salchichas, decidimos usar la mesa de plástico como apoyo sin mayores
intenciones, como habíamos hecho en otros campings en Alemania. Hasta ahí creo que
se puede considerar como normal lo que estábamos haciendo. Sin embargo Juan
Carlos (podría decir que fuimos todos los que le secundamos y apoyamos su
iniciativa, pero queda mejor decir que todo fue idea suya y que el resto
actuamos enajenados por el hambre y el frío) propuso echar un vistazo dentro de
la roulot para ver si había sillas donde sentarse y cenar como señores en mesa,
como en un restaurante con unas vistas inigualables.
Juan Carlos abrió
la puerta de la roulot y tras comprobar que estaba abandonada (dudo ahora de
qué concepto de abandono tiene mi amigo) sacó cuatro sillas de plástico para
sentarnos. Una vez todos tuvimos nuestros traseros ocupando la silla
correspondiente y habiendo empezado a cenar, apareció un coche ocupado por una
pareja de jubilados (o esa imagen me dieron) que nos echaron una de esas
miradas que si mataran nos hubieras fulminado al instante. No sé qué cara se
nos quedó, pero no creo que fuera muy buena. El silencio que se provocó entre
nosotros al ver aparecer el coche y darnos cuenta que la roulot que habíamos
pensado vacía, en realidad tenía sus dueños, y que estos acababan de aparecer,
silenció hasta al mismísimo río Ródano. El mundo se paró un instante. Como
atravesados por una corriente eléctrica nos levantamos de las sillas y
empezamos a recoger todo. Los dueños salieron del coche y empezaron a preguntar
que qué narices hacíamos. Obviamente no teníamos respuesta para la pregunta.
¿Qué les íbamos a decir? ¿Que habíamos pensamos que no había nadie en la roulot
y por eso allanamos una propiedad privada para usar sin permiso alguno unas
sillas y una mesa que no eran nuestras? Obviamente lo único que hicimos fue
pedir disculpas en todos los idiomas que sabíamos, francés, inglés, español,
alemán. Recogimos todo lo más rápido que pudimos y limpiamos todo lo que
habíamos podido ensuciar para dejar todo en el mismo estado en el que lo
encontramos.
Habiendo pasado ya
muchos meses de aquel incidente, todavía siento vergüenza por lo que
hice/hicimos. No hay explicación alguna para poder justificar nuestros actos
aquel día a pocos metros de un joven Ródano, en un inmenso, frío y verde valle
suizo rodeados de gigantescas montañas. No ha razón para lo que hicimos, aquel
acto impulsivo que nos llevó a usar propiedad ajena como propia. No puedo
explicar razonadamente porqué hicimos lo que hicimos. Y no lo puedo explicar
porque no hay razones objetivas que avalaran aquello. También es cierto que
tiene su punto cómico, es difícil de ver pero está ahí. Y es que pocos minutos
antes de que los dueños de la roulot “abandonada” aparecieran con su coche
habíamos estado comentando como algo casi improbable la aparición de los
mismos. Muchas veces la realidad supera a la ficción, y este es un buen ejemplo
de esto. Obviamente no estoy nada orgulloso de aquello pero fue una vivencia
más durante aquel viaje, muy probablemente la más desagradable, pero tan real
como cualquier otra, y por tanto no la puedo negar. Si pienso en aquello de
manera seria veo la barbaridad que hicimos y la imagen de España que dimos,
porque al final siempre quedarán en la memoria de los dueños de la roulot que
unos “españoles”, o si no fueron capaces de ubicar nuestro país de origen al
menos pensaría unos “extranjeros del sur de Europa”, se han aprovechado de
nosotros. Sin embargo si lo pienso de manera menos estricta no puedo menos que
reírme de aquella anécdota, porque al final no fue más que eso, que siempre
podré contar, si no a mis hijos o nietos, a quien quiera escucharla.
Terminamos de
cenar sentados en la verde hierba suiza con las montañas de fondo y el murmurar
continuo de Ródano. Más avergonzados que otra cosa intentamos no provocar más
molestias a nuestros vecinos de camping e intentamos pasar lo más
desapercibidos posibles el resto del tiempo que nos quedaba en aquel campin. Después
de cenar, y antes de meternos en la tienda de campaña para descansar después de
un día largo y lleno de emociones, y para intentar que aquel día acabara lo
antes posible para olvidar el asunto del allanamiento de roulot, decidimos
darnos una vuelta por los alrededores del camping. Si la impresión que teníamos
es que el camping era grande en el momento en que nos pusimos a andar
descubrimos que era inmenso. Había parcelas preparadas para acoger caravanas y
tiendas de campaña metidas en medio del bosque, muy alejadas de la zona donde
estábamos nosotros. Sin embargo estas parcelas estaban vacías.
Poco a poco la
noche fue cayendo y la oscuridad iba creciendo a medida que seguíamos alejándonos
de nuestra tienda de campaña. Pasamos al lado de un cercado con vacas que
mugieron a nuestro paso y se acercaron a la valle pensando que éramos conocidos
que las llevábamos algo. La noche estaba fría. Fría y húmeda. La combinación de
ambos factores hacía que la sensación térmica calara hasta los huesos. Sin lugar
a dudas fue la noche más fría de cuantas pasamos este verano. En un momento
dado muy a pesar de Ángel que hubiera seguido caminando por el medio de la
naturaleza sin más ruidos que el lejano pasar del Ródano, decidimos volver
hacia la tienda de campaña y acabar el día. Quizá tendríamos que haber seguido
un rato más explorando la naturaleza sin saber muy bien donde estábamos, pero
la verdad es que yo estaba muerto de frío, y la oscuridad me hacía no tener
toda la confianza en mí mismo, porque pierdo mucha visión por la noche.
De vuelta en la
tienda de campaña, preparamos todo para descansar y dormir. El día había sido
muy largo, pero se había pasado muy pronto. La intensidad con la que habíamos
vivido todo aquel día desde que salimos de Múnich ya pesaba más de lo que
hubiéramos querido. Pero habían sido muchas las vivencias y emociones, y muy
intensas. En Suiza, aquel primer día de nuestra estancia en el país del dinero
negro, vivimos su parte amable, el ying, en la que la naturaleza en todo su
esplendor es la protagonista de la vida diaria de sus habitantes, una
naturaleza desbordante por todos los costados que hace sentir al ser humano
como una pieza insignificante del funcionar del mundo. Pero también pudimos
comprobar que se puede vivir la parte mala, el yang, inducida por nuestra
propia sangre latina que nos llevó a cometer un acto del que, supongo, ninguno
de mis compañeros en aquel viaje estará orgulloso (bueno ahora que lo pienso Juan Carlos siempre ha dicho que volvería a actuar de la manera que lo hizo, supongo que por eso de ser el inductor del delito, porque no se ha divertido más en su vida) pero que todos recordaremos
al final con una sonrisa y riéndonos de nosotros mismos e imaginándonos las
caras que tuvimos que poner cuando la realidad nos dio con toda su fuerza en
las narices.
Caronte.