domingo, 30 de noviembre de 2014

Suiza: el ying y el yang (Parte III)

Si hasta entonces habíamos hecho el camino con un sol de justicia, a veces caluroso y jodesto (entre jodido y molesto), a veces frío como sólo él puede llegar a ser a veces, hubo un momento en que las nubes empezaron a cubrir el valle. Poco a poco fueron como desbordándose por las cimas de las montañas y tornando gris un cielo que hasta entonces había sido azul. La temperatura fue acorde con el cielo y también se volvió más fría. Ahora ya sí que la manga y el pantalón cortos sobraban del todo. El problema es que no pudimos cambiarnos de ropa para adecuarnos a las nuevas condiciones hasta que llegamos al camping donde pasaríamos la noche.

Cuando llegamos más o menos a la zona donde habíamos planeado en un principio acampar nos dedicamos a buscar un camping que satisficiera todas nuestras demandas. Al final escogimos uno bastante amplio con diversas parcelas de muy diferente tipo todas tupidas con una hierba bastante crecidita y con un verde intensísimo. Dicho camping estaba dividido en dos partes separadas por el mismísimo Río Ródano, ya algo más crecidito, aunque apenas seguía siendo un bebé con toda su vida por delante. Decidimos plantar la tienda de campaña al otro lado del río justo encima del mismo con unas vistas impresionantes de todo el valle en el que estábamos con las montañas enfrente de nosotros. El rio se convirtió en omnipresente durante las horas que pasamos en aquel camping, incluida la noche, ya que su murmullo constante pasó a ser como la banda sonora de nuestra estancia allí.

Los gerentes del camping formaban una pareja, cuanto menos peculiar: él suizo germano parlante que no entendía ni papa de ningún otro idioma que no fuera el alemán, por más que probamos con el inglés y el francés, y ella de origen filipino o malayo (me recordó a Isabel Preysler, no sé por qué) que sin ser una políglota experta entendía algo más que su marido. Fue con la mujer con la que nos intentamos comunicar más para alquilar la parcela para la tienda de campaña y el coche. También fue a ella a la que preguntamos cómo funcionaban las duchas. Montar la tienda de campaña también fue una odisea, aunque por primera vez en aquel viaje éramos cuatro para hacerlo. La verdad es que Ángel fue como un rayo de luz en un día gris en dicha tarea debido a su larga experiencia montando tiendas de campaña con los scouts, lo que suplió mi más que ineficiente ayuda. Como en los campings anteriores yo me encargué de buscar y pedir entre nuestros vecinos de acampada un martillo o maza para poder clavar las piquetas que sujetaran la tienda al suelo. La verdad es que me costó menos trabajo que en otros campings ya que todos los allí acampados, a pesar de que ninguno tenía tienda de campaña sino caravanas, hablaban inglés (lo que corresponde a un país como Suiza que recibe corruptos de todas partes del mundo para hablar asuntos negros en los que el inglés es el idioma oficial, aunque parece que últimamente va ganando peso el español) y hacían el esfuerzo de entenderme.


Una vez establecidos y montada la tienda de campaña tocaba ducharse. Para tal empresa había que pagar, no recuerdo la cantidad exacta ahora mismo (seguro que Álex o Juan Carlos sí, más este último por llevar todas las cuentas del viaje como hace Montoro en Hacienda), algo que sinceramente me indignó bastante teniendo en cuenta que el agua les sobra. Y aún pagando sólo teníamos tres minutos de agua caliente para ducharnos por completo. Si hubiéramos estado en otro país y hubiera hecho otra temperatura exterior no me hubiera importado ducharme con agua fría, incluso podría haber sido hasta mejor, pero aquel día lo de usar agua fría no era la mejor opción. El agua salía helada, hubiéramos muerto de hipotermia, o si no muerto que puede ser una exageración digna de esta narración, sí hubiéramos salido sin distinguirnos el sexo de lo encogido que todo hubiera quedado (dejo al lector la parte imaginativa de este asunto).

Esperando mi turno de ducha me dediqué contemplar el curso del Ródano encima del puente que comunicaba las dos partes del camping. Allí parado sólo, ya que mis compañeros de viaje estaban empezando a preparar las cosas para la cena, recordé otros momentos vividos hacía algo más de un año en los Pirineos en otro curso de agua mucho menos famoso e ilustre que el Ródano. Mucho había pasado desde entonces y ver esas aguas plateadas del Ródano e imaginarme su gélida temperatura me hizo volver a esos días pasados en una casa rural en Llavorsí (Lérida) durante los cuales hice rafting y me divertí con amigos. No pude más que sentir añoranza de aquellos días. Pero también el Ródano me decía dónde estaba en ese momento, tan lejos de mi casa, y lo que había vivido hasta la fecha, y me hizo ver que sin las personas con las que estaba allí no hubiera ido nunca hasta ese lugar en el que estábamos. Viendo el Ródano pasar debajo de mis pies me sentí minúsculo y sin importancia alguna en el devenir del mundo; vi que yo simplemente era una gota en el océano que es el mundo, una gota con la que quizá el mundo seguiría siendo igual si no estuviera, una gota que a lo mejor haría que el mundo fuera de manera diferente si faltara. Quién sabe.

Tras ducharnos todos tocó cenar. ¡Ay la cena! Si alguien nos hubiera dicho aquella misma mañana que quizá lo que más íbamos a recordar, no sé si en el fondo para bien o para mal, de nuestro paso por Suiza sería la cena y lo que supuso, hubiéramos negado la mayor. La cena iba a ser algo bastante rudimentario: una ensalada normal y corriente, y unas salchichas a la plancha cocinadas en el infernillo de campaña que llevábamos. La cuestión es que justo detrás de donde habíamos acampado había una roulot plantada con su tenderete delante de la puerta sobre una pequeña terracilla firma pavimentada, con su mesa de plástico, que aparentemente nos pareció que no estaba ocupada por nadie, sino que estaba allí de un año para otro a la espera de ser alquilada. Como no había ningún lugar más o menos plano para apoyar el camping-gas Álex y yo, encargados de hacer las salchichas, decidimos usar la mesa de plástico como apoyo sin mayores intenciones, como habíamos hecho en otros campings en Alemania. Hasta ahí creo que se puede considerar como normal lo que estábamos haciendo. Sin embargo Juan Carlos (podría decir que fuimos todos los que le secundamos y apoyamos su iniciativa, pero queda mejor decir que todo fue idea suya y que el resto actuamos enajenados por el hambre y el frío) propuso echar un vistazo dentro de la roulot para ver si había sillas donde sentarse y cenar como señores en mesa, como en un restaurante con unas vistas inigualables.

Juan Carlos abrió la puerta de la roulot y tras comprobar que estaba abandonada (dudo ahora de qué concepto de abandono tiene mi amigo) sacó cuatro sillas de plástico para sentarnos. Una vez todos tuvimos nuestros traseros ocupando la silla correspondiente y habiendo empezado a cenar, apareció un coche ocupado por una pareja de jubilados (o esa imagen me dieron) que nos echaron una de esas miradas que si mataran nos hubieras fulminado al instante. No sé qué cara se nos quedó, pero no creo que fuera muy buena. El silencio que se provocó entre nosotros al ver aparecer el coche y darnos cuenta que la roulot que habíamos pensado vacía, en realidad tenía sus dueños, y que estos acababan de aparecer, silenció hasta al mismísimo río Ródano. El mundo se paró un instante. Como atravesados por una corriente eléctrica nos levantamos de las sillas y empezamos a recoger todo. Los dueños salieron del coche y empezaron a preguntar que qué narices hacíamos. Obviamente no teníamos respuesta para la pregunta. ¿Qué les íbamos a decir? ¿Que habíamos pensamos que no había nadie en la roulot y por eso allanamos una propiedad privada para usar sin permiso alguno unas sillas y una mesa que no eran nuestras? Obviamente lo único que hicimos fue pedir disculpas en todos los idiomas que sabíamos, francés, inglés, español, alemán. Recogimos todo lo más rápido que pudimos y limpiamos todo lo que habíamos podido ensuciar para dejar todo en el mismo estado en el que lo encontramos.

Habiendo pasado ya muchos meses de aquel incidente, todavía siento vergüenza por lo que hice/hicimos. No hay explicación alguna para poder justificar nuestros actos aquel día a pocos metros de un joven Ródano, en un inmenso, frío y verde valle suizo rodeados de gigantescas montañas. No ha razón para lo que hicimos, aquel acto impulsivo que nos llevó a usar propiedad ajena como propia. No puedo explicar razonadamente porqué hicimos lo que hicimos. Y no lo puedo explicar porque no hay razones objetivas que avalaran aquello. También es cierto que tiene su punto cómico, es difícil de ver pero está ahí. Y es que pocos minutos antes de que los dueños de la roulot “abandonada” aparecieran con su coche habíamos estado comentando como algo casi improbable la aparición de los mismos. Muchas veces la realidad supera a la ficción, y este es un buen ejemplo de esto. Obviamente no estoy nada orgulloso de aquello pero fue una vivencia más durante aquel viaje, muy probablemente la más desagradable, pero tan real como cualquier otra, y por tanto no la puedo negar. Si pienso en aquello de manera seria veo la barbaridad que hicimos y la imagen de España que dimos, porque al final siempre quedarán en la memoria de los dueños de la roulot que unos “españoles”, o si no fueron capaces de ubicar nuestro país de origen al menos pensaría unos “extranjeros del sur de Europa”, se han aprovechado de nosotros. Sin embargo si lo pienso de manera menos estricta no puedo menos que reírme de aquella anécdota, porque al final no fue más que eso, que siempre podré contar, si no a mis hijos o nietos, a quien quiera escucharla.

Terminamos de cenar sentados en la verde hierba suiza con las montañas de fondo y el murmurar continuo de Ródano. Más avergonzados que otra cosa intentamos no provocar más molestias a nuestros vecinos de camping e intentamos pasar lo más desapercibidos posibles el resto del tiempo que nos quedaba en aquel campin. Después de cenar, y antes de meternos en la tienda de campaña para descansar después de un día largo y lleno de emociones, y para intentar que aquel día acabara lo antes posible para olvidar el asunto del allanamiento de roulot, decidimos darnos una vuelta por los alrededores del camping. Si la impresión que teníamos es que el camping era grande en el momento en que nos pusimos a andar descubrimos que era inmenso. Había parcelas preparadas para acoger caravanas y tiendas de campaña metidas en medio del bosque, muy alejadas de la zona donde estábamos nosotros. Sin embargo estas parcelas estaban vacías.

Poco a poco la noche fue cayendo y la oscuridad iba creciendo a medida que seguíamos alejándonos de nuestra tienda de campaña. Pasamos al lado de un cercado con vacas que mugieron a nuestro paso y se acercaron a la valle pensando que éramos conocidos que las llevábamos algo. La noche estaba fría. Fría y húmeda. La combinación de ambos factores hacía que la sensación térmica calara hasta los huesos. Sin lugar a dudas fue la noche más fría de cuantas pasamos este verano. En un momento dado muy a pesar de Ángel que hubiera seguido caminando por el medio de la naturaleza sin más ruidos que el lejano pasar del Ródano, decidimos volver hacia la tienda de campaña y acabar el día. Quizá tendríamos que haber seguido un rato más explorando la naturaleza sin saber muy bien donde estábamos, pero la verdad es que yo estaba muerto de frío, y la oscuridad me hacía no tener toda la confianza en mí mismo, porque pierdo mucha visión por la noche.

De vuelta en la tienda de campaña, preparamos todo para descansar y dormir. El día había sido muy largo, pero se había pasado muy pronto. La intensidad con la que habíamos vivido todo aquel día desde que salimos de Múnich ya pesaba más de lo que hubiéramos querido. Pero habían sido muchas las vivencias y emociones, y muy intensas. En Suiza, aquel primer día de nuestra estancia en el país del dinero negro, vivimos su parte amable, el ying, en la que la naturaleza en todo su esplendor es la protagonista de la vida diaria de sus habitantes, una naturaleza desbordante por todos los costados que hace sentir al ser humano como una pieza insignificante del funcionar del mundo. Pero también pudimos comprobar que se puede vivir la parte mala, el yang, inducida por nuestra propia sangre latina que nos llevó a cometer un acto del que, supongo, ninguno de mis compañeros en aquel viaje estará orgulloso (bueno ahora que lo pienso Juan Carlos siempre ha dicho que volvería a actuar de la manera que lo hizo, supongo que por eso de ser el inductor del delito, porque no se ha divertido más en su vida) pero que todos recordaremos al final con una sonrisa y riéndonos de nosotros mismos e imaginándonos las caras que tuvimos que poner cuando la realidad nos dio con toda su fuerza en las narices.

Caronte.

Suiza: el ying y el yang (Parte II)

Suiza son los Alpes (y los bancos, y el chocolate, y los corruptos, y los relojes, y Heidi...). Nadie que piense en Suiza puede no hacerlo en los Alpes: esas montañas mágicas y míticas que todos aprendemos dónde están mientras estamos en el colegio, y que algunos con la mente dañada por los porros y otras sustancias terminan olvidando (pobres ignorante ellos, qué pena dan sin saberlo o sin importarles mucho). El paisaje plano y suave con el que habíamos comenzado el día cambió de manera radical. La tierra se elevó prácticamente de forma súbita y pronto nos vimos rodeados de inmensos gigantes de piedra gris, pelados de follaje y cubiertos en su mayor parte por una capa verde de un color intenso. Ese verde sólo se puede contemplar en sitios muy privilegiados como puede ser Asturias (nos deberíamos sentir orgullosos de esto aunque siempre saldrá la vena derrotista española para decir que lo de fuera siempre es mejor que lo de dentro), Irlanda o Ceilán. De repente pasamos a ser de tamaño normal mientras íbamos por las carreteras alemanas, a ser meras hormigas en lo profundo de los valles Suizos.

Suiza también es el lugar idóneo para dejarse llevar por la naturaleza, para dejarse invadir por la sensación de inferioridad que la Madre Tierra, cuando se muestra en todo su esplendor, hace sentir a sus moradores temporales que somos los humanos. Pero por desgracia el ser humano no sabe hacer esto, y cuando ve algo hermoso sólo lo contempla como posibilidad de hacer dinero, o como mero objeto turístico. La carretera que llevábamos serpenteaba por el fondo de los valles y acariciaba las laderas de las montañas para poco a poco ir ascendiendo y cambiar de valle y seguir su camino hacia el mismísimo corazón de los Alpes. No hubiera sido raro que hubiéramos escuchado hablar a la montaña en medio de aquellos parajes. Las montañas nos veían avanzar con el coche desde las alturas, mirándonos con desprecio, orgullosas de saberse inalcanzables en su magnitud y grandiosidad por los humanos a los que si quisieran podrían aplastar.

La belleza de Suiza me desbordó. Y eso que no quería en un principio volver a España por la ruta que llevábamos. No es que considerase que Suiza fuera fea, sino que sería toda igual. Pensaba que sus paisajes iban a ser muy parecidos a los que podría encontrar en los Pirineos o en los Picos de Europa. En el fondo no estaba tan equivocado, no tienen nada que envidiar los parajes del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, o la zona del Mirador de Fuente Dé, a los parajes suizos. Pero Suiza es otra escala mucho mayor, donde el ser humano se siente dominado por la inmensidad de la naturaleza que le rodea, cohibido a la sombra de las montañas en el fondo de los valles, escuchando el murmurar constante de los pequeños ríos que poco a poco irán creciendo hasta convertirse en adultos, con la respiración cortada intentando asimilar lo que sus ojos ven y el corazón encogido de saberse testigo de una belleza natural soberbia. En aquel viaje creo que no hubiera cambiado pasar por Suiza por nada del mundo, quizá ni siquiera por Londres, mi ciudad amada.

Llegó un momento en que tuvimos que para a comer. Llevábamos ya muchas horas de viaje y nuestras tripas,  sobre todo la de Ángel, estaban empezando a rugir casi más que el motor del coche de Juan Carlos. También es cierto que Ángel tenía hambre a todas horas. Desde que nos encontramos con él en Múnich vimos como se metía de cada plato de comida que ni un náufrago que llevase meses sin probar bocado sólido se comería. Aquella jornada la verdad es que todos llevábamos hambre. Paramos a comer en medio de la carretera. Nos salimos en una zona de campo algo despejada en una curva de la serpenteante y ascendente carretera, y allí nos pusimos a preparar el almuerzo. Allí en medio de Suiza, con las vistas de un inmenso valle delante de nuestras narices, al pie de las inmensas montañas teñidas de verde, nos dispusimos a hacernos nuestros bocadillos de salchichón y chorizo españoles, y a beber gazpacho andaluz. Fue algo realmente surrealista, o al menos eso me pareció a mí. No creo que un brick de gazpacho haya llegado nunca tan lejos. Pero allí estaban, tanto el gazpacho como el embutido español, diez días después de haber salido de España rumbo a la aventura. Hay pruebas gráficas de la visita del gazpacho a Suiza, Álex y Juan Carlos se empeñaron en sacar varias fotos panorámicas del gazpacho con las montañas y el valle de fondo (a falta de admirar coches potentes, buenas son fotos frikis de un brick de gazpacho).


Tras comer reemprendimos nuestro camino. La carretera seguía subiendo. El ascenso se hacía poco a poco. A penas nos dábamos cuenta de lo alto que estábamos. Atravesábamos pequeños pueblecitos suizos con sus típicas casas de madera con flores en los balcones; sus iglesias con tejados muy puntiagudos para librarse de la blanca y fría nieve del invierno. En medio de las laderas de las montañas, a veces rodeadas de bosques de pinos, se diseminaban casas solitarias. Viendo aquellas casas me preguntaba quién viviría allí, y si lo haría durante todo el año con el silencio que eso podría implicar. Hubo un momento en que un autobús de ruta se nos puso delante y nuestro ritmo, y el de todos los coches que llevábamos detrás se vio ralentizado. Pero casi que mejor que pasara eso porque la carretera se puso complicada, como queriendo que sólo los más valientes y atrevidos siguieran camino, como intentando proteger el paisaje que nos rodeaba impidiendo que nuestras miradas lo desgastaran.

Las curvas cada vez se hacían más cerradas para ganar elevación con mayor rapidez. La calzada también se estrechaba por momentos. No había protección en el lado de la calzada que daba al valle, a pesar de que si por desgracia una rueda de algún coche se saliese aunque fuera un poquito de la carretera, los ocupantes del mismo ya podían rezar lo que supieran, eso o disfrutar de las vistas mientras el coche se deslizara hacia lo más profundo del valle. Al final llegamos a la cima. Al paso entre dos valles. En ese momento la carretera volvía a empezar a bajar. Decidimos parar en una amplia zona donde había otros coches parados. Y no me extraña que hubiera coches parados. Lo que desde allí se veía no se puede describir haciendo sin acabar siendo injusto, ya que el lenguaje por mucho que se domine (y aquí yo no soy ni de lejos un experto, más bien todo lo contrario, alguien que lo intenta y casi nunca lo consigue) nunca puede describir la realidad como los ojos la ven y el corazón la siente.

Ante nosotros se abría un valle grandioso, en todo su esplendor. Desde lo más alto de la montaña pudimos contemplar durante unos minutos los Alpes y la belleza que desprenden. Allí arriba sin más ruidos que el de algunos coches que pasaban llevando el mismo camino que nosotros, o el inverso, estuvimos un ratito pequeño. Hacía frío, aunque parezca mentira, y me tuve que poner el forro polar de Álex porque no tenía pensado que con el calor que estábamos pasando durante todo el viaje pudiera pasar el fresco que allí arriba estaba teniendo. A pesar de que estábamos muy altos, probablemente lo más alto que he estado yo en mi vida en ninguna parte del mundo, todavía había montañas mucho más altas que nosotros, pero éstas ya no nos miraban con tanto desprecio y superioridad, habíamos llegado hasta allí y, sin haber alcanzado toda su altura, podíamos tratar más de tú a tú a aquellos colosos de roca. Allí arriban Ángel se volvía a sentir en casa, no porque lo que estábamos contemplando se pareciera a su hogar en España, sino porque Ángel es de naturaleza aventurera y de espíritu montañero.  Después de tirar unas cuantas fotos para poder tener un documento gráfico del paisaje que nuestros ojos ya se estaban encargando de grabar en nuestra mente, nos volvimos a subir al coche para seguir camino. No hay que olvidar que teníamos que llegar a algún camping en medio de Suiza antes de que cerraran y nos viéramos abocados a dormir “a la intemperie”.


Sin embargo antes de llegar a nuestro posible destino, teníamos que pasar por un sitio que había visto en Madrid, en la época de planificación del viaje, cuando todas las rutas que habíamos seguido hasta la fecha no eran más que proyectos, en muchos casos soñados. La verdad es que no entiendo como Álex y Juan Carlos estuvieron “discutiendo” qué ruta llevar por el interior de Suiza para llegar a la zona del glaciar Altechs, que era nuestro principal objetivo al pasar por el paraíso de los corruptos. Y no lo entiendo por el hecho de que estuvieron barajando evitar la carretera que habíamos llevado hasta el momento y que nos había permitido descubrir la gran belleza natural de aquel país, y coger otra carretera que, más rápida que la que al final llevamos por ser menos sinuosa y más directa, nos hubiera evitado contemplar los paisajes que ya llevábamos vistos. Y todo esto lo digo yo que pensaba que Suiza era toda igual en su extensión, montaña y más montaña monótona. Obviamente este punto me será discutido por mis dos compañeros vivamente, pero como el que escribe soy yo al final el que fija la verdad también, a todo esto Ángel no decía ni pío tan absorto como iba, casi diría yo en trance, contemplando la naturaleza que nos rodeaba, y quizá pensando en perderse por esas montañas alguna vez en su vida.

Antes de descender al mundo normal del fondo de los valles suizos nos quedaba por contemplar una de las bellezas naturales más impresionante que mis ojos han contemplado nunca: el Nacimiento del Río Ródano. Es posible que haya gente que diga que nacimientos de río hay a mansalva por España, Europa y el mundo. Y no les voy a quitar la razón. Incluso es probable que haya nacimientos fluviales más hermosos o espectaculares, pero por desgracia yo no los conozco (todavía). Pero si digo que el nacimiento del Ródano es espectacular es porque creo que objetivamente lo es. Es probable que los nacimientos del Ebro en Fontibre, brotando de un manantial, o el del Tajo tengan una carga histórica importante, sobre todo en España, pero estoy seguro que ninguno de ellos, ni ningún río en España nace de un glaciar. Y tengo dudas de que haya muchos ríos en el mundo que manen de una mole gigantesca de hielo a casi 2.500 metros de altura.

La verdad es que, aunque sabía donde era el lugar donde teníamos que pararnos para ver el nacimiento del Ródano, no tenía claro de verdad donde estaba. Por suerte la gran acumulación de coches de turistas como nosotros marca el lugar como la Estrella de Belén el pesebre donde nació Jesús. Nosotros como los tres reyes magos, aunque en nuestro caso fuéramos cuatro, habíamos seguido mi instinto y terminamos aparcados en el párking del edificio de recepción de turistas. Estábamos en el último tercio de julio pero a esas alturas hacía fresquito, la manga larga no hubiera sobrado. Pero el frío mereció la pena. Atravesamos la tienda de souvenirs donde se tienen que comprar las entradas para poder llegar hasta la mismísima lengua del glaciar, y estratégicamente muy bien situada para que los curiosos que se quiera asomar a ver un poco del nacimiento del Ródano caigan en la fiebre consumista y compren algún recuero hortera de Suiza y sus símbolos típicos, y salimos a un pequeño mirador donde se podían ver los primeros momentos de vida del Ródano. Sí es cierto que decidimos, por falta del dichoso tiempo, no comprar las entradas que nos hubieran dado el privilegio de poder contemplar de cerca aquel espectáculo natural. Y también es cierto que yo no sabía que había que pagar por acercarse hasta la misma lengua del glaciar (algo que tendría que haberme imaginado estando en Suiza que cobran por todo, incluso casi por respirar).

A pesar de no poder llegar más cerca del nacimiento pudimos ver igualmente un bellísimo espectáculo. Para mí era el primer nacimiento que contemplaba en mi vida, y quizá por ello mi corazón se encogió y emocionó haciendo que se me pusieran los pelos de punta (o eso pensé yo, que era la belleza de la naturaleza la que me provocaba esa sensación, aunque bien podría haber sido el fresco que hacía allí arriba). Ver cómo el Ródano empezaba su vida de manera tan impetuosa es algo que quizá no vuelva a presenciar nunca, pero no creo que se me vaya a olvidar. El Ródano no nace al uso, sino que con una violencia inusitada se precipita al vacío en forma de cascada provocando un sonido atronador como de miles de timbales sonando al mismo tiempo, que hipnotiza y conmueve al mismo tiempo, y hace que el observador de dicho milagro de la naturaleza se quede como paralizado por el ruido, la belleza, el entorno y la fuerza imparable de la Tierra. No creo que sea posible una combinación de mayor belleza que la que reúne el nacimiento del Ródano, a pesar de que no pudimos llegar al pie del glaciar. A un lado la cascada y un pequeño lago donde reposa el río para seguir inmediatamente su camino con el glaciar de fondo del que apenas se podía vislumbrar su magnitud; al otro todo el valle por donde el Ródano da sus primeros pasos, o más bien gatea ya que todavía es un bebé aunque haya dejado atrás a su madre y se encamine de manera vertiginosa a su destino.


Pasamos unos minutos contemplando ese espectáculo, embelesados como estábamos. Pero teníamos que seguir nuestro camino, el día se estaba echando encima de nosotros y nos quedaban unos cuantos kilómetros todavía para llegar a la zona en la que teníamos pensado buscar lugar para plantar la tienda de campaña. Ya la carretera no hizo otra cosa que descender, y como suele pasar, el descenso se hizo más corto que la subida, a pesar de lo cual pudimos seguir disfrutando del paisaje, e incluso de la carretera que serpenteaba de manera más violenta que antes y describía curvas casi imposibles. Una vez en el fondo del valle, ahora sí que recuerdo que llevaba el coche Álex y Juan Carlos hacía de copiloto, volvimos al paisaje que habíamos llevado durante todo el valle anterior (aquí en parte se confirma mi suposición previa de que Suiza es toda igual y visto un valle, vistos todos, aunque obviamente con matices). Pasamos varios pueblos, en uno de los cuales bajé la ventanilla y grité si habían visto a Bárcenas recientemente o si le conocían (no pude evitar hacer la broma, y hacernos notar como buenos españoles que éramos).

Caronte.

Suiza: el ying y el yang (Parte I)

Mi primera opción no era ir por Suiza. Para qué engañarnos. Hubiese preferido ir por Francia, pasando por Alsacia y el centro del país galo, pero el final por una serie de consideraciones de tiempo y de alojamiento se decidió emprender la vuelta desde Múnich a España por Suiza. Cómo hubiese sido la experiencia por Francia nadie lo puede decir, pero lo que sucedió en Suiza no lo hubiera imaginado por nada del mundo. Las vivencias que tuvimos en apenas 24 horas que pasamos en el país helvético, creo que no las hubiese imaginado a priori. Experiencias buenas, y quizá no tan buenas, pero sin duda inolvidables (aunque estoy seguro que antes se me olvidan las experiencias buenas que la experiencia de dudosa reputación que tuvimos).

El día que se supone íbamos a dormir en suelo suizo empezó más tarde de lo que debería, al menos para mí gusto. Pero no podía pedir madrugar a nadie teniendo en cuenta que la noche anterior estuvimos de barbacoa y fiesta hasta las tantas de la madrugada. Nos despedíamos ya de Alemania, decíamos adiós a Múnich, pero nos traíamos de vuelta a España a Ángel que había pasado todo un curso estudiando en alemán una carrera de por sí ya complicada. Para despedirnos de los amigos y compañeros de Ángel en Múnich organizamos en los jardines de la residencia estudiantil una barbacoa la noche antes de partir. La verdad es que lo pasamos bien en la barbacoa, aunque hoy no es el momento de hablar de ello. Debido a la barbacoa y a la cantidad de cerveza que bebieron mis queridísimos amigos y compañeros de viaje la noche se fue poco a poco alargando, y por tanto la partida de por la mañana también se alargaría irremediablemente.

Antes de dejar atrás la capital bávara, tuvimos que adecentar un poco las habitaciones que habíamos ocupado durante los días que duró nuestra estancia allí. Además había que terminar de hacer las maletas y meterlas en el coche que por llevar a una persona más que a la ida fue una tarea algo más complicada de lo esperado (tarea que hubiera sido más fácil si el coche tan fantástico de Juan Carlos, en vez de ser tan guay y correr tanto como él dice, tuviera mayor capacidad de maletero). Además, antes de irnos tuvimos que solventar un problema técnico con el coche, bueno más que técnico de chapa y pintura, por un incidente que tuvimos la tarde de la víspera con un elemento urbano; de este incidente también habrá tiempo para escribir más adelante, a no ser que me quede manco y mudo y por tanto no pueda contar de ninguna manera dicho incidente de mal recuerdo para mi amigo Juan Carlos. Una vez solventados todos los problemas técnicos del coche y habiendo acrecentado la horrenda estética del mismo (si es que esto es posible), nos pusimos en marcha.

Yo fui el encargado de empezar el viaje de vuelta desde Múnich a Madrid. Supongo que fui el elegido, primero porque yo mismo dije el día anterior que no me importaba ser el primer en conducir el coche, y segundo porque dicho ofrecimiento obedecía a que sabía que el resto de la banda del Honda Cívic no estaría en muy buenas condiciones después de una merecida noche de dispersión mental e ingesta vía oral (¿por dónde si no iba a ser?) de enorme cantidades de cerveza bávara. Yo al no beber, aunque he de reconocer que aquella noche sí bebí un poco aunque no creo que llegara a tomarme una cerveza con alcohol entera, no tenía riesgo de seguir teniendo un alto contenido de alcohol en sangre, aún pasadas varias horas después de que la última gota del preciado líquido dorado se deslizase con gusto y deleite por las gargantas, como muy probablemente les sucediera a mis compañeros de viaje.

Mientras tuve que ir fijándome bien en las carreteras que tenía que ir levando y en los desvíos que debía coger, Juan Carlos, que actuó de copiloto, me iba ayudando a seguir la ruta fijada. Una vez cogimos la autopista que nos llevaría hasta la propia frontera Alemana y por tanto sólo había que seguirla y tener cuidado de que los alemanes, con sus potentes bólidos, pasaran sin problemas por nuestra izquierda a tal velocidad que parecía que llegaban tarde a ver a su suegra, mis amigos se durmieron. En ese momento me sentí el dueño del coche, el amo de la carretera, con kilómetros y kilómetros de asfalto por delante, conduciendo a mis camaradas hasta la siguiente aventura que viviríamos. También podría haberme sentido como el conductor del autobús noctámbulo de los libros de Harry Potter, pero prefiero lo otro.

Los minutos iban pasando y el sol seguía subiendo por el cielo haciendo su paseo diario por el firmamento. Mis compañero seguían en silencio, y la música que llevábamos, ya bastante mejorada por el MP3 de Ángel, estaba a poco volumen, el suficiente para que no molestara los dulces sueños (o quizá húmedos, según cada uno en su subconsciente) de mis amigo y pudieran seguir durmiendo, o al menos descansando después de tantas emociones que ya llevábamos vividas en todos los días que llevábamos fuera de nuestras casas. Días que por desgracia empezaban a llegar a su fin. Ya no nos alejábamos cada día más de Madrid, sino que empezábamos a acercarnos de nuevo. Durante el tiempo que duró aquel trayecto sonámbulo, pude recogerme en mis propios pensamientos y darle vueltas a todo lo que estaba viviendo en aquel viaje. En esos minutos en los que aunque yendo acompañado parecía que iba solo, me di cuenta de que lo que ya llevaba vivido en ese viaje (y lo que todavía me quedaba por vivir, que no fue ni mucho menos que lo que ya había pasado) era lo más grande que me había pasado en mi vida. En esos momentos me sentí feliz, era feliz y ningún problema de los que me llevaban acosando durante los últimos años estaba presente, incluso me parecían nimiedades, muy lejanos también (quizá por eso de que estaba a miles de kilómetros de ellos) y no me preocupaban. Momentos así, en los que estás rodeado de compañeros y amigos, sirven para ver que con las cosas más simples y sencillas uno puede estar a gusto consigo mismo.

Mi tiempo conduciendo terminó en algún punto no sé si de Alemania o de Austria, ya que hubo un momento en que las fronteras no estaban muy claras. Lo que sí recuerdo es que cambiamos de conductor en una gasolinera al principio de un pueblo, que a lo mejor incluso pudo ser suizo. En esta zona de Europa los límites de los países son muy imprecisos y las carreteras los atraviesan sin miedo alguno. Múnich ya estaba bastante atrás junto con todos los momentos allí vividos, y toda la gente que allí conocimos y que dejaron muy buena impronta en nuestra memoria, al menos en la mía. La jornada seguía avanzando a buen ritmo y nuestro siguiente objetivo era llegar a Liechtenstein para repostar más barato que en Suiza, donde si te descuidas te sacan un riñón, medio hígado y el apéndice por echar gasolina.

Liechtenstein es una mierdecita de país, perdónenme los habitantes de tan histórico y diminuto trozo de terreno. No es por ofender pero en un mapa europeo Liechtenstein apenas sale ni se distingue y si no se agudiza la visión ni uno se acerca mucho puede pasar desapercibido. Pues bueno a pesar de ser apenas un trozo pequeño de tierra, más pequeño aún que algunas fincas de la Casa de Alba, conocido en España práctica, única y exclusivamente porque en alguna que otra ocasión la Selección Española de Fútbol se ha enfrentado a la de Liechtenstein, pues nos costó encontrar una dichosa gasolinera.


Al desviarnos para entrar en Vaduz, la capital del pequeño país, por encima de todos los tejados, en plena montaña alpina y rodeado de un espeso bosque, pudimos contemplar aunque fuera desde lejos y desde dentro del coche la Fortaleza de Vaduz, sede de los señores, príncipes, duques o lo que se hicieran llamar los gobernantes de esta minúscula porción del territorio europeo. Tres o cuatro veces nos recorrimos la entrada principal a Vaduz con el coche buscando alguna señal que nos indicara donde había una gasolinera para llenar el depósito ahorrándonos algún que otro céntimo. Pero supongo que no teníamos el día. Aunque más bien me pareció a mí que estaba poco indicado donde había una gasolinera, donde además teníamos que comprar el pan para comer aquel mismo día. Por fin dimos con la maldita y escondida gasolinera.

Una cosa que me resultó bastante chocante de Vaduz fue el silencio reinante. La verdad es que en Centroeuropa los habitantes de dichas tierras no hablan muy alto ni hacen mucho ruido, pero en aquella gasolinera, que por cierto no fue tan barata como nos las deseábamos y que por una barra de pan nos cobraron dos euros o algo así, el silencio me pareció aún mayor. Supongo que al intentar hacer alguna comparación con España todo parece mejor fuera en lo relacionado a ruido y tono de voz. Una vez repostado en Vaduz continuamos camino ya sí por plena Suiza. Me gustaría añadir aquí que tras haber pasado por Liechtenstein y yendo ya camino de Suiza completé la visita, aunque fuera por unos minutos y sin conocer de verdad el país, el último de los paraísos fiscales situados en tierras europeas (a saber Andorra, Luxemburgo, el propio Liechtenstein y la propia Suiza); esos lugares donde el común de los mortales sólo irá a hacer turismo, si es que alguna vez pisa sus dominios, pero que los políticos y corruptos españoles (si es que no es lo mismo), como Bárcenas, los Puyol, Arantxa Sánchez Vicario, Montserrat Caballé o Fernando Alonso pisan con asiduidad para ocultar el dinero ganado (no sé yo si ganar es el verbo adecuado para definir el modo de obtención de dicho dinero) con el sudor de su frente y el esfuerzo de nueve o diez horas diarias de trabajo.

Fue Juan Carlos quien condujo desde ese momento si no recuerdo mal, o quizá Álex. Lo que sí sé es que Ángel no lo hizo, todavía le dejamos descansar durante aquel día y que recuperara todas las fuerzas que en los últimos meses había tenido que invertir en sacarse la carrera en alemán en Múnich. Bastante esfuerzo debe requerir dicha tarea, creo sinceramente que yo no sería capaz, ni en mil vidas que viviera, de hacer lo que Ángel hizo el año pasado y seguirá haciendo este curso en Alemania. Lo dicho seguimos camino por carreteras de la Confederación Helvética. Eso sí nos arriesgamos a no llevar puesta la “viñeta” que nos acreditaba como usuarios de las carreteras, lo que nos podía haber acarreado una multa bastante curiosa y graciosa también si algún guardia suizo de tráfico (no los que visten trajes de vivos colores y se encargan de la seguridad de Su Santidad el Papa en Roma) nos hubiera parado.

Caronte.

domingo, 23 de noviembre de 2014

La destrucción del odio

El odio es uno de los sentimientos más fuertes que puede experimentar el ser humano, ya que parte de la misma raíz que el amor. Pero a diferencia del amor que siempre enriquece y hace que uno se sienta realizado, vivo, contento y feliz; el odio destruye y no deja nada en pie en nuestro interior. El odio es como un virus que una vez se mete en nuestro corazón avanza sin tregua por nuestro ser y se expande a todos los rincones de nuestra alma. Quien odia no sabe el daño que este sentimiento le hace hasta que no es capaz de abstraerse y mirar las cosas desde fuera y ver que no es la misma persona que ante de odiar. Quien ha odiado sabe la ruina interior que conlleva el odio, y los escombros que deja en sus sentimientos futuros imposibles de reconstruir sin miedo a que se vuelvan a caer. El odio no sirve de nada, a menos que uno quiera terminar destruido, arrasado por dentro, sin capacidad sentimental alguna.

El amor y el odio son dos sentimientos gemelos que nacen del corazón de las personas. Por este parentesco tienen la misma fuerza, sin embargo mientras el amor es capaz de construir una vida llena de luz y vitalidad, donde no hay hueco para la desdicha, el odio solo es capaz de destruir, aniquilar todo a su paso y sembrar de sombras todo nuestro ser. Amor y odio. Ambos salen de lo más profundo de nuestro ser, de nuestro corazón y siempre van dirigidos hacia otra persona. Quien ama con toda la intensidad de la que es capaz, también es capaz de odiar. Sin embargo mientras que amando, aparte de llenar nuestro propio corazón, somos capaces de compartir ese sentimiento y llenar el corazón de otra persona, odiando solo destruimos nuestro corazón. A pesar de que el odio también va dirigido contra alguien, es un sentimiento egoísta que no se comparte y que es unidireccional, solo se transmite en un sentido (salvo en el odio mutuo, pero este odio no es el mismo ni de la misma intensidad), y por tanto sólo destruye a la persona que lo siente y no a la que lo recibe, aunque a ésta también le pueda afectar en algún momento.

El odio no es del todo irracional, no se siente porque sí. Esta es una diferencia fundamental con el amor. El odio se genera después de conocer a una persona y en muchas ocasiones después de haberla querido lo suficiente como para que tras una decepción, una traición o una frustración este afecto, este amor se convierta de la noche a la mañana en odio visceral. Esta mutación puede ocurrir en un espacio de tiempo muy corto si la relación sentimental ha sido muy intensa al menos por una de las partes, sin embargo los peores odios son aquellos que van arraigando en el interior de nosotros con el paso del tiempo, debido a una relación afectiva hacia otra persona más larga y duradera que por circunstancias de la vida acaba de manera brusca y aparentemente sin una razón de peso.

Las personas estamos destinadas a querer a nuestros semejantes, a amar a las personas. Este afecto, este amor tienen varios grados de intensidad. Obviamente no se quiere igual a tu pareja, a la que se llega a amar con todas las fuerzas de las que cada uno es capaz y con una entrega total y absoluta del alma a la persona amada, que a un amigo al que se quiere, respeta y aprecia en muy diversos grados hasta que esa persona pueda constituir un apoyo muy importante a lo largo de nuestras vidas. Tampoco es igual el amor que se siente por nuestros padres, o abuelos, o tíos y primas, y mucho menos por nuestros hijos, sobre todo cuando éstos son todavía vulnerables y pequeños y necesitan la protección y el calor del amor paterno y materno. Sin embargo por muy diferentes matices que se quiera poner a estos sentimientos todos emanan del mismo: el amor. Si no pudiéramos amar no seríamos capaces de tener amigos, ni de formar una familia, ni mucho menos de mantener una relación con nuestra pareja; aunque también es cierto que hay quien confunde esto sentimientos y se cree en posesión de amigos, familia y pareja cuando en realidad no tiene nada. Estas personas son quizá las más desgraciadas del mundo, porque piensan que los sentimientos hacia su familia, amigos y pareja son diferentes, sin entender que no es así, que es un único sentimiento, el amor, pero expresado con diversa intensidad.

El amor es único. Se puede querer a un amigo igual que se quiere a los padres o abuelos, e igual que se quiere a nuestra pareja. Sólo varía el grado de intensidad de ese sentimiento y los pequeños matices que regulan la relación que tenemos con cada uno de los pilares sentimentales principales que deben componer la vida de cada persona: familia, amigos y pareja. Y es precisamente contra estos pilares contra los que el odio más duramente ataca, sin miramientos ni misericordia. El amor que puede tornar en odio en un periodo de tiempo muy pequeño y lo que antes era un pilar bien cimentado por el afecto y el cariño, puede pasar a convertirse en polvo. Como las termitas en la madera, el odio termina por carcomer todos los rincones de nuestros sentimientos, de nuestro corazón, de nuestra alma, hasta no dejar más que una carcasa – el cuerpo – vacía de su sustancia principal, los sentimientos buenos.

Una persona llena de odio está vacía. Una persona que se ha dejado vencer por este sentimiento tan destructivo y dañino ha perdido la capacidad para ser persona, ya que sin sentir amor no se puede vivir. Bueno sí se puede vivir pero la existencia de las personas llenas de odio no es tal cosa. Es una existencia rastrera en la que la persona no podrá experimentar ningún sentimiento bueno y no podrá sentirse realizada del todo. Vivir con odio es doloroso, lo sé bien, porque en el último año he sabido lo que este sentimiento significa. Sé qué es haber odiado a una persona, sé qué es que mis entrañas guíen mis actos, sé qué es comportarse miserablemente guiado por unos sentimientos hacia una persona que ni siquiera el más miserable de los seres humanos merece.

Durante una época pasé de querer mucho a una persona a odiarla. No fue un proceso rápido de la noche a la mañana, muchas fueron las etapas que ese odio fue ganando y terminando hasta afianzarse en mi interior. Pero ¿de qué me sirvió? Es cierto que en los primeros momentos, cuando el odio ya es veía ganador dentro de mi alma, hacía que me sintiera bien sintiendo esto hacia aquella persona. Cada vez que podía soltar alguna pulla dirigida a la persona a la que odiaba, encaminada a hacer daño lo hacía, y me sentía bien. Creía que ese odio era más que justificado por todo lo que yo sentía que aquella persona me había hecho desde que la conocí. Con el tiempo ese odio me sirvió para poder poner mucha distancia con esa persona, para intentar borrarla de mi vida, pero mientras dura el odio, como sentimiento que es, no se puede olvidar nada ni a nadie.

Poco a poco el odio fue destruyendo la persona que yo creía ser. A veces no me reconocía en mí mismo por las cosas que hacía o decía. Me veía en el espejo e intentaba meterme en mi corazón para saber si todavía quedaba parte de lo que sabía que en el fondo yo era. El odio fue aumentando su fuerza y su presencia en mi alma y en mi corazón, hasta tal punto de que ya no disfrutaba ni siquiera de mis amigos de verdad. Quizá fue por ellos, o más bien gracias a ellos que me di cuenta de que me estaba convirtiendo en una persona desagradable, sin buenos sentimientos y sin la capacidad de querer y amar a las personas que de verdad se preocupaban de mí. En el momento en que vi que con las personas con las que antes me lo pasaba bien, ya no era capaz de disfrutar, fue cuando me dije que tenía que plantar cara al odio.

Ningún sentimiento es invencible, y desde el momento en que los sentimientos emanan de nuestro corazón, de nuestra alma podemos controlarlos, vencerlos y superarlos. Son nuestros sentimientos, y nosotros mismo somos los únicos que podemos vencerlos. No es fácil la tarea de controlar los sentimientos, y mucho menos aquellos que son tan fuertes y casi irracionales como el odio y el amor, pero se puede hacer. No siempre es bueno controlar nuestros sentimientos, en el caso del amor es mejor darle rienda suelta ya que a pesar de que en alguna ocasión (probablemente muchas más de las que deseamos) nos podrá conducir por un camino lleno de dolor y decepciones, la mayoría de las veces nos llevará a horizontes donde seremos felices y dichosos, donde conoceremos al amor de nuestra vida y donde podremos querer sin complejos a quienes nos rodean, sin pensar en qué pensará el mundo.

Al ver en qué nivel me encontraba, viendo en qué me había convertido, decidí plantarle cara a mi odio. No fue algo fácil, ni mucho menos rápido. Tuve que enfrentarme a mis recuerdos, ponerlos en orden y separar aquellos que merecía la pena guardar y mantener más o menos vivos, de los que era mejor relegar al pasado y dejar que el tiempo los fuera poco a poco cubriendo de polvo, musgo, óxido o de lo que sea que el tiempo usa para envolver el pasado para que no se pueda distinguir. Enfrentarme a esos recuerdos fue lo más duro, sobre todo a aquellos que más avivaban las llamas de odio, aquellos que me hacían ver las razones por las que se generó ese odio que estaba intentando vencer. Cada vez que intentaba confrontar recuerdos buenos con aquellos que más me desgarraban por dentro más duramente me atacaba el odio, y más visceral se volvía. Sin embargo me di cuenta que por mucho que el odio siguiera avanzando y poniéndose insoportable se podía vencer. Esto me dio ánimos para seguir enfrentándome a él, a mis miedos. Sabía que tenía que vencer porque no quería darme asco, porque al final el odio termina por distorsionar la propia imagen que tenemos de nosotros mismo y también hace que nos comportemos de manera poco racional. En esto último el odio se vuelve a comportar como el amor, cuando más virulento se pone menos racional es nuestro comportamiento.

Quien pueda enfrentarse al odio primero deberá preguntarse si quiere hacerlo. No es un proceso sencillo y cuesta mucho esfuerzo, físico y mental. El odio agota a las personas aunque parezca que muchas ocasiones da fuerzas porque nos hace sentirnos bien, como redimidos contra las afrentas sufridas, realizadas por la persona contra la que va dirigida nuestro odio. En el peor momento, cuando me di cuenta que ya no podía aguantar mucho más tiempo sintiendo ese odio que me revolvía las entrañas y que cada vez que se manifestaba me destruía un poco más como persona, me sentía completamente agotado, y muchas veces desmoralizado por ver qué me estaba pasando. Darse cuenta de esto no siempre es sencillo y en muchas ocasiones hay odios que nunca se enfrentan y nunca se superan. Hay odios que se fijan en nuestra alma y la ennegrecen, como una chimenea queda marcada por el hollín del fuego, de manera permanente haciendo que quedemos completamente destruidos como personas. Si no se quita esa oscura mancha de nuestra alma y nuestro corazón llega un momento en que por mucho que se intente quitar no saldrá, habrá dejado su impronta perenne y estaremos perdidos.

Por suerte, y supongo que también por asco hacia mí mismo por ver cómo me comportaba y la imagen que estaba dando a las personas a las que sí quería de verdad y que estaban a mi lado a pesar de verme casi consumido por el odio, pude plantar cara a tiempo. Como ya he dicho la mejor manera de que el odio empiece a perder terreno en nuestro interior es poner cada sentimiento en su sitio. El pasado al pasado, y el presente a ser vivido. Las palabras dichas no se pueden enmudecer, aunque sí se pueden enmendar; las acciones realizadas no pueden ser omitidas. Pero tanto palabras dichas o escuchadas como acciones realizadas o recibidas pertenecen al pasado y por tanto desde el presente, todavía, no podemos hacer nada para suprimirlas. Vivir pendiente todo el tiempo de sentir odio, pensando que es justo ese sentimiento, y de hacer y decir cosas para acrecentarlo intentando devolver todo lo que sentía que aquella persona me había hecho, me hacía sentir tan asqueroso a veces que sabía que no podía mantener esa actitud eternamente, o al menos mientras viera y tuviera que convivir que dicha persona.

Al odio se le combate con determinación, y básicamente no por la persona contra la que se siente sino por uno mismo. El odio a quién más daño hace es a quien lo siente, y no la persona contra la que va dirigido. Cuando se odia mutuamente esto cambia, y al igual que en matemáticas dos signos negativos se convierten en uno positivo, cuando dos odios viscerales se sienten a la vez se contrarrestan y parecen menos aunque terminan siendo igual de destructivos. Sin embargo el odio unidireccional tiene carácter aniquilador de la personalidad y deja yermo el corazón que lo padece si no se hace nada por controlarlo. A pesar de todo el odio no se puede terminar de eliminar, pero sí se puede adormecer y prácticamente relegar a un segundo plano. Las cosas que hacen daño, lo que nos ha herido en lo más profundo no se puede olvidar. Yo no estoy hablando en ningún momento de olvidar, sino de colocar cada sentimiento en el lugar que le corresponde y no permitir que el odio arrase el campo de mi corazón y mi alma para que en el futuro pueda seguir queriendo y amando a las personas que me rodean y que me puedan rodear en el futuro.

Si hubiera dejado durante más tiempo al odio campar a sus anchas en mi corazón no sé como hubiera acabado. Lo que sí sé es que tenía que quitarme de encima este sentimiento desolador, tenía que dejar de darme asco a mí mismo por las cosas que pensaba y deseaba sólo llevado por el odio. Quizá haya habido motivos para sentir ese odio contra la persona hacia la que lo sentía, pero cuando este sentimiento se ve fuerte y no encuentra resistencia para asentarse en uno, empieza a acrecentar los recuerdos, a hacerlos mucho más graves de lo que fueron, desfigura la realidad para acomodarla a su propio interés para así poder seguir creciendo y destruyendo por dentro el resto de sentimientos. Nadie, por muy miserable que se sea, merece ser odiado por otra persona. El odio es una enfermedad que a lo largo de la historia lo único que ha conseguido es aniquilar sociedades, destruir familiar, y separar a dos personas que en algún momento se querían y apreciaban. Por muy justificado que pueda parecer este sentimiento pocas cosas, si no nada, lo justifican (sólo el odio recíproco puede parecer más justificado). El amor implica también odio, y por tanto el odio en cierto sentido también implica amor; pero así como el amor es el mejor fertilizante de nuestro corazón y permite que crezca la felicidad y hacernos mejores personas, el odio es el más tóxico de los pesticidas que no deja nada de vida a su paso, matando cualquier posibilidad futura de amar, haciéndonos insensibles, convirtiéndonos en seres asquerosos, destruyéndonos.

Caronte.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Diseccionando de nuevo al bohemio burgués

Hoy 12 de noviembre resulta que cumple años una persona de la que ya hablé en su día, y le dedique toda una entrada del blog a petición propia. Hoy no escribo por encargo esta nueva entrada sino porque se me quedaron en el tintero (si es que esta expresión se puede emplear cuando uno escribe a ordenador). Y es que las cosas buenas se describen rápido y como por norma general una persona no tiene demasiadas cualidades buenas ocupan poco; pero cuando se trata de hablar de las cosas malas siempre hay de dónde tirar. En el caso que hoy me ocupa por ser este “amigo” tan virtuoso todavía tengo cosas malas que contar sobre él para dar y tomar.

En su día llamé a este amigo mío el bohemio burgués del cúter, por considerarse él a sí mismo un bo-bo (bourgeois-bohème) y por llevar en su estuche de la universidad un cúter de esos que suelen llevar los fontaneros o los carpinteros en sus mariconeras y que el año pasado empleaba para amenazarme (y no sólo a mí sino a cualquiera que se le pusiera por delante y fuera más pequeño y débil que él, porque son los más fuertes, con el poder, nunca se ha atrevido a meterse). Quizá hoy añadiría al apelativo cariñoso que le dediqué un adjetivo muy de moda últimamente y que le viene al pelo, como es eso de “casta”, y si me apuro “casta rancia”, de la vieja escuela.

No pienso ser en esta ocasión tan condescendiente como en el otro artículo en el que quizá cegado por mi inmadurez literaria pretendí quedar bien atribuyéndole virtudes de las que carece por completo. A la altura del betún quedará Pedro J. Ramírez y sus feroces críticas al PSOE en la época de FILESA por medio de El Mundo. Obviamente por mucho que quiera exagerar y hacer rimbombante esto, todos los que conocemos a la persona de la que estoy volviendo a hablar – por segunda vez, cosa que no he hecho de nadie directamente antes, espero que me lo sepa valorar debidamente en el momento en que redacte su testamento vital y me deje todas propiedades terrenales para bien administrarlas en mi propio beneficio – y más aún los que le tenemos por amigo, sabemos que por mucho defectos que tenga, y los tiene a cascoporro (porque el libro Guinness no ha querido poner un récord que nadie pueda superar, pero sin duda alguna, en cuanto a defectos, sobre todo físicos, se lleva la palma), por encima de todo es un grandísimo amigo. Y digo amigo basándome en la buena definición del término, la de toda la vida, esa que dice que un amigo está siempre ahí a las duras y a las maduras.

Pero vamos a dejar la parte sentimental para luego. Primero a lo importante, a lo que vende, a lo que interesa aunque no sea del todo cierto: a la chicha, a la carnaza como algunos amigos me dirían. Cuando escribí de mi amigo la otra vez, no tenía todavía conocimiento de que pagara impuestos. No están flipando como consecuencia de la ingesta de productos alucinógenos o tras haber estado una hora viendo Sálvame o simplemente Telecinco, o estudiando cualquiera de las estúpidas asignaturas que se dan en nuestra Escuela y que dejan el cerebro más frito que toda la droga que se ha metido "pa'l cuerpo" Maradona. Lo que leen y yo escribo es tan cierto como que me llamo ------. La cuestión que yo me planteo es la siguiente: ¿De dónde sacará el dinero este señor (y le llamo señor por las pintas que me lleva siempre a clase) para tener el suficiente como para que el Fisco, es decir Hacienda, es decir todos nosotros, le reclamen pagar impuestos? Un misterio más sin resolver que se añade a la larga nómina de los mismos, como el de la mata de pelo que le ha salido a José Bono en los últimos años, el de la eterna juventud de Berlusconi, o el del bigote fantasma de Aznar.

Todo esto para que luego siga llamándome potentado o más recientemente casta. Esto quiere decir que en su casa todavía no han comprado espejos donde se pueda mirar y ver cómo es él (¡uy! Esto me ha quedado muy José Luis Perales) para luego ir llamando al resto lo que fuera necesario que nos llamara, que yo supongo que también tendremos los nuestro, no vamos a ser perfectos, bueno, mejor dicho, no van a ser perfectos (yo obviamente sí lo soy, pero es la excepción que confirma la regla). Cómo es posible que me pueda llamar potentado una persona semejante. Es de tal hipocresía, que si no fuera porque esta persona es la más íntegra de todas las que me he echado nunca a la cara y de las más honestas a la hora de decir a un amigo las cosas como son y suenan en vez de cómo nos gustaría que fueran o sonaran, pensaría que hablaría en serio. Puede que algo de razón tenga a la hora de llamarme potentado, es cierto que tengo aficiones que a lo largo del año salen caras (filatelia, numismática, libros), pero otras son imaginaciones suyas (como la de que tengo un montón de relojes “buenos”, cosa que él también pero en su caso no porque se los compre, sino porque tiene un amigo relojero que se los regala, ¡tela!). Pero con esto no pretendo sentar cátedra, ni mucho menos. Porque yo seré, a mí manera potentado, pero no tengo ni un i-phone, ni me compraría un ordenador Mac si se me rompe el que tengo.

Pero si no fuera por estas incongruencias, de qué nos íbamos a reír o pelear en ese cementerio viviente lleno de almas en pena que vagan por los pasillos y los múltiples ascensores que es nuestra querida Escuela. Pues hombre, reírnos nos podríamos reír de muchas cocas. Sobre todo nos podríamos reír de lo grande que le queda la ropa desde que en el último año y pico, casi al mismo tiempo y ritmo que yo, ha perdido todo su volumen corporal. Ha sido un visto y no visto, tanto mi amigo como yo cuando entramos en la Escuela teníamos nuestros buenos kilos de más (probablemente yo más que él), vamos que teníamos de donde agarrar (si es que hubiéramos tenido a alguna que hubiera querido agarrarnos de algún sitio). Pero en el último año y pico, como digo, ambos nos hemos quedado en los huesos, bueno yo tengo más músculo – él es más pellejo – básicamente porque intento cuidarme y sigo los pasos de Aznar a ver si algún día le cojo en el ritmo de hacer abdominales (meto esta flagrante falacia para que se pueda meter conmigo un poco). Ha sido tanto el cambio que tengo en mi habitación una foto en la que salimos ambos en una comida en una obra en Burgos de hace más o menos tres años en la que se nos ve a ambos bien hermosos. Sin embargo hoy si las condiciones de luz son las idóneas si alguien se descuida si nos ponemos de perfil nadie nos ve.

Uno podría pensar que su pérdida de volumen corporal es debido a que viene desde su casa a la universidad andando. Pero esto no es así ni de lejos. A pesar de que vive a escaso kilómetro y medio de la Escuela, que andando no serían ni siquiera veinte minutos (y menos en él que según presume cada vez que va a su pueblo de Soria – ¿Dónde estará Soria, ni sabía que era una provincia? – se sube al monte a darse una vuelta), pues viene todos los días en coche, contaminando, gastando (¿dónde queda ahora lo de potentado?) y haciendo que sus arterias se vayas haciendo cada vez más y más estrechas hasta que un día le pasará algo. Pero es que, parafraseando a la ilustre escritora Belén Esteban, mi amigo gritaría: ¡no sin mi coche! Pero cómo no va a ir en coche a todos los sitios si es un amante de las cuatro ruedas. Ya comenté en el otro artículo que tenía una colección de coches de miniatura de envidiar, muy completa, y cada mes que pasa estoy seguro que amplía su colección (vuelvo a preguntar: ¿luego el potentado soy yo no?).

Pero si no viniera en coche a la universidad no hubiera tenido varias anécdotas muy graciosas, como una vez allá por primer curso cuando todavía tenía su coche viejo (no es que el de ahora sea moderno, que no) que decidimos después de un examen ir a tomar algo a Príncipe Pío todos los compañeros de por entonces. Resulta que su coche sólo tenía operativas dos de sus cuatro puertas y resulta que éramos bastantes personas las que íbamos a tomar algo y sólo había dos coches, por lo que nos teníamos que repartir; dio la casualidad que en el de mi amigo fuimos él y yo, y además otro compañero y su novia, ajena esta última a nuestra Escuela, que no nos conocía de antes. La imagen que debió de tener al tener que entrar en el coche por las puertas delanteras y cruzar por encima de la palanca de cambios tuvo que ser imponente, difícil de olvidar. También guardo otra anécdota, ésta un poco más peligrosa también con su viejo coche que tanta tralla tuvo. Un día al salir de clase estaba lloviendo mucho y mi amigo se ofreció a acercarme al metro. Para llegar hasta la boca de metro hay que subir una cuesta lo suficientemente empinada como para que un coche de la edad que tenía por entonces el suyo tuviera sus dificultades, y más teniendo en cuenta que el sistema de refrigeración no funcionaba. Subiendo la cuesta el capó del coche empezó a echar humo, tuvimos que abrir las ventanas porque también estaba empezando a oler mucho a quemado en el interior. Vamos lo que se dice: ¡este coche es una ruina! Pero aún a pesar de todo esto, no creo que al volante le gane nadie, al menos de día, porque de noche según me ha confesado se guía por la luces de los coches que lleve delante.

Porque esa es otra, ve menos que tres en un burro, o que Pepe Leches. Y eso que según él, ha ido al oculista a principio de curso. Si esto es verdad se podría perfectamente querellar contra dicho especialista porque ha errado en su diagnóstico. Menos mal que este año no hay que copiar muchos apuntes en clase, bueno, la gente normal no copia muchos apuntes este año en clase, él sí coge apunte, o más bien los cincela sobre las hojas en blanco con membrete de una universidad y facultad ajenas al mundo científico-ingenieril. Digo cincela porque es lo que hace, sus apunte parecen cogidos para ciegos, no es braille pero se acerca mucho. Como decía menos mal que no coge muchos apuntes en clase porque como no ve estaría todo el día cogiendo los míos, sin pedir permiso, para en vez de copiar de la pizarra hacerlo de mi hoja. Ha sido siempre así, yo he sido el copista oficial del faraón y luego he sido explotado por el poder de la casta, a la que este amigo mío pertenece. También es cierto que a pesar de este abuso de poder, cada vez que alguien tiene una duda sobre algún ejercicio y le preguntan siempre contesta lo mejor que puede, e intenta explicarnos lo que no entendamos. En este punto es muy generoso y muy difícilmente dejará a nadie sin una respuesta a una duda, y si en el momento no la sabe contestar, busca una solución y al rato te la da. Poco hay así por desgracia.

Ahora me toca ponerme serio porque mi amigo tiene un problema. Es adicto. Tiene una muy dura y severa adicción a la cafeína en todas sus formas. Café o Coca-Cola, le da igual. No quiere tratársela esta adicción por mucho que le insistamos, y ha habido momentos en que ha sido preocupante. Como cuando nos dijo que le dolía un ojo (de la cara, no vaya a pensar nadie que sale con Hermann Terstch por Chueca) mucho y muy a menudo. No se deja aconsejar por quienes le queremos bien. Su adicción viene de lejos pero se ha ido incrementando con el tiempo. Hay días que para cuando llega el descanso largo de la mañana en la Escuela, sobre las once y media, ya lleva tres cafés. Muchas veces pienso que sólo él podría mantener la producción de café de Colombia. Quizá sea máximo accionista de alguna empresa cafetera y de ahí vengan los ingresos que le hacen pagar impuestos (habría que investigar por ahí). Lo bueno de esta adicción, si es que tiene algo bueno, es que en la cafetería ya nos conocen y nada más vernos llegar ya saben lo que vamos a pedir, con lo que nos ahorramos tiempo.

Y supongo que malo ya me queda poco que contar, al menos de momento (tampoco quiero mostrar todas mis cartas de una sentada por si en el futuro tengo que usarlas en su contra). Bueno no me queda una cosa, y es que en lo relativo al sexo opuesto, no se le conoce hembra, ni se le ha conocido en todos estos años de universidad. He de ser cuidadoso en este asunto porque todo lo que diga en relación a esto podrá ser usado en mi contra, ya que en el fondo (y en superficie también) yo estoy al mismo nivel. O no. Quién sabe. Quizá tiene un harén secreto en algún pueblo marroquí, al menos por aspecto físico podría pasar por musulmán. O quizá sus gustos sexuales no puedan ser contados, y acuda a secretas bacanales nazis organizadas por el Club Bilderberg donde se codee con reyes europeos jubilados, o expresidentes americanos que tengan especial debilidad por las becarias, o incluso con dictadores africanos o árabes. Es un misterio; aunque él siempre dirá que la única mujer de su vida es su madre (¡qué bonita quedaría esta frase si la sacamos del resto del artículo la verdad!).

No ya en serio, no hay nada malo más que contar. Incluso tengo dudas de si en realidad todo lo aquí contado es malo, o incluso si es verdad y no más que imaginaciones mías, o invenciones creadas para desacreditar su carrera política y quitarme a un rival de en medio en nuestra lucha por llegar a la Moncloa. Aunque bastante losa tiene ya encima siendo de la casta. Me gustaría aprovechar para darle el pésame por la marcha de uno de las grandes que nos ha dejado para irse ya por fin al hogar del jubilado a echarse alguna que otra partida de dominó o al parque a jugar a la petanca con otros viejecetes. Hablo de Alfonso Guerra, líder supremo y espiritual de mi amigo que siempre usa una de sus frases míticas como fue “lo difícil no es cambiar de chaqueta, sino de sastre”, o algo parecido, para volver a desacreditarme y llamarme a mi casta. O peor aún traidor, aunque este último ya es un insulto antiguo como el de judas que tanto usó hace un par de años.

Quien le conoce sabe que todo lo aquí escrito no es más que una exageración literaria, que no refleja ni por asomo la verdadera personalidad de alguien a quien yo considero uno de mis mejores amigos. He querido con este artículo volver a rendir un homenaje desenfadado a mi amigo, único se mire por donde se mire. ¿Cuántos amigos te van a decir verdades como puños y aconsejar amenazándote con un cúter? Ninguno, por eso es único, y por esta razón espero que siga siendo así. Ya me gustaría ser tan decidido y tener las cosas tan claras con respecto a la gente como él las tiene. Ya me gustaría tener la fuerza de voluntad y el sentido de la lealtad que atesora. Por esto quiero que este artículo además de para echarnos unas risas, porque para eso está escrito desde el más absoluto cariño que le profeso (y aunque como mucho pollo, todavía no me he amariconado que conste), sirva para agradecerle sus constantes amenazas que me dirige para que haga o no haga muchas cosas de las que al final siempre tiene razón aunque pocas veces yo le haga caso.

En el fondo me gustaría ser algún día como él, bueno menos por la barba, y menos por el dinero que defrauda a hacienda, y menos por su adicción al café, y menos por su dependencia absoluta por el coche, y menos.... Supongo que nadie puede llegar nunca a ser como él, porque en el fondo cada uno somos como somos y pertenecemos a castas diferentes. Este verdadero compañero pertenece a una casta muy exclusiva como es la de mis amigos, y espero que algún día se considere miembro de pleno de ella.

Caronte.

martes, 11 de noviembre de 2014

El scout de Mágina

No sé cuántas personas en el mundo pueden decir que tienen como amigo a un scout, pero supongo que muchas y más si empiezo a contar por los Estados Unidos de América. Lo que sí sé es que al menos yo creo tener el honor de ser una de esas personas que tienen a su lado, como amigo, a un verdadero scout aventurero. A diferencia de otros amigos de la universidad sobre los que podría llegar a decir verdaderas barbaridades – me las callo porque tienen familia y otros amigos fuera de la universidad, para no herir sus sensibilidades y provocar rupturas amistosas – de este amigo por mucho que intentara decir algo malo, solo podría inventar para sacar algo horrible sobre él.

Debo empezar diciendo que no es de los amigos que conocí en el primer año que pasé en mi Escuela, sino que pertenece en realidad a la segunda remesa de amigos que hice y afiancé a partir de segundo curso. Fue durante mi segundo año en la Escuela cuando por sorteo de aulas me tocó con esta persona lo que me permitió ir poco a poco profundizando mi relación con él y terminar considerándole como un muy buen amigo. La verdad es que durante aquel segundo curso de la carrera también incorporé a otro amigo del que he hablado recientemente, y con un tercero que hice durante el primer curso la relación poco a poco se fue enfriando hasta acabar no muy bien que se dice. Pero bueno el balance fue dos a uno, positivo al fin y al cabo.

Pero a pesar de no ser de los primeros amigos que me eché en la carrera, sí es de los que a día de hoy siguen siéndolo. La verdad es que era un chollo tenerlo en clase en el grupo de amigos porque como no cogía apuntes en ninguna asignatura (apenas le vi alguna vez coger algún apunte escueto en una hoja de papel en sucio llena de garabatos sinsentido), sino que siempre estaba mirando al frente escuchando o no al profesor, esto nunca se sabía porque su semblante era siempre el mismo, se podía hablar siempre con él durante alguna clase aburrida y por tanto pasar el tiempo. El único problema de esto es que mi amigo no sabía controlar su volumen sonoro y cuando una conversación normal en medio de una clase tendría que sonar apenas como un susurro, si la conversación era con él, ya podía olvidarte de los susurros, se le oía más que a distancia, tanto que tenían que darle algún que otro codazo para que bajara, aunque solo fuera momentáneamente, el volumen. Pero esto era gracioso, porque él decía que no se escuchaba tan alto.

Lo de no coger apuntes en clase, ninguno, y no estoy exagerando, era algo exasperante porque lo más alucinante es que luego, él era el único que sabía sacar y resolver un problema que ninguno sabíamos ni siquiera por dónde meterle mano. Era una cosa sobrenatural. Siempre he pensado que en su día fue agraciado con algún tipo de don que le hacía pensar y discurrir de una manera que a las personas normales les está vedado (asumo que a mí me está vedado más que de sobra, al menos el don para lo científico-técnico). Otra cosa que terminaba por sacar de quicio, sobre todo a un pequeño gran amigo común, es que cuando teníamos que pasar alguna hora de clase, a la que habíamos decido dejar de ir por infumable, en la biblioteca él se dedicaba a ojear el periódico de la mañana y nada más. Eso sí cuando cualquiera de nosotros teníamos alguna duda sobre algún ejercicio él nos la resolvía; cuando no entendíamos algún método de cálculo, o algún problema en su conjunto, o alguna explicación sobre algo, él siempre estaba dispuesto a estar los minutos que fueran necesarios explicándote lo que fuera hasta que lo entendías con más paciencia que Job.

Por desgracia para los que le tenemos como amigo, aunque para él sea una grandísima suerte y oportunidad que no se suele presentar dos veces en la vida, el año pasado nos dejó a nuestra suerte en Madrid para irse de Erasmus a Múnich y pasar allí dos años. Se dice pronto eso de irse a estudiar fuera durante dos años, pero a mí me hubiera dado un vértigo mayúsculo simplemente de haberlo pensado. Creo que mi amigo los tiene cuadrados simplemente por irse “a la aventura” a Múnich durante dos años, no sabe cuánto le estimo y aprecio por ello, ni cuánto le valoro por tener más agallas de las que yo nunca tendré. Lo malo de tenerlo tan lejos es que en clase ya no tengo alguien con quien hablar durante las somníferas clases, lo bueno es que teniendo a alguien en Múnich con cuarto propio uno se puede aprovechar y hacer una visita a aquella ciudad alemana poniendo como excusa ir a visitarle.

Esto mismo hice este verano con otros dos compañeros y amigos. Nos recorrimos media Europa visitando por el camino Francia y parte del suroeste alemán, para llegar hasta Múnich y pasar unos días con nuestro amigo el scout aventurero haciéndolo algo de compañía y contándonos las buenas nuevas. La verdad es que no podría haber imaginado unas vacaciones mejores en mi vida, pero es que muy probablemente no podría tener un amigo más generoso que éste. Sin embargo no es la primera vez que paso unos días de vacaciones lejos de la rutinaria vida universitaria, sino la tercera vez que comparto con este amigo, y con alguno más, una aventura de este tipo.

Hace unos años también pasé junto con otros amigos de la universidad unos días en verano en su pueblo jienense; y más recientemente también compartí aventura acuática (y esta sí que fue una aventura con todas las de la ley) y montañera en los Pirineos de Lérida haciendo rafting y algo de senderismo rodeados de montañas y nieve. En el fondo en estas tres aventuras que he nombrado el único que siempre estuvo presente fue mi amigo scout. Y de las tres tengo muchos y muy buenos recuerdos. Bueno hay un recuerdo que no es tan bueno y son sus ronquidos (aquí me va a perdonar mi amigo, pero si no comento esto estaría faltando a la verdad, y con ello además pretendo prevenir a futuras personas que tengan que compartir habitación con él). Y es que lo que hace mi amigo no es roncar, es el siguiente nivel, cercano a los ruidos de la berrea. Estoy acostumbrado a oír roncar, sin ir más lejos mi padre pega buenos ronquidos por las noches lo que me obliga a dormir con tapones, pero lo de mi amigo supera cualquier coas. Me apostaría lo que fuera a que si midiera el nivel de ruido muy probablemente estaría fuera de los umbrales legales de contaminación acústica. Tiene que ser todo un espectáculo escucharle dormir en las acampadas que hace con los scouts en medio del campo, seguro que con sus ronquidos cualquier animal salvaje sale corriendo pensando que hay otro de mayor tamaño acechando cerca. Puede parecer que estoy exagerando pero quienes han dormido en la misma habitación/tienda de campaña (por no decir en la misma ciudad) con él sabrán lo que digo, yo lo he tenido que sufrir (amortiguado por los tapones) en varias ocasiones (Suiza, Llavorsí, Gijón...).

A parte de esto, mi amigo lleva la aventura en la sangre, en lo más profundo de su alma. Y digo aventura por no llamarlo temeridad. No le hacen falta motivos para animarse a hacer cualquier aventura en la montaña o en cualquier otro sitio; se apuntaría hasta a un bombardeo. Esto es tener valor y fe en sí mismo, elementos que no he visto en muchas personas de las que conozco. Pero además puedo decir sin equivocarme mucho que este amigo es de las personas con mejor corazón que uno puede echarse a la cara, y los que le tenemos como amigo sabemos lo que es porque siempre que hemos necesitado ayuda, ya sea con temas de la universidad o con asuntos más personales, siempre ha estado ahí. No solo tiene un corazón que no le cabe en el pecho sino que también es de las personas más generosas que he conocido en mi vida y muy hospitalaria, sin ir más lejos siempre nos ha abierto las puertas de su casa tanto en Alcalá de Henares donde en más de una ocasión he ido junto con otros amigos comunes de barbacoa o a jugar al billar, como en su pueblo donde tanto él como su madre, su hermana y su abuelo nos han recibido como si fuéramos de la propia familia, como las de su piso de la calle Ibiza en Madrid donde recuerdo una velada muy buena comiendo fajitas con un grupo de amigos de la universidad. Siempre me he sentido cómodo con él, básicamente porque ha hecho que me sintiera así.

He de añadir además que siempre que le he pedido que me acompañara a la Feria del Libro, que se celebra siempre en una época muy mala por coincidir con los exámenes de la universidad de junio, me ha acompañado sin excusa alguna. La Feria del Libro para mí es el evento más importante a nivel cultura al que asisto a lo largo del año y llevo yendo muchos años seguidos, prácticamente desde que tengo memoria recuerdo haber ido, y la verdad es que nunca podré agradecerle que en estos últimos años (hasta que por desgracia para mí se ha marchado a Múnich) me haya acompañado a dar una vuelta por el Retiro y estar un par de horas sin pensar en la Escuela o en otros problemas personales. Siempre era un placer ir esquivando gente por un Paseo de Coches del Retiro abarrotado de gente con bolsas de papel repletas de libros, es más gracias a él (a los ánimos que me dio) me atreví por primera vez a que un escritor me firmara un libro, yo sólo no lo hubiera conseguido, me da mucha vergüenza.

Sin embargo no todo va a ser bondades en mi amigo. Bueno en el fondo sí lo son, lo que pasa es que es de carácter despistado. Muy despistado. Extremadamente despistado. Hasta tal punto que este año ya ha perdido dos vuelos entre Múnich y Madrid por su cabeza ausente, uno de ellos por habérsele caducado el carnet de identidad y no haberlo renovado. Lo que no le pase a este amigo mío no le pasa a nadie. Lo más chocante es que a pesar de ser tan sumamente despistado, como ya he dicho antes es un genio en la carrera, y saca cosas que los demás tardaríamos en sacar mucho tiempo haciendo un esfuerzo titánico para ello. Espero que sea tan despistado siempre porque si no, no sería el mismo amigo. Lo que pasa es que a pesar de ser un despistado cuando se compromete a hacer algo lo cumple, puede tardar lo suyo (no más que el resto de los mortales) pero al final lo cumple. También es verdad que por despistado, puede pasar por pasota, como alguien que va por libre por la vida, pero no es así; de las cosas importantes en la vida sí se da cuenta y las tiene siempre presentes, esas cosas que tienen que ver con la vida, con los problemas de los demás, que siempre tiene en mente y que intenta por todos sus medios ayudar a solventar, o a sobrellevar lo mejor posible. Nunca me ha faltado una palabra suya de ánimo, ni buenos consejos para seguir encaminados a arreglar algún problema personal.

También me gustaría señalar que este amigo es todo un experto en la montaña, o el campo como se quiera expresar, vamos en la naturaleza. Parece mentira pero es la naturaleza donde más a gusto viviría, lejos del mundanal ambiente de las ciudades. Supongo que haberse criado en Mágina (nombre ficticio, o quizá no tanto, de un pueblo que los lectores de Antonio Muñoz Molina, si es que hay alguno que lea esto, ya habrán localizado en la realidad), bellísimo pueblo del sur de España, de la provincia de Jaén, rodeado de un mar inmenso de olivos, ayuda a sentirse más en comunión con la naturaleza que con el asfalto urbano. Quizá por esto es también scout. Siempre que ha tenido la posibilidad de irse un fin de semana con los scouts a hacer senderismo o de acampada, lo ha hecho, y cuando la universidad se lo ha impedido le ha costado no ir. Todos los años desde que le conozco a principios de noviembre se va a Francia, concretamente a Vezelay, a reunirse con todos los scouts europeos, llueva, nieve, haga sol o truene. La naturaleza y él son una única cosa, y si alguna vez tengo ganas de hacer alguna ruta de senderismo él me podrá dar todos los consejos necesarios para que salga bien.

Parece que hablar de este amigo mío me ha hecho ser también algo despistado, y es que no he dicho la razón por la que lo hago. Hoy es su cumpleaños y aunque quizá sea absurdo (no niego que en el fondo lo es) tanto él como yo tenemos en común una curiosa combinación en nuestras fechas de cumpleaños, yo nací un 4/4 y mi amigo un 11/11, del mismo año 1991. Pero hay un dato más que el primer cumpleaños suyo que compartí con él como amigos le dije, y es que nació en una fecha histórica, ya que fue un 11 de noviembre cuando en 1918 se firmó el Armisticio que ponía fin a la Gran Guerra (o Primera Guerra Mundial) de cuyo inicio, casualmente, se cumple este año el primer centenario. Lo dicho, datos absurdos. Pero absurdos o no, a mí me permiten recordar su cumpleaños y por eso estoy escribiendo este artículo: como felicitación por su cumpleaños.

Podría seguir probablemente escribiendo sobre mi amigo el scout de Mágina, y al mismo tiempo recordando anécdotas y vivencias que he pasado con él, y con más amigos en común. Pero si hiciera esto muy probablemente me llevaría muchos días recordad una a una las cosas que he vivido con él. Sí me gustaría añadir como final que espero que algún día cuando vuelva a Mágina, como pienso hacer cada vez que tenga unos días de calma en mi vida futura para recordar los días que allí pasé con amigos, pueda pasarme por esa panadería que dijo que algún día pondría y poder comprar una buena hogaza de pan recién salida del horno con ese aroma inconfundible a harina en el ambiente. Parece raro pero con todo lo aventurero que es, lo máquina que está hecho para la ingeniería y lo despistado que es, su único y verdadero sueño es ser panadero. Aquí se demuestra su gran humildad y su voluntad de vida tranquila y simple, lejos de jaleos innecesarios. Lo dicho algún día espero comprar pan a mi amigo el scout de Mágina.

Caronte.