sábado, 8 de noviembre de 2014

Somos nada sin nadie

Desde que nacemos los seres humanos nos vemos obligados a relacionarnos con las personas, otros seres humanos como nosotros que terminarán siendo amigos, compañeros de clase, de vagón de metro, de academia de francés o chino, nuestras parejas, novias o novios, nuestros hijos, los amigos y parejas de éstos, y aún en algún caso la familia de éstos. Desde el mismo momento en que nuestra madre nos expulsa de su seno con dolor, llanto y sangre somos, y al ser nos vemos obligados a relacionarnos. No tenemos opción de hacer otra cosa. Por muy antropofobóbicos que seamos, a menos que queramos ser considerados como unos bichos raros o descartados por la sociedad, siempre estaremos en continuo contacto con la sociedad.

El contacto con otros seres humanos, de nuestro mismo sexo o del contrario o ya en estos días tan modernos y actuales con personas que nacieron con un sexo pero que se sentían del contrario y acudieron a la medicina para cambiarlo, nos proporciona siempre sensaciones, vivencias y experiencias imprescindibles en la vida de cada uno de nosotros. El ser humano es ante todo un ser que está hecho para vivir en sociedad, para amar, para querer, para odiar, para morir incluso en sociedad. Sin la sociedad el ser humano no es, y si no que se lo digan a Tom Hanks en la película Náufrago, o más bien al personaje que interpretaba, que para poder mantener algo la cordura mientras vive en solitario en una isla salvaje tiene que recurrir a un balón de vóleibol al que llama Wilson y con el que comparte inquietudes, miedos e ideas. Por mucha ficción que esta película contenga, muestra la verdadera naturaleza del ser humano, como ser sociable, que únicamente en sociedad puede hacerse, vivir y morir.

Sin la sociedad el ser humano estaría sólo en el mundo. No querría ni imaginarme cómo sería la vida en un planeta en el que únicamente viviera un ser humano, sin embargo voy a hacer el esfuerzo. Imaginémonos un planeta salvaje, asocial, sin más vida que la de las plantas que crezcan en montañas, riberas de ríos, valles o extensas llanura, y las bestias que den debida cuenta de estas plantas y de otras bestias para sobrevivir. Imaginémonos una reserva natural africana que ocupara todo el planeta tierra. ¡Qué desolador sería todo!  Y sin embargo qué hermoso también, sin seres humanos que pudieran alterar esa belleza infinita, ese orden natural en el devenir del mundo, ese normal discurrir de la vida en la tierra. Sin seres humanos la tierra sería bella, tranquilla, viviría en paz.

Pongamos ahora en este gran jardín, selva tropical, llanura manchega, estepa rusa, valle alpino, desierto asiático, al ser humano. Pero sólo a uno, que naciera de la nada, y creciera por sus propios medios. En el mundo actual en que vivimos, es incomprensible para una mente media humana pensar, ni siquiera imaginar, que algo pueda surgir de la nada. Pero de la nada surgimos allá por los albores del tiempo, cuando todo era nada, y la nada era todo. Esta persona sola en medio del todo no sería, no podría ser porque no tendría a nadie como ella, y por tanto nadie sería. La soledad en la que viviría esta persona le haría vivir como si no existiera porque nada podría compartir, nada podría decir, nada podría hacer. Porque si no hay nadie ahí para escuchar lo que tenemos que decir, nadie podrá dar cuenta de que lo hemos dicho y por tanto si sólo nosotros sabemos que hemos dicho algo a nadie, nadie sabrá lo que hemos dicho. Esta única persona en el mundo moriría algún día, y entonces dejaría de ser de manera material, pero hay que recordar que nunca fue y por tanto nadie sería.

En soledad nada puede ser dicho, o hecho, sólo nos tenemos a nosotros para dar constancia de esas palabras pronunciadas, o de esos actos hechos, pero sin nadie que oiga esas palabras por nosotros dichas, sin nadie que sea receptor de esos actos por nosotros actuados nunca podríamos estar seguros de haber dicho o hecho tal o cual cosa. La soledad implica dudar de nuestra propia existencia. La soledad implica no ser, porque ser con uno mismo solamente no vale, no basta, no es suficiente para el ser humano acostumbrado desde el primer segundo del todo después de la nada a estar con alguien, a ser en sociedad. La sociedad es lo que completa al ser humano, el objetivo último que toda persona tiene en mente desde que nace. Bueno quizá cuando nacemos no lo tenemos en mente, en ese instante no tenemos nada en mente, no somos más que un par de kilos de carne sanguinolenta y berreante, helada de frío por abandonar la cálida seguridad de nuestra no existencia mundana en protegidos por nuestra madre. Quizá en el momento de nacer simplemente tenemos algo dentro de nosotros, que nos es implícito que nos hace buscar siempre la sociedad, y estar en ella, y ser en ella como éramos sin ser en el útero materno.

A medida que vamos creciendo en el mundo, siendo cuidados siempre por nuestros progenitores, nuestra madre y nuestro padre, aunque siempre es más la madre la que carga, no de manera impuesta, con la inmensa y ardua tarea de protegernos al menos mientras todavía somos unos niños. Son nuestros progenitores los que siempre nos animan a estar en sociedad, a salir de la soledad de nuestro mundo íntimo y particular que es la familia: el padre, la madre, quizá un hermano o hermana, o quizá varios, y en los casos más extremos – no en términos negativos ni peyorativos esto último – seis o siete. Siempre nos dirá nuestra madre que demos las gracias a quien nos da un caramelo cuando con tres o cuatro años, yendo en el metro en un vagón atestado de gente, un señor muy amablemente nos cede su asiento para que nos sentemos. Ese simple hecho, el dar las gracias, el animarnos a ello, o casi empujarnos a ello, constituye una de las primeras ocasiones en las que nos vemos obligados a relacionarnos con la sociedad, representada en este caso en la persona que nos ha dejado su sitio en el vagón de metro y nos ha dado también un caramelo.

Cuando ya hemos dejado la niñez atrás el enfrentamiento con la sociedad es si cabe aún mayor. El primer gran reto que todos hemos pasado ha sido el colegio. Este es el primer gran espacio social al que debemos hacer frente y donde nuestra relación con la sociedad debe empezar a apuntalarse bien. El colegio es sociedad y está pensado para ello. Todo el sistema educativo, en los países más desarrollados, en aquellos que se preocupan por el futuro de sus sociedades y por tanto de los chavales que empiezan a tener que defenderse solos, lejos de la tutela implícita de sus padres y sin tenerlos constantemente detrás para apoyar sus decisiones, como digo todo el sistema educativo está encaminado para dar confianza al ser humano desde los primeros momentos de su andadura por la vida. Sin los colegios, y las relaciones que estos obligan a tener tanto con compañeros de la misma edad, o más mayores, o más pequeños, como con los profesores, no podríamos ser. Sólo basta con ver que quienes no pueden asistir a un colegio normal no desarrollan una capacidad social fundamental como es la empatía con otras personas.

En el colegio pasamos muchas horas al día cuando somos pequeños, y compartimos muchos momentos con mucha gente. En el colegio conocemos a las primeras personas que son como nosotros, de nuestra misma edad, y vemos tanto las diferencias que nos distinguirnos de los demás, como las cosas que se comparten y que crean vínculos mucho más fuertes de lo que en el momento que se hacen se puede llegar a pensar. Pero ante todo el colegio es el mejor modelo posible de reproducción del mundo, a escala 1:1. Lo que pasa en el colegio, pasa en la vida real. Lo que nos pasaba cuando teníamos diez, once, o nueve años, nos pasa cuando tenemos diecinueve, veinte, o veintitrés, o más tarde con cincuenta, o sesenta o setenta y cinco años. Solo hay una diferencia, la edad, y el entorno que nos rodea en cada momento de nuestra vida, es decir la sociedad con la que interactuamos en cada momento. También hay otra diferencia: la inocencia. Cuando somos apenas un prototipo a escala reducida de joven, o de adulto, es decir cuando estamos en quinto o sexto de primaria, todavía no hemos conocido la falta de inocencia, todavía estamos cubiertos por ese velo protector que impide ver a gran escala los pecados de la sociedad.

Cuando en el colegio, durante el transcurso de un recreo, mientras se juega un partido de fútbol con un bote de plástico de un zumo que uno de los compañeros con los que estamos jugando se ha bebido y lo ha cedido a la causa general creemos que se ha cometido una injusticia contra nuestro equipo, no dudamos en acusar a nuestros rivales de tramposos por haber cometido falta, y nos enfadamos con ellos y nos les hablamos durante el partido y quizá durante todo lo que quede de ese día. Pero el enfado dura poco, y al día siguiente en el recreo otra vez nos volvemos a juntar para jugar otro partido con equipos diferentes. Con esa edad todavía inocente no damos más importancia a las cosas, incluso vemos como algo de adultos el enfadarse y no hablar al rival por tirar muy fuerte contra nuestro portero, y al día siguiente, o a la salida del colegio estar como si nada hubiera pasado pensando en echar al día siguiente otro partido más. Esto es la sociedad, o al menos los primero instantes de ella. Sin embargo estos partidos de futbol no duran eternamente, y no somos tan inocentes por tiempo indefinido.

Cuanto mayor es nuestro contacto con la sociedad, y más variado es este contacto, somos y sentimos más porque empezamos a tener capacidad crítica y de comparación. Poco a poco vamos distinguiendo dentro de la sociedad, dentro del mundo que nos rodea, a diferentes clases de personas no siempre agradables de encontrar. Pero esto también es vivir. Es imprescindible llevarse golpes muy duros en lo más profundo de uno mismo para saber qué es ser, para saberse vivo. La gente que terminará rodeándonos la mayor parte de nuestra vida será aquella que se lo haya ganado a pulso, aquella a la que terminaremos queriendo con todo nuestro corazón, la que nunca nos habrá fallado, la que tras vernos mal y sabernos mal buscará ayuda en otro amigo nuestro para animarnos y sacarnos del hoyo, la que nos habrá sabido perdonar desplantes en momentos duros, la que nos querrá igual o más que lo hacemos nosotros, la que nos hará ser mejores personas y señalará sin miramiento alguno y con toda la dureza posible los errores que hayamos cometido – y los que estemos a punto de cometer nos los señalará también y nos advertirá de que si al final los cometemos contra su consejo nos darán una paliza.

Sin esta parte de la sociedad que conformaran el puñado de amigos, contables con los dedos de una mano siempre – quien diga que tiene más amigos no sólo miente a quien se lo dice, sino que se miente a sí mismo, y confundirá a personas con las que tiene un trato cordial con aquellas que de verdad son amigas y por tanto no sabrá nunca distinguir a un amigo de un compañero que comparte parte de nuestra vida diaria y a ambos los tratará igual y por igualar al final verá que no tendrá ni lo uno (amigos) ni lo otro (compañeros) –, a los que terminaremos queriendo, las personas no podemos ser y no podremos nunca sentirnos. Estos amigos permiten poder contrastarse a uno mismo en la realidad, teniendo testigos tanto de lo que decimos, como de lo que hacemos, de lo que callamos y de lo que no nos atrevemos a hacer. Poder tener a alguien con nosotros para poner el contrapunto a nuestras vidas es algo fundamental y es lo que da sentido en el fondo a nuestra existencia.

Si el creador de todo el universo (sea Dios, Alá, Yahvé, o Merlín el Encantador) hubiera querido que el ser humano no fuera, solo tendría que haber puesto en la tierra a un ser humano cada vez, por ciclo vital. Desde el momento en que nos vemos rodeados de seres como nosotros sabemos que sólo entre ellos podremos ser, vivir, existir. Entre estos seres humanos, y solamente entre ellos podremos desarrollarnos plenamente, ser felices. En la sociedad encontramos nuestra razón de ser y siempre la buscamos aunque no nos demos cuenta de dicha búsqueda hasta que rendimos cuentas con nosotros mismos el último instante de nuestra existencia, justo antes de expirar podremos mirar hacia atrás y ver todo el camino que hemos recorrido y reconocer los rostros de todas y cada una de las personas con las que alguna vez en nuestro deambular, con o sin rumbo, solos o acompañados, por el mundo y por la vida, nos hemos relacionado. Solo en el momento en que se pone el sol de nuestra vida seremos capaces de ver los verdaderos rostros de quienes nos han amado, querido y acompañado mientras hemos sido y por tanto nos han hecho ser alguien.

La sociedad nos envuelve y sin ese envoltorio tendríamos frío y no sabríamos ser, ni estar, ni siquiera parecer. Sin la capa de protección homogénea que proporciona al ser humano la sociedad, el conjunto de amigos del colegio, del instituto, de la universidad – si es que son diferentes entre ellos, que lo más normal es que sí pero también hay casos, quizá los más extraordinarios que un amigo de los primeros cursos de educación primaria aguanta con nosotros hasta la universidad, y aún más allá; los compañeros del trabajo, del club de campo, o del grupo de catequesis; las personas que van a la misma hora que nosotros a la piscina y con las que terminamos entablando pequeñas conversaciones intrascendentes para el normal devenir tanto de nuestras vidas como de las de estos sujetos pero que nos hacen pasar un rato muerto en los vestuarios mientras nos cambiamos, o los del golf, o los amigos de la pachanga dominguera de fútbol. Todas estas personas conformaran nuestro entramado social a lo largo de nuestra vida y aunque nuestra relación con ellas sea minúsculo a lo largo de toda una existencia, también nos hacen ser.

Pero no sólo la sociedad es algo que nos permite a los seres humanos ser tales. La sociedad también nos da quizá el mayor regalo que podamos imaginar. En el inmenso conjunto de personas, y personajes también, con los que en algún momento de nuestro continuo respirar nos relacionamos se encontrará nuestro mejor complemento, a lo mejor y en muchas ocasiones el único, aquella persona que dará total y completo sentido a nuestra vida, esa persona con la que pasaremos a otra dimensión más allá del simple existir y ser, y sin la cual seremos conscientes de que por mucho que seamos y nos sintamos ser, si no podemos compartir con ella nuestra existencia seremos menos. Pero encontrar a esta persona supone el mayor de los retos que el ser humano tiene por delante desde el mismo momento en que nacemos.

No es fácil, si lo fuera nada tendría sentido y el amor en su estadio más alto no existiría, simplemente se sustituiría por placer carnal como simple desahogo de las necesidades más básicas que tenemos los seres humanos como miembros del reino animal que somos. El amor que implica necesitar a otra persona para ser sólo se puede conseguir si se da verdadera importancia a la sociedad, a los individuos de manera individual para poder verlos tal cual, sin esperar a que la última luz de la vida ilumine su rostro y sea sólo entonces cuando reconozcamos. El amar a una mujer o a un hombre –esto da lo mismo ambos son caras de la misma moneda, y la distinción entre heterosexualidad y homosexualidad es una mera clasificación que la simpleza que ha ido invadiendo la mente humana con el paso de los siglos y el constante deterioro genético de la humanidad ha inventado para distinguir y tachar como diferente lo que en verdad es un mismo sentimiento como es el amor a otro ser humano- implica dar mucho, implica haber alcanzado el máximo nivel en la relación con la sociedad, en la fusión con la misma.

El poder dar y recibir amor supone el objetivo final que tenemos los seres humanos grabado a fuego en nuestro código vital que nos lleva a querer pertenecer a la sociedad. Somos amor, y somos sociedad, por esta razón buscamos el amor en la sociedad, y sin ella nunca lo podríamos encontrar. Volvamos un segundo a nuestro individuo soltado solo en medio de la más salvaje y bella naturaleza. Éste nunca podrá amar nadie, ni siquiera podrá plantearse qué es eso de amar, ni a quien, no tendrá opción porque en el fondo no será. No tendrá ninguna sociedad en la que ser, en la que relacionarse con otros como él y por tanto sólo con él no podrá nunca alcanzar el objetivo final de la vida. Me gustaría preguntar al lector de estas líneas, si es que llega tan lejos en un artículo tan sumamente cubista como este, si alguna vez se ha planteado su vida –  no presente sino futura – ausente de la sociedad, sin nadie a su alrededor a quien contar nada, sin que sus actos queden registrados por alguien, sin amar y sin sentirse amado, sin sentir en última instancia.

Pero ahora en los tiempos que corren el ser humano cree que la sociedad está en un móvil o en un ordenador. Los jóvenes creen que por relacionarse mediante whatsapps o por facebook son miembros de la sociedad actual. Pero la sociedad actual no existe, porque la sociedad no es actual, ni pasada, ni futura. La sociedad ha sido siempre la misma desde que el mundo es mundo, desde que hay vida e la tierra, desde que los primeros homínidos son. La sociedad no cambia siempre permanece. Lo que el whatsapp o facebook o twitter o cualquier otro sucedáneo de red “social” hacen es engañarnos haciéndonos creer que estando en sus redes –y enriqueciendo a sus dueños, haciéndoles cada día más podridamente ricos– estamos en sociedad. Y esto es pura mentira. Estar en sociedad es ser, y no se puede ser a través de un móvil o el ordenador, esas máquinas crean gilipollas en vez de seres humanos como crea la sociedad. Estar y ser en sociedad es mirarse a los ojos mientras se habla, hablarse en persona, tocarse, abrazarse, estrecharse la mano, besarse, quedar en un bar y hablar, discutir sobre quién debe ser el portero titular de la selección española con los amigos, intercambiar unas torpes palabras en inglés en una gasolinera de Luxemburgo con un camionero chipriota afincado en Lituania sobre la situación económica y política europea, hablar con la chica que te gusta y no atreverte a decirla nada, erar en nuestras relaciones con otras personas. Todo esto es la sociedad y nadie podrá decir que el ser humano es sin alguien, porque sin la sociedad el ser humano sería uno y por tanto nadie.

Caronte.

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