Desde que nacemos
los seres humanos nos vemos obligados a relacionarnos con las personas, otros
seres humanos como nosotros que terminarán siendo amigos, compañeros de clase,
de vagón de metro, de academia de francés o chino, nuestras parejas, novias o novios,
nuestros hijos, los amigos y parejas de éstos, y aún en algún caso la familia
de éstos. Desde el mismo momento en que nuestra madre nos expulsa de su seno
con dolor, llanto y sangre somos, y al ser nos vemos obligados a relacionarnos.
No tenemos opción de hacer otra cosa. Por muy antropofobóbicos que seamos, a
menos que queramos ser considerados como unos bichos raros o descartados por la
sociedad, siempre estaremos en continuo contacto con la sociedad.
El contacto con
otros seres humanos, de nuestro mismo sexo o del contrario o ya en estos días
tan modernos y actuales con personas que nacieron con un sexo pero que se
sentían del contrario y acudieron a la medicina para cambiarlo, nos proporciona
siempre sensaciones, vivencias y experiencias imprescindibles en la vida de
cada uno de nosotros. El ser humano es ante todo un ser que está hecho para
vivir en sociedad, para amar, para querer, para odiar, para morir incluso en
sociedad. Sin la sociedad el ser humano no es, y si no que se lo digan a Tom
Hanks en la película Náufrago, o más bien al personaje que interpretaba, que
para poder mantener algo la cordura mientras vive en solitario en una isla
salvaje tiene que recurrir a un balón de vóleibol al que llama Wilson y con el
que comparte inquietudes, miedos e ideas. Por mucha ficción que esta película contenga,
muestra la verdadera naturaleza del ser humano, como ser sociable, que
únicamente en sociedad puede hacerse, vivir y morir.
Sin la sociedad el
ser humano estaría sólo en el mundo. No querría ni imaginarme cómo sería la
vida en un planeta en el que únicamente viviera un ser humano, sin embargo voy
a hacer el esfuerzo. Imaginémonos un planeta salvaje, asocial, sin más vida que
la de las plantas que crezcan en montañas, riberas de ríos, valles o extensas
llanura, y las bestias que den debida cuenta de estas plantas y de otras
bestias para sobrevivir. Imaginémonos una reserva natural africana que ocupara
todo el planeta tierra. ¡Qué desolador sería todo! Y sin embargo qué hermoso también, sin seres
humanos que pudieran alterar esa belleza infinita, ese orden natural en el
devenir del mundo, ese normal discurrir de la vida en la tierra. Sin seres
humanos la tierra sería bella, tranquilla, viviría en paz.
Pongamos ahora en
este gran jardín, selva tropical, llanura manchega, estepa rusa, valle alpino,
desierto asiático, al ser humano. Pero sólo a uno, que naciera de la nada, y
creciera por sus propios medios. En el mundo actual en que vivimos, es
incomprensible para una mente media humana pensar, ni siquiera imaginar, que
algo pueda surgir de la nada. Pero de la nada surgimos allá por los albores del
tiempo, cuando todo era nada, y la nada era todo. Esta persona sola en medio
del todo no sería, no podría ser porque no tendría a nadie como ella, y por
tanto nadie sería. La soledad en la que viviría esta persona le haría vivir
como si no existiera porque nada podría compartir, nada podría decir, nada
podría hacer. Porque si no hay nadie ahí para escuchar lo que tenemos que
decir, nadie podrá dar cuenta de que lo hemos dicho y por tanto si sólo
nosotros sabemos que hemos dicho algo a nadie, nadie sabrá lo que hemos dicho.
Esta única persona en el mundo moriría algún día, y entonces dejaría de ser de
manera material, pero hay que recordar que nunca fue y por tanto nadie sería.
En soledad nada
puede ser dicho, o hecho, sólo nos tenemos a nosotros para dar constancia de
esas palabras pronunciadas, o de esos actos hechos, pero sin nadie que oiga
esas palabras por nosotros dichas, sin nadie que sea receptor de esos actos por
nosotros actuados nunca podríamos estar seguros de haber dicho o hecho tal o
cual cosa. La soledad implica dudar de nuestra propia existencia. La soledad
implica no ser, porque ser con uno mismo solamente no vale, no basta, no es
suficiente para el ser humano acostumbrado desde el primer segundo del todo
después de la nada a estar con alguien, a ser en sociedad. La sociedad es lo
que completa al ser humano, el objetivo último que toda persona tiene en mente
desde que nace. Bueno quizá cuando nacemos no lo tenemos en mente, en ese
instante no tenemos nada en mente, no somos más que un par de kilos de carne
sanguinolenta y berreante, helada de frío por abandonar la cálida seguridad de
nuestra no existencia mundana en protegidos por nuestra madre. Quizá en el
momento de nacer simplemente tenemos algo dentro de nosotros, que nos es
implícito que nos hace buscar siempre la sociedad, y estar en ella, y ser en
ella como éramos sin ser en el útero materno.
A medida que vamos
creciendo en el mundo, siendo cuidados siempre por nuestros progenitores,
nuestra madre y nuestro padre, aunque siempre es más la madre la que carga, no
de manera impuesta, con la inmensa y ardua tarea de protegernos al menos
mientras todavía somos unos niños. Son nuestros progenitores los que siempre
nos animan a estar en sociedad, a salir de la soledad de nuestro mundo íntimo y
particular que es la familia: el padre, la madre, quizá un hermano o hermana, o
quizá varios, y en los casos más extremos – no en términos negativos ni peyorativos
esto último – seis o siete. Siempre nos dirá nuestra madre que demos las
gracias a quien nos da un caramelo cuando con tres o cuatro años, yendo en el
metro en un vagón atestado de gente, un señor muy amablemente nos cede su
asiento para que nos sentemos. Ese simple hecho, el dar las gracias, el
animarnos a ello, o casi empujarnos a ello, constituye una de las primeras
ocasiones en las que nos vemos obligados a relacionarnos con la sociedad,
representada en este caso en la persona que nos ha dejado su sitio en el vagón
de metro y nos ha dado también un caramelo.
Cuando ya hemos
dejado la niñez atrás el enfrentamiento con la sociedad es si cabe aún mayor.
El primer gran reto que todos hemos pasado ha sido el colegio. Este es el
primer gran espacio social al que debemos hacer frente y donde nuestra relación
con la sociedad debe empezar a apuntalarse bien. El colegio es sociedad y está
pensado para ello. Todo el sistema educativo, en los países más desarrollados,
en aquellos que se preocupan por el futuro de sus sociedades y por tanto de los
chavales que empiezan a tener que defenderse solos, lejos de la tutela
implícita de sus padres y sin tenerlos constantemente detrás para apoyar sus
decisiones, como digo todo el sistema educativo está encaminado para dar
confianza al ser humano desde los primeros momentos de su andadura por la vida.
Sin los colegios, y las relaciones que estos obligan a tener tanto con
compañeros de la misma edad, o más mayores, o más pequeños, como con los
profesores, no podríamos ser. Sólo basta con ver que quienes no pueden asistir
a un colegio normal no desarrollan una capacidad social fundamental como es la
empatía con otras personas.
En el colegio
pasamos muchas horas al día cuando somos pequeños, y compartimos muchos
momentos con mucha gente. En el colegio conocemos a las primeras personas que
son como nosotros, de nuestra misma edad, y vemos tanto las diferencias que nos
distinguirnos de los demás, como las cosas que se comparten y que crean
vínculos mucho más fuertes de lo que en el momento que se hacen se puede llegar
a pensar. Pero ante todo el colegio es el mejor modelo posible de reproducción
del mundo, a escala 1:1. Lo que pasa en el colegio, pasa en la vida real. Lo
que nos pasaba cuando teníamos diez, once, o nueve años, nos pasa cuando
tenemos diecinueve, veinte, o veintitrés, o más tarde con cincuenta, o sesenta
o setenta y cinco años. Solo hay una diferencia, la edad, y el entorno que nos
rodea en cada momento de nuestra vida, es decir la sociedad con la que interactuamos
en cada momento. También hay otra diferencia: la inocencia. Cuando somos apenas
un prototipo a escala reducida de joven, o de adulto, es decir cuando estamos
en quinto o sexto de primaria, todavía no hemos conocido la falta de inocencia,
todavía estamos cubiertos por ese velo protector que impide ver a gran escala
los pecados de la sociedad.
Cuando en el
colegio, durante el transcurso de un recreo, mientras se juega un partido de
fútbol con un bote de plástico de un zumo que uno de los compañeros con los que
estamos jugando se ha bebido y lo ha cedido a la causa general creemos que se
ha cometido una injusticia contra nuestro equipo, no dudamos en acusar a
nuestros rivales de tramposos por haber cometido falta, y nos enfadamos con
ellos y nos les hablamos durante el partido y quizá durante todo lo que quede
de ese día. Pero el enfado dura poco, y al día siguiente en el recreo otra vez
nos volvemos a juntar para jugar otro partido con equipos diferentes. Con esa
edad todavía inocente no damos más importancia a las cosas, incluso vemos como
algo de adultos el enfadarse y no hablar al rival por tirar muy fuerte contra
nuestro portero, y al día siguiente, o a la salida del colegio estar como si
nada hubiera pasado pensando en echar al día siguiente otro partido más. Esto
es la sociedad, o al menos los primero instantes de ella. Sin embargo estos
partidos de futbol no duran eternamente, y no somos tan inocentes por tiempo
indefinido.
Cuanto mayor es
nuestro contacto con la sociedad, y más variado es este contacto, somos y
sentimos más porque empezamos a tener capacidad crítica y de comparación. Poco
a poco vamos distinguiendo dentro de la sociedad, dentro del mundo que nos
rodea, a diferentes clases de personas no siempre agradables de encontrar. Pero
esto también es vivir. Es imprescindible llevarse golpes muy duros en lo más
profundo de uno mismo para saber qué es ser, para saberse vivo. La gente que
terminará rodeándonos la mayor parte de nuestra vida será aquella que se lo
haya ganado a pulso, aquella a la que terminaremos queriendo con todo nuestro
corazón, la que nunca nos habrá fallado, la que tras vernos mal y sabernos mal
buscará ayuda en otro amigo nuestro para animarnos y sacarnos del hoyo, la que
nos habrá sabido perdonar desplantes en momentos duros, la que nos querrá igual
o más que lo hacemos nosotros, la que nos hará ser mejores personas y señalará
sin miramiento alguno y con toda la dureza posible los errores que hayamos
cometido – y los que estemos a punto de cometer nos los señalará también y nos
advertirá de que si al final los cometemos contra su consejo nos darán una
paliza.
Sin esta parte de
la sociedad que conformaran el puñado de amigos, contables con los dedos de una
mano siempre – quien diga que tiene más amigos no sólo miente a quien se lo
dice, sino que se miente a sí mismo, y confundirá a personas con las que tiene
un trato cordial con aquellas que de verdad son amigas y por tanto no sabrá
nunca distinguir a un amigo de un compañero que comparte parte de nuestra vida
diaria y a ambos los tratará igual y por igualar al final verá que no tendrá ni
lo uno (amigos) ni lo otro (compañeros) –, a los que terminaremos queriendo,
las personas no podemos ser y no podremos nunca sentirnos. Estos amigos
permiten poder contrastarse a uno mismo en la realidad, teniendo testigos tanto
de lo que decimos, como de lo que hacemos, de lo que callamos y de lo que no
nos atrevemos a hacer. Poder tener a alguien con nosotros para poner el
contrapunto a nuestras vidas es algo fundamental y es lo que da sentido en el
fondo a nuestra existencia.
Si el creador de
todo el universo (sea Dios, Alá, Yahvé, o Merlín el Encantador) hubiera querido
que el ser humano no fuera, solo tendría que haber puesto en la tierra a un ser
humano cada vez, por ciclo vital. Desde el momento en que nos vemos rodeados de
seres como nosotros sabemos que sólo entre ellos podremos ser, vivir, existir.
Entre estos seres humanos, y solamente entre ellos podremos desarrollarnos
plenamente, ser felices. En la sociedad encontramos nuestra razón de ser y
siempre la buscamos aunque no nos demos cuenta de dicha búsqueda hasta que
rendimos cuentas con nosotros mismos el último instante de nuestra existencia,
justo antes de expirar podremos mirar hacia atrás y ver todo el camino que
hemos recorrido y reconocer los rostros de todas y cada una de las personas con
las que alguna vez en nuestro deambular, con o sin rumbo, solos o acompañados,
por el mundo y por la vida, nos hemos relacionado. Solo en el momento en que se
pone el sol de nuestra vida seremos capaces de ver los verdaderos rostros de
quienes nos han amado, querido y acompañado mientras hemos sido y por tanto nos
han hecho ser alguien.
La sociedad nos
envuelve y sin ese envoltorio tendríamos frío y no sabríamos ser, ni estar, ni
siquiera parecer. Sin la capa de protección homogénea que proporciona al ser
humano la sociedad, el conjunto de amigos del colegio, del instituto, de la
universidad – si es que son diferentes entre ellos, que lo más normal es que sí
pero también hay casos, quizá los más extraordinarios que un amigo de los
primeros cursos de educación primaria aguanta con nosotros hasta la
universidad, y aún más allá; los compañeros del trabajo, del club de campo, o
del grupo de catequesis; las personas que van a la misma hora que nosotros a la
piscina y con las que terminamos entablando pequeñas conversaciones
intrascendentes para el normal devenir tanto de nuestras vidas como de las de
estos sujetos pero que nos hacen pasar un rato muerto en los vestuarios
mientras nos cambiamos, o los del golf, o los amigos de la pachanga dominguera
de fútbol. Todas estas personas conformaran nuestro entramado social a lo largo
de nuestra vida y aunque nuestra relación con ellas sea minúsculo a lo largo de
toda una existencia, también nos hacen ser.
Pero no sólo la
sociedad es algo que nos permite a los seres humanos ser tales. La sociedad
también nos da quizá el mayor regalo que podamos imaginar. En el inmenso
conjunto de personas, y personajes también, con los que en algún momento de
nuestro continuo respirar nos relacionamos se encontrará nuestro mejor
complemento, a lo mejor y en muchas ocasiones el único, aquella persona que
dará total y completo sentido a nuestra vida, esa persona con la que pasaremos
a otra dimensión más allá del simple existir y ser, y sin la cual seremos
conscientes de que por mucho que seamos y nos sintamos ser, si no podemos
compartir con ella nuestra existencia seremos menos. Pero encontrar a esta
persona supone el mayor de los retos que el ser humano tiene por delante desde
el mismo momento en que nacemos.
No es fácil, si lo
fuera nada tendría sentido y el amor en su estadio más alto no existiría,
simplemente se sustituiría por placer carnal como simple desahogo de las
necesidades más básicas que tenemos los seres humanos como miembros del reino
animal que somos. El amor que implica necesitar a otra persona para ser sólo se
puede conseguir si se da verdadera importancia a la sociedad, a los individuos de
manera individual para poder verlos tal cual, sin esperar a que la última luz
de la vida ilumine su rostro y sea sólo entonces cuando reconozcamos. El amar a
una mujer o a un hombre –esto da lo mismo ambos son caras de la misma moneda, y
la distinción entre heterosexualidad y homosexualidad es una mera clasificación
que la simpleza que ha ido invadiendo la mente humana con el paso de los siglos
y el constante deterioro genético de la humanidad ha inventado para distinguir
y tachar como diferente lo que en verdad es un mismo sentimiento como es el
amor a otro ser humano- implica dar mucho, implica haber alcanzado el máximo
nivel en la relación con la sociedad, en la fusión con la misma.
El poder dar y recibir
amor supone el objetivo final que tenemos los seres humanos grabado a fuego en
nuestro código vital que nos lleva a querer pertenecer a la sociedad. Somos
amor, y somos sociedad, por esta razón buscamos el amor en la sociedad, y sin
ella nunca lo podríamos encontrar. Volvamos un segundo a nuestro individuo
soltado solo en medio de la más salvaje y bella naturaleza. Éste nunca podrá
amar nadie, ni siquiera podrá plantearse qué es eso de amar, ni a quien, no
tendrá opción porque en el fondo no será. No tendrá ninguna sociedad en la que
ser, en la que relacionarse con otros como él y por tanto sólo con él no podrá
nunca alcanzar el objetivo final de la vida. Me gustaría preguntar al lector de
estas líneas, si es que llega tan lejos en un artículo tan sumamente cubista
como este, si alguna vez se ha planteado su vida – no presente sino futura – ausente de la
sociedad, sin nadie a su alrededor a quien contar nada, sin que sus actos
queden registrados por alguien, sin amar y sin sentirse amado, sin sentir en
última instancia.
Pero ahora en los
tiempos que corren el ser humano cree que la sociedad está en un móvil o en un
ordenador. Los jóvenes creen que por relacionarse mediante whatsapps o por
facebook son miembros de la sociedad actual. Pero la sociedad actual no existe,
porque la sociedad no es actual, ni pasada, ni futura. La sociedad ha sido
siempre la misma desde que el mundo es mundo, desde que hay vida e la tierra,
desde que los primeros homínidos son. La sociedad no cambia siempre permanece. Lo
que el whatsapp o facebook o twitter o cualquier otro sucedáneo de red “social”
hacen es engañarnos haciéndonos creer que estando en sus redes –y enriqueciendo
a sus dueños, haciéndoles cada día más podridamente ricos– estamos en sociedad.
Y esto es pura mentira. Estar en sociedad es ser, y no se puede ser a través de
un móvil o el ordenador, esas máquinas crean gilipollas en vez de seres humanos
como crea la sociedad. Estar y ser en sociedad es mirarse a los ojos mientras
se habla, hablarse en persona, tocarse, abrazarse, estrecharse la mano, besarse,
quedar en un bar y hablar, discutir sobre quién debe ser el portero titular de
la selección española con los amigos, intercambiar unas torpes palabras en
inglés en una gasolinera de Luxemburgo con un camionero chipriota afincado en
Lituania sobre la situación económica y política europea, hablar con la chica
que te gusta y no atreverte a decirla nada, erar en nuestras relaciones con
otras personas. Todo esto es la sociedad y nadie podrá decir que el ser humano
es sin alguien, porque sin la sociedad el ser humano sería uno y por tanto
nadie.
Caronte.
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