domingo, 30 de noviembre de 2014

Suiza: el ying y el yang (Parte II)

Suiza son los Alpes (y los bancos, y el chocolate, y los corruptos, y los relojes, y Heidi...). Nadie que piense en Suiza puede no hacerlo en los Alpes: esas montañas mágicas y míticas que todos aprendemos dónde están mientras estamos en el colegio, y que algunos con la mente dañada por los porros y otras sustancias terminan olvidando (pobres ignorante ellos, qué pena dan sin saberlo o sin importarles mucho). El paisaje plano y suave con el que habíamos comenzado el día cambió de manera radical. La tierra se elevó prácticamente de forma súbita y pronto nos vimos rodeados de inmensos gigantes de piedra gris, pelados de follaje y cubiertos en su mayor parte por una capa verde de un color intenso. Ese verde sólo se puede contemplar en sitios muy privilegiados como puede ser Asturias (nos deberíamos sentir orgullosos de esto aunque siempre saldrá la vena derrotista española para decir que lo de fuera siempre es mejor que lo de dentro), Irlanda o Ceilán. De repente pasamos a ser de tamaño normal mientras íbamos por las carreteras alemanas, a ser meras hormigas en lo profundo de los valles Suizos.

Suiza también es el lugar idóneo para dejarse llevar por la naturaleza, para dejarse invadir por la sensación de inferioridad que la Madre Tierra, cuando se muestra en todo su esplendor, hace sentir a sus moradores temporales que somos los humanos. Pero por desgracia el ser humano no sabe hacer esto, y cuando ve algo hermoso sólo lo contempla como posibilidad de hacer dinero, o como mero objeto turístico. La carretera que llevábamos serpenteaba por el fondo de los valles y acariciaba las laderas de las montañas para poco a poco ir ascendiendo y cambiar de valle y seguir su camino hacia el mismísimo corazón de los Alpes. No hubiera sido raro que hubiéramos escuchado hablar a la montaña en medio de aquellos parajes. Las montañas nos veían avanzar con el coche desde las alturas, mirándonos con desprecio, orgullosas de saberse inalcanzables en su magnitud y grandiosidad por los humanos a los que si quisieran podrían aplastar.

La belleza de Suiza me desbordó. Y eso que no quería en un principio volver a España por la ruta que llevábamos. No es que considerase que Suiza fuera fea, sino que sería toda igual. Pensaba que sus paisajes iban a ser muy parecidos a los que podría encontrar en los Pirineos o en los Picos de Europa. En el fondo no estaba tan equivocado, no tienen nada que envidiar los parajes del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, o la zona del Mirador de Fuente Dé, a los parajes suizos. Pero Suiza es otra escala mucho mayor, donde el ser humano se siente dominado por la inmensidad de la naturaleza que le rodea, cohibido a la sombra de las montañas en el fondo de los valles, escuchando el murmurar constante de los pequeños ríos que poco a poco irán creciendo hasta convertirse en adultos, con la respiración cortada intentando asimilar lo que sus ojos ven y el corazón encogido de saberse testigo de una belleza natural soberbia. En aquel viaje creo que no hubiera cambiado pasar por Suiza por nada del mundo, quizá ni siquiera por Londres, mi ciudad amada.

Llegó un momento en que tuvimos que para a comer. Llevábamos ya muchas horas de viaje y nuestras tripas,  sobre todo la de Ángel, estaban empezando a rugir casi más que el motor del coche de Juan Carlos. También es cierto que Ángel tenía hambre a todas horas. Desde que nos encontramos con él en Múnich vimos como se metía de cada plato de comida que ni un náufrago que llevase meses sin probar bocado sólido se comería. Aquella jornada la verdad es que todos llevábamos hambre. Paramos a comer en medio de la carretera. Nos salimos en una zona de campo algo despejada en una curva de la serpenteante y ascendente carretera, y allí nos pusimos a preparar el almuerzo. Allí en medio de Suiza, con las vistas de un inmenso valle delante de nuestras narices, al pie de las inmensas montañas teñidas de verde, nos dispusimos a hacernos nuestros bocadillos de salchichón y chorizo españoles, y a beber gazpacho andaluz. Fue algo realmente surrealista, o al menos eso me pareció a mí. No creo que un brick de gazpacho haya llegado nunca tan lejos. Pero allí estaban, tanto el gazpacho como el embutido español, diez días después de haber salido de España rumbo a la aventura. Hay pruebas gráficas de la visita del gazpacho a Suiza, Álex y Juan Carlos se empeñaron en sacar varias fotos panorámicas del gazpacho con las montañas y el valle de fondo (a falta de admirar coches potentes, buenas son fotos frikis de un brick de gazpacho).


Tras comer reemprendimos nuestro camino. La carretera seguía subiendo. El ascenso se hacía poco a poco. A penas nos dábamos cuenta de lo alto que estábamos. Atravesábamos pequeños pueblecitos suizos con sus típicas casas de madera con flores en los balcones; sus iglesias con tejados muy puntiagudos para librarse de la blanca y fría nieve del invierno. En medio de las laderas de las montañas, a veces rodeadas de bosques de pinos, se diseminaban casas solitarias. Viendo aquellas casas me preguntaba quién viviría allí, y si lo haría durante todo el año con el silencio que eso podría implicar. Hubo un momento en que un autobús de ruta se nos puso delante y nuestro ritmo, y el de todos los coches que llevábamos detrás se vio ralentizado. Pero casi que mejor que pasara eso porque la carretera se puso complicada, como queriendo que sólo los más valientes y atrevidos siguieran camino, como intentando proteger el paisaje que nos rodeaba impidiendo que nuestras miradas lo desgastaran.

Las curvas cada vez se hacían más cerradas para ganar elevación con mayor rapidez. La calzada también se estrechaba por momentos. No había protección en el lado de la calzada que daba al valle, a pesar de que si por desgracia una rueda de algún coche se saliese aunque fuera un poquito de la carretera, los ocupantes del mismo ya podían rezar lo que supieran, eso o disfrutar de las vistas mientras el coche se deslizara hacia lo más profundo del valle. Al final llegamos a la cima. Al paso entre dos valles. En ese momento la carretera volvía a empezar a bajar. Decidimos parar en una amplia zona donde había otros coches parados. Y no me extraña que hubiera coches parados. Lo que desde allí se veía no se puede describir haciendo sin acabar siendo injusto, ya que el lenguaje por mucho que se domine (y aquí yo no soy ni de lejos un experto, más bien todo lo contrario, alguien que lo intenta y casi nunca lo consigue) nunca puede describir la realidad como los ojos la ven y el corazón la siente.

Ante nosotros se abría un valle grandioso, en todo su esplendor. Desde lo más alto de la montaña pudimos contemplar durante unos minutos los Alpes y la belleza que desprenden. Allí arriba sin más ruidos que el de algunos coches que pasaban llevando el mismo camino que nosotros, o el inverso, estuvimos un ratito pequeño. Hacía frío, aunque parezca mentira, y me tuve que poner el forro polar de Álex porque no tenía pensado que con el calor que estábamos pasando durante todo el viaje pudiera pasar el fresco que allí arriba estaba teniendo. A pesar de que estábamos muy altos, probablemente lo más alto que he estado yo en mi vida en ninguna parte del mundo, todavía había montañas mucho más altas que nosotros, pero éstas ya no nos miraban con tanto desprecio y superioridad, habíamos llegado hasta allí y, sin haber alcanzado toda su altura, podíamos tratar más de tú a tú a aquellos colosos de roca. Allí arriban Ángel se volvía a sentir en casa, no porque lo que estábamos contemplando se pareciera a su hogar en España, sino porque Ángel es de naturaleza aventurera y de espíritu montañero.  Después de tirar unas cuantas fotos para poder tener un documento gráfico del paisaje que nuestros ojos ya se estaban encargando de grabar en nuestra mente, nos volvimos a subir al coche para seguir camino. No hay que olvidar que teníamos que llegar a algún camping en medio de Suiza antes de que cerraran y nos viéramos abocados a dormir “a la intemperie”.


Sin embargo antes de llegar a nuestro posible destino, teníamos que pasar por un sitio que había visto en Madrid, en la época de planificación del viaje, cuando todas las rutas que habíamos seguido hasta la fecha no eran más que proyectos, en muchos casos soñados. La verdad es que no entiendo como Álex y Juan Carlos estuvieron “discutiendo” qué ruta llevar por el interior de Suiza para llegar a la zona del glaciar Altechs, que era nuestro principal objetivo al pasar por el paraíso de los corruptos. Y no lo entiendo por el hecho de que estuvieron barajando evitar la carretera que habíamos llevado hasta el momento y que nos había permitido descubrir la gran belleza natural de aquel país, y coger otra carretera que, más rápida que la que al final llevamos por ser menos sinuosa y más directa, nos hubiera evitado contemplar los paisajes que ya llevábamos vistos. Y todo esto lo digo yo que pensaba que Suiza era toda igual en su extensión, montaña y más montaña monótona. Obviamente este punto me será discutido por mis dos compañeros vivamente, pero como el que escribe soy yo al final el que fija la verdad también, a todo esto Ángel no decía ni pío tan absorto como iba, casi diría yo en trance, contemplando la naturaleza que nos rodeaba, y quizá pensando en perderse por esas montañas alguna vez en su vida.

Antes de descender al mundo normal del fondo de los valles suizos nos quedaba por contemplar una de las bellezas naturales más impresionante que mis ojos han contemplado nunca: el Nacimiento del Río Ródano. Es posible que haya gente que diga que nacimientos de río hay a mansalva por España, Europa y el mundo. Y no les voy a quitar la razón. Incluso es probable que haya nacimientos fluviales más hermosos o espectaculares, pero por desgracia yo no los conozco (todavía). Pero si digo que el nacimiento del Ródano es espectacular es porque creo que objetivamente lo es. Es probable que los nacimientos del Ebro en Fontibre, brotando de un manantial, o el del Tajo tengan una carga histórica importante, sobre todo en España, pero estoy seguro que ninguno de ellos, ni ningún río en España nace de un glaciar. Y tengo dudas de que haya muchos ríos en el mundo que manen de una mole gigantesca de hielo a casi 2.500 metros de altura.

La verdad es que, aunque sabía donde era el lugar donde teníamos que pararnos para ver el nacimiento del Ródano, no tenía claro de verdad donde estaba. Por suerte la gran acumulación de coches de turistas como nosotros marca el lugar como la Estrella de Belén el pesebre donde nació Jesús. Nosotros como los tres reyes magos, aunque en nuestro caso fuéramos cuatro, habíamos seguido mi instinto y terminamos aparcados en el párking del edificio de recepción de turistas. Estábamos en el último tercio de julio pero a esas alturas hacía fresquito, la manga larga no hubiera sobrado. Pero el frío mereció la pena. Atravesamos la tienda de souvenirs donde se tienen que comprar las entradas para poder llegar hasta la mismísima lengua del glaciar, y estratégicamente muy bien situada para que los curiosos que se quiera asomar a ver un poco del nacimiento del Ródano caigan en la fiebre consumista y compren algún recuero hortera de Suiza y sus símbolos típicos, y salimos a un pequeño mirador donde se podían ver los primeros momentos de vida del Ródano. Sí es cierto que decidimos, por falta del dichoso tiempo, no comprar las entradas que nos hubieran dado el privilegio de poder contemplar de cerca aquel espectáculo natural. Y también es cierto que yo no sabía que había que pagar por acercarse hasta la misma lengua del glaciar (algo que tendría que haberme imaginado estando en Suiza que cobran por todo, incluso casi por respirar).

A pesar de no poder llegar más cerca del nacimiento pudimos ver igualmente un bellísimo espectáculo. Para mí era el primer nacimiento que contemplaba en mi vida, y quizá por ello mi corazón se encogió y emocionó haciendo que se me pusieran los pelos de punta (o eso pensé yo, que era la belleza de la naturaleza la que me provocaba esa sensación, aunque bien podría haber sido el fresco que hacía allí arriba). Ver cómo el Ródano empezaba su vida de manera tan impetuosa es algo que quizá no vuelva a presenciar nunca, pero no creo que se me vaya a olvidar. El Ródano no nace al uso, sino que con una violencia inusitada se precipita al vacío en forma de cascada provocando un sonido atronador como de miles de timbales sonando al mismo tiempo, que hipnotiza y conmueve al mismo tiempo, y hace que el observador de dicho milagro de la naturaleza se quede como paralizado por el ruido, la belleza, el entorno y la fuerza imparable de la Tierra. No creo que sea posible una combinación de mayor belleza que la que reúne el nacimiento del Ródano, a pesar de que no pudimos llegar al pie del glaciar. A un lado la cascada y un pequeño lago donde reposa el río para seguir inmediatamente su camino con el glaciar de fondo del que apenas se podía vislumbrar su magnitud; al otro todo el valle por donde el Ródano da sus primeros pasos, o más bien gatea ya que todavía es un bebé aunque haya dejado atrás a su madre y se encamine de manera vertiginosa a su destino.


Pasamos unos minutos contemplando ese espectáculo, embelesados como estábamos. Pero teníamos que seguir nuestro camino, el día se estaba echando encima de nosotros y nos quedaban unos cuantos kilómetros todavía para llegar a la zona en la que teníamos pensado buscar lugar para plantar la tienda de campaña. Ya la carretera no hizo otra cosa que descender, y como suele pasar, el descenso se hizo más corto que la subida, a pesar de lo cual pudimos seguir disfrutando del paisaje, e incluso de la carretera que serpenteaba de manera más violenta que antes y describía curvas casi imposibles. Una vez en el fondo del valle, ahora sí que recuerdo que llevaba el coche Álex y Juan Carlos hacía de copiloto, volvimos al paisaje que habíamos llevado durante todo el valle anterior (aquí en parte se confirma mi suposición previa de que Suiza es toda igual y visto un valle, vistos todos, aunque obviamente con matices). Pasamos varios pueblos, en uno de los cuales bajé la ventanilla y grité si habían visto a Bárcenas recientemente o si le conocían (no pude evitar hacer la broma, y hacernos notar como buenos españoles que éramos).

Caronte.

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