Suiza son los
Alpes (y los bancos, y el chocolate, y los corruptos, y los relojes, y
Heidi...). Nadie que piense en Suiza puede no hacerlo en los Alpes: esas
montañas mágicas y míticas que todos aprendemos dónde están mientras estamos en
el colegio, y que algunos con la mente dañada por los porros y otras sustancias
terminan olvidando (pobres ignorante ellos, qué pena dan sin saberlo o sin
importarles mucho). El paisaje plano y suave con el que habíamos comenzado el
día cambió de manera radical. La tierra se elevó prácticamente de forma súbita
y pronto nos vimos rodeados de inmensos gigantes de piedra gris, pelados de
follaje y cubiertos en su mayor parte por una capa verde de un color intenso.
Ese verde sólo se puede contemplar en sitios muy privilegiados como puede ser
Asturias (nos deberíamos sentir orgullosos de esto aunque siempre saldrá la
vena derrotista española para decir que lo de fuera siempre es mejor que lo de
dentro), Irlanda o Ceilán. De repente pasamos a ser de tamaño normal mientras
íbamos por las carreteras alemanas, a ser meras hormigas en lo profundo de los
valles Suizos.
Suiza también es
el lugar idóneo para dejarse llevar por la naturaleza, para dejarse invadir por
la sensación de inferioridad que la Madre Tierra, cuando se muestra en todo su
esplendor, hace sentir a sus moradores temporales que somos los humanos. Pero
por desgracia el ser humano no sabe hacer esto, y cuando ve algo hermoso sólo
lo contempla como posibilidad de hacer dinero, o como mero objeto turístico. La
carretera que llevábamos serpenteaba por el fondo de los valles y acariciaba
las laderas de las montañas para poco a poco ir ascendiendo y cambiar de valle
y seguir su camino hacia el mismísimo corazón de los Alpes. No hubiera sido
raro que hubiéramos escuchado hablar a la montaña en medio de aquellos parajes.
Las montañas nos veían avanzar con el coche desde las alturas, mirándonos con
desprecio, orgullosas de saberse inalcanzables en su magnitud y grandiosidad
por los humanos a los que si quisieran podrían aplastar.
La belleza de
Suiza me desbordó. Y eso que no quería en un principio volver a España por la
ruta que llevábamos. No es que considerase que Suiza fuera fea, sino que sería
toda igual. Pensaba que sus paisajes iban a ser muy parecidos a los que podría
encontrar en los Pirineos o en los Picos de Europa. En el fondo no estaba tan
equivocado, no tienen nada que envidiar los parajes del Parque Nacional de
Ordesa y Monte Perdido, o la zona del Mirador de Fuente Dé, a los parajes
suizos. Pero Suiza es otra escala mucho mayor, donde el ser humano se siente
dominado por la inmensidad de la naturaleza que le rodea, cohibido a la sombra
de las montañas en el fondo de los valles, escuchando el murmurar constante de
los pequeños ríos que poco a poco irán creciendo hasta convertirse en adultos,
con la respiración cortada intentando asimilar lo que sus ojos ven y el corazón
encogido de saberse testigo de una belleza natural soberbia. En aquel viaje
creo que no hubiera cambiado pasar por Suiza por nada del mundo, quizá ni siquiera
por Londres, mi ciudad amada.
Llegó un momento
en que tuvimos que para a comer. Llevábamos ya muchas horas de viaje y nuestras
tripas, sobre todo la de Ángel, estaban
empezando a rugir casi más que el motor del coche de Juan Carlos. También es cierto
que Ángel tenía hambre a todas horas. Desde que nos encontramos con él en
Múnich vimos como se metía de cada plato de comida que ni un náufrago que
llevase meses sin probar bocado sólido se comería. Aquella jornada la verdad es
que todos llevábamos hambre. Paramos a comer en medio de la carretera. Nos
salimos en una zona de campo algo despejada en una curva de la serpenteante y
ascendente carretera, y allí nos pusimos a preparar el almuerzo. Allí en medio
de Suiza, con las vistas de un inmenso valle delante de nuestras narices, al
pie de las inmensas montañas teñidas de verde, nos dispusimos a hacernos
nuestros bocadillos de salchichón y chorizo españoles, y a beber gazpacho
andaluz. Fue algo realmente surrealista, o al menos eso me pareció a mí. No creo
que un brick de gazpacho haya llegado nunca tan lejos. Pero allí estaban, tanto
el gazpacho como el embutido español, diez días después de haber salido de
España rumbo a la aventura. Hay pruebas gráficas de la visita del gazpacho a
Suiza, Álex y Juan Carlos se empeñaron en sacar varias fotos panorámicas del
gazpacho con las montañas y el valle de fondo (a falta de admirar coches
potentes, buenas son fotos frikis de un brick de gazpacho).
Tras comer
reemprendimos nuestro camino. La carretera seguía subiendo. El ascenso se hacía
poco a poco. A penas nos dábamos cuenta de lo alto que estábamos. Atravesábamos
pequeños pueblecitos suizos con sus típicas casas de madera con flores en los
balcones; sus iglesias con tejados muy puntiagudos para librarse de la blanca y
fría nieve del invierno. En medio de las laderas de las montañas, a veces
rodeadas de bosques de pinos, se diseminaban casas solitarias. Viendo aquellas
casas me preguntaba quién viviría allí, y si lo haría durante todo el año con
el silencio que eso podría implicar. Hubo un momento en que un autobús de ruta
se nos puso delante y nuestro ritmo, y el de todos los coches que llevábamos
detrás se vio ralentizado. Pero casi que mejor que pasara eso porque la
carretera se puso complicada, como queriendo que sólo los más valientes y
atrevidos siguieran camino, como intentando proteger el paisaje que nos rodeaba
impidiendo que nuestras miradas lo desgastaran.
Las curvas cada
vez se hacían más cerradas para ganar elevación con mayor rapidez. La calzada
también se estrechaba por momentos. No había protección en el lado de la
calzada que daba al valle, a pesar de que si por desgracia una rueda de algún
coche se saliese aunque fuera un poquito de la carretera, los ocupantes del
mismo ya podían rezar lo que supieran, eso o disfrutar de las vistas mientras
el coche se deslizara hacia lo más profundo del valle. Al final llegamos a la
cima. Al paso entre dos valles. En ese momento la carretera volvía a empezar a
bajar. Decidimos parar en una amplia zona donde había otros coches parados. Y
no me extraña que hubiera coches parados. Lo que desde allí se veía no se puede
describir haciendo sin acabar siendo injusto, ya que el lenguaje por mucho que
se domine (y aquí yo no soy ni de lejos un experto, más bien todo lo contrario,
alguien que lo intenta y casi nunca lo consigue) nunca puede describir la
realidad como los ojos la ven y el corazón la siente.
Ante nosotros se
abría un valle grandioso, en todo su esplendor. Desde lo más alto de la montaña
pudimos contemplar durante unos minutos los Alpes y la belleza que desprenden.
Allí arriba sin más ruidos que el de algunos coches que pasaban llevando el
mismo camino que nosotros, o el inverso, estuvimos un ratito pequeño. Hacía
frío, aunque parezca mentira, y me tuve que poner el forro polar de Álex porque
no tenía pensado que con el calor que estábamos pasando durante todo el viaje
pudiera pasar el fresco que allí arriba estaba teniendo. A pesar de que
estábamos muy altos, probablemente lo más alto que he estado yo en mi vida en ninguna
parte del mundo, todavía había montañas mucho más altas que nosotros, pero
éstas ya no nos miraban con tanto desprecio y superioridad, habíamos llegado
hasta allí y, sin haber alcanzado toda su altura, podíamos tratar más de tú a
tú a aquellos colosos de roca. Allí arriban Ángel se volvía a sentir en casa,
no porque lo que estábamos contemplando se pareciera a su hogar en España, sino
porque Ángel es de naturaleza aventurera y de espíritu montañero. Después de tirar unas cuantas fotos para
poder tener un documento gráfico del paisaje que nuestros ojos ya se estaban
encargando de grabar en nuestra mente, nos volvimos a subir al coche para
seguir camino. No hay que olvidar que teníamos que llegar a algún camping en
medio de Suiza antes de que cerraran y nos viéramos abocados a dormir “a la
intemperie”.
Sin embargo antes
de llegar a nuestro posible destino, teníamos que pasar por un sitio que había
visto en Madrid, en la época de planificación del viaje, cuando todas las rutas
que habíamos seguido hasta la fecha no eran más que proyectos, en muchos casos
soñados. La verdad es que no entiendo como Álex y Juan Carlos estuvieron
“discutiendo” qué ruta llevar por el interior de Suiza para llegar a la zona
del glaciar Altechs, que era nuestro principal objetivo al pasar por el paraíso
de los corruptos. Y no lo entiendo por el hecho de que estuvieron barajando
evitar la carretera que habíamos llevado hasta el momento y que nos había
permitido descubrir la gran belleza natural de aquel país, y coger otra
carretera que, más rápida que la que al final llevamos por ser menos sinuosa y
más directa, nos hubiera evitado contemplar los paisajes que ya llevábamos
vistos. Y todo esto lo digo yo que pensaba que Suiza era toda igual en su
extensión, montaña y más montaña monótona. Obviamente este punto me será
discutido por mis dos compañeros vivamente, pero como el que escribe soy yo al
final el que fija la verdad también, a todo esto Ángel no decía ni pío tan
absorto como iba, casi diría yo en trance, contemplando la naturaleza que nos
rodeaba, y quizá pensando en perderse por esas montañas alguna vez en su vida.
Antes de descender
al mundo normal del fondo de los valles suizos nos quedaba por contemplar una
de las bellezas naturales más impresionante que mis ojos han contemplado nunca:
el Nacimiento del Río Ródano. Es posible que haya gente que diga que
nacimientos de río hay a mansalva por España, Europa y el mundo. Y no les voy a
quitar la razón. Incluso es probable que haya nacimientos fluviales más
hermosos o espectaculares, pero por desgracia yo no los conozco (todavía). Pero
si digo que el nacimiento del Ródano es espectacular es porque creo que
objetivamente lo es. Es probable que los nacimientos del Ebro en Fontibre,
brotando de un manantial, o el del Tajo tengan una carga histórica importante,
sobre todo en España, pero estoy seguro que ninguno de ellos, ni ningún río en
España nace de un glaciar. Y tengo dudas de que haya muchos ríos en el mundo
que manen de una mole gigantesca de hielo a casi 2.500 metros de altura.
La verdad es que,
aunque sabía donde era el lugar donde teníamos que pararnos para ver el
nacimiento del Ródano, no tenía claro de verdad donde estaba. Por suerte la
gran acumulación de coches de turistas como nosotros marca el lugar como la
Estrella de Belén el pesebre donde nació Jesús. Nosotros como los tres reyes
magos, aunque en nuestro caso fuéramos cuatro, habíamos seguido mi instinto y
terminamos aparcados en el párking del edificio de recepción de turistas.
Estábamos en el último tercio de julio pero a esas alturas hacía fresquito, la
manga larga no hubiera sobrado. Pero el frío mereció la pena. Atravesamos la
tienda de souvenirs donde se tienen que comprar las entradas para poder llegar
hasta la mismísima lengua del glaciar, y estratégicamente muy bien situada para
que los curiosos que se quiera asomar a ver un poco del nacimiento del Ródano
caigan en la fiebre consumista y compren algún recuero hortera de Suiza y sus
símbolos típicos, y salimos a un pequeño mirador donde se podían ver los
primeros momentos de vida del Ródano. Sí es cierto que decidimos, por falta del
dichoso tiempo, no comprar las entradas que nos hubieran dado el privilegio de
poder contemplar de cerca aquel espectáculo natural. Y también es cierto que yo
no sabía que había que pagar por acercarse hasta la misma lengua del glaciar
(algo que tendría que haberme imaginado estando en Suiza que cobran por todo,
incluso casi por respirar).
A pesar de no
poder llegar más cerca del nacimiento pudimos ver igualmente un bellísimo
espectáculo. Para mí era el primer nacimiento que contemplaba en mi vida, y
quizá por ello mi corazón se encogió y emocionó haciendo que se me pusieran los
pelos de punta (o eso pensé yo, que era la belleza de la naturaleza la que me
provocaba esa sensación, aunque bien podría haber sido el fresco que hacía allí
arriba). Ver cómo el Ródano empezaba su vida de manera tan impetuosa es algo
que quizá no vuelva a presenciar nunca, pero no creo que se me vaya a olvidar.
El Ródano no nace al uso, sino que con una violencia inusitada se precipita al
vacío en forma de cascada provocando un sonido atronador como de miles de
timbales sonando al mismo tiempo, que hipnotiza y conmueve al mismo tiempo, y
hace que el observador de dicho milagro de la naturaleza se quede como
paralizado por el ruido, la belleza, el entorno y la fuerza imparable de la
Tierra. No creo que sea posible una combinación de mayor belleza que la que
reúne el nacimiento del Ródano, a pesar de que no pudimos llegar al pie del
glaciar. A un lado la cascada y un pequeño lago donde reposa el río para seguir
inmediatamente su camino con el glaciar de fondo del que apenas se podía
vislumbrar su magnitud; al otro todo el valle por donde el Ródano da sus
primeros pasos, o más bien gatea ya que todavía es un bebé aunque haya dejado
atrás a su madre y se encamine de manera vertiginosa a su destino.
Pasamos unos
minutos contemplando ese espectáculo, embelesados como estábamos. Pero teníamos
que seguir nuestro camino, el día se estaba echando encima de nosotros y nos
quedaban unos cuantos kilómetros todavía para llegar a la zona en la que
teníamos pensado buscar lugar para plantar la tienda de campaña. Ya la
carretera no hizo otra cosa que descender, y como suele pasar, el descenso se
hizo más corto que la subida, a pesar de lo cual pudimos seguir disfrutando del
paisaje, e incluso de la carretera que serpenteaba de manera más violenta que
antes y describía curvas casi imposibles. Una vez en el fondo del valle, ahora
sí que recuerdo que llevaba el coche Álex y Juan Carlos hacía de copiloto,
volvimos al paisaje que habíamos llevado durante todo el valle anterior (aquí
en parte se confirma mi suposición previa de que Suiza es toda igual y visto un
valle, vistos todos, aunque obviamente con matices). Pasamos varios pueblos, en
uno de los cuales bajé la ventanilla y grité si habían visto a Bárcenas
recientemente o si le conocían (no pude evitar hacer la broma, y hacernos notar
como buenos españoles que éramos).
Caronte.
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