Lo único que ayer
por la tarde sabía cuando salí de mi casa era precisamente eso, que tenía que
salir. No podía quedarme en mi casa ayer por la tarde porque estaba empezando a
agobiarme y a sentirme encerrado en mi habitación. Pero también tengo que decir
que hasta que me decidí a salir le di muchas vueltas a mi cabeza. Es complicado
tomar la decisión de salir a dar una vuelta por el centro de Madrid sin tener
nada que hacer, simplemente por salir, y menos si es en solitario. Por eso me
costó tanto decidirme, por el mero hecho de tener que salir solo. Pero ayer por
la tarde tomé la decisión de alejarme de mi casa para evitar que la presión que
me estaba empezando a golpear el pecho y para alejar las ideas del pasado
reciente que mi mente estaba volviendo a revolver.
La excusa perfecta
que elegí para terminar de animarme a dar una vuelta fue ir a comprar un par de
libros en inglés que en las últimas semanas me habían empezado a rondar la
cabeza. Y el mejor sitio que hay en Madrid para encontrar un libro en inglés, o
en cualquier otro idioma, es la Librería Pasajes en la calle Génova (calle
famosa por albergar de momento, hasta el futuro cambio a la Cárcel de Soto del
Real, la sede del Partido Popular), muy cerca ya de la Glorieta de Alonso
Martínez. Esta librería la encontré hace cerca de un año en uno de mis paseos
de fin de semana, y luego investigando en internet y en diferentes foros y
blogs de literatura fui descubriendo su más que merecida fama. Si alguien busca
un libro en cualquier otro idioma de cualquier autor, por muy desconocido que
éste sea en esta librería lo encontrará con casi total seguridad.
Ya tenía excusa
para salir, y eso hice. Me vestí sabiendo que si me abrigaba mucho iba a pasar
calor. Porque por mucho que ayer fuera el primer día de noviembre, el tiempo
más parece de abril o mayo que de las fechas correctas en las que estamos. Este
maldito cambio climático nos va a matar a todos. Con lo que a mí me gusta el
frío y los días de mal tiempo, con viento, lluvia y niebla; esos días en los
que el no tener pareja con quien salir queda algo difuminado y en segundo plano
pensando que quien sí la tiene tampoco es que pueda salir mucho en esas
condiciones climáticas (esta idea es algo de mala persona, lo sé, y no me
siento bien cuando la pienso, pero en algunas ocasiones pensar así me hace
sentir mejor, con lo que se incrementa lo de mala persona). Espero que este
otoño veraniego se acabe pronto y pueda ya por fin vestirme con ropa más
adecuada a esta época del año.
Puede que para
llegar hasta la Librería Pasajes lo más rápido sea el metro. Pero no pienso
usar el metro más que lo justo y necesario para ir a la universidad o a la
academia de francés. Si puedo evitar coger el metro mejor. No pienso seguir
convalidando la desmantelación de este servicio público por parte de los
miserables políticos del PP en la Comunidad de Madrid, degradando el servicio
de la manera tan radical en que lo llevan haciendo en los últimos tres años.
Por esta razón cogí el autobús que para justo enfrente de mi casa y que me
lleva hasta la Plaza de Manuel Becerra. Desde allí y cogiendo otro autobús que
baja por la calle Alcalá hasta que en el cruce con la Calle Goya coge esta
última para recorrerla casi en su totalidad, cruzar la Plaza de Colón y encarar
la Calle de Génova al final de la cual me tendría que bajar porque habría
llegado a mi destino.
Como no me gusta
ir en el transporte público mirando a las musarañas cuando voy sólo, ya que ese
hecho acrecienta mi sentimiento de soledad, siempre llevo un libro conmigo. Los
libros son mis amigos más fieles y leales; mis más apasionadas amantes son sus
páginas y las historias que narran. Si no fuera por los libros creo que me
hubiera terminado de consumir en la depresión más absoluta de todas y no
hubiera podido sobreponerme a muchas situaciones muy complicadas en el ámbito
personal. El libro que me llevé ayer en el autobús es un ensayo del filósofo
Erich Fromm sobre el amor llamado “El
arte de amar”, en el que analiza qué es el amor, sus tipos, su descomposición
en la época actual y la manera de amar. La verdad es que leyendo esta visión
del amor me estoy dando cuenta de cómo a día de hoy hay muy pocas personas que
de realmente amen, y esto es una pena porque veo muchos ejemplos de ello.
Pero ir leyendo en
el autobús, o en el metro, no exime al lector de enterarse de todo aquello que
le rodea. Es más, aparte de concentrado en la lectura hay que ir siempre
pendiente de la estación por la que va el metro, o de la parada de bus en la
que uno se tiene que bajar, para evitar sustos. Pero no sólo de esto iba yo
pendiente. Cuando me subí en el autobús en la zona trasera del mismo en los
asientos que se enfrentan iban tres niñas, que no tendrían más de quince años
pero que llevaban una conversación bastante interesante, no por lo que estaban
diciendo cada una, sino por el propio tema. Una de ellas, que se veía era la
líder del grupo, que no paraba de hablar a voces como si estuviera sorda, que
no lo descarto, y de dar palmadas cuando quería hacer énfasis en algo que
estuviera diciendo, iba diciendo que hace unos días había ido a una discoteca
con el chico que le gustaba (puede que fuera novio o no, si es que a esa edad
pueden saber estos críos que es un novio/pareja/persona a la que amar) y que en
un momento se empezó a besar con él, pero que luego llego otra chica, no sé si
amiga o no y empezó a molestarles y a intentar quitarle el novio a la
susodicha. Me pareció tan absurda la conversación y en el fondo tan triste que
intenté concentrarme al máximo en la lectura para no pensar en estas tres crías
que para desgracia de todos no son minoría en la sociedad y algún día serán el
futuro de este país (si el cambio climático no ha acabado antes con nosotros).
Cuando llegué a
Manuel Becerra cambié de autobús, y ya con gente más normal y adulta emprendí
mi último tramo en transporte público. La decepción, el chasco, llegó cuando me
bajé del autobús en la parada que me correspondía. Menuda señal me enviaba el
destino para empezar la tarde. Y es que hasta ese momento no había caído en el
día que era: 1 de noviembre, día de Todos los Santos, fiesta nacional (en este
país de católico apostólico y romano como dicta la Constitución….ah no que la Constitución
dice que España es un país laico). Cuando vi que la librería estaba cerrada a
cal y canto, con los cierres metálicos echados y todas las luces apagadas, me
sentí como un verdadero imbécil, porque el objetivo fundamental de haber
salido, la excusa que me había dado a mí mismo para dejar mi casa e irme solo
por ahí, era comprarme unos libros. En ese momento lo único que pensé fue qué
hacer en ese momento: me volvía a mi casa con ese mal sabor de boca como un
fracasado y dándome vergüenza de mí mismo, o seguir dando una vuelta por donde
me llevaran mis pies. Opté por la segunda opción.
Para sobreponerme
del mazazo emocional de encontrarme la librería cerrada, crucé la calle Génova
y me compré una palmera de chocolate en la Viena Capellanes. Las palmeras de
chocolate de Viena Capellanes son un pecado mortal imposible de redimir por
mucha penitencia que se haga, pero como la manzana del árbol prohibido son deliciosas
y yo mismo condenaría a la humanidad a mil años de trabajos forzados por una de
ellas. No me puedo resistir, lo siento, soy débil y lo reconozco. Pero antes de
que nadie me juzgue probad dichas palmeras y después decidme si no cometeríais
el mismo pecado una y mil veces. Con mi palmera en la mano y el libro en el
bolsillo de la cazadora me puse en marcha por las calles de Madrid sin saber
muy bien dónde ir. Esa decisión la iría tomando a medida que avanzara por las
calles y en cada cruce decidiría si ir a izquierdas o a derechas.
Caminando di con
la Plaza de París, uno de los lugares que menos gente conoce en Madrid, y por
eso suele estar siempre bastante tranquila. En esta plaza se dan lugar dos de
las sedes judiciales más importantes de este país, como son El tribunal supremo
que ocupa el lado sur de la plaza y la Audiencia Nacional (que actualmente se
encuentra en obras de remodelación y ampliación), lugar donde se juzgan la
mayor parte de los temas de terrorismo y corrupción. Detrás del Tribunal
Supremo, aunque más bien formando parte del mismo edificio que un día fue un
convento de religiosas, se encuentra la Iglesia de las Salesas Reales, que aparte
de un exterior deslumbrante y grandioso, guarda en su interior dos secretos en
forma de tumbas. Poca gente sabe, o mejor dicho menos gente de la que sería
normal sabe que en el interior de esta iglesia madrileña se encuentran
enterrados un Rey de España y un militar/político bastante famoso. El Rey es
Fernando VI, que a diferencia que todos sus antepasados y sucesores no está
enterrado en el Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial sino en la
capital de España; mientras que el militar y político es Leopoldo O’Donnell.
Si uno no se
atreve a entrar en las diferentes joyas arquitectónicas de Madrid, y a pasear
por la calles de esta maravillosa ciudad nunca podrá descubrir estos pequeños
secretos. Aunque ya había estado antes en esta iglesia y ya había visto las
tumbas de ambas personalidades, volví a entrar. No soy muy religioso que se
diga, no voy a misa a no ser que haya una boda, un funeral o un bautizo. No
comulgo con las creencias cerradas de la Iglesia a la que pertenezco por
bautismo, pero ayer me senté en uno de los bancos de la Iglesia de las Salesas
Reales y me puse a rezar. Llevaba muchos años sin rezar en una iglesia. No sé
por qué lo hice, simplemente estando allí sentado sentí la necesidad de
hacerlo. Supongo que en momentos personales complicados que uno vive aquellas
vías de escape que antes descartaba de primeras terminan siendo una opción
válida más. Quizá por esto ayer me aferré a mis propias creencias y en el
silencioso interior de la Iglesia de las Salesas Reales, enfrente del sepulto
del Rey Fernando VI, me puse a rezar, a encontrarme conmigo mismo, a sentirme
sólo voluntariamente para encontrar una paz interior que en los últimos tiempos
parece que he perdido. Pedí a quien tuviese la potestad de conceder sea quien
sea, y se llame como se llame, que me guiara por un camino que me condujera a
la felicidad y al amor que es lo único que quiero en mi vida; ni poder, ni
reconocimiento, ni riquezas, ni fama es lo que busco, sólo un camino que seguir
que me haga realizarme como persona.
Caronte.
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