domingo, 2 de noviembre de 2014

Por fin una señal clara (I)

Lo único que ayer por la tarde sabía cuando salí de mi casa era precisamente eso, que tenía que salir. No podía quedarme en mi casa ayer por la tarde porque estaba empezando a agobiarme y a sentirme encerrado en mi habitación. Pero también tengo que decir que hasta que me decidí a salir le di muchas vueltas a mi cabeza. Es complicado tomar la decisión de salir a dar una vuelta por el centro de Madrid sin tener nada que hacer, simplemente por salir, y menos si es en solitario. Por eso me costó tanto decidirme, por el mero hecho de tener que salir solo. Pero ayer por la tarde tomé la decisión de alejarme de mi casa para evitar que la presión que me estaba empezando a golpear el pecho y para alejar las ideas del pasado reciente que mi mente estaba volviendo a revolver.

La excusa perfecta que elegí para terminar de animarme a dar una vuelta fue ir a comprar un par de libros en inglés que en las últimas semanas me habían empezado a rondar la cabeza. Y el mejor sitio que hay en Madrid para encontrar un libro en inglés, o en cualquier otro idioma, es la Librería Pasajes en la calle Génova (calle famosa por albergar de momento, hasta el futuro cambio a la Cárcel de Soto del Real, la sede del Partido Popular), muy cerca ya de la Glorieta de Alonso Martínez. Esta librería la encontré hace cerca de un año en uno de mis paseos de fin de semana, y luego investigando en internet y en diferentes foros y blogs de literatura fui descubriendo su más que merecida fama. Si alguien busca un libro en cualquier otro idioma de cualquier autor, por muy desconocido que éste sea en esta librería lo encontrará con casi total seguridad.

Ya tenía excusa para salir, y eso hice. Me vestí sabiendo que si me abrigaba mucho iba a pasar calor. Porque por mucho que ayer fuera el primer día de noviembre, el tiempo más parece de abril o mayo que de las fechas correctas en las que estamos. Este maldito cambio climático nos va a matar a todos. Con lo que a mí me gusta el frío y los días de mal tiempo, con viento, lluvia y niebla; esos días en los que el no tener pareja con quien salir queda algo difuminado y en segundo plano pensando que quien sí la tiene tampoco es que pueda salir mucho en esas condiciones climáticas (esta idea es algo de mala persona, lo sé, y no me siento bien cuando la pienso, pero en algunas ocasiones pensar así me hace sentir mejor, con lo que se incrementa lo de mala persona). Espero que este otoño veraniego se acabe pronto y pueda ya por fin vestirme con ropa más adecuada a esta época del año.

Puede que para llegar hasta la Librería Pasajes lo más rápido sea el metro. Pero no pienso usar el metro más que lo justo y necesario para ir a la universidad o a la academia de francés. Si puedo evitar coger el metro mejor. No pienso seguir convalidando la desmantelación de este servicio público por parte de los miserables políticos del PP en la Comunidad de Madrid, degradando el servicio de la manera tan radical en que lo llevan haciendo en los últimos tres años. Por esta razón cogí el autobús que para justo enfrente de mi casa y que me lleva hasta la Plaza de Manuel Becerra. Desde allí y cogiendo otro autobús que baja por la calle Alcalá hasta que en el cruce con la Calle Goya coge esta última para recorrerla casi en su totalidad, cruzar la Plaza de Colón y encarar la Calle de Génova al final de la cual me tendría que bajar porque habría llegado a mi destino.

Como no me gusta ir en el transporte público mirando a las musarañas cuando voy sólo, ya que ese hecho acrecienta mi sentimiento de soledad, siempre llevo un libro conmigo. Los libros son mis amigos más fieles y leales; mis más apasionadas amantes son sus páginas y las historias que narran. Si no fuera por los libros creo que me hubiera terminado de consumir en la depresión más absoluta de todas y no hubiera podido sobreponerme a muchas situaciones muy complicadas en el ámbito personal. El libro que me llevé ayer en el autobús es un ensayo del filósofo Erich Fromm sobre el amor llamado “El arte de amar”, en el que analiza qué es el amor, sus tipos, su descomposición en la época actual y la manera de amar. La verdad es que leyendo esta visión del amor me estoy dando cuenta de cómo a día de hoy hay muy pocas personas que de realmente amen, y esto es una pena porque veo muchos ejemplos de ello.

Pero ir leyendo en el autobús, o en el metro, no exime al lector de enterarse de todo aquello que le rodea. Es más, aparte de concentrado en la lectura hay que ir siempre pendiente de la estación por la que va el metro, o de la parada de bus en la que uno se tiene que bajar, para evitar sustos. Pero no sólo de esto iba yo pendiente. Cuando me subí en el autobús en la zona trasera del mismo en los asientos que se enfrentan iban tres niñas, que no tendrían más de quince años pero que llevaban una conversación bastante interesante, no por lo que estaban diciendo cada una, sino por el propio tema. Una de ellas, que se veía era la líder del grupo, que no paraba de hablar a voces como si estuviera sorda, que no lo descarto, y de dar palmadas cuando quería hacer énfasis en algo que estuviera diciendo, iba diciendo que hace unos días había ido a una discoteca con el chico que le gustaba (puede que fuera novio o no, si es que a esa edad pueden saber estos críos que es un novio/pareja/persona a la que amar) y que en un momento se empezó a besar con él, pero que luego llego otra chica, no sé si amiga o no y empezó a molestarles y a intentar quitarle el novio a la susodicha. Me pareció tan absurda la conversación y en el fondo tan triste que intenté concentrarme al máximo en la lectura para no pensar en estas tres crías que para desgracia de todos no son minoría en la sociedad y algún día serán el futuro de este país (si el cambio climático no ha acabado antes con nosotros).

Cuando llegué a Manuel Becerra cambié de autobús, y ya con gente más normal y adulta emprendí mi último tramo en transporte público. La decepción, el chasco, llegó cuando me bajé del autobús en la parada que me correspondía. Menuda señal me enviaba el destino para empezar la tarde. Y es que hasta ese momento no había caído en el día que era: 1 de noviembre, día de Todos los Santos, fiesta nacional (en este país de católico apostólico y romano como dicta la Constitución….ah no que la Constitución dice que España es un país laico). Cuando vi que la librería estaba cerrada a cal y canto, con los cierres metálicos echados y todas las luces apagadas, me sentí como un verdadero imbécil, porque el objetivo fundamental de haber salido, la excusa que me había dado a mí mismo para dejar mi casa e irme solo por ahí, era comprarme unos libros. En ese momento lo único que pensé fue qué hacer en ese momento: me volvía a mi casa con ese mal sabor de boca como un fracasado y dándome vergüenza de mí mismo, o seguir dando una vuelta por donde me llevaran mis pies. Opté por la segunda opción.

Para sobreponerme del mazazo emocional de encontrarme la librería cerrada, crucé la calle Génova y me compré una palmera de chocolate en la Viena Capellanes. Las palmeras de chocolate de Viena Capellanes son un pecado mortal imposible de redimir por mucha penitencia que se haga, pero como la manzana del árbol prohibido son deliciosas y yo mismo condenaría a la humanidad a mil años de trabajos forzados por una de ellas. No me puedo resistir, lo siento, soy débil y lo reconozco. Pero antes de que nadie me juzgue probad dichas palmeras y después decidme si no cometeríais el mismo pecado una y mil veces. Con mi palmera en la mano y el libro en el bolsillo de la cazadora me puse en marcha por las calles de Madrid sin saber muy bien dónde ir. Esa decisión la iría tomando a medida que avanzara por las calles y en cada cruce decidiría si ir a izquierdas o a derechas.

Caminando di con la Plaza de París, uno de los lugares que menos gente conoce en Madrid, y por eso suele estar siempre bastante tranquila. En esta plaza se dan lugar dos de las sedes judiciales más importantes de este país, como son El tribunal supremo que ocupa el lado sur de la plaza y la Audiencia Nacional (que actualmente se encuentra en obras de remodelación y ampliación), lugar donde se juzgan la mayor parte de los temas de terrorismo y corrupción. Detrás del Tribunal Supremo, aunque más bien formando parte del mismo edificio que un día fue un convento de religiosas, se encuentra la Iglesia de las Salesas Reales, que aparte de un exterior deslumbrante y grandioso, guarda en su interior dos secretos en forma de tumbas. Poca gente sabe, o mejor dicho menos gente de la que sería normal sabe que en el interior de esta iglesia madrileña se encuentran enterrados un Rey de España y un militar/político bastante famoso. El Rey es Fernando VI, que a diferencia que todos sus antepasados y sucesores no está enterrado en el Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial sino en la capital de España; mientras que el militar y político es Leopoldo O’Donnell.

Si uno no se atreve a entrar en las diferentes joyas arquitectónicas de Madrid, y a pasear por la calles de esta maravillosa ciudad nunca podrá descubrir estos pequeños secretos. Aunque ya había estado antes en esta iglesia y ya había visto las tumbas de ambas personalidades, volví a entrar. No soy muy religioso que se diga, no voy a misa a no ser que haya una boda, un funeral o un bautizo. No comulgo con las creencias cerradas de la Iglesia a la que pertenezco por bautismo, pero ayer me senté en uno de los bancos de la Iglesia de las Salesas Reales y me puse a rezar. Llevaba muchos años sin rezar en una iglesia. No sé por qué lo hice, simplemente estando allí sentado sentí la necesidad de hacerlo. Supongo que en momentos personales complicados que uno vive aquellas vías de escape que antes descartaba de primeras terminan siendo una opción válida más. Quizá por esto ayer me aferré a mis propias creencias y en el silencioso interior de la Iglesia de las Salesas Reales, enfrente del sepulto del Rey Fernando VI, me puse a rezar, a encontrarme conmigo mismo, a sentirme sólo voluntariamente para encontrar una paz interior que en los últimos tiempos parece que he perdido. Pedí a quien tuviese la potestad de conceder sea quien sea, y se llame como se llame, que me guiara por un camino que me condujera a la felicidad y al amor que es lo único que quiero en mi vida; ni poder, ni reconocimiento, ni riquezas, ni fama es lo que busco, sólo un camino que seguir que me haga realizarme como persona.
Caronte.

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