domingo, 23 de noviembre de 2014

La destrucción del odio

El odio es uno de los sentimientos más fuertes que puede experimentar el ser humano, ya que parte de la misma raíz que el amor. Pero a diferencia del amor que siempre enriquece y hace que uno se sienta realizado, vivo, contento y feliz; el odio destruye y no deja nada en pie en nuestro interior. El odio es como un virus que una vez se mete en nuestro corazón avanza sin tregua por nuestro ser y se expande a todos los rincones de nuestra alma. Quien odia no sabe el daño que este sentimiento le hace hasta que no es capaz de abstraerse y mirar las cosas desde fuera y ver que no es la misma persona que ante de odiar. Quien ha odiado sabe la ruina interior que conlleva el odio, y los escombros que deja en sus sentimientos futuros imposibles de reconstruir sin miedo a que se vuelvan a caer. El odio no sirve de nada, a menos que uno quiera terminar destruido, arrasado por dentro, sin capacidad sentimental alguna.

El amor y el odio son dos sentimientos gemelos que nacen del corazón de las personas. Por este parentesco tienen la misma fuerza, sin embargo mientras el amor es capaz de construir una vida llena de luz y vitalidad, donde no hay hueco para la desdicha, el odio solo es capaz de destruir, aniquilar todo a su paso y sembrar de sombras todo nuestro ser. Amor y odio. Ambos salen de lo más profundo de nuestro ser, de nuestro corazón y siempre van dirigidos hacia otra persona. Quien ama con toda la intensidad de la que es capaz, también es capaz de odiar. Sin embargo mientras que amando, aparte de llenar nuestro propio corazón, somos capaces de compartir ese sentimiento y llenar el corazón de otra persona, odiando solo destruimos nuestro corazón. A pesar de que el odio también va dirigido contra alguien, es un sentimiento egoísta que no se comparte y que es unidireccional, solo se transmite en un sentido (salvo en el odio mutuo, pero este odio no es el mismo ni de la misma intensidad), y por tanto sólo destruye a la persona que lo siente y no a la que lo recibe, aunque a ésta también le pueda afectar en algún momento.

El odio no es del todo irracional, no se siente porque sí. Esta es una diferencia fundamental con el amor. El odio se genera después de conocer a una persona y en muchas ocasiones después de haberla querido lo suficiente como para que tras una decepción, una traición o una frustración este afecto, este amor se convierta de la noche a la mañana en odio visceral. Esta mutación puede ocurrir en un espacio de tiempo muy corto si la relación sentimental ha sido muy intensa al menos por una de las partes, sin embargo los peores odios son aquellos que van arraigando en el interior de nosotros con el paso del tiempo, debido a una relación afectiva hacia otra persona más larga y duradera que por circunstancias de la vida acaba de manera brusca y aparentemente sin una razón de peso.

Las personas estamos destinadas a querer a nuestros semejantes, a amar a las personas. Este afecto, este amor tienen varios grados de intensidad. Obviamente no se quiere igual a tu pareja, a la que se llega a amar con todas las fuerzas de las que cada uno es capaz y con una entrega total y absoluta del alma a la persona amada, que a un amigo al que se quiere, respeta y aprecia en muy diversos grados hasta que esa persona pueda constituir un apoyo muy importante a lo largo de nuestras vidas. Tampoco es igual el amor que se siente por nuestros padres, o abuelos, o tíos y primas, y mucho menos por nuestros hijos, sobre todo cuando éstos son todavía vulnerables y pequeños y necesitan la protección y el calor del amor paterno y materno. Sin embargo por muy diferentes matices que se quiera poner a estos sentimientos todos emanan del mismo: el amor. Si no pudiéramos amar no seríamos capaces de tener amigos, ni de formar una familia, ni mucho menos de mantener una relación con nuestra pareja; aunque también es cierto que hay quien confunde esto sentimientos y se cree en posesión de amigos, familia y pareja cuando en realidad no tiene nada. Estas personas son quizá las más desgraciadas del mundo, porque piensan que los sentimientos hacia su familia, amigos y pareja son diferentes, sin entender que no es así, que es un único sentimiento, el amor, pero expresado con diversa intensidad.

El amor es único. Se puede querer a un amigo igual que se quiere a los padres o abuelos, e igual que se quiere a nuestra pareja. Sólo varía el grado de intensidad de ese sentimiento y los pequeños matices que regulan la relación que tenemos con cada uno de los pilares sentimentales principales que deben componer la vida de cada persona: familia, amigos y pareja. Y es precisamente contra estos pilares contra los que el odio más duramente ataca, sin miramientos ni misericordia. El amor que puede tornar en odio en un periodo de tiempo muy pequeño y lo que antes era un pilar bien cimentado por el afecto y el cariño, puede pasar a convertirse en polvo. Como las termitas en la madera, el odio termina por carcomer todos los rincones de nuestros sentimientos, de nuestro corazón, de nuestra alma, hasta no dejar más que una carcasa – el cuerpo – vacía de su sustancia principal, los sentimientos buenos.

Una persona llena de odio está vacía. Una persona que se ha dejado vencer por este sentimiento tan destructivo y dañino ha perdido la capacidad para ser persona, ya que sin sentir amor no se puede vivir. Bueno sí se puede vivir pero la existencia de las personas llenas de odio no es tal cosa. Es una existencia rastrera en la que la persona no podrá experimentar ningún sentimiento bueno y no podrá sentirse realizada del todo. Vivir con odio es doloroso, lo sé bien, porque en el último año he sabido lo que este sentimiento significa. Sé qué es haber odiado a una persona, sé qué es que mis entrañas guíen mis actos, sé qué es comportarse miserablemente guiado por unos sentimientos hacia una persona que ni siquiera el más miserable de los seres humanos merece.

Durante una época pasé de querer mucho a una persona a odiarla. No fue un proceso rápido de la noche a la mañana, muchas fueron las etapas que ese odio fue ganando y terminando hasta afianzarse en mi interior. Pero ¿de qué me sirvió? Es cierto que en los primeros momentos, cuando el odio ya es veía ganador dentro de mi alma, hacía que me sintiera bien sintiendo esto hacia aquella persona. Cada vez que podía soltar alguna pulla dirigida a la persona a la que odiaba, encaminada a hacer daño lo hacía, y me sentía bien. Creía que ese odio era más que justificado por todo lo que yo sentía que aquella persona me había hecho desde que la conocí. Con el tiempo ese odio me sirvió para poder poner mucha distancia con esa persona, para intentar borrarla de mi vida, pero mientras dura el odio, como sentimiento que es, no se puede olvidar nada ni a nadie.

Poco a poco el odio fue destruyendo la persona que yo creía ser. A veces no me reconocía en mí mismo por las cosas que hacía o decía. Me veía en el espejo e intentaba meterme en mi corazón para saber si todavía quedaba parte de lo que sabía que en el fondo yo era. El odio fue aumentando su fuerza y su presencia en mi alma y en mi corazón, hasta tal punto de que ya no disfrutaba ni siquiera de mis amigos de verdad. Quizá fue por ellos, o más bien gracias a ellos que me di cuenta de que me estaba convirtiendo en una persona desagradable, sin buenos sentimientos y sin la capacidad de querer y amar a las personas que de verdad se preocupaban de mí. En el momento en que vi que con las personas con las que antes me lo pasaba bien, ya no era capaz de disfrutar, fue cuando me dije que tenía que plantar cara al odio.

Ningún sentimiento es invencible, y desde el momento en que los sentimientos emanan de nuestro corazón, de nuestra alma podemos controlarlos, vencerlos y superarlos. Son nuestros sentimientos, y nosotros mismo somos los únicos que podemos vencerlos. No es fácil la tarea de controlar los sentimientos, y mucho menos aquellos que son tan fuertes y casi irracionales como el odio y el amor, pero se puede hacer. No siempre es bueno controlar nuestros sentimientos, en el caso del amor es mejor darle rienda suelta ya que a pesar de que en alguna ocasión (probablemente muchas más de las que deseamos) nos podrá conducir por un camino lleno de dolor y decepciones, la mayoría de las veces nos llevará a horizontes donde seremos felices y dichosos, donde conoceremos al amor de nuestra vida y donde podremos querer sin complejos a quienes nos rodean, sin pensar en qué pensará el mundo.

Al ver en qué nivel me encontraba, viendo en qué me había convertido, decidí plantarle cara a mi odio. No fue algo fácil, ni mucho menos rápido. Tuve que enfrentarme a mis recuerdos, ponerlos en orden y separar aquellos que merecía la pena guardar y mantener más o menos vivos, de los que era mejor relegar al pasado y dejar que el tiempo los fuera poco a poco cubriendo de polvo, musgo, óxido o de lo que sea que el tiempo usa para envolver el pasado para que no se pueda distinguir. Enfrentarme a esos recuerdos fue lo más duro, sobre todo a aquellos que más avivaban las llamas de odio, aquellos que me hacían ver las razones por las que se generó ese odio que estaba intentando vencer. Cada vez que intentaba confrontar recuerdos buenos con aquellos que más me desgarraban por dentro más duramente me atacaba el odio, y más visceral se volvía. Sin embargo me di cuenta que por mucho que el odio siguiera avanzando y poniéndose insoportable se podía vencer. Esto me dio ánimos para seguir enfrentándome a él, a mis miedos. Sabía que tenía que vencer porque no quería darme asco, porque al final el odio termina por distorsionar la propia imagen que tenemos de nosotros mismo y también hace que nos comportemos de manera poco racional. En esto último el odio se vuelve a comportar como el amor, cuando más virulento se pone menos racional es nuestro comportamiento.

Quien pueda enfrentarse al odio primero deberá preguntarse si quiere hacerlo. No es un proceso sencillo y cuesta mucho esfuerzo, físico y mental. El odio agota a las personas aunque parezca que muchas ocasiones da fuerzas porque nos hace sentirnos bien, como redimidos contra las afrentas sufridas, realizadas por la persona contra la que va dirigida nuestro odio. En el peor momento, cuando me di cuenta que ya no podía aguantar mucho más tiempo sintiendo ese odio que me revolvía las entrañas y que cada vez que se manifestaba me destruía un poco más como persona, me sentía completamente agotado, y muchas veces desmoralizado por ver qué me estaba pasando. Darse cuenta de esto no siempre es sencillo y en muchas ocasiones hay odios que nunca se enfrentan y nunca se superan. Hay odios que se fijan en nuestra alma y la ennegrecen, como una chimenea queda marcada por el hollín del fuego, de manera permanente haciendo que quedemos completamente destruidos como personas. Si no se quita esa oscura mancha de nuestra alma y nuestro corazón llega un momento en que por mucho que se intente quitar no saldrá, habrá dejado su impronta perenne y estaremos perdidos.

Por suerte, y supongo que también por asco hacia mí mismo por ver cómo me comportaba y la imagen que estaba dando a las personas a las que sí quería de verdad y que estaban a mi lado a pesar de verme casi consumido por el odio, pude plantar cara a tiempo. Como ya he dicho la mejor manera de que el odio empiece a perder terreno en nuestro interior es poner cada sentimiento en su sitio. El pasado al pasado, y el presente a ser vivido. Las palabras dichas no se pueden enmudecer, aunque sí se pueden enmendar; las acciones realizadas no pueden ser omitidas. Pero tanto palabras dichas o escuchadas como acciones realizadas o recibidas pertenecen al pasado y por tanto desde el presente, todavía, no podemos hacer nada para suprimirlas. Vivir pendiente todo el tiempo de sentir odio, pensando que es justo ese sentimiento, y de hacer y decir cosas para acrecentarlo intentando devolver todo lo que sentía que aquella persona me había hecho, me hacía sentir tan asqueroso a veces que sabía que no podía mantener esa actitud eternamente, o al menos mientras viera y tuviera que convivir que dicha persona.

Al odio se le combate con determinación, y básicamente no por la persona contra la que se siente sino por uno mismo. El odio a quién más daño hace es a quien lo siente, y no la persona contra la que va dirigido. Cuando se odia mutuamente esto cambia, y al igual que en matemáticas dos signos negativos se convierten en uno positivo, cuando dos odios viscerales se sienten a la vez se contrarrestan y parecen menos aunque terminan siendo igual de destructivos. Sin embargo el odio unidireccional tiene carácter aniquilador de la personalidad y deja yermo el corazón que lo padece si no se hace nada por controlarlo. A pesar de todo el odio no se puede terminar de eliminar, pero sí se puede adormecer y prácticamente relegar a un segundo plano. Las cosas que hacen daño, lo que nos ha herido en lo más profundo no se puede olvidar. Yo no estoy hablando en ningún momento de olvidar, sino de colocar cada sentimiento en el lugar que le corresponde y no permitir que el odio arrase el campo de mi corazón y mi alma para que en el futuro pueda seguir queriendo y amando a las personas que me rodean y que me puedan rodear en el futuro.

Si hubiera dejado durante más tiempo al odio campar a sus anchas en mi corazón no sé como hubiera acabado. Lo que sí sé es que tenía que quitarme de encima este sentimiento desolador, tenía que dejar de darme asco a mí mismo por las cosas que pensaba y deseaba sólo llevado por el odio. Quizá haya habido motivos para sentir ese odio contra la persona hacia la que lo sentía, pero cuando este sentimiento se ve fuerte y no encuentra resistencia para asentarse en uno, empieza a acrecentar los recuerdos, a hacerlos mucho más graves de lo que fueron, desfigura la realidad para acomodarla a su propio interés para así poder seguir creciendo y destruyendo por dentro el resto de sentimientos. Nadie, por muy miserable que se sea, merece ser odiado por otra persona. El odio es una enfermedad que a lo largo de la historia lo único que ha conseguido es aniquilar sociedades, destruir familiar, y separar a dos personas que en algún momento se querían y apreciaban. Por muy justificado que pueda parecer este sentimiento pocas cosas, si no nada, lo justifican (sólo el odio recíproco puede parecer más justificado). El amor implica también odio, y por tanto el odio en cierto sentido también implica amor; pero así como el amor es el mejor fertilizante de nuestro corazón y permite que crezca la felicidad y hacernos mejores personas, el odio es el más tóxico de los pesticidas que no deja nada de vida a su paso, matando cualquier posibilidad futura de amar, haciéndonos insensibles, convirtiéndonos en seres asquerosos, destruyéndonos.

Caronte.

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