El odio es uno de
los sentimientos más fuertes que puede experimentar el ser humano, ya que parte
de la misma raíz que el amor. Pero a diferencia del amor que siempre enriquece
y hace que uno se sienta realizado, vivo, contento y feliz; el odio destruye y
no deja nada en pie en nuestro interior. El odio es como un virus que una vez
se mete en nuestro corazón avanza sin tregua por nuestro ser y se expande a
todos los rincones de nuestra alma. Quien odia no sabe el daño que este sentimiento
le hace hasta que no es capaz de abstraerse y mirar las cosas desde fuera y ver
que no es la misma persona que ante de odiar. Quien ha odiado sabe la ruina
interior que conlleva el odio, y los escombros que deja en sus sentimientos
futuros imposibles de reconstruir sin miedo a que se vuelvan a caer. El odio no
sirve de nada, a menos que uno quiera terminar destruido, arrasado por dentro,
sin capacidad sentimental alguna.
El amor y el odio
son dos sentimientos gemelos que nacen del corazón de las personas. Por este
parentesco tienen la misma fuerza, sin embargo mientras el amor es capaz de
construir una vida llena de luz y vitalidad, donde no hay hueco para la
desdicha, el odio solo es capaz de destruir, aniquilar todo a su paso y sembrar
de sombras todo nuestro ser. Amor y odio. Ambos salen de lo más profundo de
nuestro ser, de nuestro corazón y siempre van dirigidos hacia otra persona.
Quien ama con toda la intensidad de la que es capaz, también es capaz de odiar.
Sin embargo mientras que amando, aparte de llenar nuestro propio corazón, somos
capaces de compartir ese sentimiento y llenar el corazón de otra persona,
odiando solo destruimos nuestro corazón. A pesar de que el odio también va
dirigido contra alguien, es un sentimiento egoísta que no se comparte y que es
unidireccional, solo se transmite en un sentido (salvo en el odio mutuo, pero
este odio no es el mismo ni de la misma intensidad), y por tanto sólo destruye
a la persona que lo siente y no a la que lo recibe, aunque a ésta también le
pueda afectar en algún momento.
El odio no es del
todo irracional, no se siente porque sí. Esta es una diferencia fundamental con
el amor. El odio se genera después de conocer a una persona y en muchas
ocasiones después de haberla querido lo suficiente como para que tras una
decepción, una traición o una frustración este afecto, este amor se convierta
de la noche a la mañana en odio visceral. Esta mutación puede ocurrir en un
espacio de tiempo muy corto si la relación sentimental ha sido muy intensa al
menos por una de las partes, sin embargo los peores odios son aquellos que van
arraigando en el interior de nosotros con el paso del tiempo, debido a una
relación afectiva hacia otra persona más larga y duradera que por
circunstancias de la vida acaba de manera brusca y aparentemente sin una razón
de peso.
Las personas
estamos destinadas a querer a nuestros semejantes, a amar a las personas. Este
afecto, este amor tienen varios grados de intensidad. Obviamente no se quiere
igual a tu pareja, a la que se llega a amar con todas las fuerzas de las que
cada uno es capaz y con una entrega total y absoluta del alma a la persona
amada, que a un amigo al que se quiere, respeta y aprecia en muy diversos
grados hasta que esa persona pueda constituir un apoyo muy importante a lo
largo de nuestras vidas. Tampoco es igual el amor que se siente por nuestros
padres, o abuelos, o tíos y primas, y mucho menos por nuestros hijos, sobre
todo cuando éstos son todavía vulnerables y pequeños y necesitan la protección
y el calor del amor paterno y materno. Sin embargo por muy diferentes matices
que se quiera poner a estos sentimientos todos emanan del mismo: el amor. Si no
pudiéramos amar no seríamos capaces de tener amigos, ni de formar una familia,
ni mucho menos de mantener una relación con nuestra pareja; aunque también es
cierto que hay quien confunde esto sentimientos y se cree en posesión de
amigos, familia y pareja cuando en realidad no tiene nada. Estas personas son
quizá las más desgraciadas del mundo, porque piensan que los sentimientos hacia
su familia, amigos y pareja son diferentes, sin entender que no es así, que es
un único sentimiento, el amor, pero expresado con diversa intensidad.
El amor es único.
Se puede querer a un amigo igual que se quiere a los padres o abuelos, e igual
que se quiere a nuestra pareja. Sólo varía el grado de intensidad de ese
sentimiento y los pequeños matices que regulan la relación que tenemos con cada
uno de los pilares sentimentales principales que deben componer la vida de cada
persona: familia, amigos y pareja. Y es precisamente contra estos pilares
contra los que el odio más duramente ataca, sin miramientos ni misericordia. El
amor que puede tornar en odio en un periodo de tiempo muy pequeño y lo que
antes era un pilar bien cimentado por el afecto y el cariño, puede pasar a
convertirse en polvo. Como las termitas en la madera, el odio termina por
carcomer todos los rincones de nuestros sentimientos, de nuestro corazón, de
nuestra alma, hasta no dejar más que una carcasa – el cuerpo – vacía de su sustancia
principal, los sentimientos buenos.
Una persona llena
de odio está vacía. Una persona que se ha dejado vencer por este sentimiento
tan destructivo y dañino ha perdido la capacidad para ser persona, ya que sin
sentir amor no se puede vivir. Bueno sí se puede vivir pero la existencia de
las personas llenas de odio no es tal cosa. Es una existencia rastrera en la
que la persona no podrá experimentar ningún sentimiento bueno y no podrá
sentirse realizada del todo. Vivir con odio es doloroso, lo sé bien, porque en
el último año he sabido lo que este sentimiento significa. Sé qué es haber
odiado a una persona, sé qué es que mis entrañas guíen mis actos, sé qué es
comportarse miserablemente guiado por unos sentimientos hacia una persona que
ni siquiera el más miserable de los seres humanos merece.
Durante una época
pasé de querer mucho a una persona a odiarla. No fue un proceso rápido de la
noche a la mañana, muchas fueron las etapas que ese odio fue ganando y
terminando hasta afianzarse en mi interior. Pero ¿de qué me sirvió? Es cierto
que en los primeros momentos, cuando el odio ya es veía ganador dentro de mi
alma, hacía que me sintiera bien sintiendo esto hacia aquella persona. Cada vez
que podía soltar alguna pulla dirigida a la persona a la que odiaba, encaminada
a hacer daño lo hacía, y me sentía bien. Creía que ese odio era más que
justificado por todo lo que yo sentía que aquella persona me había hecho desde
que la conocí. Con el tiempo ese odio me sirvió para poder poner mucha
distancia con esa persona, para intentar borrarla de mi vida, pero mientras
dura el odio, como sentimiento que es, no se puede olvidar nada ni a nadie.
Poco a poco el
odio fue destruyendo la persona que yo creía ser. A veces no me reconocía en mí
mismo por las cosas que hacía o decía. Me veía en el espejo e intentaba meterme
en mi corazón para saber si todavía quedaba parte de lo que sabía que en el
fondo yo era. El odio fue aumentando su fuerza y su presencia en mi alma y en
mi corazón, hasta tal punto de que ya no disfrutaba ni siquiera de mis amigos
de verdad. Quizá fue por ellos, o más bien gracias a ellos que me di cuenta de
que me estaba convirtiendo en una persona desagradable, sin buenos sentimientos
y sin la capacidad de querer y amar a las personas que de verdad se preocupaban
de mí. En el momento en que vi que con las personas con las que antes me lo
pasaba bien, ya no era capaz de disfrutar, fue cuando me dije que tenía que
plantar cara al odio.
Ningún sentimiento
es invencible, y desde el momento en que los sentimientos emanan de nuestro
corazón, de nuestra alma podemos controlarlos, vencerlos y superarlos. Son
nuestros sentimientos, y nosotros mismo somos los únicos que podemos vencerlos.
No es fácil la tarea de controlar los sentimientos, y mucho menos aquellos que
son tan fuertes y casi irracionales como el odio y el amor, pero se puede
hacer. No siempre es bueno controlar nuestros sentimientos, en el caso del amor
es mejor darle rienda suelta ya que a pesar de que en alguna ocasión
(probablemente muchas más de las que deseamos) nos podrá conducir por un camino
lleno de dolor y decepciones, la mayoría de las veces nos llevará a horizontes
donde seremos felices y dichosos, donde conoceremos al amor de nuestra vida y
donde podremos querer sin complejos a quienes nos rodean, sin pensar en qué
pensará el mundo.
Al ver en qué
nivel me encontraba, viendo en qué me había convertido, decidí plantarle cara a
mi odio. No fue algo fácil, ni mucho menos rápido. Tuve que enfrentarme a mis
recuerdos, ponerlos en orden y separar aquellos que merecía la pena guardar y
mantener más o menos vivos, de los que era mejor relegar al pasado y dejar que
el tiempo los fuera poco a poco cubriendo de polvo, musgo, óxido o de lo que
sea que el tiempo usa para envolver el pasado para que no se pueda distinguir.
Enfrentarme a esos recuerdos fue lo más duro, sobre todo a aquellos que más
avivaban las llamas de odio, aquellos que me hacían ver las razones por las que
se generó ese odio que estaba intentando vencer. Cada vez que intentaba confrontar
recuerdos buenos con aquellos que más me desgarraban por dentro más duramente
me atacaba el odio, y más visceral se volvía. Sin embargo me di cuenta que por
mucho que el odio siguiera avanzando y poniéndose insoportable se podía vencer.
Esto me dio ánimos para seguir enfrentándome a él, a mis miedos. Sabía que
tenía que vencer porque no quería darme asco, porque al final el odio termina
por distorsionar la propia imagen que tenemos de nosotros mismo y también hace
que nos comportemos de manera poco racional. En esto último el odio se vuelve a
comportar como el amor, cuando más virulento se pone menos racional es nuestro
comportamiento.
Quien pueda
enfrentarse al odio primero deberá preguntarse si quiere hacerlo. No es un
proceso sencillo y cuesta mucho esfuerzo, físico y mental. El odio agota a las
personas aunque parezca que muchas ocasiones da fuerzas porque nos hace
sentirnos bien, como redimidos contra las afrentas sufridas, realizadas por la
persona contra la que va dirigida nuestro odio. En el peor momento, cuando me
di cuenta que ya no podía aguantar mucho más tiempo sintiendo ese odio que me
revolvía las entrañas y que cada vez que se manifestaba me destruía un poco más
como persona, me sentía completamente agotado, y muchas veces desmoralizado por
ver qué me estaba pasando. Darse cuenta de esto no siempre es sencillo y en
muchas ocasiones hay odios que nunca se enfrentan y nunca se superan. Hay odios
que se fijan en nuestra alma y la ennegrecen, como una chimenea queda marcada
por el hollín del fuego, de manera permanente haciendo que quedemos
completamente destruidos como personas. Si no se quita esa oscura mancha de
nuestra alma y nuestro corazón llega un momento en que por mucho que se intente
quitar no saldrá, habrá dejado su impronta perenne y estaremos perdidos.
Por suerte, y
supongo que también por asco hacia mí mismo por ver cómo me comportaba y la
imagen que estaba dando a las personas a las que sí quería de verdad y que
estaban a mi lado a pesar de verme casi consumido por el odio, pude plantar
cara a tiempo. Como ya he dicho la mejor manera de que el odio empiece a perder
terreno en nuestro interior es poner cada sentimiento en su sitio. El pasado al
pasado, y el presente a ser vivido. Las palabras dichas no se pueden enmudecer,
aunque sí se pueden enmendar; las acciones realizadas no pueden ser omitidas.
Pero tanto palabras dichas o escuchadas como acciones realizadas o recibidas
pertenecen al pasado y por tanto desde el presente, todavía, no podemos hacer
nada para suprimirlas. Vivir pendiente todo el tiempo de sentir odio, pensando
que es justo ese sentimiento, y de hacer y decir cosas para acrecentarlo
intentando devolver todo lo que sentía que aquella persona me había hecho, me
hacía sentir tan asqueroso a veces que sabía que no podía mantener esa actitud
eternamente, o al menos mientras viera y tuviera que convivir que dicha
persona.
Al odio se le
combate con determinación, y básicamente no por la persona contra la que se
siente sino por uno mismo. El odio a quién más daño hace es a quien lo siente,
y no la persona contra la que va dirigido. Cuando se odia mutuamente esto
cambia, y al igual que en matemáticas dos signos negativos se convierten en uno
positivo, cuando dos odios viscerales se sienten a la vez se contrarrestan y parecen
menos aunque terminan siendo igual de destructivos. Sin embargo el odio
unidireccional tiene carácter aniquilador de la personalidad y deja yermo el
corazón que lo padece si no se hace nada por controlarlo. A pesar de todo el
odio no se puede terminar de eliminar, pero sí se puede adormecer y
prácticamente relegar a un segundo plano. Las cosas que hacen daño, lo que nos
ha herido en lo más profundo no se puede olvidar. Yo no estoy hablando en
ningún momento de olvidar, sino de colocar cada sentimiento en el lugar que le
corresponde y no permitir que el odio arrase el campo de mi corazón y mi alma
para que en el futuro pueda seguir queriendo y amando a las personas que me
rodean y que me puedan rodear en el futuro.
Si hubiera dejado
durante más tiempo al odio campar a sus anchas en mi corazón no sé como hubiera
acabado. Lo que sí sé es que tenía que quitarme de encima este sentimiento
desolador, tenía que dejar de darme asco a mí mismo por las cosas que pensaba y
deseaba sólo llevado por el odio. Quizá haya habido motivos para sentir ese
odio contra la persona hacia la que lo sentía, pero cuando este sentimiento se
ve fuerte y no encuentra resistencia para asentarse en uno, empieza a
acrecentar los recuerdos, a hacerlos mucho más graves de lo que fueron,
desfigura la realidad para acomodarla a su propio interés para así poder seguir
creciendo y destruyendo por dentro el resto de sentimientos. Nadie, por muy
miserable que se sea, merece ser odiado por otra persona. El odio es una
enfermedad que a lo largo de la historia lo único que ha conseguido es
aniquilar sociedades, destruir familiar, y separar a dos personas que en algún
momento se querían y apreciaban. Por muy justificado que pueda parecer este
sentimiento pocas cosas, si no nada, lo justifican (sólo el odio recíproco
puede parecer más justificado). El amor implica también odio, y por tanto el
odio en cierto sentido también implica amor; pero así como el amor es el mejor
fertilizante de nuestro corazón y permite que crezca la felicidad y hacernos
mejores personas, el odio es el más tóxico de los pesticidas que no deja nada
de vida a su paso, matando cualquier posibilidad futura de amar, haciéndonos insensibles,
convirtiéndonos en seres asquerosos, destruyéndonos.
Caronte.
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