domingo, 30 de noviembre de 2014

Suiza: el ying y el yang (Parte III)

Si hasta entonces habíamos hecho el camino con un sol de justicia, a veces caluroso y jodesto (entre jodido y molesto), a veces frío como sólo él puede llegar a ser a veces, hubo un momento en que las nubes empezaron a cubrir el valle. Poco a poco fueron como desbordándose por las cimas de las montañas y tornando gris un cielo que hasta entonces había sido azul. La temperatura fue acorde con el cielo y también se volvió más fría. Ahora ya sí que la manga y el pantalón cortos sobraban del todo. El problema es que no pudimos cambiarnos de ropa para adecuarnos a las nuevas condiciones hasta que llegamos al camping donde pasaríamos la noche.

Cuando llegamos más o menos a la zona donde habíamos planeado en un principio acampar nos dedicamos a buscar un camping que satisficiera todas nuestras demandas. Al final escogimos uno bastante amplio con diversas parcelas de muy diferente tipo todas tupidas con una hierba bastante crecidita y con un verde intensísimo. Dicho camping estaba dividido en dos partes separadas por el mismísimo Río Ródano, ya algo más crecidito, aunque apenas seguía siendo un bebé con toda su vida por delante. Decidimos plantar la tienda de campaña al otro lado del río justo encima del mismo con unas vistas impresionantes de todo el valle en el que estábamos con las montañas enfrente de nosotros. El rio se convirtió en omnipresente durante las horas que pasamos en aquel camping, incluida la noche, ya que su murmullo constante pasó a ser como la banda sonora de nuestra estancia allí.

Los gerentes del camping formaban una pareja, cuanto menos peculiar: él suizo germano parlante que no entendía ni papa de ningún otro idioma que no fuera el alemán, por más que probamos con el inglés y el francés, y ella de origen filipino o malayo (me recordó a Isabel Preysler, no sé por qué) que sin ser una políglota experta entendía algo más que su marido. Fue con la mujer con la que nos intentamos comunicar más para alquilar la parcela para la tienda de campaña y el coche. También fue a ella a la que preguntamos cómo funcionaban las duchas. Montar la tienda de campaña también fue una odisea, aunque por primera vez en aquel viaje éramos cuatro para hacerlo. La verdad es que Ángel fue como un rayo de luz en un día gris en dicha tarea debido a su larga experiencia montando tiendas de campaña con los scouts, lo que suplió mi más que ineficiente ayuda. Como en los campings anteriores yo me encargué de buscar y pedir entre nuestros vecinos de acampada un martillo o maza para poder clavar las piquetas que sujetaran la tienda al suelo. La verdad es que me costó menos trabajo que en otros campings ya que todos los allí acampados, a pesar de que ninguno tenía tienda de campaña sino caravanas, hablaban inglés (lo que corresponde a un país como Suiza que recibe corruptos de todas partes del mundo para hablar asuntos negros en los que el inglés es el idioma oficial, aunque parece que últimamente va ganando peso el español) y hacían el esfuerzo de entenderme.


Una vez establecidos y montada la tienda de campaña tocaba ducharse. Para tal empresa había que pagar, no recuerdo la cantidad exacta ahora mismo (seguro que Álex o Juan Carlos sí, más este último por llevar todas las cuentas del viaje como hace Montoro en Hacienda), algo que sinceramente me indignó bastante teniendo en cuenta que el agua les sobra. Y aún pagando sólo teníamos tres minutos de agua caliente para ducharnos por completo. Si hubiéramos estado en otro país y hubiera hecho otra temperatura exterior no me hubiera importado ducharme con agua fría, incluso podría haber sido hasta mejor, pero aquel día lo de usar agua fría no era la mejor opción. El agua salía helada, hubiéramos muerto de hipotermia, o si no muerto que puede ser una exageración digna de esta narración, sí hubiéramos salido sin distinguirnos el sexo de lo encogido que todo hubiera quedado (dejo al lector la parte imaginativa de este asunto).

Esperando mi turno de ducha me dediqué contemplar el curso del Ródano encima del puente que comunicaba las dos partes del camping. Allí parado sólo, ya que mis compañeros de viaje estaban empezando a preparar las cosas para la cena, recordé otros momentos vividos hacía algo más de un año en los Pirineos en otro curso de agua mucho menos famoso e ilustre que el Ródano. Mucho había pasado desde entonces y ver esas aguas plateadas del Ródano e imaginarme su gélida temperatura me hizo volver a esos días pasados en una casa rural en Llavorsí (Lérida) durante los cuales hice rafting y me divertí con amigos. No pude más que sentir añoranza de aquellos días. Pero también el Ródano me decía dónde estaba en ese momento, tan lejos de mi casa, y lo que había vivido hasta la fecha, y me hizo ver que sin las personas con las que estaba allí no hubiera ido nunca hasta ese lugar en el que estábamos. Viendo el Ródano pasar debajo de mis pies me sentí minúsculo y sin importancia alguna en el devenir del mundo; vi que yo simplemente era una gota en el océano que es el mundo, una gota con la que quizá el mundo seguiría siendo igual si no estuviera, una gota que a lo mejor haría que el mundo fuera de manera diferente si faltara. Quién sabe.

Tras ducharnos todos tocó cenar. ¡Ay la cena! Si alguien nos hubiera dicho aquella misma mañana que quizá lo que más íbamos a recordar, no sé si en el fondo para bien o para mal, de nuestro paso por Suiza sería la cena y lo que supuso, hubiéramos negado la mayor. La cena iba a ser algo bastante rudimentario: una ensalada normal y corriente, y unas salchichas a la plancha cocinadas en el infernillo de campaña que llevábamos. La cuestión es que justo detrás de donde habíamos acampado había una roulot plantada con su tenderete delante de la puerta sobre una pequeña terracilla firma pavimentada, con su mesa de plástico, que aparentemente nos pareció que no estaba ocupada por nadie, sino que estaba allí de un año para otro a la espera de ser alquilada. Como no había ningún lugar más o menos plano para apoyar el camping-gas Álex y yo, encargados de hacer las salchichas, decidimos usar la mesa de plástico como apoyo sin mayores intenciones, como habíamos hecho en otros campings en Alemania. Hasta ahí creo que se puede considerar como normal lo que estábamos haciendo. Sin embargo Juan Carlos (podría decir que fuimos todos los que le secundamos y apoyamos su iniciativa, pero queda mejor decir que todo fue idea suya y que el resto actuamos enajenados por el hambre y el frío) propuso echar un vistazo dentro de la roulot para ver si había sillas donde sentarse y cenar como señores en mesa, como en un restaurante con unas vistas inigualables.

Juan Carlos abrió la puerta de la roulot y tras comprobar que estaba abandonada (dudo ahora de qué concepto de abandono tiene mi amigo) sacó cuatro sillas de plástico para sentarnos. Una vez todos tuvimos nuestros traseros ocupando la silla correspondiente y habiendo empezado a cenar, apareció un coche ocupado por una pareja de jubilados (o esa imagen me dieron) que nos echaron una de esas miradas que si mataran nos hubieras fulminado al instante. No sé qué cara se nos quedó, pero no creo que fuera muy buena. El silencio que se provocó entre nosotros al ver aparecer el coche y darnos cuenta que la roulot que habíamos pensado vacía, en realidad tenía sus dueños, y que estos acababan de aparecer, silenció hasta al mismísimo río Ródano. El mundo se paró un instante. Como atravesados por una corriente eléctrica nos levantamos de las sillas y empezamos a recoger todo. Los dueños salieron del coche y empezaron a preguntar que qué narices hacíamos. Obviamente no teníamos respuesta para la pregunta. ¿Qué les íbamos a decir? ¿Que habíamos pensamos que no había nadie en la roulot y por eso allanamos una propiedad privada para usar sin permiso alguno unas sillas y una mesa que no eran nuestras? Obviamente lo único que hicimos fue pedir disculpas en todos los idiomas que sabíamos, francés, inglés, español, alemán. Recogimos todo lo más rápido que pudimos y limpiamos todo lo que habíamos podido ensuciar para dejar todo en el mismo estado en el que lo encontramos.

Habiendo pasado ya muchos meses de aquel incidente, todavía siento vergüenza por lo que hice/hicimos. No hay explicación alguna para poder justificar nuestros actos aquel día a pocos metros de un joven Ródano, en un inmenso, frío y verde valle suizo rodeados de gigantescas montañas. No ha razón para lo que hicimos, aquel acto impulsivo que nos llevó a usar propiedad ajena como propia. No puedo explicar razonadamente porqué hicimos lo que hicimos. Y no lo puedo explicar porque no hay razones objetivas que avalaran aquello. También es cierto que tiene su punto cómico, es difícil de ver pero está ahí. Y es que pocos minutos antes de que los dueños de la roulot “abandonada” aparecieran con su coche habíamos estado comentando como algo casi improbable la aparición de los mismos. Muchas veces la realidad supera a la ficción, y este es un buen ejemplo de esto. Obviamente no estoy nada orgulloso de aquello pero fue una vivencia más durante aquel viaje, muy probablemente la más desagradable, pero tan real como cualquier otra, y por tanto no la puedo negar. Si pienso en aquello de manera seria veo la barbaridad que hicimos y la imagen de España que dimos, porque al final siempre quedarán en la memoria de los dueños de la roulot que unos “españoles”, o si no fueron capaces de ubicar nuestro país de origen al menos pensaría unos “extranjeros del sur de Europa”, se han aprovechado de nosotros. Sin embargo si lo pienso de manera menos estricta no puedo menos que reírme de aquella anécdota, porque al final no fue más que eso, que siempre podré contar, si no a mis hijos o nietos, a quien quiera escucharla.

Terminamos de cenar sentados en la verde hierba suiza con las montañas de fondo y el murmurar continuo de Ródano. Más avergonzados que otra cosa intentamos no provocar más molestias a nuestros vecinos de camping e intentamos pasar lo más desapercibidos posibles el resto del tiempo que nos quedaba en aquel campin. Después de cenar, y antes de meternos en la tienda de campaña para descansar después de un día largo y lleno de emociones, y para intentar que aquel día acabara lo antes posible para olvidar el asunto del allanamiento de roulot, decidimos darnos una vuelta por los alrededores del camping. Si la impresión que teníamos es que el camping era grande en el momento en que nos pusimos a andar descubrimos que era inmenso. Había parcelas preparadas para acoger caravanas y tiendas de campaña metidas en medio del bosque, muy alejadas de la zona donde estábamos nosotros. Sin embargo estas parcelas estaban vacías.

Poco a poco la noche fue cayendo y la oscuridad iba creciendo a medida que seguíamos alejándonos de nuestra tienda de campaña. Pasamos al lado de un cercado con vacas que mugieron a nuestro paso y se acercaron a la valle pensando que éramos conocidos que las llevábamos algo. La noche estaba fría. Fría y húmeda. La combinación de ambos factores hacía que la sensación térmica calara hasta los huesos. Sin lugar a dudas fue la noche más fría de cuantas pasamos este verano. En un momento dado muy a pesar de Ángel que hubiera seguido caminando por el medio de la naturaleza sin más ruidos que el lejano pasar del Ródano, decidimos volver hacia la tienda de campaña y acabar el día. Quizá tendríamos que haber seguido un rato más explorando la naturaleza sin saber muy bien donde estábamos, pero la verdad es que yo estaba muerto de frío, y la oscuridad me hacía no tener toda la confianza en mí mismo, porque pierdo mucha visión por la noche.

De vuelta en la tienda de campaña, preparamos todo para descansar y dormir. El día había sido muy largo, pero se había pasado muy pronto. La intensidad con la que habíamos vivido todo aquel día desde que salimos de Múnich ya pesaba más de lo que hubiéramos querido. Pero habían sido muchas las vivencias y emociones, y muy intensas. En Suiza, aquel primer día de nuestra estancia en el país del dinero negro, vivimos su parte amable, el ying, en la que la naturaleza en todo su esplendor es la protagonista de la vida diaria de sus habitantes, una naturaleza desbordante por todos los costados que hace sentir al ser humano como una pieza insignificante del funcionar del mundo. Pero también pudimos comprobar que se puede vivir la parte mala, el yang, inducida por nuestra propia sangre latina que nos llevó a cometer un acto del que, supongo, ninguno de mis compañeros en aquel viaje estará orgulloso (bueno ahora que lo pienso Juan Carlos siempre ha dicho que volvería a actuar de la manera que lo hizo, supongo que por eso de ser el inductor del delito, porque no se ha divertido más en su vida) pero que todos recordaremos al final con una sonrisa y riéndonos de nosotros mismos e imaginándonos las caras que tuvimos que poner cuando la realidad nos dio con toda su fuerza en las narices.

Caronte.

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