domingo, 2 de noviembre de 2014

Por fin una señal clara (II)

Después de salir de la iglesia de las Salesas Reales, bajé por la calle Bárbara de Braganza hasta toparme con el Paseo de Recoletos, una de las zonas que más me gustan de mi Madrid. A pesar de que la noche no estaba para nada fresca, y menos entre edificios, al llegar a este majestoso paseo arbolado, la brisa que siempre corre por Madrid me hizo abrocharme un poco la cazadora que llevaba puesta. La oscuridad ya lo abarcaba todo, a pesar de que eran poco más de las siete de la tarde, pero en esta época del año la luz se despide pronto de las calles y deja a la oscuridad se apodere de las mismas e incluso del propio espíritu de los ciudadanos. No había mucho tráfico y por eso se podía pasear tranquilamente sin ese ruido constante de coches pasando cerca. Hubo una cosa que me llamó peculiarmente la atención y que me hizo esbozar una sonrisa de incredulidad. Justo cuando tomé el Paseo de Recoletos, muy cerca del Café del Espejo, un par de muchachas jóvenes rompieron a voces señalando la estatua de Valle-Inclán. Cuando miré pensando que ¡vaya dos mujeres que se sorprenden por una estatura que lleva ahí desde que tengo memoria!, me di cuenta que algo no iba bien en la estatua. Como he dicho ayer fue 1 de noviembre, Día de Todos los Santos, y todavía coleaba en Madrid el espíritu de Halloween. Los gritos de las dos jóvenes venían motivados porque la estatua de Valle-Inclán tenía puesto en los ojos un par de leds de color rojo que le daban in aire demoníaco. Cuadro lo descubrí, esbocé una sonrisa pensando qué hubiera pensado el maestro de las letras al ver su estatua de tal guisa.

Como no llevaba rumbo alguno, sino que simplemente me dejaba llevar por mis pies, cuando llegué a la Plaza de Cibeles habiendo tenido que abandonar la parte central del Paseo de Recoletos debido a las obras de remodelación del pavimento que se están llevando a cabo (y que llegan muchos años después de que se prometieran, como consecuencia de que en apenas cinco meses hay elecciones municipales) decidí seguir camino por el Paseo del Prado y no subir hacia Sol o Gran Vía por la Calle Alcalá. Quizá en otras circunstancias hubiera tomado dirección Sol, pero ayer no me apetecía estar entre tanta gente. No quería ir donde más aglomeración hubiera para así evitar ver a grupos de amigos o a parejas cogidas de la mano o abrazadas dando un paseo. Ya que iba solo prefería ir por donde menos gente hubiera para no ver hacer lo que otros como yo estaban haciendo aunque no les conociera.

Crucé la plaza de Cibeles y seguí mí paseo por el Paseo del Prado, que también está en obras para mejorar su pavimento y sus aceras. En Neptuno me crucé a la acera del Hotel Ritz y me dirigí hacia el Museo del Prado. Aquí en vez de seguir por su fachada principal, es decir por delante de la entrada de Velázquez, decidí irme por detrás y subir hasta la Iglesia de los Jerónimos. Esta zona de Madrid es sin lugar a dudas la más bonita. No tiene rival este conjunto formado por la RAE, los Jerónimos, el Casón del Buen Retiro, el Propio Museo del Prado y también porque no el Ritz. El barrio de los borbones como se le conoce a las calles que se encuentran encerradas entre la calle de Alcalá, el Paseo del Prado, la calle Alfonso XII y el Real Jardín Botánico. Es una zona muy tranquila desde la que se puede llegar en apenas unos minutos a cualquier parte de Madrid, y pasear por las tardes de verano por el Retiro para poder huir del ajetreo de la vida diaria y del calor que hace en los días estivales en la capital de España. En otoño e invierno esta zona parece desolada y desierta, la noche abraza los edificios y les da un aire de misterio y abandono que en cierto modo es falso y verdadero al mismo tiempo.

Por la parte trasera del Museo del Prado, una zona sin apenas gente en la que uno puede pasear sin sentir que nadie le mira y que nadie piensa en la razón que me hace ir solo un sábado por la tarde. Llegué hasta la entrada de Murillo del Museo y de ahí seguí por la verja del Jardín Botánico hasta llegar a la Plaza de Atocha. Y allí en Atocha pude contemplar otro de los grandes edificios de Madrid, para mí uno de los más hermosos, testigo de otra época en la Madrid empezaba a ser ciudad y dejaba atrás su espíritu de pueblo. Hablo de la Estación de Atocha ese inmenso edificio que parece un ser de otro tiempo ya extinto, cuyo cadáver se mantiene incorrupto. La belleza de la Estación de Atocha pocas estaciones la igualan. Desde Atocha pocos caminos podía tomar que no me alejaran mucho del centro, de hecho sólo uno me seguía manteniendo en el Madrid más céntrico. Subí por la Cuesta del Moyano, que como su propio nombre indica necesita de un esfuerzo no despreciable para ser remontada. Ayer tarde, tanto por la hora que era como por ser un día festivo, las casetas de los libreros estaban todas cerradas. Una pena porque siempre que paso por allí y las casetas están abiertas mis sentidos disfrutan como un niño con sus nuevos juguetes el día de Reyes. En esta zona tampoco había mucha gente, salvo los cada vez más típicos runners y los chavales con sus skates. Al llegar a la parte alta de la cuesta decidí seguir por el Retiro.

Como buen día de difuntos que era, mis pasos me hicieron entrar en el Parque del Retiro por la Puerta del Ángel Caído, no sé si aquello fue una señal o simplemente pura casualidad por Halloween, pero allí estaba. Dentro del Retiro la brisa se hizo algo más fresca, hasta tal punto que me tuve a abrochar del todo la cazadora que llevaba puesta. Siempre es un placer entrar en el Retiro, sobre todo en verano durante esos larguísimos días de luz que disfruta esta ciudad para resguardarse del calor sofocante que desprende el asfalto de las calles. En invierno, o en un otoño decente, el Retiro muestra su carácter más arisco y frío. La muerte llega al parque, los árboles pierden sus ropajes de hojas; los verdes tonos de los árboles tornan en cálidos ocres, naranjas y amarillos, hasta quedar en marrones apagados. Las hojas que hasta hacía unas semanas todavía aguantaban en los árboles empiezan a caer y a cubrir el suelo. La oscuridad de la tarde hace que las siluetas de los árboles queden resaltadas sobre el cielo iluminado por los destellos de las farolas de la ciudad, e incluso la estatua al diablo parece tener miedo de lo que pueden encerrar las sendas oscuras y sombrías que parten de los senderos principales del parque.

Por todo el camino que seguí por el Parque del Retiro me crucé con mucha gente, aunque no tanta como con la que me hubiera cruzado por Gran Vía o Sol. Muchos eran los corredores que desafiando a la oscura tarde, a la fresca brisa del retiro y a las cuestas y desniveles del parque me pasaban corriendo y respirando sonoramente. También muchas eran las personas que iban acompañadas por sus perros. No sé si por Halloween o porque ahora es moda pero muchos perros llevaban al cuello un collar luminoso que hacía que en la oscuridad solo se distinguiera dicho collar (de luces verdes, azules, rojas o moradas) moviéndose en solitario. Al principio pensé que era una especie de broma macabra que se había puesto de moda, pero al acercarme a esas luces solitarias me di cuenta que eran simples collares. Pero no sólo a corredores y perros con sus dueños da cobijo el Retiro por las tardes sea cual sea la época del año. También son muchos los patinadores, tanto que hubo un momento en el que, mientras iba por el Paseo de Coches camino de la Calle O’Donnell, me rodeó un grupo de unas diez personas todas ellas sobre patines como si fueran un banco de peces sorteando a un animal mucho más lento que ellos. Y también muchas eran las parejas que iban por el Retiro; solas o en grupo, cogidas de la mano, abrazadas, sentadas en un banco o caminando por separado pero juntos. Pocos éramos los que desafiábamos a la oscuridad del Retiro en solitario buscando quien sabe qué o a quién, o simplemente intentando encontrarnos a nosotros mismo para así poder buscar en algún momento aquello que ahora no tenemos y anhelamos.

Ya era hora de salir del Parque y volver al corazón urbano de Madrid. Dejé atrás el Retiro por la Puerta de O’Donnell y me metí en el corazón del barrio de Salamanca hasta que callejeando alcancé la calle Príncipe de Vergara y poco después la calle Goya en la que de nuevo volví a sentir el calor atípico de la noche. Subí la calle Goya decidido a remediar el chasco del principio de la tarde y comprarme algún libro en inglés en la Casa del Libro, aun sabiendo que la variedad de libros que tienen en la Librería Pasajes nadie la iguala. Cuando llegué a la Casa del Libro eran poco más de las ocho de la tarde. Todavía me faltaba una hora para que mi padre terminara de trabajar y me volviera con él a casa.

Para mí entrar en cualquier librería es no saber cuánto tiempo voy a pasar dentro, ni si voy a comprar uno o dos o tres libros, o si acaso voy a comprar algo. Entrar en una librería es como si entrara en el armario que lleva a Narnia, para mí el tiempo no avanza en una librería o lo hace sin yo darme cuenta. Los libros en lengua extranjera están en el sótano. Allí bajé. Y allí encontré la segunda decepción de la tarde, no tenían ninguno de los libros que iba buscando, ni siquiera otros que me pudieran llamar la atención para comprarlo de rebote. No me lo podía creer. Después de toda la tarde paseando, improvisando una ruta a medida que iba caminando, no era justo acabar así la tarde: con las manos vacías.  Subí de nuevo a la planta baja de la Casa del Libro y me puse a mirar estanterías como un sonámbulo, mirando título tras título, apuntando mentalmente aquellos autores que me podían interesas así como los títulos de algunos libros que me parecían interesantes. Siempre suelo mirar nuevos títulos de autores que llevo leyendo mucho tiempo. Esta búsqueda sin objetivo me relaja y me hace sentir bien, diferente. Estar rodeado de libro me hace no sentirme solo, olvidad por un momento todo el mundo que hay fuera de la librería y al que me tengo que enfrentar todos los días me guste o no, con éxito o sin él.

Pero después de varias decepciones librescas, la tarde me guardaba una sorpresa más que inesperada. Entre los libros con los que me topé estaba “Los cipreses cree en Dios” de José María Gironella, un libro que llevaba buscando casi dos años con una intensidad que ni Sherlock Holmes a la hora de resolver un crimen. En todas y cada una de las librerías en las que entraba, fueran grandes superficies o simples librerías de barrio de toda la vida, preguntaba por este libro. Y muchas veces había mirado en la Casa del Libro de Goya por un ejemplar, pero nunca lo habían tenido. Y sin embargo allí lo tenía delante de mis ojos. Incrédulo de mí lo cogí y lo sopesé en mis manos. Pesaba lo suyo ya que era un ejemplar en tapa dura, de una de las últimas ediciones que se habían tirado de esa novela. Lo volví a dejar en su sitio pensando que si lo tenían ahí bien podría volver cualquier otro día a por él tras consultar con mis padres y pensármelo bien. Dejé la zona de libros en tapa dura y me fui hacia la de libros de bolsillo a seguir mirando títulos y autores que me pudieran interesar para el futuro.

De nuevo, y para mi asombro, me volví a topar con “Los cipreses creen en Dios” de nuevo, ahora en ejemplar de bolsillo, bastante menos pesado que su hermano mayor de tapa dura, pero igualmente voluminoso. No podía ser verdad. Dos ejemplares de un libro que llevaba tanto tiempo buscando en la misma tienda el día en que había decidido abandonar la prisión de mi cuarto para salir a dar un paseo y comprarme un par de libros en inglés, que no había podido comprar porque la librería inicial a la que había ido estaba cerrada por ser día festivo y que en esa misma librería en la que me hallaba tampoco había podido encontrar. Por primera vez en mi vida tenía claro que eso tenía que significar algo. No se pueden dar a la vez tantas señales que le señalan a uno lo que tiene que hacer. No pude hacer otra cosa que no fuera comprar ese libro. El destino, el azar, Dios, mi suerte (buena o mala), Buda, la providencia, esa fuerza mayor que controla todas las vidas que hay sobre la tierra; fuera lo que fuera todas estas señales no podían significar otra cosa: tenía que comprar el libro. Así lo hice, y así acabó la tarde de ayer que con tan mala fortuna empecé. Por una vez en la vida algo fuera de mi entendimiento me había ayudado a tomar un camino sin yo mismo quererlo. Ayer fue la primera vez que vi claramente una señal que me indicaba nítidamente lo que tenía que hacer. El problema es que no siempre se encuentran esas señales de manera tan resolutiva.

Cartonte.

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