domingo, 6 de diciembre de 2015

El Vals del Emperador (XLVIII)

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(Viene de la entrada anterior.)

Entraron al Sacher. Anna saludó a Rocío, la recepcionista española que estaba colocando unas flores en una mesa y que al verlos se interesó por ellos y el día que habían pasado. A Anna casi no le dio tiempo a contestar porque vio como él se dirigía casi sin saludar a la amable recepcionista hacia los ascensores. Tras reunirse de nuevo con él le reprochó sus prisas diciéndole que daba imagen de persona cascarrabias y gruñona, además de maleducado. Él ignoró esas críticas y simplemente musitó que estaba cansado y que quería echarse un poco en la cama para afrontar la tarde y la noche de fin de año sereno y fresco.

Anna se dio cuenta de que por mucho que descansara no iba a borrar de su cabeza por sí mismo aquello que le perturbaba por ello al salir del ascensor en su planta y camino de su habitación se acercó a él y le abrazó por detrás haciendo que se parara en mitad del pasillo donde sin él esperarlo, o esa es la impresión que ella tuvo, le plantó un beso que le desarmó por completo y que le dejó totalmente atónito. Para nada él hubiera pensado que Anna se comportaría de esa manera tan cariñosa después de lo arisco que había estado él en los últimos minutos, por ello se la quedó mirando con una cara llena de asombro, con unos ojos abiertos como platos que la escrutaban de arriba abajo intentando descubrir qué es lo que vendría a continuación: si un reproche seguido de la consiguiente charla y las preguntas posteriores; o por el contario si ese beso anticipaba una especie de reconciliación o perdón que corría un tupido velo sobre esa actitud arisca.

Antes de llegar a la puerta de su habitación Anna le volvió a besar de esa manera, aunque la sorpresa ya no fue como con el primer beso. Delante de la puerta, y al igual que pasó el día anterior Anna empezó a besarle desde la espalda el cuello y a morderle ligeramente el lóbulo de la oreja, sin dejar de agarrarle por la cintura atrayéndole hacia ella.

– ¿Pero a ti que te pasa cada vez que llegamos al hotel? – Preguntó él sorprendido nada más cerrar la puerta y viendo como ella nada más quitarse el abrigo se volvía hacia él para seguir besándole.
– A mí nada. Deja de preguntar anda. – Dijo ella divertida mirándole a los ojos profundamente, con esa mirada que ponen a veces las mujeres y que poco deja a la imaginación de los hombres
– No creo que me merezca esto después de cómo me he comportado desde hace un rato. – Dijo él dejándose besar.
– No. Pero a mí me apetece besarte y hacerte el amor. – Contestó ella cortante pero llena de sinceridad tanto en la voz como en la mirada.
– Pensé que después del beso que me has dado en el pasillo iba a venir una reprimenda. – Confesó él confiado de que ella iba a seguir en la misma actitud.
– La reprimenda llegará. Por eso no te preocupes. – Sonrió ella. – Pero ahora me apetece acostarme contigo. ¿A ti no? – Insinuó ella sensualmente.
– No creo que nadie en su sano juicio te dijera que no a esa pregunta. – Apuntó él a medida que ahora era él el que se acercaba a ella para besarla en el cuello y cogerla en brazos mientras ella se enroscaba en él pasando sus piernas por detrás de la cintura de él.

A partir de ese momento sólo los cuerpos mudos hablaron. Sobraron las palabras y fueron la pasión y el deseo los que cobraron protagonismo entre ellos dos. Se desnudaron de mala manera, sin preocuparse de cómo caían las ropas en el suelo y los diferentes muebles de la habitación (hasta apareció un zapato de ella detrás de uno de los cojines del sofá grande de la habitación; y unos calcetines de él justo al lado del portafolio que había encima del escritorio de madera maciza). Se dejaron llevar por lo que sus cuerpos querían. Sus cabezas dejaron de pensar en nada más que en el placer y el sexo. Eso era en parte lo que Anna quería: que él dejara por unos minutos de martirizarse por un pasado que solo le generaba dolor y amargura y le hacía perderse las cosas buenas que la vida le regalaba. Él por su parte a pesar de desear el cuerpo de Anna con todas sus fuerzas y de no ser capaz de prestar atención a nada más que no fueran esas piernas esbeltas y bien formadas, largas como un día sin pan, ese vientre liso y esos pechos exultantes, firmes pero sin ser exuberantes como esas mujeres a las que la naturaleza dota de dos senos del tamaño de sandías con los que se podría alimentar a dos familias tradicionales españolas, de esas pertenecientes al Opus Dei que no saben qué es un preservativo, la píldora del día después o un DIU y que tienen hijos como si el mañana no se acabara nunca, no podía dejar totalmente a un lado ese pasado. Pasado del que sabía que tenía que desprenderse para que no siguiera supurando odio, rencor y resentimiento en el presente.

Disfrutaron el uno del otro de sus cuerpos. Se amaron. Hicieron en amor por toda la habitación, no solo en la cama sino también en el suelo, donde después de besarse por todo el cuerpo, de acariciarse hasta la saciedad, hasta que sus manos terminaron por conocer de memoria todos y cada uno de los recovecos de sus cuerpos, de intercambiar fluidos, de dejarse llevar tanto él como ella por la lujuria y el placer carnal convirtiéndose ambos en animales que buscaban el cuerpo del contrario para saciar su sed de sudor y su hambre de carne. Se amaron con brutalidad y sin mesura, sin darse cuenta de su alrededor y sólo sintiéndose un único cuerpo, una única carne. Se desahogaron. Anna liberó su cuerpo para que él pudiera liberar su mente de todo aquello que le preocupaba. Él la hizo suya casi con violencia, pero una violencia sutil que hace que nadie se sienta intimidado. Compartieron unos minutos de lujuria sintiendo cómo el contrario gemía de placer y se dejaba llevar por un sentimiento más fuerte que cualquier voluntad o atadura.

Cuando acabaron de amarse, cuando acabaron de entregarse el uno al otro descansaron. Miraron sus cuerpos desnudos. Se comieron con la mirada y se tocaron para darse cuenta de que aquello había sido real y no un mero sueño húmedo adolescente en el que las pasiones, las lujurias y los deseos más inconfesables tienen rienda suelta para imaginar cualquier situación y para hacer realidad cualquier fantasía. Pero aquello no era un sueño. Sus cuerpos eran reales y estaban agotados, plenos de placer y amor. Aunque muy probablemente el amor que ambos sentían no era el mismo y eso era algo que ambos sabían: ella desde el principio y asumiéndolo con total normalidad; él por el contrario sólo admitiéndolo en su fuero interno, sin confesárselo realmente a su conciencia diaria para no frustrar un sueño que vivía desde que conocía a Anna.

De repente y sin saber cómo él se vio saliendo del baño de la habitación y comprobó que Anna estaba tumbada en la cama. Estaba dormida. Descansaba plácidamente acurrucada entre las sábanas, como un niño que en su más tierna infancia duerme sin preocupación alguna, ajeno a todo el mundo que le rodeo y a los problemas que acudirán a su mente y perturbaran su espíritu cuando vaya haciéndose adulto y su conciencia pierda esa inocencia temprana que cada vez se malogra antes. Viéndola así, tan tranquila, tan serena, casi sonriendo mientras dormía, él se dio cuenta de que no era la misma Anna con la que hacía unos minutos había hecho el amor. Sentía que era una persona camaleónica que en cada momento asumía la actitud que más convenía asumir, tanto para ella como para los que la rodeaban, en este caso él. De esto él ya había tenido alguna sensación, pero ahora caía en la cuenta de verdad. La mujer con la que había hecho el amor hacía un rato, no era la misma con la que lo había hecho la noche anterior. La de esa ocasión era una mujer que se dejaba amar, que le complacía sin parecerlo. Sin embargo la Anna con la que acabada de hacer el amor era muy diferente: era combativa, llena de furia y pasión que no se dejaba amilanar, que para nada se dejaba manejar y que no sólo no se dejaba llevar fácilmente por las embestidas de él sino que era ella la que pretendía llevar el control.

La miró tendida en la cama durante varios minutos pensando que esa facultad de cambiar su actitud según la ocasión la tenían pocas personas, o al menos muy poca gente que hubiera conocido en su vida. Podría ser falsedad, pero él no quería llamarlo así. En realidad si Anna se comportaba así era porque se preocupaba de él, pensaba, pero de una manera que adaptaba su forma de ser a lo que él pudiera necesitar en cada instante y situación. Si Anna era capaz de mutar su forma de ser como un camaleón, no lo hacía para protegerse a sí misma, sino para que la persona que estaba a su lado, él, se sintiera mejor y se olvidara de todo lo demás. Pero a veces él se preguntaba si eso era lo que quería.

De repente, viéndola descansar se dio cuenta de que quizá todo eso no era más que puro teatro. Un teatro en el que él era uno de los protagonistas principales, pero no un protagonista bueno del que el público sale del teatro hablando maravillas y alabando su actuación y su papel, sino un protagonista que queda humillado por la historia y por el que el público siente pena tras la función. Empezó a sentirse mal, a agobiarse. La presión en el pecho que tanto había sentido en su vida en momentos de crisis personal estaba volviendo. Sintió unas ganas aterradoras de huir, quizá no de Viena, sino de esa habitación del Sacher donde Anna dormía plácidamente después de haber hecho el amor apasionadamente.

Para intentar calmarse se acercó a una de las ventanas de la habitación, la más lejana a la cama para que cuando la abriera para tomar el aire un poco e intentar aliviar esa presión en su pecho y esa sensación de prisión incomunicada, Anna no sintiera frío. Así lo hizo. La noche ya estaba empezando a caer sobre Viena. El cielo ya no era blanco, sino más bien gris oscuro, y a lo lejos empezaban ya a encenderse las farolas de las calles. Asustado pensando que quizá el tiempo les había jugado una mala pasada volando sin previo aviso, miró el reloj de pared de la habitación y comprobó para su asombro que apenas eran las cuatro y media de la tarde. Cayó en la cuenta que estando en Viena era normal que la noche llegara tan rápidamente, y de manera tan súbita como estaba ocurriendo, debido no solo a la latitud tan septentrional de la ciudad imperial sino también al cielo cubierto que bloqueaba el paso a los rayos de luz solar que ahora deberían estar acariciando por última vez ese año los tejados de los edificios dorándolo con una luz que sabe que está muriendo pero que también renacerá con la misma fuerza de siempre.

Respiró profundamente cogiendo todo el aire que podía para llenar sus pulmones. Sintió el aire gélido penetrar por su nariz y bajar por sus conductos internos hasta colmar sus pulmones. Pero la presión no pasaba. Contempló como poco a poco las sombras de la noche invadían Viena y como la silueta de los edificios, de la Albertina, del Hofburg, iban poco a poco confundiéndose en el horizonte. No había nadie por la calle. Anna seguía durmiendo tranquila, ajena a todo ese desasosiego interno que él sentía y que le estaba provocando esa sensación de encierro y angustia de la que no podía desprenderse.

Sin pensárselo dos veces cerró la ventana y se empezó a vestir. Cogió la ropa que con el desenfreno de la pasión Anna le había ayudado a quitarse y estaba repartida por toda la habitación. Se la puso haciendo el menor ruido posible para no despertar a Anna. Se disponía a salir un rato a la calle a dar un paseo, para despejarse, para aliviar esa presión en el pecho, esa angustia y esa sensación de encarcelamiento. Sabía que si Anna se levantaba sin que él hubiera vuelto probablemente ella se enfadaría y la noche se terminaría por arruinar. Pero le daba igual todo. Necesitaba experimentar esa sensación de huida. Necesitaba sentir el aire frío de Viena en su cara y en su cuerpo; necesitaba dejar que ese aire, símbolo de la libertad más absoluta, le atravesara por completo y se metiera por todos los poros de su cuerpo. Y necesitaba estar solo por encima de todo.

Antes de salir de la habitación echó una última mirada a Anna. La volvió a ver allí tendida en la cama tan indefensa, tan tranquila y ajena a lo que él estaba viviendo en ese instante. Sintió una especie de culpa por irse, aunque fuera solo un rato, sin decirla nada. Para intentar expiar su culpa y el pecado que sentía que estaba cometiendo se acercó al escritorio que había cerca de la ventana de la habitación y cogió del portafolio que había encima de él una hoja en blando con el membrete del hotel Sacher en su parte superior. Sacó un bolígrafo de uno de los cajones del escritorio y se paró delante del papel en blanco sin saber muy bien qué escribir en la nota que pensaba dejar a Anna para que si se despertaba en su ausencia supiera que estaría de vuelta en la habitación con el tiempo suficiente para prepararse para la cena.

Al final fue lo más escueto y explícito que pudo. Se acordó de la nota que ella le había dejado en su casa en Madrid la primera noche que pasó con ella y en la que por primera vez la hizo el amor. Simplemente terminó por poner “Anna vuelto en un rato. Salgo a tomar el aire a la calle. Estaré de vuelta a tiempo para la cena. Te quiero.”; el “Te quiero” lo puso después de releer la nota varias veces y tras pensar que sin él esa nota quedaba algo incompleta, o al menos demasiado fría para que ella no se enfadara demasiado con él. Sabía que enfado iba a haber, eso no lo iba a evitar con una nota. Pero en el fondo también quería saber si ella se enfadaría con él como lo haría una persona que quiere a otra y que ve que en un momento importante, como puede ser la noche de fin de año, esta otra persona desaparece aunque sea momentáneamente y aparentemente con una buena excusa que dar por esa ausencia.

Caronte.

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