lunes, 30 de noviembre de 2015

El Vals del Emperador (XLVII)

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(Viene de la entrada anterior)

La tarde, porque eran la más de las tres y por tanto a esas horas ya se podía hablar de tarde más que de mañana, seguía igual de fría que cuando habían entrado en el café-restaurante y el cielo seguía tan pálido como antes, quizá algo más, como el rostro de ese enfermo terminal que está al borde de la muerte y que sabiéndolo se deja llevar por la serenidad y la tranquilidad de saber que ha vivido una vida plena. Como le había comentado a Anna en la mesa al final de la comida, decidió en lugar de dirigirse directamente al hotel para tomar allí un café si es que a Anna le apetecía, dar una especie de rodeo y aprovechar para callejear un poco por la vieja Viena, esa ciudad que todavía conservaba el espíritu medieval y ese olor añejo de la historia que los siglos y el paso del tiempo no habían podido borrar del todo.

Para empezar ese paseo él decidió olvidarse del Ring y dirigir sus pasos y los de Anna hacia lo que en su día fue el interior de las murallas de Viena. Sin embargo el poder expansivo de la ciudad imperial hizo en su día que los terrenos que dejaron libres la desaparición de las construcciones defensivas contra el turco principalmente hizo que mucho nobles y grandes familias aristocráticas de la época consiguieran esos terrenos a precios irrisorios y construyeron sus grandes palacios en esos nuevos solares que se abrían en Viena. En uno de esos grandes solares se levantó el Palacio Coburgo, una monumental construcción blanca como el algodón que esa tarde bajo el cielo blanco níveo parecía forrada por paneles de plata. Pasaron junto al susodicho palacio y se internaron por una de la calles que lo jalonan camino del verdadero centro histórico de Viena.

Pronto dejaron atrás los palacios majestuosos y las grandes calles para quedar rodeados por edificios de fachadas algo más humildes y menos recargadas, con tejados de teja marrón y naranja en los que se podían ver ventanas de las buhardillas que en un día alojaron a las familias más humildes, quizá los sirvientes de las más pudientes, de manera poco higiénica y desde las cuales sin embargo se tendrían las mejores vistas de la ciudad. Las calles se hicieron más estrechas y cambiaron el asfalto de los grandes bulevares por el adoquín de piedra pulido por el sucesivo paso de los vehículos a motor, la nieve, el viento y el agua.

A pocas decenas de metros del Palacio Coburgo, uno de los más impresionantes y con más historia de la toda la ciudad imperial, ambos llegaron a una pequeña plaza en cuyo centro, si es que una plaza sin forma regular definida puede tener un centro, se levanta una fuente, justo delante de la Iglesia de los Franciscanos. Una iglesia que si no se supiera que está en Viena podría bien parecer que se está en algún pueblo perdido de la mano del hombre en Italia. De aire gótico por sus ventanas apuntadas, pero también románica por su austeridad decorativa, al mismo tiempo que renacentista por su portada, la Iglesia de los Franciscanos se muestra a los vieneses y sobre todo también a los turistas y extranjeros, ya que los primeros ya estarán acostumbrados a su presencia, como una construcción que poco o nada pinta en Viena, empezando por su fachada de tonos azulados, aunque esa tarde con ese cielo níveo el esplendor de la fachada no se notara demasiado.

Continuaron su paseo siguiendo la fachada del convento adjunto a la Iglesia de los Franciscanos. Anna se dejaba llevar por él agarrada de su brazo y admirando la ciudad que poco a poco, calle a calle, se abría ante ella. Él por su parte caminaba sin caber muy bien si iba donde realmente quería, ya que avanzaba por calles que sólo eran meros recuerdos de su primer viaje a Viena con sus padres cuando era un joven universitario. De hecho cada vez que llegaban a un cruce de calles y aunque lo intentaba hacer de tal manera que Anna no lo notara, él se dedicaba a escrutar ambos extremos de la nueva calle para intentar ubicar en sus recuerdos algún elemento de la ciudad que le permitiera decidir por donde seguir paseando. Siempre lo conseguía y sin pararse a pensar seguía avanzando con Anna agarrada a su brazo, notando siempre su presencia pero imaginándose durante ese viaje con sus padres cuando era él el guía que con un plano de la ciudad en las manos les conducía callejeando por todos los rincones de Viena que les quedaran por descubrir.

En ese paseo casi podría decirse que errante, llegaron a otra plaza muy tranquila, casi desierta en aquella hora de ese último día del año. Accedieron a la plaza por un pasadizo muy estrecho, cubierto, como si fuera un callejón que conectara casi en secreto dos lugares que quisieran ser ocultados al mundo por ser el tesoro de algún gran señor que los quiera disfrutar solo. Era la plaza de los jesuitas, llamada así porque en ella se levantaba una de las iglesias más hermosas de toda la capital imperial: la Iglesia de los Jesuitas. De estilo totalmente barroco, su fachada estaba presidida por dos altas torres que a su vez estaba coronadas por sendas cúpulas con forma de cebolla, tan típicas del centro de Europa. Pero lo más llamativo de la iglesia no era su exterior, que emanaba delicadeza y finura en sus trazos, sino en su interior profusamente decorado con frescos y techos y cúpulas, columnas salomónicas de mármoles y órganos policromados y recubiertos de pan de oro. Por desgracia él no pudo enseñar a Anna ese majestuoso interior que cuando visitó Viena con sus padres pudo contemplar durante largos minutos sentado en uno de los bancos elevados de madera maciza destinados a los feligreses que escucharan misa.

Frustrado por no poder entrar en el interior de la iglesia, decidió continuar el paseo. Él notaba que Anna quería volver al hotel ya. La notaba cansada y con ganas de relajarse un poco para poder disfrutar esa noche de la cena de fin de año y la fiesta de después que daría comienzo a uno nuevo.

– Te noto cansada. ¿Quieres que nos vayamos volviendo hacia el hotel? – Preguntó él sabiendo en parte cual iba a ser la respuesta de ella.
– No. No estoy cansada, de verdad, solo que tengo ganas de volver al hotel para estar a solas contigo. Además de que tengo un poco de frío. – Respondió Anna no diciendo del todo la verdad y excusándose en vagos argumentos.
– Bueno pues pongo mi GPS mental en modo vuelta a casa. – Dijo él intentando hacer un chiste para que Anna viera que comprendía que estuviera cansada aunque no hubiera querido decírselo.
– Me parece bien. – Dijo ella sonriéndole. – Por cierto no me imaginaba yo que Viena pudiera guardar estos rincones tan bonitos que me estás enseñando. – Añadió ella para intentar compensar el esfuerzo que él estaba poniendo en enseñarla la ciudad que recordaba de su primer viaje.
– Viena guarda muchos regalos de este tipo al turista intrépido que no vaya simplemente a los palacios y lugares que marcan las guías turísticas como imprescindibles. – Contestó él mostrándose agradecido de que ella hubiera disfrutado también en parte ese paseo que estaban dando por la ciudad.
– Ya lo veo. Yo pensaba que esta ciudad era simplemente los palacios imperiales y la ópera. Pero ahora me doy cuenta de que esa es una parte muy pequeña.
– Es una parte mínima. Viena son los palacios y la ópera por su puesto, pero también son estas placitas, estas iglesias que casi nadie visita y estas callejuelas y callejones que contrastan abiertamente con los grandes bulevares que la gente imagina antes de conocer Viena. – Añadió él.
– Pues me alegro de que me hayas mostrado esta Viena oculta. – Dijo ella haciendo que él se parara un segundo para poder besarle en la boca y poder acercarse a él para sentirle junto a ella y notar su calor corporal.

Cumpliendo los deseos de Anna, decidieron volver hacia el hotel. Dejaron de callejear y buscaron el amparo y la guía de la catedral. De hecho llegaron a la plaza de la catedral por uno de los lugares más desconocidos por los turistas y extranjeros, ya que por uno de los laterales de la plaza hay un pasadizo que atraviesa una manzana de viviendas a través de un corredor lleno de tiendas y restaurantes que va a parar a una esquina de la plaza de la catedral en la zona de los ábsides de la misma. Una vez con la catedral delante la bordearon para llegar a los pies de la gran torre vigía de la ciudad y símbolo de Viena y desde ahí ya tomaron la calle principal camino del Hotel Sacher, situado en el extremo opuesto de la misma calle.

– ¿Sabes qué me impresiona mucho de ti? – Preguntó Anna en un momento dado, sin dejar de caminar y sin dejar de ir agarrada a él por la cintura.
– Sorpréndeme. – Dijo él con curiosidad.
– Tu memoria. – Respondió ella.
– ¿Mi memoria? Pensaba que ibas a decir mi gran capacidad para hacerte reír o para impresionarte. – Dijo él sonriéndola.
– Bueno eso también. – Dijo ella siguiéndole la broma y asintiendo con la cabeza.
– ¿Y mi memoria por qué?
– Porque sabes ir por Viena como si estuvieras en Madrid.
– Bueno, no es más que una ciudad, y las ciudades no cambian de un año para otro, a no ser que sufran algún tipo de cataclismo. – Dijo él sorprendido por la respuesta de Anna.
– Te lo digo en serio. ¿Cuándo fue la última vez que paseaste por Viena como estás haciendo conmigo? – Siguió insistiendo ella, haciendo una pregunta que sin darse cuenta iba a tocar un punto débil de sus recuerdos.

Se produjo un silencio. En principio Anna pensó que él estaba pensando una respuesta para dar a la pregunta que le había hecho. Pero el silencio se alargaba más de lo que ella esperaba. Él sabía que tenía que responderla, que no podía dejar a Anna sin saber la respuesta solo porque ésta le llevaría irremediablemente a recordar aquel viaje que hizo con sus padres a Viena hacía tantos años y que supuso su último viaje familiar.

– He preguntado algo que no debía, ¿verdad? – Dijo Anna dándose cuenta de que quizá había metido la pata preguntándole cuándo había estado en Viena por última vez.
– No. – Respondió él cortante a esta afirmación de Anna, para a continuación responder a la pregunta anterior. – En Viena he estado varias veces. Pero hacía trece años que no visitaba Viena como si fuera un turista.
– Es mucho tiempo. Por eso he dicho que me impresiona tu memoria. Sabes ir a todos los sitios sin mirar un mapa, apenas oteando un poco la calle. – Dijo Anna intentando enmendar lo que había generado con su pregunta.
– Siempre se ha dado bien eso de recordar lugares.
– Pues yo para eso soy un desastre. Ni en Madrid me sé muchas veces donde estoy ni cuál es la parada de metro más cercana o la calle principal. – Añadió ella sonriéndole pero notando que él no la estaba mirando, sino que tenía la mirada perdida en algún punto del horizonte de la calle por la que se iban acercando poco a poco al Sacher.
– Es cuestión de fijarse y recordar algunas cosas. Nada más. Sólo se necesita poner interés. – Replicó él usando un tono algo seco y distante.
– ¿Te encuentras bien? ¿Te pasa algo? – Se aventuró a preguntar ella queriendo saber qué es lo que le había hecho cambiar de humor y mudar el semblante.
– No. Nada. Estaré cansado. Solo eso. – Dijo él, dándose cuenta quizá de que Anna estaba empezando a mirarle demasiado fijamente para intentar descubrir en su mirada y en su rostro qué es lo que le pasaba o en qué estaba pensando.
– Bueno, ya estamos llegando al hotel. – Le replicó ella, señalando con su mano hacia el final de la calle donde se veía ya el letrero luminoso del hotel Sacher, y sonriéndole para que él le devolviera la sonrisa o al menos una mirada.
– Sí. Ya estamos llegando. – Dijo él intentando esbozar una sonrisa que no le salía.

En efecto el Hotel Sacher ya estaba cerca. Terminaron de recorrer los últimos metros que les separaban de la entrada principal en silencio, caminando despacio como no queriendo llegar a la habitación y darse cuenta de verdad del silencio que reinaba ente ellos. Anna no sabía si había dicho algo fuera de lugar o es que él había recordado algo que le había hecho enmudecer de nuevo como esa misma mañana en el Palacio de Belvedere, o cada vez que ella le había preguntado cualquier cosa de su pasado. Él por su parte se daba cuenta perfectamente de que no se estaba comportando como debería. Echaba encima de ella una culpa que no le correspondía a Anna sino simplemente a él, pero eso era algo que siempre había hecho y que por mucho que se dijera que debía dejar de hacerlo y afrontar él sus propios miedos y fantasmas para cerrar de una vez por todas todo aquello de su pasado que seguía abierto y haciéndole daño.

Caronte.

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