jueves, 26 de noviembre de 2015

El Vals del Emperador (XLV)

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(Viene de la entrada anterior)

Siguieron caminando por el Ring. Él era ahora el guía total de sus pasos. Sin embargo no sabía muy bien hacia donde se tenían que dirigir. Por de pronto había decidido seguir paseando por la avenida central en vez de cruzar y seguir caminando por las aceras pegadas a los edificios, así desde el centro del bulevar podía observar con algo de distancia y perspectiva amabas orillas de ese gran bulevar que hacía las veces de río ancho al que la ciudad abrazaba como si fuera un tesoro que hubiera que guardad y proteger de los ladrones. De hecho él sólo sabía que el café al que se dirigían estaba situado no demasiado lejos del Stadpark, el gran parque urbano de Viena salpicado constantemente por bustos y estatuas de músicos, filósofos y hombres que dedicaros sus vidas a las artes, y en el que también se encuentra probablemente la estatua más fotografiada de toda Viena y sin duda también la más buscada por los turistas de todas la nacionalidades y más en esas fechas de conciertos de fin de Año, como es la estatua dorada de Johann Strauss, en la que aparece el famoso músico padre de los valses más célebres de la historia de la música tocando un violín bajo un arco de estilo rococó que se sirve de marco incomparable.

– Esta zona de Viena es muy bonita y señorial. – Comentó Anna mientras avanzaban por uno de los laterales del parque.
– Sí. Además es de las más tranquilas, a pesar de que por las mañanas tiene un tráfico demencial. Acuérdate de que es la misma calle por la que vinimos ayer desde el aeropuerto. – Replicó él.
– Es verdad, ahora recuerdo. Cambia mucho una calle si la ves paseándola a si la contemplas desde dentro de un vehículo. – Señaló Anna con muy buen tacto según pensó él.
– En eso tienes razón. Esta zona del Ring es mucho más residencial, aunque ni tú ni yo podremos nunca comprar aquí un piso, o pisazo porque creo que en esta zona el apartamento más pequeño supera de lejos los doscientos cincuenta metros, por mucho que nos matemos a trabajar. – Comentó él sonriendo.
– Bueno siempre podemos soñar con que nos toque la lotería. – Apuntó ella.
– Sí claro. – Dijo él irónicamente. – O podemos asaltar Fort Konx, robar las reservas de oro de un tercio del planeta, venir aquí y comprar tres pisos consecutivos y hacer un apartamento que ni en Nueva York o Londres.
– Es otra opción. No se me había ocurrido. Yo podría distraer embaucando a los guardias de seguridad con mis encantos, mientras tú te encargas primero de desactivar los sistemas de seguridad y luego de ir sacando con una carretilla las toneladas de oro que consideres necesarias. – Continuó Anna con la broma mostrando una imaginación desbordante.
– Es un plan perfecto, sin fisura alguna. No sé qué hacemos aquí en Viena cuando deberíamos estar preparando todo lo necesario para dar el gran golpe. – Añadió él mostrando sorpresa y desconcierto ante una verdad como un templo.
– Normal se le ha ocurrido a una mujer. – Sentenció Anna mirándole con altivez y arrogancia. Una mirada que a ella le salía muy bien tanto si era de verdad como si, como era ahora el caso, la fingía para seguir una broma.
– Es verdad. Menos mal que todos los grandes robos del siglo se les han ocurrido a hombres, porque si hubiera sido al contrario la mayor parte de ellos habrían sido un éxito y lo robado nunca se hubiera recobrado. – Río él al final viendo que ella a medida que él pronunciaba estas palabras esbozaba una sonrisa.
– Por cierto queda mucho para el café donde vamos a comer. – Preguntó Anna dejando ya a un lado la broma.
– Pues de hecho ya hemos llegado. Es ese que está en aquella esquina. – Respondió él sacándose la mano que no tenía Anna cogida con la suya del bolsillo y señalando hacia un edificio de fachada muy elaborada, blanca como el algodón y con el tejado negro como el azabache que resaltaba ante tanta nívea claridad.

Cruzaron los carriles destinados al tráfico rodado del Ring y tras atravesar una plaza presidida por la estatua de un hombre que parecía un aristócrata ilustrado, o simplemente un letrado de siglos pasados, y rodeada de edificios de aire palaciego con balcones en la mayoría de las ventanas y adornos de escayola en las fachadas se plantaron delante del café que ocupaba toda una esquina de uno de loes edificios que daban al Ring. Uno de los lados del café daba a la plaza que acababan de atravesar y el otro a la concurrida avenida arbolada de Viena. El café tenía dos plantas: una, la de la calle, destinada a café tradicional como tantos otros que abundan en la ciudad de la música, mientras que la superior estaba dedicada a salón comedor.

Entraron al café y tras preguntar si había mesa para comer, un camarero desde detrás de la barra les indicó que subieran hasta la planta de arriba para hablar con el jefe de sala para que les asignara una mesa. Mientras se dirigían hacia la escalera que daba acceso a la planta superior, él se fue dando cuenta de que el café, pese a tener ese nombre clásico que surgió probablemente en esa ciudad, aunque también hay otras ciudades centroeuropeas que se lo disputan, no parecía un café al más puro estilo vienés. No tenía colores cálidos en su decoración, sino más bien todo lo contrario. Todo el local estaba pintado con tonos pastel, sino directamente en blanco, incluso las pocas molduras rococó que decoraban los techos, paredes y los sempiternos espejos, también eran de tonalidades más bien pálidas. Nada tenía que ver pues este café con los más tradicionales y clásicos, ni siquiera el mobiliario que era más bien modernista y ecléctico por cuanto no había uniformidad en la propia decoración. Lo único que sí tenía en común con muchos lugares de nivel de Viena eran los amplios ventanales que daban a la calle y a través de los cuáles se podría disfrutar de la vida callejera todos los días del año.

Sin embargo la planta superior, la destinada a comedor, sí se parecía más a un salón de restaurante de postín. De hecho fue Anna la que le comentó nada más terminar de subir la escalera que le sorprendía la diferencia de decoración existente entre la planta baja y la que estaba destinada a comedor. Y era cierto. El comedor bien podría haber pertenecido a cualquiera de los grandes hoteles de Viena. La decoración sin ser excesivamente recargada, era exquisita y transmitía distinción y clase. Además los ventanales enormes dejaban entrar algo de claridad exterior y a través de ellos se veía desde una perspectiva de ardilla las calles de Viena. El jefe de sala se acercó a la pareja y después de que el hombre vestido impolutamente de traje oscuro y pajarita consultara en el atril de espera que había una par de mesas disponibles les dio a elegir entre una mesa junto a la ventana y otra en medio del salón comedor. Anna optó por la mesa junto a la ventana, “para poder ver el mundo a nuestros pies” según dijo al jefe de sala aunque este por ser austríaco de pura cepa, algo que se notaba por el espeso bigote que se unía a las patillas a través de las mejillas, no terminó de entender y simplemente asintió de manera cordial como se supone deben hacer ante clientes de todo el mundo.

Pidieron algo ligero para comer. No olvidaban que esa noche cenarían quizá de manera mucho más copiosa y frugal en la cena de Fin de Año del Sacher. Pidieron una ensalada para compartir y de platos principales: él un snitzel de cerdo y ella un pescado de río al horno simplemente, sin guarnición alguna. Para beber optaron de manera excepcional por un vino de la región de Baja Austria que el sumiller del café restaurante les recomendó. Mientras esperaban a que les sirvieran la comida hablaron un poco de la visita al museo del Palacio Belvedere y también del paseo que se habían dado desde allí hasta el café. Por los ventanales entraba una luz grisácea, fría y dura, mortecina quizá. Una luz que parecía sin querer anunciar la muerte de otro año más. Una luz que apenas tenía fuerza para arrojar sombras de árboles, farolas, semáforos y peatones sobre el asfalto y las aceras de la ciudad de Viena. No obstante el cielo seguía cubierto de manera impertérrita. Nada había cambiado, quizá el frío era aún un poco más intenso si cabía la posibilidad. Él ya sabía, no de manera cierta puesto que no era meteorólogo ni físico, que ese cielo plateado terminaría por arrojar lágrimas congeladas sobre Viena para cubrir tejados, parques, palacios, estatuas y calles de una capa blanca pálida como sólo la nieve puede dejar. Muy probablemente la mañana del primero de enero amanecería con una Viena fría y blanca.

– Espero que esta noche sí que caigas rendido en la cama. – Dijo Anna tomando algo en broma el asunto de su insomnio.
– Yo también lo espero. Pero vamos, si esta noche después de la cena de fin de año y la fiesta posterior en la que pretendo bailar hasta dejarte exhausta, no termino cayendo muerto sobre las sábanas ya no sé qué más podría hacer. – Respondió él de manera vehemente, mezclando cierta resignación con algo de ironía.
– ¿Simplemente pretendes bailar? Porque yo no pensaba llegar a la habitación esta noche y echarme a dormir. Si aquí el abuelo quiere hacer eso que me lo comunique para buscarme yo otro plan más placentero. – Añadió Anna mirándole de nuevo, después de casi una eternidad, o al menos eso es lo que a él le parecía, con esa mirada suya que le derretía y le hacía verla desnuda y sensual encima de una cama incitándole a acercarse.
– Bueno, espero entonces que me dejes tú a mí exhausto entonces. ¿Y además qué mejor plan vas a tener? – La dijo él sonriéndola de manera provocativa, si es que él sabía sonreír de esa manera.
– Quien sabe. – Dejó dicho ella sin añadir nada más.

Inmediatamente después de dicho esto el camarero se acercó a su mesa para dejarles el vino y posteriormente la ensalada, que para su sorpresa era mucho más grande de lo que habían podido imaginar al pedirla.

– Menuda ensalada nos traen. No pensaba yo que iba a ser una ración tan generosa. – Comentó él.
– Qué pasa que me traes a un sitio a ciegas. – Preguntó Anna fingiéndose la sorprendida para mal.
– A ver si te crees que vengo yo mucho por aquí. – Siguió él en cierto modo el juego usando un tono bastante sarcástico.
– ¡Todo pura improvisación! – Exclamó Anna riendo.
– Más o menos. – Replicó él divertido.
– Bueno cambiando de tema. ¿Qué plan hay para esta tarde? – Quiso saber Anna, a la vez que cogía su tenedor y empezaba a pinchar unas cuantas hojas de lechuga.
– Pues no tenía nada pensado. Bueno, sí que tenía algo pensado, pero era simplemente estar tranquilamente en el hotel descansando, o haciendo algo interesante que se te ocurra, para luego prepararnos con calma para la cena. – Explicó él, siguiendo a Anna con el tenedor y pinchando también algunas hojas de la ensalada.
– Hombre a mí se me ocurren muchas cosas interesantes que hacer en una habitación de hotel estando solos. – Dijo Anna sin disimular en absoluto lo que quería decir con sus palabras.
– Ya bueno. A parte de lo evidente. Ya sé que echarse la siesta es siempre una buena opción Anna. – Añadió él como no enterándose de lo que ella había querido insinuar y haciéndose el loco con el tema.
– Me has pillado. – Dijo Anna fingiéndose derrotada, tras lo cual echó a reír.
– En serio. Si tú quieres hacer algo diferente. No sé. Dar una vuelta. Tomarte un café en algún sitio o cualquier otra cosa dímelo. Pero creo que es mejor que estemos en el hotel. La cena de fin de año empieza a las ocho de la tarde.
– Tiempo habría para hacer algo, pero tienes razón: es mejor que estemos tranquilamente en el hotel. Lo único, es que podemos ahora después de comer, dar una pequeña vuelta, tomarnos algo tipo café o té y volver ya al hotel para descansar, relajarnos y empezar a prepararnos. – Apuntó Anna coincidiendo con él.
– Lo vemos cuando acabemos de comer. ¿Te parece bien? – Preguntó él.
– Perfecto. – Concluyó Anna.

La comida continuó de manera tranquila y charlando de cosas aparentemente sin importancia. Ese tipo de conversaciones que se dan entre dos personas que se entienden y para las que quizá el silencio es demasiado revelador como para mantenerlo y prefieren hablar aunque sea de trivialidades sin sentido o sin un verdadero objetivo. Una vez dieron cuenta de la ensalada y tras pasar apenas unos minutos, el camarero les trajo a cada uno el plato principal que habían pedido. Aunque en un principio habían decidido pedir algún plato no demasiado pesado para que durante la cena en el Sacher pudieran despacharse a gusto comiendo lo que les viniera en gana, al final descubrieron que los platos que les traían no eran ni de lejos lo que se podía llamar una comida ligera. El snitzel de él bien podría haber sido preparado en el País Vasco como muy bien notó él y comentó en alto para señalar el tamaño descomunal del filete de cerdo empanado que le habían colocado delante, acompañado de unas patatas asadas y algo de verdura a la parrilla. Por su parte el pescado de ella, aunque de río, tenía el tamaño de un pez de mar, acostumbrados a comer mucho más y a engordar lo suficiente como para mantenerse nadando a lo largo y ancho de sus hábitats naturales, sin embargo era una trucha, o mejor dicho una “señora trucha” como Anna comentó nada más ver delante el plato con el ejemplar fluvial, que por cierto dejaba escapar del mismo tanto la cabeza como la cola que colgaban a ambos lados de la fuente rozando prácticamente el mantel.

– Menos mal que hemos decidido tomar algo ligero. – Comentó Anna irónicamente mostrando asombro ante su plato y el de él.
– Ya. Si yo sé el tamaño que tienen los platos quizá hubiera pedido otra cosa. Aunque creo que todo iba a tener el mismo tamaño. – Corroboró él casi con resignación.
– Pues a primera vista no hubiera dicho que este café restaurante fuera tan frugal en cantidades. Si hubiéramos pedido un primero y un segundo al uso pensando que las cantidades iban a ser de restaurante de nivel en el que todo está puesto con una delicadeza y un minimalismo a veces excesivo, nos las veríamos para comernos todo.
– Yo tampoco pensé que iba a ser así el restaurante. – Corroboró él.

Caronte.

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