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(Viene de la entrada anterior)
Siguieron caminando por el Ring. Él era ahora el guía total de sus pasos.
Sin embargo no sabía muy bien hacia donde se tenían que dirigir. Por de pronto
había decidido seguir paseando por la avenida central en vez de cruzar y seguir
caminando por las aceras pegadas a los edificios, así desde el centro del
bulevar podía observar con algo de distancia y perspectiva amabas orillas de
ese gran bulevar que hacía las veces de río ancho al que la ciudad abrazaba
como si fuera un tesoro que hubiera que guardad y proteger de los ladrones. De
hecho él sólo sabía que el café al que se dirigían estaba situado no demasiado
lejos del Stadpark, el gran parque urbano de Viena salpicado constantemente por
bustos y estatuas de músicos, filósofos y hombres que dedicaros sus vidas a las
artes, y en el que también se encuentra probablemente la estatua más
fotografiada de toda Viena y sin duda también la más buscada por los turistas
de todas la nacionalidades y más en esas fechas de conciertos de fin de Año,
como es la estatua dorada de Johann Strauss, en la que aparece el famoso músico
padre de los valses más célebres de la historia de la música tocando un violín
bajo un arco de estilo rococó que se sirve de marco incomparable.
– Esta zona de Viena es muy bonita y señorial. – Comentó Anna mientras
avanzaban por uno de los laterales del parque.
– Sí. Además es de las más tranquilas, a pesar de que por las mañanas
tiene un tráfico demencial. Acuérdate de que es la misma calle por la que
vinimos ayer desde el aeropuerto. – Replicó él.
– Es verdad, ahora recuerdo. Cambia mucho una calle si la ves paseándola
a si la contemplas desde dentro de un vehículo. – Señaló Anna con muy buen
tacto según pensó él.
– En eso tienes razón. Esta zona del Ring es mucho más residencial,
aunque ni tú ni yo podremos nunca comprar aquí un piso, o pisazo porque creo
que en esta zona el apartamento más pequeño supera de lejos los doscientos
cincuenta metros, por mucho que nos matemos a trabajar. – Comentó él sonriendo.
– Bueno siempre podemos soñar con que nos toque la lotería. – Apuntó
ella.
– Sí claro. – Dijo él irónicamente. – O podemos asaltar Fort Konx, robar
las reservas de oro de un tercio del planeta, venir aquí y comprar tres pisos
consecutivos y hacer un apartamento que ni en Nueva York o Londres.
– Es otra opción. No se me había ocurrido. Yo podría distraer embaucando
a los guardias de seguridad con mis encantos, mientras tú te encargas primero
de desactivar los sistemas de seguridad y luego de ir sacando con una
carretilla las toneladas de oro que consideres necesarias. – Continuó Anna con
la broma mostrando una imaginación desbordante.
– Es un plan perfecto, sin fisura alguna. No sé qué hacemos aquí en Viena
cuando deberíamos estar preparando todo lo necesario para dar el gran golpe. –
Añadió él mostrando sorpresa y desconcierto ante una verdad como un templo.
– Normal se le ha ocurrido a una mujer. – Sentenció Anna mirándole con
altivez y arrogancia. Una mirada que a ella le salía muy bien tanto si era de
verdad como si, como era ahora el caso, la fingía para seguir una broma.
– Es verdad. Menos mal que todos los grandes robos del siglo se les han
ocurrido a hombres, porque si hubiera sido al contrario la mayor parte de ellos
habrían sido un éxito y lo robado nunca se hubiera recobrado. – Río él al final
viendo que ella a medida que él pronunciaba estas palabras esbozaba una
sonrisa.
– Por cierto queda mucho para el café donde vamos a comer. – Preguntó
Anna dejando ya a un lado la broma.
– Pues de hecho ya hemos llegado. Es ese que está en aquella esquina. –
Respondió él sacándose la mano que no tenía Anna cogida con la suya del
bolsillo y señalando hacia un edificio de fachada muy elaborada, blanca como el
algodón y con el tejado negro como el azabache que resaltaba ante tanta nívea
claridad.
Cruzaron los carriles destinados al tráfico rodado del Ring y tras
atravesar una plaza presidida por la estatua de un hombre que parecía un
aristócrata ilustrado, o simplemente un letrado de siglos pasados, y rodeada de
edificios de aire palaciego con balcones en la mayoría de las ventanas y
adornos de escayola en las fachadas se plantaron delante del café que ocupaba
toda una esquina de uno de loes edificios que daban al Ring. Uno de los lados
del café daba a la plaza que acababan de atravesar y el otro a la concurrida
avenida arbolada de Viena. El café tenía dos plantas: una, la de la calle,
destinada a café tradicional como tantos otros que abundan en la ciudad de la
música, mientras que la superior estaba dedicada a salón comedor.
Entraron al café y tras preguntar si había mesa para comer, un camarero
desde detrás de la barra les indicó que subieran hasta la planta de arriba para
hablar con el jefe de sala para que les asignara una mesa. Mientras se dirigían
hacia la escalera que daba acceso a la planta superior, él se fue dando cuenta
de que el café, pese a tener ese nombre clásico que surgió probablemente en esa
ciudad, aunque también hay otras ciudades centroeuropeas que se lo disputan, no
parecía un café al más puro estilo vienés. No tenía colores cálidos en su
decoración, sino más bien todo lo contrario. Todo el local estaba pintado con
tonos pastel, sino directamente en blanco, incluso las pocas molduras rococó
que decoraban los techos, paredes y los sempiternos espejos, también eran de
tonalidades más bien pálidas. Nada tenía que ver pues este café con los más
tradicionales y clásicos, ni siquiera el mobiliario que era más bien modernista
y ecléctico por cuanto no había uniformidad en la propia decoración. Lo único
que sí tenía en común con muchos lugares de nivel de Viena eran los amplios
ventanales que daban a la calle y a través de los cuáles se podría disfrutar de
la vida callejera todos los días del año.
Sin embargo la planta superior, la destinada a comedor, sí se parecía más
a un salón de restaurante de postín. De hecho fue Anna la que le comentó nada
más terminar de subir la escalera que le sorprendía la diferencia de decoración
existente entre la planta baja y la que estaba destinada a comedor. Y era
cierto. El comedor bien podría haber pertenecido a cualquiera de los grandes
hoteles de Viena. La decoración sin ser excesivamente recargada, era exquisita
y transmitía distinción y clase. Además los ventanales enormes dejaban entrar
algo de claridad exterior y a través de ellos se veía desde una perspectiva de
ardilla las calles de Viena. El jefe de sala se acercó a la pareja y después de
que el hombre vestido impolutamente de traje oscuro y pajarita consultara en el
atril de espera que había una par de mesas disponibles les dio a elegir entre
una mesa junto a la ventana y otra en medio del salón comedor. Anna optó por la
mesa junto a la ventana, “para poder ver el mundo a nuestros pies” según dijo
al jefe de sala aunque este por ser austríaco de pura cepa, algo que se notaba
por el espeso bigote que se unía a las patillas a través de las mejillas, no
terminó de entender y simplemente asintió de manera cordial como se supone
deben hacer ante clientes de todo el mundo.
Pidieron algo ligero para comer. No olvidaban que esa noche cenarían
quizá de manera mucho más copiosa y frugal en la cena de Fin de Año del Sacher.
Pidieron una ensalada para compartir y de platos principales: él un snitzel de
cerdo y ella un pescado de río al horno simplemente, sin guarnición alguna.
Para beber optaron de manera excepcional por un vino de la región de Baja
Austria que el sumiller del café restaurante les recomendó. Mientras esperaban
a que les sirvieran la comida hablaron un poco de la visita al museo del
Palacio Belvedere y también del paseo que se habían dado desde allí hasta el
café. Por los ventanales entraba una luz grisácea, fría y dura, mortecina
quizá. Una luz que parecía sin querer anunciar la muerte de otro año más. Una
luz que apenas tenía fuerza para arrojar sombras de árboles, farolas, semáforos
y peatones sobre el asfalto y las aceras de la ciudad de Viena. No obstante el
cielo seguía cubierto de manera impertérrita. Nada había cambiado, quizá el
frío era aún un poco más intenso si cabía la posibilidad. Él ya sabía, no de
manera cierta puesto que no era meteorólogo ni físico, que ese cielo plateado
terminaría por arrojar lágrimas congeladas sobre Viena para cubrir tejados,
parques, palacios, estatuas y calles de una capa blanca pálida como sólo la
nieve puede dejar. Muy probablemente la mañana del primero de enero amanecería
con una Viena fría y blanca.
– Espero que esta noche sí que caigas rendido en la cama. – Dijo Anna
tomando algo en broma el asunto de su insomnio.
– Yo también lo espero. Pero vamos, si esta noche después de la cena de
fin de año y la fiesta posterior en la que pretendo bailar hasta dejarte
exhausta, no termino cayendo muerto sobre las sábanas ya no sé qué más podría
hacer. – Respondió él de manera vehemente, mezclando cierta resignación con
algo de ironía.
– ¿Simplemente pretendes bailar? Porque yo no pensaba llegar a la
habitación esta noche y echarme a dormir. Si aquí el abuelo quiere hacer eso
que me lo comunique para buscarme yo otro plan más placentero. – Añadió Anna
mirándole de nuevo, después de casi una eternidad, o al menos eso es lo que a
él le parecía, con esa mirada suya que le derretía y le hacía verla desnuda y
sensual encima de una cama incitándole a acercarse.
– Bueno, espero entonces que me dejes tú a mí exhausto entonces. ¿Y
además qué mejor plan vas a tener? – La dijo él sonriéndola de manera
provocativa, si es que él sabía sonreír de esa manera.
– Quien sabe. – Dejó dicho ella sin añadir nada más.
Inmediatamente después de dicho esto el camarero se acercó a su mesa para
dejarles el vino y posteriormente la ensalada, que para su sorpresa era mucho
más grande de lo que habían podido imaginar al pedirla.
– Menuda ensalada nos traen. No pensaba yo que iba a ser una ración tan
generosa. – Comentó él.
– Qué pasa que me traes a un sitio a ciegas. – Preguntó Anna fingiéndose
la sorprendida para mal.
– A ver si te crees que vengo yo mucho por aquí. – Siguió él en cierto
modo el juego usando un tono bastante sarcástico.
– ¡Todo pura improvisación! – Exclamó Anna riendo.
– Más o menos. – Replicó él divertido.
– Bueno cambiando de tema. ¿Qué plan hay para esta tarde? – Quiso saber
Anna, a la vez que cogía su tenedor y empezaba a pinchar unas cuantas hojas de
lechuga.
– Pues no tenía nada pensado. Bueno, sí que tenía algo pensado, pero era
simplemente estar tranquilamente en el hotel descansando, o haciendo algo
interesante que se te ocurra, para luego prepararnos con calma para la cena. –
Explicó él, siguiendo a Anna con el tenedor y pinchando también algunas hojas
de la ensalada.
– Hombre a mí se me ocurren muchas cosas interesantes que hacer en una
habitación de hotel estando solos. – Dijo Anna sin disimular en absoluto lo que
quería decir con sus palabras.
– Ya bueno. A parte de lo evidente. Ya sé que echarse la siesta es
siempre una buena opción Anna. – Añadió él como no enterándose de lo que ella
había querido insinuar y haciéndose el loco con el tema.
– Me has pillado. – Dijo Anna fingiéndose derrotada, tras lo cual echó a
reír.
– En serio. Si tú quieres hacer algo diferente. No sé. Dar una vuelta.
Tomarte un café en algún sitio o cualquier otra cosa dímelo. Pero creo que es
mejor que estemos en el hotel. La cena de fin de año empieza a las ocho de la
tarde.
– Tiempo habría para hacer algo, pero tienes razón: es mejor que estemos
tranquilamente en el hotel. Lo único, es que podemos ahora después de comer,
dar una pequeña vuelta, tomarnos algo tipo café o té y volver ya al hotel para
descansar, relajarnos y empezar a prepararnos. – Apuntó Anna coincidiendo con
él.
– Lo vemos cuando acabemos de comer. ¿Te parece bien? – Preguntó él.
– Perfecto. – Concluyó Anna.
La comida continuó de manera tranquila y charlando de cosas aparentemente
sin importancia. Ese tipo de conversaciones que se dan entre dos personas que
se entienden y para las que quizá el silencio es demasiado revelador como para
mantenerlo y prefieren hablar aunque sea de trivialidades sin sentido o sin un
verdadero objetivo. Una vez dieron cuenta de la ensalada y tras pasar apenas
unos minutos, el camarero les trajo a cada uno el plato principal que habían
pedido. Aunque en un principio habían decidido pedir algún plato no demasiado
pesado para que durante la cena en el Sacher pudieran despacharse a gusto
comiendo lo que les viniera en gana, al final descubrieron que los platos que
les traían no eran ni de lejos lo que se podía llamar una comida ligera. El
snitzel de él bien podría haber sido preparado en el País Vasco como muy bien
notó él y comentó en alto para señalar el tamaño descomunal del filete de cerdo
empanado que le habían colocado delante, acompañado de unas patatas asadas y
algo de verdura a la parrilla. Por su parte el pescado de ella, aunque de río,
tenía el tamaño de un pez de mar, acostumbrados a comer mucho más y a engordar
lo suficiente como para mantenerse nadando a lo largo y ancho de sus hábitats
naturales, sin embargo era una trucha, o mejor dicho una “señora trucha” como
Anna comentó nada más ver delante el plato con el ejemplar fluvial, que por
cierto dejaba escapar del mismo tanto la cabeza como la cola que colgaban a
ambos lados de la fuente rozando prácticamente el mantel.
– Menos mal que hemos decidido tomar algo ligero. – Comentó Anna
irónicamente mostrando asombro ante su plato y el de él.
– Ya. Si yo sé el tamaño que tienen los platos quizá hubiera pedido otra
cosa. Aunque creo que todo iba a tener el mismo tamaño. – Corroboró él casi con
resignación.
– Pues a primera vista no hubiera dicho que este café restaurante fuera
tan frugal en cantidades. Si hubiéramos pedido un primero y un segundo al uso
pensando que las cantidades iban a ser de restaurante de nivel en el que todo
está puesto con una delicadeza y un minimalismo a veces excesivo, nos las
veríamos para comernos todo.
– Yo tampoco pensé que iba a ser así el restaurante. – Corroboró él.
Caronte.
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