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(Viene lógicamente de la entrada anterior)
– Una burbuja mucho más dañina que en la que dices que tus padres te
metieron. Una burbuja zafia, asquerosa, inhumana y cruel. Una burbuja que en el
fondo representa un mundo mucho más amplio del que te puedas imaginar, poblado
por hombres, y supongo que también mujeres, que no saben lo que es un
sentimiento puro y que juegan con ellos haciendo que luego esos sentimientos no
tengan valor. – Dijo Anna en cierto modo cabreada y algo indignada por lo que
acababa de decirla él, pero sabiendo también que el hombre con el que estaba en
Viena no era ni de lejos el espectro del pasado que estaba describiendo. – Te
equivocaste eligiendo esa máscara. La soledad solo desaparece estando a gusto
con uno mismo.
– Tienes toda la razón del mundo Anna. Pero nunca lo he visto así.
Siempre, estuviera donde estuviese, convivía con otras personas que hablaban de
su vida en común con otras personas, con sus seres queridos que hacían de su vida
algo con sentido.
– Eso es un error. Nadie salvo uno mismo puede encontrar sentido a la
vida. – Añadió Anna con rotundidad.
– Hace muchos años en el Retiro hubo una persona a la que quise mucho que
me dijo esas mismas palabras. – Reconoció él sintiendo como si volviera muchos
años atrás, recordando con tristeza y melancolía esas palabras que Anna había
dicho pero que no eran nuevas en sus oídos.
– Quien te lo dijera te quería. – Apuntó Anna de nuevo.
– Quien lo dijo es ahora un fantasma del pasado. – Habló él intentando
ocultar la melancolía de su voz con frialdad.
– Puede, pero sus palabras estaban cargadas de razón.
– Ahora me doy cuenta de eso Anna.
– Nunca es tarde para reconocer y dar valor a las cosas aunque provengan
del pasado, de esos fantasmas que dices. Fantasmas que un día tuvieron cuerpo,
cara y nombre. – Dijo Anna parando un segundo de andar para girarse hacia él
para darle un beso. – Pero sigues sin decirme que es lo que esta noche te ha
impedido dormir con normalidad, si como creo, ya no eres ese hombre con máscara
y dejaste atrás ya esa burbuja de mezquindad. – Volvió a decir tras el beso y
poniéndose en marcha de nuevo.
– Esta noche supongo que ha sido por ti Anna. – Dijo por fin él no
queriendo seguir rehusando la pregunta de ella.
– ¿Por mí? – Dijo ella sorprendida.
– Sí. Porque no quiero perderte. No quiero que estos días acaben nunca.
– Pues no tenía pensado quedarme en Viena toda mi vida. Me gusta Madrid.
– Dijo Anna intentando distraer la atención, pero sabiendo muy bien a lo que él
se estaba refiriendo.
– Ya sabes a qué me refiero Anna. No estoy hablando de estos días en
Viena, sino a estos días en general, tú y yo haciendo una vida de verdadera
pareja, viviendo juntos, amaneciendo en la misma cama día tras día y dándonos
las buenas noches siempre. No quiero perder eso que aquí en Viena estamos
viviendo. – Confesó él mostrando la mayor franqueza y sinceridad en la voz que
nunca había mostrado.
– No tienes que temer por el futuro, ni siquiera deberías planteártelo.
Vive el presente, nada más. Lo que venga vendrá y ya se afrontará.
– Siempre hablas en forma impersonal. Siempre hablas de vivir simplemente
el presente. Pero sabes una cosa: alguien como yo que siempre ha vivido un
presente de mierda, cuando ve que eso ha cambiado y que ha encontrado a alguien
a quien amar y querer, alguien con quien compartir una vida no puede pensar
simplemente en el presente por muy bueno que este sea. Anna sabes que te
quiero, pero nunca he oído de tus labios lo mismo. No te voy a pedir que lo
digas porque me lo demuestras en muchos aspectos. Pero no quiero que esto
termine. No quiero volver a cómo era antes, y mucho menos a cómo estaba antes.
– ¿Por esto no dormiste bien anoche?
– Sí. Estuve toda la noche dando vueltas a la primera vez que nos
acostamos juntos. Muchas imágenes se me pasaban por la cabeza. Estando contigo
soy feliz Anna. Nunca antes me había sentido así. Mientras pienso en ti no
pienso en otra cosa y solo me centro en el presente contigo, ni miro al pasado,
ni me preocupo por el futuro.
>> Anoche no podía pensar en otra cosa. Te miraba tumbada en la
cama durmiendo plácidamente y pensaba que esa era la imagen que querría ver
siempre a mi lado en las noches de insomnio. Pero mi cabeza me traiciona, me es
infiel y me hace pensar también que quizá eso no se dé nunca más y si eso es así, volvería a mi pasado, a la
soledad de las noches eternas en las que la única compañía que tengo es la de
los libros y las historias que encierran en sus páginas. O también a noches en
las que acabaría con alguna chica en su casa o en la mía haciendo el amor sin
amor, sólo para aplacar el deseo de dos cuerpos que se dejan ir sin una
conciencia, sin una razón que los guiara.
– No debes pensar así. – Volvió a decir Anna mirándole y viendo en sus
ojos una especie de desesperación y agonía que también se traspasaba al tono de
su voz. – Si te digo que no pienses en el futuro es porque no existe. Solo
podemos estar seguros de vivir el presente, y es en el presente donde tenemos
que pensar. El futuro vendrá o no, pero el presente es lo que nos pasa a cada
instante de vida, con cada inspiración de aire hacia nuestros pulmones.
>> Estamos en Viena juntos. Me lo estoy pasando muy bien, estoy muy
a gusto contigo en esta maravillosa ciudad, me estoy divirtiendo. Y supongo que
tú también estas disfrutando. Aunque te estás perdiendo mucho pensando todo el
tiempo en un pasado, el tuyo, que ya no tienen vuelta atrás y que no puedes
cambiar, y en un futuro que no puedes saber cómo será y solo puedes imaginarlo
deformándolo hasta que te haga sentir ansiedad y miedo por perder el presente,
que por desgracia no estás aprovechando del todo.
– Yo también estoy disfrutando Anna. Lo que pasa es.... – Empezó a decir
él cuando Anna le volvió a interrumpir.
– Lo que pasa es nada. Mírame. – Le dijo Anna de manera impetuosa, como
una madre dice a su hijo que deje de hacer una cosa y éste asustado por el tono
de autoridad de la voz de su madre deja de manera inmediata aquello que estaba
haciendo para prestar atención a lo que su madre le está diciendo, haciendo
también que se parara en medio de la calle. – No pasa nada más. Si estás
disfrutando, estás disfrutando. Acabamos de ver el Palacio de Belvedere.
Llevamos más de cuarenta minutos caminando por Viena juntos, cogidos del brazo,
bajo este cielo de plomo. Y nada más. Disfruta eso, ¡joder!
– Es la primera vez que te escucho decir un taco y ponerte ser tan
contundente. – Dijo él asombrado por la contundencia de su discurso.
– Ya. Se me ha escapado. Lo siento. Pero es que si no me ponía así,
parece que no haces caso. – Insistió ella dándose cuenta de que su contundencia
había surtido efecto en él.
– Me gusta ese lado duro que has sacado. – Sonrió él de manera algo
velada pero clara.
– Créeme que no. – Contestó ella sonriendo a su vez y volviendo a mirarle
a los ojos con pasión y profundidad.
Ahí acabó la conversación que se había alargado desde que salieron por
las verjas del Palacio de Belvedere, y toda la calle del Príncipe Eugenio abajo
hasta alcanzar de nuevo, y tras haber cruzado la misma plaza con la estatua
ecuestre en el centro y en la que además se encontraba el Instituto Cervantes
con su bandera española ondeando al viento gélido de Viena desde su mástil en
una de las ventanas de unos de los edificios que circunda la plaza que habían
cruzado esa misma mañana camino del Palacio a bordo de un taxi.
Se habían recorrido sin casi darse cuenta varios kilómetros y ahora
estaban de nuevo en el Ring de Viena, bajo una cúpula de ramas desnudas de
árboles que dejaban a duras penas ver el gris plata del cielo de ese último día
del año. Él como queriendo comprobar que el tiempo había pasado de manera
normal miró su reloj y se dio cuenta de que ya eran más de la una de la tarde.
Una de las peculiaridades de los días que amanecen cubiertos por una sábana
uniforme de nubes es que nunca se sabe qué hora es. La luminosidad es uniforme
sin variaciones salvo cuando las nubes se encabritan, se enfadas y molestan y
aumentan su grosor para descargar sobre la ciudad o el campo una lluvia
traicionera que riega por igual calles, campos y personas. El cielo cubierto de
Viena había evitado que el sol proyectara sobre la ciudad las sombras de los
edificios y por tanto evitado que las personas observadoras pudieran adivinar
la hora mirando esas sombras sobre el suelo.
La ciudad seguía bullendo de actividad. El fin de año se nota en todo el
mundo, da igual que las gentes de un país sean más extrovertidas y de sangre
caliente, o más tranquilas, calladas o tranquilas. El último día del año es
igual en todos los rincones del globo: carreras de última hora para comprar tal
o cual alimento que se ha olvidado, o tal o cual adorno para la mesa de gala
que en muchas casas para aparentar la distinción que no se tiene durante el
resto de cenas del año delante de los invitados de tan señalada cena; nervios
ante las fiestas en hoteles, locales de moda, discotecas o hangares perdidos en
medio de un polígono industrial perdido de la mano de la providencia donde un
empresario corrupto meterá a más gente que la que permite el aforo para ganar
más dinero del que haría en una noche normal timando a gente de todas las
edades, sobre todo a personas que ya no son jóvenes y van camino de la edad más
que adulta, pero que para intentar disimularlo y engañarse a sí mismos van a
este tipo de fiestas, que con tal de divertirse una noche al año como no hace
durante el resto de noches irían hasta el fin del mundo si cabe y tomarían
hasta orina de orangután como si fuera whisky gran reserva.
Viena no era una excepción a esta locura de fin de año. Por el Ring,
mientras ellos caminaban hacia no sabían muy bien dónde, pasaban coches a toda
velocidad que esquivaban a los tranquilos tranvías y a los apacibles ciclistas
que ignorando de manera intencionada o no qué día del año era iban por la
calzada como si nada ocurriera a su alrededor, arriesgando la vida ante esos
alocados conductores imprudentes por partida doble. Anna comentó que quizá ya
iba siendo hora de buscar algún sitio para comer, a lo que él asintió pensativo
mientras en su cabeza intentaba recordar y buscar en esa memoria tan prodigiosa
como peligrosa por todos los recuerdos que guarda, algún sitio sobre el que
recordara haber leído algo así como que se comía bien o se estaba a gusto o que
estuviera de moda en Viena para comer en pareja en ocasiones especiales y que
no estuviera demasiado lejos de donde ellos ahora mismo se encontraban.
– Hay un café que también sirve comidas a la hora del almuerzo que se
supone que está muy de moda últimamente en Viena. Si quieres podemos ir hacia
él. – Comentó él tras haber dado con un artículo en su mente que había leído en
El País una tarde lluviosa de Madrid sentado a la mesa de otro café también muy
frecuentado pero no de moda en una plaza de la Latina.
– Si no está demasiado lejos, me parece bien. He de confesar que estoy
algo cansada de la caminata y tengo también algo de hambre que desde
desayunamos ya han pasado unas cuantas horas y el desayuno ya estará en los
tobillos. – Dijo Anna.
– Creo recordar que estaba en el propio Ring, pero hacia el canal del
Danubio. – Comentó él algo dudoso.
– Por mí perfecto. Ya sabes que yo estoy en Viena como una primeriza y me
dejo guiar por tu instinto. – Dijo ella usando al final un tono algo irónico
destinado a hacerle sonreír y que la replicara de igual manera.
– Mi instinto no siempre es acertado, puede que te lleve a un lugar de
mala muerte creyendo que es un buen sitio. Te fías demasiado de mí. – Replicó
él como Anna había querido, con ironía y sarcasmo.
– Es cierto. No sé yo si debería dejarme llevar por ti a fe ciega. –
Volvió a decir ella mirándole y sonriéndole.
Caronte.
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