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Una vez la discusión parecía zanjada y el enfado y malestar de Anna
habían sido aplacados en parte, dejaron atrás la sala de “El Beso” y siguieron la visita por el museo del Palacio Belvedere.
Anna seguía contemplando los cuadros con mucho interés, él pensó que había sido
muy buena idea pasar la mañana de ese último día del año allí en vez de haber
ido por ejemplo al Palacio de Schönbrunn o visitando el inmenso Palacio
Imperial del Hofburg. A Anna se la veía espléndida y muy a gusto viendo todos
esos cuadros costumbristas de artistas austríacos de finales del siglo XIX y
principios del XX. Él no dejaba de observarla, de contemplarla a su vez como
ella hacía con los cuadros: de arriba abajo y dejándose conquistar una vez más
por su elegancia innata y su belleza, cualidades ambas que llenabas de luz las
salas del museo teñidas de un gris gélido invernal. Debido al enfado que había
provocado, él no había preguntado a Anna qué le había parecido la obra más
inmortal de Gustav Klimt; por ello se acercó a ella un poco mientras contemplaba
un cuadro que mostraba una imagen extraordinaria de la plaza de la catedral de
Viena con la alta torre de San Esteban en primer término y el tejado de
azulejos formando el escudo imperial de Austria de la catedral, para
preguntarla por “El Beso”.
– Anna, ¿qué te ha parecido el cuadro? – Preguntó él omitiendo el título
del mismo suponiendo que ella sabría a qué cuadro se estaba refiriendo.
– ¿Qué cuadro? – Preguntó a su vez ella.
– El de “El Beso”, el más
famoso quizá de toda Austria. – Se explicó él.
– Muy hermoso la verdad. Transmite pasión a quien lo contempla. Una
pasión limpia, sin prejuicios y sin pudor. Una pasión y un amor de esos que
dejan poso una vez se acaba por las buenas o por las malas. Me ha gustado
mucho. No me extraña la fama que tiene, aunque tampoco entiendo que sea el
único emblema pictórico de este país, ni tan siquiera de Gustav Klimt. – Dijo
ella dejándose llevar por lo que había sentido contemplando el cuadro en la
sala anterior.
– La fama la tiene porque se ha sabido vender muy bien el cuadro como
símbolo del amor pasional entre dos jóvenes enamorados. Simplemente. Eso vende,
aquí, en China y el Kuala Lumpur. – Intentó explicar él. – Pero sí es cierto
que es un cuadro que impresiona por lo sencillo que es en el fondo y por la complejidad
de los sentimientos que muestra con esa delicadeza absoluta.
– Lo único, no sé si a ti te pasó lo mismo en su día, es que me ha
parecido mucho más pequeño de lo que me había imaginado. – Dijo Anna.
– Lo mismo pensé yo cuando lo vi por primera vez. – Respondió él.
– Aún así me ha gustado mucho. Me alegro que decidieras traerme aquí en
lugar de a otro sitio. – Añadió Anna mirándole de nuevo, ahora ya sin rastro
alguno de enfado o resentimiento con él por el episodio de celos que había
mostrado antes.
Ambos siguieron visitando las salas del museo. Cada uno iba por su cuenta
pero ambos iban juntos al mismo tiempo. Así es como se deberían visitar los
museos cuando no se va solo, pensó él, cada uno por su cuenta sin dejar de
estar junto para poder comentar alguna cosa de algún cuadro u obra de arte.
También le vino a la cabeza el hecho de no poder haber visitado casi nunca un
museo acompañado por nadie, ya fuera con pareja o con amigos, porque en el
fondo nunca había podido hacerlo. Nunca tuvo pareja por lo que esa opción
quedaba relegada de sus pensamientos y sus pensamientos y añoranzas, aunque
cada vez que visitaba alguna galería de arte se fijaba en las parejas que iban
juntas y las envidiaba desde la distancia. Pero tampoco había tenido la
posibilidad de ir mucho a ningún museo con amigos. Sí había ido a algunos,
pensaba muchas veces y lo pensó allí viendo a Anna, pero mientras que él nunca
tuvo problemas para ir a cualquier tipo de museo (ya fueran de historia militar
o naval, de arqueología, pintura o escultura, o incluso religiosos) nunca pudo
compartir su pasión por los museos con un grupo más o menos numeroso de
personas. No compartían sus gustos. Tampoco es que tuviera muchos amigos nunca
la verdad.
En una de las salas del museo, mientras Anna se acercaba a los cuadros
que colgaban estáticos de las paredes, como cadáveres expuestos a la intemperie
para que el tiempo les diera la forma definitiva con la que se extinguirían
hasta no ser más que polvo o recuerdo, él se aceró a una de las ventanas de la
sala. La ventana daba a los jardines principales del Palacio, esos que estaban
divididos en dos enormes terrazas a distinta altura separados y unidos al mismo
tiempo por un conjunto escultórico y unas fuentes. Al fondo se veía el Palacio
de Belvedere Bajo con su tejado a dos aguas de color marrón tierra húmeda. Los
parterres de flores que en primavera mostrarían todo su esplendor y colorido,
se mostraban pálidos bajo un cielo cubierto de nubes compactas y unidas en una
única continuidad gris blanquecina que cubría todo el horizonte sin fisuras.
– Mira Anna, acércate. – Dijo él girándose y dando la espalda a la
ventana para llamar a Anna.
– ¿Qué pasa? – Preguntó ella a medida que se acercaba a donde estaba él.
– Quiero enseñarte una de las mejores vistas de Viena. – Dijo él
cogiéndola de la mano para llevarla hasta la ventana. – Mira. ¿Qué te parece? –
Dijo él cuando ya estuvieron ambos junto a la ventana mirando el horizonte
donde aparecían los tejados de Viena.
– Es maravilloso. No pensé que este pequeño palacio guardara tantas
sorpresas. – Dijo ella contemplando a través de los nítidos cristales del
palacio Belvedere toda Viena.
– Todavía recuerdo como si fuera ayer esta visión, que además descubrí
casi por casualidad, ya que cuando uno visita un museo generalmente no suele
mirar por las ventanas que se encuentra, o bien porque no hay muchas o porque
está en medio de una ciudad y solo se puede ver la calle atestada de coches. –
Dijo él poniéndose justo detrás de Anna y abrazándola por la cintura.
– Me alegro que me hayas traído aquí. – Dijo ella dejando de mirar
durante un instante por la ventana para dirigirse a él y darle un beso.
– Y yo me alegro de que estés aquí conmigo compartiendo estos instantes.
– Respondió él devolviéndola a su vez el beso.
Volvieron a girarse hacia la ventana a mirar a través de los cristales
que desprendían un aire gélido que no podía ser contrarrestado por la tibia
calefacción del museo que a duras penas podía combatir con éxito el ambiente de
frío invernal que recorría las salas como un visitante más, haciendo que los
visitantes de verdad no se sintieran incómodos llevando puestos sus abrigos,
cazadores, jerséis o incluso las bufandas semi-anudadas al cuello. Estuvieron
sin decir nada unos minutos simplemente contemplando el horizonte y el perfil
de la ciudad imperial con la torre de la catedral de San Esteban destacando por
encima de todos los tejados como si fuera la encargada de velar por la ciudad
bajo sus pies. Esa torre vigía que solo superada en altura por el vuelo de los
pájaros y por algunos edificios modernos que en los últimos lustros se habían
empezado a construir en las afueras de la ciudad como resultado de la expansión
económica de una sociedad que poco a poco iba perdiendo la pureza del espíritu
tradicional vienés sintiendo indiferencia por el hecho de que otras torres de
acero, hormigón y cristal superaran a la de la catedral que quedaría para las
generaciones posteriores como un vigía de un tiempo pasado, de la historia sin
memoria y sin presente.
– ¿Qué es esa cúpula verde que se ve a la izquierda? – Preguntó en un
momento dado Anna señalando con el dedo sobre el cristal de la ventana hacia
una zona tapada en parte por unos árboles gigantes.
– Eso es la Iglesia de San Carlos Borromeo. – Dijo él sabiendo perfectamente
a qué se estaba refiriendo ella.
– Parece bonita. – Afirmó ella.
– No lo parece, lo es. Mañana la podremos ver más cerda porque está justo
al lado de la sala de conciertos donde se celebra el Concierto de Año Nuevo. –
Confirmó él.
– Supongo que esa gran torre que se ve es la de la catedral. – Dijo Anna
dirigiendo ahora el dedo hacia el edificio más alto que se veía desde allí.
– Si, es la torre de San Esteban.
– Qué bonita se ve desde aquí la ciudad. Ojalá pudiéramos volar como los
pájaros para ver desde las alturas las ciudades, los monumentos y los parques.
– Dijo ella.
– Y para cagarnos desde las alturas también sobre las personas que nos
caen mal. – Añadió él.
– Pero que borrego estás hecho. – Dijo Anna girándose, sonriéndole y
dándole de nuevo un beso en la boca.
– Hay que pensar en todo. – Dijo él también sonriéndola.
– Por lo menos has recuperado el sentido del humor y vuelves a sonreír.
– Sí, aprovecha que sabes que no lo hago mucho. – Siguió él con el tono
irónico.
– Tú lo has querido. Cuéntame por qué sueles dormir mal por las noches.
Por qué sufres de ese insomnio al que te has terminado por acostumbrar. – Dijo
ella mirándole de nuevo a los ojos directamente y habiendo agravado un poco el
tono de su voz dejando a un lado la ironía y la broma para hablar algo más en
serio.
– Anna... – Dijo él suspirando, sabiendo que ahora no tenía ya excusas
para no contarla en qué pensaba cuando no podía conciliar el sueño por las
noches.
– No te me enfades, por favor. No te pregunto para molestarte sino para
saber de ti y poder ayudarte. – Dijo Anna acercándose un poco más a él para que
así la notara cerca y se sintiera más cómoda y con confianza.
– ¿Y no te lo puedo contar más cómodamente comiendo en algún restaurante?
– Dijo él intentando evitar la conversación que sabía iba a tener lugar a
partir de ese momento.
– No. Hasta que comamos queda un buen rato. Si quieres podemos ir
tranquilamente paseando hasta el lugar donde tuvieras pensado comer y vamos
hablando tranquilamente. – Propuso ella.
– Al final te vas a salir con la tuya, ¿eh? – Comentó él medio sonriendo.
– No se trata de eso. Está en tu mano decirme: no quiero hablar de eso
por tal y cual razón. Yo no podré replicarte si me lo dices así. No me sentará
bien, pero es tu vida. – Dijo ella acariciándole la cara para intentar que no
se pusiera ni nervioso ni tenso.
– Sabes que no te voy a decir eso. – Concluyó él.
Ambos se alejaron de la ventana tras la cual quedaba toda Viena. Cruzaron
la sala donde estaban y se encaminaron hacia la salida del palacio. Volvieron a
atravesar la sala de “El Beso” de
manera no buscada, sin ser adrede, pero en ese último vistazo fugaz al cuadro
más famoso del museo, y probablemente de los que hay expuestos en galerías de
arte de Viena, él sintió una especie de vértigo ante lo que le iba a contar a
Anna: los motivos por los que desde hacía años que no dormía bien por las
noches. Se cruzaron con pocas personas en su camino hacia la salida. Se notaba
que iba siendo hora de recogerse en las casas para pensar en la comida y por su
puesto en la cena de ese último día del año. En el recibidor por el que habían
entrado vieron de refilón al hombre que antes había intentado ligar con Anna y
que ella había rechazado dejándole cortado y quizá humillado en su fuero
interno. Tanto Anna como él lo vieron, y el hombre también se dio cuenta de su
presencia aunque hizo como si no se hubiera dado cuenta de quiénes eran.
Salieron de nuevo a los jardines principales del Palacio de Belvedere. El frío
arreciaba. El cielo seguía tan encapotado como había amanecido, aunque ahora
tenía mucho más aspecto de lluvia o nieve que antes. Pronto empezaría a
descargar el agua sobre Viena ya fuera en forma de la tradicional y anodina
lluvia, o en forma de la ilusionante y blanca nieve de navidad.
Caronte.
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