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(Viene de la entrada anterior.)
Para no perder más tiempo empezaron a dar cuenta de sus platos sabiendo
prácticamente de ante mano que quizá les costaría acabar con toda la comida que
tenían delante. Sin él esperarlo Anna introdujo un tema en la conversación, que
estaba siendo totalmente inocua, que le pilló totalmente con el pie cambiado y
sobre el que no había pensado lo más mínimo.
– ¿No vas a llamar a ese conocido tuyo que tienes en la embajada de
España para agradecerle que te consiguiera las entradas para la fiesta del
Sacher y el concierto? – Preguntó ella después de haber estado un par de
minutos callada escuchando una anécdota que él había contado sobre su trabajo
en la editorial.
– ¿Cómo? – Respondió él un poco anonadado por la pregunta.
– Sí. Que si no vas a llamar a Alberto, creo recordar que me dijiste ayer
que se llamaba, para darle las gracias por todo. – Se explicó mejor Anna viendo
que la pregunta anterior había pillado a su acompañante en bragas.
– Ya le agradecí todo desde Madrid. – Empezó a responder él sabiendo que
muy probablemente lo que iba a decir no terminaría de convencer a Anna. –
Cuando recibí el paquete con las entradas para el Concierto de Año Nuevo y las
invitaciones a la Fiesta de Fin de Año del Sacher, llamé a Alberto para
agradecerle todo lo que había hecho.
– ¿Y ya está? ¿Te parece que con eso vale? – Volvió a insistir Anna tras
haber cambiado su tono de voz y poniéndose un poco más seria.
– Sí. – Respondió él escuetamente para intentar no dar más pie a esa conversación
que probablemente le iba a dejar en mala situación.
– ¿No crees que deberías llamarle desde aquí e invitarle a tomar algo por
ejemplo mañana por la tarde? – Insistió Anna convencida de que él se daría
cuenta de que había actuado mal, o si no mal del todo, no de manera totalmente
correcta.
– Pues no la verdad. Ya te conté ayer qué relación tengo con Alberto.
Somos buenos conocidos que cuando nos encontramos hablamos muy cordialmente y
nos contamos nuestras batallitas, pero nada más. – Confesó él intentando
justificar su actuación.
– Luego dirás que no tienes amigos. – Le recriminó ella.
– Eso no tiene nada que ver. Yo con Alberto no fui amigo en la
Universidad. – Se excusó él en lo que más que una simple excusa pareció una
defensa.
– ¿No tiene nada que ver?
– No.
– Es decir la vida te permitió hace años recobrar contacto con un antiguo
compañero de la universidad con el que te llevabas bien y te caía también bien,
según tú me dijiste ayer, ¿y tú no aprovechas para intentar iniciar una
amistad? – Expuso Anna de manera bastante convincente.
– Creo que ya es tarde para eso.
– También creías que era tarde para enamorarte y desde que te conozco
solo eres capaz de decirme que me amas. – Le reprochó Anna quizá siendo
demasiado injusta y dura con él usando un argumento que desarmaba todo lo que
él pudiera decir a continuación.
– No es lo mismo.
– No me vengas con esas, hombre. Sabes que no es como dices. Nunca es
tarde para hacer un amigo, o retomar una amistad o iniciarla. Alberto te cae
bien, y por el favor que te ha hecho tú también le caes bien a él. Lo más
normal hubiera sido que le hubieras llamado nada más llegar aquí ayer y le
hubieras invitado al menos a tomar algo contigo, o con nosotros si a ti te
hubiera apetecido. – Explicó ella intentando suavizar el tono que había usado
en las últimas contestaciones.
– Alberto y yo no somos amigos. Simplemente fuimos buenos compañeros.
– Pero podéis ser amigos ahora. ¿Quién te dice que no?
– Yo. – Respondió él de manera tajante.
– ¿Por qué? – Le espetó ella sin amedrentarse ante el tono defensivo que
él estaba usando y obligándole a mirarla de frente.
– Porque todos los amigos que he tenido siempre han sido unos falsos.
Siempre me han fallado. – Empezó de nuevo a decir él recordando viejos y malos
fantasmas, intentando evitar la mirada de Anna y recorriendo con sus ojos el
exterior del restaurante. – O quizá porque pienso que no puedo tener amigos
porque siempre les terminaré defraudando o fallando.
– Lo que pasara hace años, y ya te le he dicho muchas veces, no tienen
porqué repetirse de nuevo. Sinceramente creo que deberías llamar a Alberto e
intentar quedar con él al menos para tomar un café. – Replicó Anna mostrándose
de nuevo más comprensiva con él.
– De todas maneras no creo que esté en Viena en estas fechas. Él sí tiene
una casa a la que volver en Toledo donde le espera su familia. No creo que se
quede en Viena en Navidad cuando en las embajadas no habrá prácticamente nadie
trabajando, salvo el pringado de guardia que se quedará por si pasa alguna
tragedia. – Intentó zanjar él así la conversación que no le estaba gustando
nada y le estaba haciendo pensar en que quizá Anna tenía razón y se había
comportado mal no llamando a Alberto al llegar a Viena.
– No me vengas con excusas infantiles. Tú le llamas y si no está en Viena
pues nada. Al menos demostrarás que valoras el gesto que él tuvo contigo
consiguiéndote esas entradas. – Replicó Anna con mucho tacto y cargada de
razón.
– Le llamaré. – Terminó por decir él mostrando que no quería seguir con
la conversación y volviendo a centrarse más en el snitzel que tenía delante
tras mirarla, ahora sí, a los ojos directamente y mostrando que no quería
seguir hablando más del tema.
– Espero que le llames. Creo que te hará bien de verdad. – Terminó ella
diciendo tras mirarle largamente a los ojos y viendo en su mirada una especie
de súplica porque parara ese interrogatorio que no le estaba resultando nada
cómodo.
Tras la inesperada conversación se terminaron prácticamente en silencio
sus platos. Anna dio cuenta de toda la trucha, mientras que él, quizá falto de
apetito por haber terminado saciado después de haber engullido casi tres
cuartas partes del snitzel, o quizá porque la propia conversación con Anna
sobre la conveniencia de llamar a Alberto o no le había terminado por quitar el
apetito y había sustituido en su cabeza el hambre por las dudas. Dudas que
llenan más el alma y el cuerpo que un jabalí entero, aunque no de comida sino
de desasosiego.
Él no dejó de pensar que Anna tenía parte de razón. Llamó a Alberto nada
más recibir las entradas para el concierto y los pases para la fiesta de fin de
año, pero nada más. Es cierto que se le pasó por la cabeza invitarle a tomar
algo si alguna vez venía por Madrid, como otras veces había hecho cuando,
siempre por iniciativa de Alberto, habían quedado ya fuera en Madrid y en
cualquier otra ciudad europea en la que hubieran coincidido ambos por sus
respectivos trabajos. Pero al final no le dijo nada, ni siquiera lo comentó.
También, aunque de manera mucho más fugaz, se le pasó por la cabeza verse en
Viena y agradecerle en persona en la ciudad en la que trabajaba las gestiones
que había hecho, pero fue una idea que descartó de manera casi inmediata. Por
esto, por saber que en el fondo Anna estaba cargada de razón cuando le decía que
debería llamar a Alberto, sin buscar excusas infantiles y vagas como que lo más
probable es que no estuviera en Viena en esas fechas o que estuviera ocupado
con asuntos personales que le impidieran aceptar una hipotética invitación.
Pero se resignó.
Esa resignación no era nueva. Siempre había estado presente en su
espíritu y en su forma de ser con sus amigos. Hubo un tiempo, sobre todo
durante su época universitaria, sobre su vida anterior había una especie de
muro inexpugnable construido por sí mismo que bloqueaba cualquier recuerdo
anterior, que llamaba a sus compañero de clase, esos que con los que empezaba a
coger confianza y a apreciar como amigos. Llamaba y proponía planes par hacer
algún fin de semana, algún viernes por la tarde, o algún sábado. Y esto fue así
de manera más o menos constante durante toda la carrera con los amigos a los
que más apreciaba. Pero casi siempre las respuestas que recibía eran “noes”.
Que proponía quedar a última hora de un viernes o un sábado o un domingo a
tomar algo a algún sitio, recibía un no excusado con múltiples razones que cómo
no tenía que aceptar. Que decía de ir a pasar un día a algún sitio no muy
lejano de Madrid, pues también con una frecuencia de récord recibía un no,
aunque hubo alguna excepción, ya que durante los años de carrera fue al menos
seis o siete veces a pasar el día a algún sitio con esos amigos, y no al año
sino en total.
Viendo esa situación que se repetía años tras años, a pesar de las
promesas siempre incumplidas de “ya quedaremos” o “buscamos para hacer algo un
finde entero” o ”estaría bien que hiciéramos tal o cual cosa”, siempre se
acababa igual: no quedando. Al final se cansó de esto. Dejó de llamar y
proponer planes porque no quería seguir escuchando “noes” por teléfono o vacíos
de respuestas por móvil, sintiéndose ignorado, ninguneado y en cierto modo
también fallado por aquellos que, según él, iban de los mejores amigos del
mundo.
Sin embargo pasaba una cosa muy curiosa, y probablemente de ahí venía su
resquemor y rencor, y hacía que su resignación fuera dolorosa. Daba la
casualidad que cada vez que a él le proponían un plan, la mayoría de las
respuestas eran siempre un “sí”. Pocas veces, a no ser por causa mayor por
asuntos familiares a veces buenos y a veces malos, decía que no a un plan que
algún amigo le planteara, ya fueran barbacoas, salidas a la sierra, quedadas en
bares de mierda, baratos y con comida grasienta. Incluso decía que sí a planes
que no le llamaban nada la atención pero que simplemente por salir y no
quedarse en su casa encerrado aceptaba. Eso era lo que más le molestaba y
jorobaba: que cuando él proponía algo todo eran excusas, problemas o
imposibilidades de cuadrar fechas para llevarlos a cabo, mientras que cuando
otros proponían planes siempre había ganas, siempre se arreglaban otros planes
para que se realizaran los propuestos aunque fueran a última hora y todo el
grupo de amigos parecían dispuestos a quedar como fuera y donde fuera.
Hasta que un día se hartó de todo y se plantó. Desde entonces su vida se
tranquilizó. Dejó de estar pendiente de que nadie le llamara para quedar porque
sabía que eso no se iba a producir. Tampoco propuso más planes porque la
respuesta estaba fijada de antemano. Simplemente intentaba hacer su vida y
pasaba de preocuparse de esos amigos que solo aparecían de pascuas a ramos y
encima le echaban en cara que no supieran nada de él. Nunca dejó de aceptar los
planes que le proponían y le entusiasmaban de verdad, aunque fueran con gente
con la que no tenía amistad y simplemente una relación cordial de compañeros o
conocidos, o incluso con gente con la que no se llevaba para nada.
Muchas veces también pensó que se había equivocado al actuar así y que se
había cerrado muchas puertas y perdido muchas oportunidades de tener algún
amigo. Pero para él ser amigo de alguien era algo muy serio y siempre se tomó
la amistad como algo que involucraba a los sentimientos de dos personas, y que
en el fondo no era más diferente a una relación sentimental con otra persona,
sin sexo claro está, a la que se respetaba, apreciaba y quería. En cierto modo
se culpaba de no tener a nadie a la que llamar amigo en si vida. Y es ahí donde
se daba cuenta que Anna tenía muchas razón al haberle dicho durante esa último
almuerzo del año que Alberto había demostrado más que simple compañerismo, que
no era un conocido con el que podía charlar cordialmente y contarse problemas
mutuamente. Con esa conversación que Anna había sacado a relucir de manera
espontánea y sorprendente volvió a tener cierta esperanza e ilusión por tener
un amigo. Pero le ilusión también vino acompañada de miedo y durante el resto
de la comida en ese café restaurante sólo fue capaz de dar vueltas en su cabeza
a qué era lo que tenía que hacer: si llamar a Alberto o no hacerlo. Y así
estaba cuando el camarero del café restaurante se acercó a su mesa para retirar
los platos sobre los cuáles había cesado cualquier actividad bélica de ataque
hacía ya un par de minutos.
– ¿Les has gustado la comida señores? – Preguntó el camarero en alemán
mientras quitaba los platos y los juntaba en su antebrazo en sorprendente
equilibrio.
– No sé qué dice. – Dijo Anna buscando ayuda en él al ver que el camarero
esperaba algún tipo de respuesta y ella no entendía ni una sola palabra de
alemán.
– ¿Cómo? – Dijo él tras volver de sus pensamientos.
– El camarero ha preguntado algo en alemán. – Dijo Anna recriminándole
con su mirada que estuviera en otras cosas al mismo tiempo que por debajo de la
mesa le arreaba una ligera patada en su espinilla.
– Sí todo estaba muy bueno. Lo único que era mucha cantidad. No creo que
tengamos hueco para un postre. – Arriesgó él a decir sin saber muy bien si la
respuesta que daba iba a cuadrar con la pregunta que había hecho el amable
camarero.
– Sí. Eso es algo que nos dicen muchos clientes. – Volvió a decir el
camarero sonriendo agradecido. – Me alegra que les haya gustado.
– ¿Anna vas a querer algo más? ¿Un café, una infusión, un postre? – Dijo
él dirigiéndose a Anna y anticipándose a la probable pregunta del camarero,
después de haber traducido a Anna lo que acababan de decirse él y el camarero.
– No, por favor. Estoy llena. Casi prefiero caminar un poco y bajar la
comida, y luego si eso llegados al hotel tomar allí algo. – Confesó Anna
sonriendo y dirigiéndose también al camarero como si éste la entendiera.
– Si no le importa traiga la cuenta cuando pueda. – Dijo finalmente él al
camarero.
– Ahora mismo señor. – Replicó el camarero mientras se marchaba camino de
las cocinas con los platos, cubiertos y copas de vino en sus brazos.
El camarero volvió a su mesa unos minutos después con la cuenta metida en
una especie de sobre de piel. Miraron la cuenta que no era tan cara como habían
pensado en un primer momento. Pagó él con la tarjeta de crédito. Se levantaron
de la mesa, él ayudó a Anna a poner el abrigo, tras lo cual también se puso el
suyo y se dirigieron de nuevo hacia las escaleras donde había unas cuantas
personas esperando para comer a pesar de ser ya una hora demasiado tardía para
hacerlo en un país centroeuropeo como Austria. Salieron a la calle tras
atravesar el café donde sí había bastante gente, la mayoría austríaca,
tomándose un tentempié. En la calle no se veía mucha gente y la que había iba
muy deprisa, como si llegaran tarde a alguna cita ineludible o como si supieran
que a la vuelta de la esquina estuvieran regalando alguna cosa de respetable
valor, por lo que valiera la pena correr y apresurarse.
Caronte.
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