sábado, 28 de noviembre de 2015

El Vals del Emperador (XLVI)

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(Viene de la entrada anterior.)

Para no perder más tiempo empezaron a dar cuenta de sus platos sabiendo prácticamente de ante mano que quizá les costaría acabar con toda la comida que tenían delante. Sin él esperarlo Anna introdujo un tema en la conversación, que estaba siendo totalmente inocua, que le pilló totalmente con el pie cambiado y sobre el que no había pensado lo más mínimo.

– ¿No vas a llamar a ese conocido tuyo que tienes en la embajada de España para agradecerle que te consiguiera las entradas para la fiesta del Sacher y el concierto? – Preguntó ella después de haber estado un par de minutos callada escuchando una anécdota que él había contado sobre su trabajo en la editorial.
– ¿Cómo? – Respondió él un poco anonadado por la pregunta.
– Sí. Que si no vas a llamar a Alberto, creo recordar que me dijiste ayer que se llamaba, para darle las gracias por todo. – Se explicó mejor Anna viendo que la pregunta anterior había pillado a su acompañante en bragas.
– Ya le agradecí todo desde Madrid. – Empezó a responder él sabiendo que muy probablemente lo que iba a decir no terminaría de convencer a Anna. – Cuando recibí el paquete con las entradas para el Concierto de Año Nuevo y las invitaciones a la Fiesta de Fin de Año del Sacher, llamé a Alberto para agradecerle todo lo que había hecho.
– ¿Y ya está? ¿Te parece que con eso vale? – Volvió a insistir Anna tras haber cambiado su tono de voz y poniéndose un poco más seria.
– Sí. – Respondió él escuetamente para intentar no dar más pie a esa conversación que probablemente le iba a dejar en mala situación.
– ¿No crees que deberías llamarle desde aquí e invitarle a tomar algo por ejemplo mañana por la tarde? – Insistió Anna convencida de que él se daría cuenta de que había actuado mal, o si no mal del todo, no de manera totalmente correcta.
– Pues no la verdad. Ya te conté ayer qué relación tengo con Alberto. Somos buenos conocidos que cuando nos encontramos hablamos muy cordialmente y nos contamos nuestras batallitas, pero nada más. – Confesó él intentando justificar su actuación.
– Luego dirás que no tienes amigos. – Le recriminó ella.
– Eso no tiene nada que ver. Yo con Alberto no fui amigo en la Universidad. – Se excusó él en lo que más que una simple excusa pareció una defensa.
– ¿No tiene nada que ver?
– No.
– Es decir la vida te permitió hace años recobrar contacto con un antiguo compañero de la universidad con el que te llevabas bien y te caía también bien, según tú me dijiste ayer, ¿y tú no aprovechas para intentar iniciar una amistad? – Expuso Anna de manera bastante convincente.
– Creo que ya es tarde para eso.
– También creías que era tarde para enamorarte y desde que te conozco solo eres capaz de decirme que me amas. – Le reprochó Anna quizá siendo demasiado injusta y dura con él usando un argumento que desarmaba todo lo que él pudiera decir a continuación.
– No es lo mismo.
– No me vengas con esas, hombre. Sabes que no es como dices. Nunca es tarde para hacer un amigo, o retomar una amistad o iniciarla. Alberto te cae bien, y por el favor que te ha hecho tú también le caes bien a él. Lo más normal hubiera sido que le hubieras llamado nada más llegar aquí ayer y le hubieras invitado al menos a tomar algo contigo, o con nosotros si a ti te hubiera apetecido. – Explicó ella intentando suavizar el tono que había usado en las últimas contestaciones.
– Alberto y yo no somos amigos. Simplemente fuimos buenos compañeros.
– Pero podéis ser amigos ahora. ¿Quién te dice que no?
– Yo. – Respondió él de manera tajante.
– ¿Por qué? – Le espetó ella sin amedrentarse ante el tono defensivo que él estaba usando y obligándole a mirarla de frente.
– Porque todos los amigos que he tenido siempre han sido unos falsos. Siempre me han fallado. – Empezó de nuevo a decir él recordando viejos y malos fantasmas, intentando evitar la mirada de Anna y recorriendo con sus ojos el exterior del restaurante. – O quizá porque pienso que no puedo tener amigos porque siempre les terminaré defraudando o fallando.
– Lo que pasara hace años, y ya te le he dicho muchas veces, no tienen porqué repetirse de nuevo. Sinceramente creo que deberías llamar a Alberto e intentar quedar con él al menos para tomar un café. – Replicó Anna mostrándose de nuevo más comprensiva con él.
– De todas maneras no creo que esté en Viena en estas fechas. Él sí tiene una casa a la que volver en Toledo donde le espera su familia. No creo que se quede en Viena en Navidad cuando en las embajadas no habrá prácticamente nadie trabajando, salvo el pringado de guardia que se quedará por si pasa alguna tragedia. – Intentó zanjar él así la conversación que no le estaba gustando nada y le estaba haciendo pensar en que quizá Anna tenía razón y se había comportado mal no llamando a Alberto al llegar a Viena.
– No me vengas con excusas infantiles. Tú le llamas y si no está en Viena pues nada. Al menos demostrarás que valoras el gesto que él tuvo contigo consiguiéndote esas entradas. – Replicó Anna con mucho tacto y cargada de razón.
– Le llamaré. – Terminó por decir él mostrando que no quería seguir con la conversación y volviendo a centrarse más en el snitzel que tenía delante tras mirarla, ahora sí, a los ojos directamente y mostrando que no quería seguir hablando más del tema.
– Espero que le llames. Creo que te hará bien de verdad. – Terminó ella diciendo tras mirarle largamente a los ojos y viendo en su mirada una especie de súplica porque parara ese interrogatorio que no le estaba resultando nada cómodo.

Tras la inesperada conversación se terminaron prácticamente en silencio sus platos. Anna dio cuenta de toda la trucha, mientras que él, quizá falto de apetito por haber terminado saciado después de haber engullido casi tres cuartas partes del snitzel, o quizá porque la propia conversación con Anna sobre la conveniencia de llamar a Alberto o no le había terminado por quitar el apetito y había sustituido en su cabeza el hambre por las dudas. Dudas que llenan más el alma y el cuerpo que un jabalí entero, aunque no de comida sino de desasosiego.

Él no dejó de pensar que Anna tenía parte de razón. Llamó a Alberto nada más recibir las entradas para el concierto y los pases para la fiesta de fin de año, pero nada más. Es cierto que se le pasó por la cabeza invitarle a tomar algo si alguna vez venía por Madrid, como otras veces había hecho cuando, siempre por iniciativa de Alberto, habían quedado ya fuera en Madrid y en cualquier otra ciudad europea en la que hubieran coincidido ambos por sus respectivos trabajos. Pero al final no le dijo nada, ni siquiera lo comentó. También, aunque de manera mucho más fugaz, se le pasó por la cabeza verse en Viena y agradecerle en persona en la ciudad en la que trabajaba las gestiones que había hecho, pero fue una idea que descartó de manera casi inmediata. Por esto, por saber que en el fondo Anna estaba cargada de razón cuando le decía que debería llamar a Alberto, sin buscar excusas infantiles y vagas como que lo más probable es que no estuviera en Viena en esas fechas o que estuviera ocupado con asuntos personales que le impidieran aceptar una hipotética invitación. Pero se resignó.

Esa resignación no era nueva. Siempre había estado presente en su espíritu y en su forma de ser con sus amigos. Hubo un tiempo, sobre todo durante su época universitaria, sobre su vida anterior había una especie de muro inexpugnable construido por sí mismo que bloqueaba cualquier recuerdo anterior, que llamaba a sus compañero de clase, esos que con los que empezaba a coger confianza y a apreciar como amigos. Llamaba y proponía planes par hacer algún fin de semana, algún viernes por la tarde, o algún sábado. Y esto fue así de manera más o menos constante durante toda la carrera con los amigos a los que más apreciaba. Pero casi siempre las respuestas que recibía eran “noes”. Que proponía quedar a última hora de un viernes o un sábado o un domingo a tomar algo a algún sitio, recibía un no excusado con múltiples razones que cómo no tenía que aceptar. Que decía de ir a pasar un día a algún sitio no muy lejano de Madrid, pues también con una frecuencia de récord recibía un no, aunque hubo alguna excepción, ya que durante los años de carrera fue al menos seis o siete veces a pasar el día a algún sitio con esos amigos, y no al año sino en total.

Viendo esa situación que se repetía años tras años, a pesar de las promesas siempre incumplidas de “ya quedaremos” o “buscamos para hacer algo un finde entero” o ”estaría bien que hiciéramos tal o cual cosa”, siempre se acababa igual: no quedando. Al final se cansó de esto. Dejó de llamar y proponer planes porque no quería seguir escuchando “noes” por teléfono o vacíos de respuestas por móvil, sintiéndose ignorado, ninguneado y en cierto modo también fallado por aquellos que, según él, iban de los mejores amigos del mundo.

Sin embargo pasaba una cosa muy curiosa, y probablemente de ahí venía su resquemor y rencor, y hacía que su resignación fuera dolorosa. Daba la casualidad que cada vez que a él le proponían un plan, la mayoría de las respuestas eran siempre un “sí”. Pocas veces, a no ser por causa mayor por asuntos familiares a veces buenos y a veces malos, decía que no a un plan que algún amigo le planteara, ya fueran barbacoas, salidas a la sierra, quedadas en bares de mierda, baratos y con comida grasienta. Incluso decía que sí a planes que no le llamaban nada la atención pero que simplemente por salir y no quedarse en su casa encerrado aceptaba. Eso era lo que más le molestaba y jorobaba: que cuando él proponía algo todo eran excusas, problemas o imposibilidades de cuadrar fechas para llevarlos a cabo, mientras que cuando otros proponían planes siempre había ganas, siempre se arreglaban otros planes para que se realizaran los propuestos aunque fueran a última hora y todo el grupo de amigos parecían dispuestos a quedar como fuera y donde fuera.

Hasta que un día se hartó de todo y se plantó. Desde entonces su vida se tranquilizó. Dejó de estar pendiente de que nadie le llamara para quedar porque sabía que eso no se iba a producir. Tampoco propuso más planes porque la respuesta estaba fijada de antemano. Simplemente intentaba hacer su vida y pasaba de preocuparse de esos amigos que solo aparecían de pascuas a ramos y encima le echaban en cara que no supieran nada de él. Nunca dejó de aceptar los planes que le proponían y le entusiasmaban de verdad, aunque fueran con gente con la que no tenía amistad y simplemente una relación cordial de compañeros o conocidos, o incluso con gente con la que no se llevaba para nada.

Muchas veces también pensó que se había equivocado al actuar así y que se había cerrado muchas puertas y perdido muchas oportunidades de tener algún amigo. Pero para él ser amigo de alguien era algo muy serio y siempre se tomó la amistad como algo que involucraba a los sentimientos de dos personas, y que en el fondo no era más diferente a una relación sentimental con otra persona, sin sexo claro está, a la que se respetaba, apreciaba y quería. En cierto modo se culpaba de no tener a nadie a la que llamar amigo en si vida. Y es ahí donde se daba cuenta que Anna tenía muchas razón al haberle dicho durante esa último almuerzo del año que Alberto había demostrado más que simple compañerismo, que no era un conocido con el que podía charlar cordialmente y contarse problemas mutuamente. Con esa conversación que Anna había sacado a relucir de manera espontánea y sorprendente volvió a tener cierta esperanza e ilusión por tener un amigo. Pero le ilusión también vino acompañada de miedo y durante el resto de la comida en ese café restaurante sólo fue capaz de dar vueltas en su cabeza a qué era lo que tenía que hacer: si llamar a Alberto o no hacerlo. Y así estaba cuando el camarero del café restaurante se acercó a su mesa para retirar los platos sobre los cuáles había cesado cualquier actividad bélica de ataque hacía ya un par de minutos.

– ¿Les has gustado la comida señores? – Preguntó el camarero en alemán mientras quitaba los platos y los juntaba en su antebrazo en sorprendente equilibrio.
– No sé qué dice. – Dijo Anna buscando ayuda en él al ver que el camarero esperaba algún tipo de respuesta y ella no entendía ni una sola palabra de alemán.
– ¿Cómo? – Dijo él tras volver de sus pensamientos.
– El camarero ha preguntado algo en alemán. – Dijo Anna recriminándole con su mirada que estuviera en otras cosas al mismo tiempo que por debajo de la mesa le arreaba una ligera patada en su espinilla.
– Sí todo estaba muy bueno. Lo único que era mucha cantidad. No creo que tengamos hueco para un postre. – Arriesgó él a decir sin saber muy bien si la respuesta que daba iba a cuadrar con la pregunta que había hecho el amable camarero.
– Sí. Eso es algo que nos dicen muchos clientes. – Volvió a decir el camarero sonriendo agradecido. – Me alegra que les haya gustado.
– ¿Anna vas a querer algo más? ¿Un café, una infusión, un postre? – Dijo él dirigiéndose a Anna y anticipándose a la probable pregunta del camarero, después de haber traducido a Anna lo que acababan de decirse él y el camarero.
– No, por favor. Estoy llena. Casi prefiero caminar un poco y bajar la comida, y luego si eso llegados al hotel tomar allí algo. – Confesó Anna sonriendo y dirigiéndose también al camarero como si éste la entendiera.
– Si no le importa traiga la cuenta cuando pueda. – Dijo finalmente él al camarero.
– Ahora mismo señor. – Replicó el camarero mientras se marchaba camino de las cocinas con los platos, cubiertos y copas de vino en sus brazos.

El camarero volvió a su mesa unos minutos después con la cuenta metida en una especie de sobre de piel. Miraron la cuenta que no era tan cara como habían pensado en un primer momento. Pagó él con la tarjeta de crédito. Se levantaron de la mesa, él ayudó a Anna a poner el abrigo, tras lo cual también se puso el suyo y se dirigieron de nuevo hacia las escaleras donde había unas cuantas personas esperando para comer a pesar de ser ya una hora demasiado tardía para hacerlo en un país centroeuropeo como Austria. Salieron a la calle tras atravesar el café donde sí había bastante gente, la mayoría austríaca, tomándose un tentempié. En la calle no se veía mucha gente y la que había iba muy deprisa, como si llegaran tarde a alguna cita ineludible o como si supieran que a la vuelta de la esquina estuvieran regalando alguna cosa de respetable valor, por lo que valiera la pena correr y apresurarse.

Caronte.

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