¿Se puede hacer
algo mejor una tarde fría de verdad en Madrid que estar viendo el partido de
fútbol de máxima rivalidad y más visto en todo el plante en un bar, en el
propio estadio o en casa propia o ajena con unas cervezas bien frías, unas
almendritas tostadas o unos cacahuetes? Por supuesto. Se pueden hacer miles de
cosas mucho más interesantes y enriquecedoras que ver a veintidós hombres
corriendo detrás de un balón, alentados por más de ochenta mil almas en
directos y millones de ellas desde bares y restaurantes, o desde el sofá de la
casa de uno. Se puede desde ir a ver una exposición a cualquiera de los muesos,
galerías y salas de arte que hay en Madrid, vacías a causa del partido del
siglo (todos los años al menos dos veces hay un partido del siglo, y siempre es
el mismo), o mejor dicho llenas de gente que verdaderamente ama el arte y
prefiere aumentar un poco su nivel cultural que ver como sus neuronas mueren
dejándose las ganas, ilusiones y fuerzas mentales alentando a su equipo para
que gane o pierda; se puede dar un paseo por una ciudad hermosísima como Madrid
con menos tráfico de lo habitual; se puede tomar un café en alguna de las
cafeterías que todavía se resisten a poner el fútbol en la televisión; o
simplemente se puede disfrutar de la buena compañía de algún amigo o de
nuestras parejas (si es que se tiene alguna de las dos cosas).
Yo me decanté por
ir a una exposición. En concreto me acerqué al Caixa Forum de Madrid para ver
una exposición a la que llevaba queriendo ir desde que se inauguró hace ya casi
dos meses. La exposición trata sobre la vida y obra de uno de los arquitectos
más celebrados e influyentes de Europa: el finlandés Alvar Aalto, cuyas obras,
tanto edificios públicos como casas privadas, mobiliario doméstico y objetos de
decoración transmiten una tranquilidad y una paz que pocos arquitectos a día de
hoy – quizá salvaría a Rafael Moneo, un grandísimo arquitecto español cuya obra
queda eclipsada por el populismo de Calatrava, hombre muy peligroso y
pretencioso – consiguen con sus megalomaníacos diseños destinados a poderos
nuevos ricos que pagan con petrodólares estas faraónicas y desmesuradas obras
de arte (porque a pesar de todo la arquitectura sigue siendo un arte a mi
entender).
Me bajé del
autobús en la puerta de una de las discotecas más famosas de Madrid, Kapital,
en plena calle de Atocha. En la puerta arremolinaos sin orden ni concierto
había decenas de pavónicos – me permito la licencia de inventarme esta palabra –
adolescentes esperando para entrar. Había niñas, porque de mujeres no tienen ni
un pelo (literalmente), más maquilladas que Johnny Deep en “Alicia en el País de las Maravillas”
y niños tan maduros como una manzana en el mes de julio vestidos según su
propia creencia de manera elegante, aunque algunos bien podrían ir vestidos
para asistir a una clase de gimnasia en el colegio primario, porque no creo que
vayan al instituto todavía – algunos ni siquiera llegarán nunca tan lejos en el
mundo académico, para qué se preguntarán, a lo que yo bajaré la cabeza
desesperanzado por el futuro de este país. Me sorprendió ver tanto adolescente
prácticamente impúber esperando a entrar a una discoteca con sus gorilas en la
puerta – no fuera a ser que alguno sacara su game boy y amenazara con montar
bronca – cuando yo sólo he ido dos veces en mi vida a una discoteca: una fue
con 16 años en Salou durante el viaje de fin de curso con el colegio, y la otra
una madrugada de ingrato y doloroso recuerdo para mí, este pasado verano para
celebrar mi graduación en la universidad con el resto de mis compañeros.
Dejé atrás la
discoteca convertida en unas horas en improvisada guardería. Me imagino a los
dueños de la discoteca ideando próximamente sesiones para párvulos con sus
piscinas de bolar, toboganes y camas elásticas, además de payasos dj’s y cuenta
cuentos perreando. ¡Qué pena! Pese al golpe inesperado a mi esperanza por la
sociedad española, que prefiere ver Telecinco a La 2 – aunque he de confesar
que yo solo veo en La 2 un par de programas –, continué hacia el Caixa Forum.
Compré la entrada y subí hasta la planta donde está la exposición. Nunca antes
había estado en este museo y la verdad es que me sorprendió bastante, sobre
todo por su propia arquitectura, especialmente la escalera que da acceso a las
diferentes plantas del edificio.
Ya dentro de la
exposición sobre Alvar Aalto vi algo que me devolvió en parte la ilusión y la
esperanza por la misma sociedad que antes, viendo a los chavales y chavalas que
esperaban a entrar en Kapital, casi había perdido. En una de las salas había un
grupo de niños de cinco, seis, siete años que seguían a una guía didáctica, una
chica joven también, probablemente de mi edad, mientras mediante juegos les
intentaba acercar a la figura de este gran arquitecto finés, muy desconocido en
España (pero qué no es desconocido en este país de Finlandia salvo que es un
país donde hace mucho frío y de donde viene Kimi Raikkonen). Ver a esos
chavales disfrutar y divertirse, porque parecían divertirse de verdad,
aprendiendo me hizo ver que siempre hay lugar para la esperanza.
Pudiendo estar en
cualquier otro lugar una tarde de sábado, mismamente en sus casas acompañando a
sus padres viendo el Madrid-Barça que en esos momentos estaría dando comienzo
en el estadio Santiago Brenábeu, estaban en un museo interesándose por saber.
No creo que esos niños fueran a un colegio de barrio normal porque si no si el
lunes cuentan a sus compañeros dónde estuvieron el sábado, muy probablemente
serían marginados y el resto se reirían de ellos. Así es esta sociedad
española, analfabeta e ignorante, aún sabiendo escribir, leer, sumar y restar (multiplicar
y dividir ya es saber demasiado).
Salí del Caixa
Forum y aproveché para dar una vuelta por el barrio de las letras, uno de los
lugares más denostados de Madrid, no porque no vaya nadie sino porque quien va
no es para dejarse asombrar por el hecho de que en apenas un puñado de calles
vivieron muchos de los grandes autores del siglo de oro español, célebres en
todo el mundo, como Cervantes, Lope de Vega, Quevedo o Góngora. Me desalentó
ver como en todos los bares y cafeterías del Barrio donde un día y durante
muchos años vivieron en apenas cien metros Cervantes y Lope, estuvieran
repletos de gente mirando embelesados y embobados una pantalla de televisión en
la que en un fondo verde esmeralda se moteaban puntos blancos y azulados
representando los futbolistas idolatrados y mil veces imitados por esa juventud
impersonal que nos rodea. Siglos atrás también habría multitudes en tascas y
tabernas en ese barrio, pero éstas mirarían embelesadas y desbordantes de
emoción y devoción a los mejores poetas de la historia recitar sus versos: a
Quevedo quedándose con medio Madrid e insultando abiertamente a Góngora, y a
Góngora intentando sin mucho éxito hacer lo mismo con Quevedo.
Estoy seguro de
que si viviera el ilustre Caballero de Santiago hoy en día no dejaría títere
con cabeza un día como el de ayer en el que todo el mundo se rendía ante un
televisor viendo un deporte que a día de hoy solo está caracterizado por la
ruindad, el espíritu de enriquecimiento y la rivalidad odiosa, y no por la
deportividad y el compañerismo, sentimientos e ideales con los que un día
nación. El problema está – y probablemente también la gracia que me produce –
en que poca gente podría darse cuenta, o coscarse, de que dicho gran poeta
estaría mofándose de ellos de manera abierta y bastante directa, ya que pocas
neuronas quedarían en los cráneos de esos aficionados irracionales al deporte rey
– pobres monarcas que tienen que ver como su título se emplea de manera tan
rastrera para designar dicho deporte; si un día acaba la monarquía no será por
lo que hace o deja de hacer sino porque sus títulos se emplean para designar
cosas tales como el fútbol.
A pesar de todo
esto, hubo una época en la que yo mismo un día como el de ayer estaba bastante
pendiente o de la televisión, cuando al menos una vez por temporada televisaban
en abierto el clásico de los clásicos del fútbol español, o de la radio cuando
no se emitía en televisión. Luego fueron los periódicos digitales los que me
tuvieron informados, cuando me cansé de escuchar la radio. Nunca, sin embargo,
me acerqué a un bar o a casa de un amigo para ver un partido de fútbol, si eso
ocurrió alguna vez – no que yo recuerde – sería de casualidad, por alineación
indebida de los astros en el firmamento.
Siempre me ha
gustado el fútbol. O al menos eso es lo que siempre he pensado. Pero me cansé
de ese deporte en el que todo es ficticio, en el que mucha gente se fija
simplemente porque todo el mundo puede practicarlo con mayor o menor acierto o
gracia, pero en el que hay mucho fanatismo y en el que a día de hoy se alenta
la incultura y la ignorancia. Siempre he sido del Real Madrid a pesar de que en
mi casa mi padre es del Atlético de Madrid, es decir colchonera, así como toda
su familia. Supongo, o quiero suponer que mi afición y corazón merengue viene
por parte de mi madre, no por ella sino por su hermano, mi tío: un aficionado
al uso del Madrid, sin cabeza, sin lógica, que se cree lo que la mayoría de los
aficionados digan, sin criterio alguno y sin posibilidad de hablar o discutir
con él de fútbol si no es aceptando todo lo que él diga sea lo que sea. Siempre
me he sentido madridista a pesar de que sólo en dos ocasiones he ido al
Santiago Bernabéu, gracias a un antiguo amigo muy querido y del que tengo muy
buenos recuerdos, pero con el que tras el colegio fui perdiendo relación y
contacto. Nunca he sido un forofo a ultranza de esos que estaban hasta el final
con el Madrid sin criticarlo y asumiendo el rol de equipo con clase y
elegancia. Cuando ha habido que criticar al Madrid lo he hecho y duramente,
sobre todo a sus presidentes, en especial a Florentino Pérez, y también a sus
entrenadores.
Pero hubo un día
en el que me pregunté por qué me gustaba el fútbol. No supe responderme. Quizá
por ser del Real Madrid como algunos colchoneros dirían llenos de odio hacia su
mayor rival creyendo que hacen un buen chiste que solo les ríen sus
correligionarios. Me respondí yo mismo cuando me di cuenta de que aquello que
me hacía ser del Madrid y por tanto creerme superior al resto de aficionados
del resto de equipos, es decir la clase, el saber estar, la elegancia y el
nivel cultural e intelectual de los aficionados del club de Chamartín, no era
más que un vago vestigio del pasado cuando Don Santiago Bernabéu aún vivía y su
saber estar invadía todos los estamentos del club. En el momento en que el
dinero sustituyó a los valores y los ideales, el Madrid empezó su declive como
club aristocrático, si es que alguna vez lo fue.
Hubo algo que
terminó por abrirme los ojos y quitarme la venda que los había cubierto
siempre: la salida deshonrosa de Iker Casillas. Me pareció no ya solo poco
elegante o educado, sino miserable, ruin y vil cómo se despachó a quien siempre
dio todo por ese club al que llevaba en el corazón desde que debutó con apenas
17 años. Y todo por un rastrero entrenador portugués que sabe de fútbol lo que
yo de mecánica automovilística y que lo único que ha conseguido siempre es
generar odio y rechazo allá por donde pasara, algo que a mí lo único que me da
es lástima y pena por ese ser. La misma pena que sentí al ver a Casillas llorar
solo, y repito solo, en la sala de prensa del Madrid mientras se despedía del
club de su vida. Ese día también yo me desentendí del fútbol. Decidí que no iba
a seguir el juego, si vale el símil deportivo, a un deporte que en España, por
ignorancia y analfabetismo, no es ejemplo de compañerismo y deportividad, sino
de competencia y enriquecimiento.
¿Cuántos son los
chavales que han dejado sus estudios por querer dedicarse al fútbol y pensar
que con ello les bastaba para tener la vida resuelta? ¿Cuántos han sido los
padres que han alentado a sus hijos a jugar al fútbol para vivir de ellos, presionándolos
para que les gustara, para ser los mejores a costa de sus propios amigos
compañeros de equipo y pachangas? ¿Cuántos no han sido los excesos provocados
por ese sentimiento de rivalidad que han hecho que padres y madres enervados y
enloquecidos por la adrenalina durante un partido de niños de seis o siete años
saltaran al campo para pegar e insultar a rivales o al propio árbitro que se ha
visto agredido por esa masa enloquecida de padres aprovechados y sin raciocinio?
¿Dónde ha quedado ese verdadero espíritu de equipo que hizo de este deporte el
más practicado en todo el mundo, el más amado y el más popular?
Podría parecer que
escribo este artículo con soberbia desmedida. Pues bien, que no lo parezca,
porque de hecho yo mismo siento que estoy escribiendo este artículo con
soberbia. Y la verdad es que me da igual. Me importan tres pepinos lo que se
pueda pensar de las palabras aquí plasmadas. Puede que también sea algo
hipócrita al decir todo esto, al denostar al fútbol, ese deporte que me ha hecho
ser feliz en momentos complicados, durante veranos muy solitarios en los que
gracias a las victorias de la selección española de fútbol me olvidaba de todo
y se me ponía un nudo en la garganta y los pelos de punta al ver a Casillas,
ese jugador humillado por un ser sin corazón, sin estilo y sin nivel para
dirigir el club más laureado del siglo XX como Florentino Pérez, levantar las
copas de Europa y del Mundo. También me emocionó ver al Madrid ganar su décima
copa de Europa en Lisboa ante el Atlético de Madrid, después de que Ramos
empatara el partido en el minuto 93 del tiempo de juego y tras la prórroga en
la que se supone que se dejó en su sitio a los ilusos colchoneros.
Pero todo eso,
visto desde el presente, mientras escribo estas líneas, lo único que me produce
es una profunda pena de mí mismo, casi asco por haberme dejado llevar durante
tantos años por los efluvios destructores de neuronas del fútbol y todo lo que
lo rodea. Si ahora tienes algo bueno para mí partidos como el Madrid-Barça de
ayer es que vacían museos de la gente que va para hacerse la culta, despejan
calles de conductores parásitos que se quedan en sus casas para ver o escuchar
el partido y permiten que gente como yo demos una vuelta tranquilamente por las
calles de Madrid sin aglomeraciones innecesarias. ¡Qué bien se vive sin el
fútbol! Es una sensación genial. Hasta creo que he vuelto a producir neuronas
después de tantos años pendiente del que creía mi equipo y de sus vergonzosas victorias
o humillantes derrotas. Por eso a todos aquellos que se desviven por su equipo
de fútbol y lo consideran su vida les digo que no saben lo bien que se vive y
se disfruta de la vida sin el fútbol.
Caronte.
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