lunes, 28 de diciembre de 2015

El Vals del Emperador (LXIII)

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(Viene de la última entrada de la serie.)

De nuevo, como las dos veces anteriores se volvió a hacer el silencio. Pero esta vez el silencio parecía definitivo. Ambos se habían dicho lo que tenían que decirse, quizá él más que Alberto, pero aún así los dos habían hablado con el corazón, siendo sinceros y claros, mostrando sus sentimientos y su manera de ser. Alberto se dio cuenta de que él tenía muchas losas a su espalda, losas muy pesadas que provenían de su pasado y que él mismo se había colocado sobre los hombros como una penitencia impuesta por una autoridad moral que solo existía en su cabeza. Contra eso no podía hacer mucho la verdad, pero aún así lo intentaría. No podía dejar que él siguiera culpándose por cosas por las que ya nada se podía hacer. No podía dejar que él siguiera asumiendo actos de terceras personas como propios y martirizándose por ellos. Pero Alberto sabía también que no sería tarea fácil. Parecía que él se había dado cuenta de que quizá la amistad no es algo que haya que demostrar las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año, sino un sentimiento que va más allá de demostraciones.

– Creo que deberíamos ir yéndonos de aquí. – Dijo Alberto después de estar unos minutos en silencio sin decirse nada.
– Deberíamos. – Dijo él pensativo, repitiendo esa palabra maquinalmente sin tener conciencia de haberla pronunciado.
– Sobre todo tú que tienes a tu pareja esperando en el Sacher para ir a cenar y luego a la fiesta de después. – Le recordó Alberto.
– Debería irme sí. – Volvió a decir él como un fantasma.
– No hace falta que muestres esas ganas desenfrenadas por quemar la pista de baile del Sacher y ser la comidilla de la alta sociedad las próximas semanas. – Dijo Alberto irónicamente para intentar levantar el ánimo de su amigo.
– Por cierto, no sé si te lo comenté el principio, pero mañana habéis quedado conmigo por la tarde en mi casa para tomar café. – Dijo Alberto para sorpresa de él que solo entonces reaccionó ante el anuncio de su antiguo compañero.
– ¿Y eso cuando ha sido?
– Lo he hablado con Anna cuando he ido a buscarte al hotel y no estabas. – Contestó Alberto tranquilamente como si fuera algo que debería saberse de antemano.
– Ah muy bonito. Haciendo planes a mis espaldas. – Dijo él exagerando una indignación fingida.
– Qué pedante, ¿qué tienes dos espaldas? – Dijo Alberto de manera socarrona.
– Sí y muy anchas. Pero no me cambies de tema. Está muy mal eso de que el que parece mi único amigo y la chica con la que estoy en Viena de vacaciones hagan chanchullos sin contar con la tercera persona implicada en el complot. – Argumentó él de manera vehemente como si estuviera realmente indignado.
– No es obligatorio que vengas. Anna parecía encantada con la idea. De hecho dijo que ella iría a mi casa dijeras tú lo que dijeras. – Le comunicó Alberto como si nada.
– Y encima con prepotencias. – Terminó por decir él sonriendo.
– Eso es asunto de cama. Arréglalo con ella. – Dijo Alberto desentendiéndose del asunto.
– La leeré la cartilla...si se deja. Iremos encantados mañana por la tarde a tomar un café a tu casa. Lo único que no sé donde está. – Dijo ya él en un tono normal.
– No te preocupes por eso. Os mandaré un coche para que os recoja en el hotel, o hablaré con el Sacher para que os pida un taxi. Déjamelo a mí. – Dijo Alberto son la seguridad de quien está acostumbrado a hacer planes y a organizar ese tipo de cosas. – Y vuelvo a repetir que deberíamos marcharnos. Se está haciendo peligrosamente tarde, sobre todo para ti. A mí en el fondo no me espera más que mi casa, y una cena tan austera que hasta un monje se quejaría de lo escasa que es. – Añadió Alberto levantándose de la mesa y empezando a ponerse la gabardina.
– Supongo que tendré que irme sí.
– No entiendo que no quieras volver al Sacher, estar con Anna y pasar una noche de fin de año alucinante. – Dijo Alberto entre sorprendido y extrañado.
– Yo tampoco sé qué me pasa. Pero sí vámonos. Venga. – Dijo también él levantándose de la mesa y mirando su reloj de pulsera para comprobar qué hora era.

Se acercaron ambos hacia la barra. Lo más normal era que estando el Café Central tan vacío como estaba, de hecho de las mesas que estaban ocupadas cuando él llegó sólo una quedaba todavía con gente, en concreto con un hombre mayor que seguía con un café sobre la mesa y un periódico abierto también sobre la misma mesa dando la espalda a una de las grandes ventanas del local, fueran los camareros los que se hubiera acercado a la mesa para llevar la cuenta, pero no fue así. Alberto se adelantó un poco mientras él se terminaba de poner su abrigo y la bufanda, y sacaba los guantes de los bolsillos.

– ¿No me irás a invitar después de haberme buscado por media Viena? – Dijo él acercándose a Alberto para impedir que hiciera lo que sabía que iba a hacer.
– Sí. Claro que voy a invitarte. – Dijo Alberto con convicción.
– Pues no me da la gana. – Aseguró él cogiéndole del brazo que tenía ya extendido con un billete hacia el camarero.
– Pues me la suda. – Dijo Alberto de nuevo zafándose de su antiguo compañero de universidad.
– Ni se le ocurra cobrarle a este hombre que esta desequilibrado. – Dijo él en inglés dirigiéndose a uno de los camareros.
– No le haga caso que no sabe lo que dice. El café le sienta mal. – Replicó Alberto al mismo camarero al que él se había dirigido, pero en vez de en inglés en alemán.
– Eso es juego sucio. A ti te entienden mejor. – Se quejó de manera divertida él.
– Haber estudiado alemán de jovencito. – Concluyó vencedor Alberto al conseguir que el camarero le hiciera caso y cogiera el billete que le tendía desde el otro lado de la barra.
– No me parece bien que pagues tú Alberto, después de haber sido también tú el que me ha conseguido las entradas para el concierto de año nuevo y los pases para la fiesta de fin de año del Sacher, además de haberme invitado a tu casa mañana a tomar café.
– Bla, bla, bla. Hablas demasiado. – Se mofó Alberto haciendo muecas con la cara.
– Que conste que esto te lo voy a devolver.
– Y yo te lo exigiré. No te quepa la menor duda.

Salieron del Café Central. La noche era ya plena. El cielo mostraba un resplandor mortecino producido por el reflejo en las nubes, más bajas de lo normal, de las luces callejeras de Viena. Seguía nevando, cada vez con un poco más de intensidad, con calma pero sin pausa. Poco a poco se iba acumulando una pequeña película de nieve en las superficies de coches, aceras y calzada; también en los alfeizares de las ventanas de los edificios aunque ahí en menor medida. En las aceras se podían ver ya marcadas perfectamente las huellas de los pocos peatones que por ellas habían pasado en los últimos minutos. También en la calzada se veían los rodales dejados por los coches: varias trazadas correspondientes a los pocos coches que habían circulado por esa calle céntrica de Viena en esa hora tardía del último día del año.

– Mañana Viena va a amanecer cubierta por una buena capa de nieve. – Dijo Alberto mirando al cielo nada más salir del café y ajustándose la gabardina.
– Si sigue así seguro. – Confirmó él.
– No, si lo he dicho afirmándolo. Es una buena nevada. Probablemente la primera de la temporada que durará varias semanas. Y si la naturaleza lo quiere a lo mejor incluso sale el sol y los chavales pueden jugar con la nieve. – Añadió Alberto.
– Sería estupendo. A Anna le gustaría mucho.
– La nieve a quienes no estamos acostumbrados a ella ilusiona siempre. Solo a los que la sufren en su verdadero esplendor y es más causa de problemas que de alegrías les amarga. Imagínate vivir en Siberia, o en los estados más norteños de América, o en Canadá. No creo que allí haga mucha gracia ver que llegan las primeras nieves. Yo no lo celebraría con alegría sabiendo que debo quitar de la entrada de mi casa todos los días casi cien kilos de nieve en lugar de hacer muñecos con ella. – Dijo Alberto con imaginación e ironía.
– Crucemos los dedos para que eso no cambie de momento. – Apuntó él sonriendo.
– Sí.
– Bueno creo que como has dicho dentro ya va siendo hora de que me vuelva al hotel. – Dijo de nuevo él cambiando de tema y asumiendo ya que debía volver al Sacher.
– Sí. Tu chica estará preocupada. – Confirmó Alberto.
– No sé si estará preocupada o no. Lo que sé es que probablemente esté algo cabreada.
– Pues no esperes más.
– Me alegro de haberte visto. Por cierto no me has contestado: ¿cómo has sabido donde estaba?
– Supongo que intuición. En Viena no hay muchos lugares con tanta historia como este y me he imaginado que si habías salido a estar un rato solo y quizá a tomar algo, vendrías hacia aquí. Además siempre que nos hemos visto en Madrid ha sido en un lugar parecido a este, ya fuera el Café Comercial, que he oído que han cerrado, el Café Pavón o el Café Gijón. – Contestó Alberto recordando viejos encuentros con su antiguo compañero de universidad, recobrado ahora como amigo. – Y supongo que también la suerte ha jugado a mi favor. – Concluyó tras un breve silencio.
– Pues me alegro de que hayas dado conmigo esta última noche del año.
– Espero que sea la primera de muchas, no en Viena, pero sí en Madrid.
– Yo también lo espero Alberto. Eres la única persona a la que quizá puedo llamar amigo de nuevo. – Concluyó él tendiéndole la mano para despedirse.
– Yo a mis amigos de verdad no les doy la mano. Prefiero darles un abrazo. – Dijo Alberto desconcertándole momentáneamente.

Los dos viejos compañero de universidad que compartieron durante un año trabajo en la revista de su facultad y que parecía se volvían a reencontrar no como antiguos camaradas o compañeros sino como amigos, que sin saberlo lo habían sido desde hacía tiempo pero por las circunstancias y el propio comportamiento humano nunca se habían parado a pensar en que la relación que tenían no era la de dos simples antiguos compañeros sino la de dos amigos que de vez en cuando se buscan para charlar, compartir temores, ideas, ilusiones y problemas y así aliviarse el uno con el otro, se despidieron con cálido abrazo. Para Alberto no era nada raro ya que sí tenía algún que otro amigo con el que de vez en cuando, cuando paraba por Madrid entre un destino diplomático y otro, se veía. Para él sin embargo ese abrazo significó el volver a sentir que tenía alguien a quien llamar amigo después de muchos años sin poder hacerlo con nadie. Ese abrazo era el gesto que quizá empezaría a cerrar una herida abierta desde hacía muchos años por personas a las que en su día también abrazó como amigas pero que terminaron por hacerle mucho daño al defraudarle y fallarle en momentos malos y duros en los que él pensó y creyó ilusamente que esas personas estarían para ayudarle y apoyarle, pero que a la hora de la verdad le dejaron solo.

El abrazo se terminó y los dos amigos tomaron caminos diferentes por las calles de Viena. Alberto en coche, un coche de la embajada por las placas de matrícula que llevaba que había estado aparcado a varias decenas de metros del café en un lugar en el que por norma general no se podía aparcar pero que por privilegios diplomáticos sí podía hacerlo. Él sin embargo tomó de nuevo el mismo camino que le había conducido hasta el Café Central de Viena, caminando por calles desiertas, cubiertas ligeramente por una fina capa de nieve que mostraba sutiles marcas de pisadas de algún peatón que habría ido hacia su casa o a la casa de algún familiar o de alguien que le esperara para celebrar el fin de año. La nieve seguía cayendo tanto sobre Viena como sobre su abrigo y su cabeza, desprovista en esta ocasión del gorro ruso que compró en Moscú un cálido verano de hacía muchos años.

Casi sin darse cuenta estaba de nuevo delante del Hotel Sacher, no de su fachada principal sino de la que daba al Museo de la Albertina, la misa fachada a la que se abrían las ventanas de su habitación. Sin mucho éxito, ya que desde joven nunca supo establecer donde estaban las habitaciones de una casa mirándola desde fuera, intentó ubicar en esa fachada barroca las ventanas de su habitación para poder ver a Anna si es que por algún casual ella pasaba por delante de ellas o se asomaba para intentar ver entre las sombras nocturnas de Viena la silueta de él. Pero eso no ocurrió y sin demorarse más decidió entrar al hotel y subir a su habitación para rencontrarse con Anna.

Caronte.

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