Fue un sábado o
quizá un domingo. No sé. No estoy seguro del día de la semana en que pasó.
Seguro que fue un fin de semana. Un fin de semana de los que siempre tengo, de
esos que no tengo nada que hacer como prácticamente la totalidad de los
cincuenta y dos del año. Un fin de semana que no tenía ningún amigo con el que
quedar, aunque al único que había en Madrid se lo dije pero me salió con le
excusa fantástica y recurrente de que tenía planes con su novia. ¡Qué bueno
sería tener pareja para poder dar yo esas excusas irrebatibles cuando algún
amigo me llamara para quedar y a mí no me apeteciera nada! Pero no hay novia.
No hay pareja. No hay nadie.
Fue una tarde
soleada de fin de semana de agosto, de finales de ese mes de verano en que en
Madrid no queda prácticamente nadie, solo los podres, inmigrantes y gente
humilde que no puede irse más que una semana de vacaciones y salir el resto de
días a los parques de Madrid, a sus centro comerciales o al pueblo con los
abuelos para intentar no gastar demasiado. Una tarde deprimente para mí en la
que no aguantaba estar en mi casa sin hacer nada porque me ahogo, me entra una
ansiedad que me presiona el pecho y me hace sentir una sensación de angustia
que no se la deseo a nadie. Salí a pesar de tenerlo que hacer solo. Salí como
había estado saliendo durante todo el mes de agosto desde que volví de mis
vacaciones en el País Vasco aun a pesar de que sí tenía algún amigo sin
trabajar en Madrid al que llamaba para quedar pero que siempre buscaba excusas.
Me fui con el
coche al centro, porque a pesar de la desolación que reina en Madrid durante el
mes de agosto y de que una ciudad que bulle habitualmente todos los fines de
semana por todos sus rincones y barrios se convierte en un desierto de desolación
y vacío; a pesar de esto Madrid en agosto es una delicia para salir con el
coche y acercarse hasta el centro porque no hay que pagar por aparcar y porque
hay sitio de sobra en cualquier parte de la ciudad. Ese fin de semana elegí
como destino de mi paseo liberador el río. Nunca antes había paseado por la
orilla del río, ni cuando no era río y estaba encajonado en medio de una
autovía llena de humo, ruido y coches molestos, ni tampoco cuando ahora finge
ser río lo que apenas es un arroyo secado por la voracidad del hombre y de los
madrileños que siempre hemos dado la espalda a nuestro Manzanares.
El parque Madrid
Río, quizá una de las pocas obras que alabaré del que fue el alcalde más
ególatra y megalómano que ha visto esta ciudad desde que fue elegida por Felipe
II para ser la capital de su imperio. No con esto hago buen alcalde a Alberto
Ruiz-Gallardón; de hecho creo que ha sido más cáncer que orgasmo para esta
ciudad. Pero la eliminación de la M-30 de la superficie de la ciudad,
metiéndola bajo tierra, como se mete el polvo y la suciedad bajo la alfombra o
el sofá en una casa cuando no se quiere atajar de verdad un problema y solo
esconderlo, ha sido un acierto. Y más acierto aún el recuperar el río
Manzanares, al menos sus márgenes encauzados, para los madrileños y los
turistas. Pero a pesar de que el parque del Manzanares ya lleva unos cuantos
años terminado y rematado en todos sus detalles nunca lo había visitado. Nunca
había paseado por sus nuevas sendas para peatones, ciclistas, patinadores y
corredores; nunca había cruzado por ninguno de sus nuevos puentes, ni por su
puesto por los antiguos; ni había visto con mis propios ojos la cantidad de
flores, césped y árboles que se han plantado para devolver algo de alma y
espíritu a una zona que durante mucho años estuvo más muerta que viva.
Ese fin de semana,
esa tarde de agosto, fui por primera vez al parque de Madrid Río, al Manzanares
a pasear. Dejé el coche al final del Paseo de Santa María de la Cabeza, en unas
callejuelas laterales donde sobraban los sitios para aparcar. Me dirigí al río,
porque pensaba que se podría entrar por cualquier lado. Pero me encontré un
poco perdido y al final gracias a que vi cómo unos chavales macarras con pintas
de hacer lo que les diera la gana, estuviera permitido o no, fuera legal o no,
entraban al parque por una puerta de una valla que no estaba destinada a
entrada, yo también entré después de ellos. No es que entrara por la parte más
tranquila del nuevo parque del río Manzanares. De hecho entré por una zona donde
los quinquis, los raperos, los skaters
y demás miembros del hampa juvenil, que no malhechores, se agrupaban alrededor
de una pistas para hacer deportes de estos alternativos, algo extremos, donde
primaban los patines, patinetes y tablas de skate, así como los sudamericanos,
marroquíes, gitanos y como ya he dicho quinquis de barrio. Pero bueno, al menos
estaba dentro del parque.
Una vez dentro y
como de hecho no tenía prisa alguna por volverme a mi casa, es más si no volvía
casi mejor, así no volvería a la prisión de mi hogar y a la celda de mi
habitación donde la ansiedad por volver a salir es lo único que siento en el
pecho, me decidí a perderme por las sendas, puentes y diferentes zonas del
parque. Empecé a andar sin rumbo: la mejor manera de conocer un sitio que del
que no se tenía antes referencia alguna. Intenté no pasar dos veces por la
misma senda o puente, no crucé el río por la misma pasarela dos veces y decidí
que fuera mi instinto de viajero el que me guiara en el paseo que estaba
empezando a dar.
Recorrí sendas
llenas de personas. Hacía una tarde muy hermosa. No hacía nada de calor, no
quedaba ni rastro de ese infierno que había sido Madrid durante la mayor parte
del verano. Corría una brisa bastante agradable. Brisa que a medida que
avanzaba la tarde se fue convirtiendo en un viento algo más fuerte de lo
deseable pero que minimizaba bastante el calor que el sol, a pesar de que empezaba
a declinar sobre el horizonte, todavía mandaba aunque fuera de manera
indirecta. Había muchísima gente. Todo el mundo, toda la sociedad estaba
representada en el parque del Manzanares. Desde chavales que daban sus primeros
pedales con sus bicicletas con ruedines a ancianos y abuelos que paseaban bajo
el último sol de la tarde. Todas las edades estaban en el parque. Centenares de
personas disfrutaban de la tarde tan agradable de sábado o domingo que hacía
bajo un sol en retirada que doraba los paseos, los edificios que se veían tras
las copas de los árboles, los puentes y pasarelas sobre el río; un sol que se
reflejaba sobre las aguas tranquilas del Manzanares.
Yo paseaba sin
rumbos fijo. Esquivaba a ciclistas, patinadores y corredores que aprovechaban
el buen tiempo para hacer un poco de ejercicio. Me crucé con muchas personas:
parejas de mi edad agarradas de la mano o de la cintura, demostrándose su amor haciéndose
carantoñas y mimos; parejas más jóvenes que yo, que aprovechaban su
adolescencia para hacer las locuras que luego la vergüenza y la timidez que
impone la sociedad mojigata en la que vivimos hacen que sean mal vistas;
también había parejas ya adultas que iban con sus hijos pequeños y que
disfrutaban viendo como sus retoños jugaban en el parque persiguiendo alguna
palomo o fingiendo ser capitanes piratas en los columpios de fantasía que están
repartidos por todo el parque; grupos de amigos y de amigas, los chicos por un
lado, las chicas por otro, como sectas independientes y aisladas que en algún
momento tendrán que unirse para formar parejas, pero que mientras pueden
mantienen esa distancia entre sexos que impide muchas cosas a quienes más
tímidos son. En definitiva me crucé con todos los grupos sociales que uno se
puede cruzar en la ciudad, todos reunidos esa tarde en el parque de Madrid Río,
haciendo que todavía vea con ilusión una sociedad que veo que cada vez se hace
mucho más individualista y asocial dominaba casi única y exclusivamente por los
móviles, el whatsapp y las redes sociales que han sustituido a los parques y la
calle como medio de relación con el mundo y otras personas de nuestra edad.
Toda esta gente
con la que me cruzaba y veía feliz, contenta, disfrutando con amigos, parejas,
novios, novias, maridos y mujeres, hijos, abuelos, compañeros, etc., me hacía
también sentir que yo sobraba en el parque. Yo no iba con amigos, no iba con mi
pareja ni al encuentro de ninguno de ellos. No había quedado con nadie, a pesar
de que le había comentado al único amigo que estaba en Madrid ese fin de semana
si quería salir, pero como siempre había recibido un no por respuesta, y también
lo había comentado por un grupo de “amigos” de whatsapp, pero nadie respondió
al ofrecimiento, ni tan siquiera para decir que no estaban en Madrid para
quedar. Yo sobraba en la multitud que había en el parque. No encajaba en
ninguno de los grupos que había. Nadie iba solo por el parque salvo yo y los
que iban corriendo haciendo un poco de ejercicio. Yo eso lo notaba, lo veía y
lo sentía, y no fue agradable comprobar que para la primera vez que iba en mi
vida al rio Manzanares, al nuevo parque que había sustituido a la infame M-30,
lo estaba haciendo solo sin poder disfrutar de ese momento con nadie: ni
amigos, ni pareja. Seguro que habrá quien piensa que menuda chorrada estoy
diciendo, pero seguro que esta gente cuando sale no lo hace sola, y probablemente
siempre tenga posibilidades de salir a dar una vuelta con alguien o que al
menos cuando proponga hacer algo reciba la respuesta de sus amigos. Mi caso es
todo lo contrario.
Intenté no pensar
en esto. No tenía otra opción más que seguir dando un paseo. No podía hacer
nada para sentirme diferente. Tampoco podía hacer nada ya esa tarde para no
estar solo. De hecho no puedo hacer nunca nada para no estar solo, no depende
de mí. Si tuviera pareja probablemente los fines de semana serías muy diferente
a lo que son, y además tendría excusa ya para decir a mis amigos cuando me
dijera de quedar, aunque esto tampoco se produce nunca. Siempre el que se lleva
el no soy yo. Si hubiera elegido bien en mi vida a lo mejor tampoco estaba en
esta situación. Pero como he dicho, intenté desplazar esos sentimientos de mi
cabeza. Seguí paseando por el parque de Madrid Río y descubriendo sus rincones.
Así llegué a uno de los monumentos más históricos de Madrid pero que por estar
donde está, alejado de todo el centro turístico de la capital, recibe menos
atención que otros lugares. Hablo del Puente de Toledo.
Nunca en mis
veinticuatro años de vida había paseado por el Puente del Toledo ni por sus
alrededores. Nunca antes lo había cruzado. Nunca había pisado por sus piedras
centenarias e históricas que unían las dos grandes ciudades del Imperio Español
como eran Madrid y Toledo. Solo allí aquel día me di cuenta de esto. ¿Cómo me
podría considerar madrileño sin haber pisado nunca el Puente de Toledo? ¿Cómo
podría amar tanto la ciudad de Toledo sin haber cruzado nunca el puente que
daba la bienvenida a la capital del reino a los visitantes procedentes de la
ciudad imperial? Me sentí mal por ese hecho. Y al mismo tiempo sentí una
alegría enorme. Alegría que en cierto modo era algo agridulce por estar viendo
de cerca el Puente de Toledo, por estar cruzando por primera vez en mi vida
este histórico puente solo, sin poder compartir esa sensación con nadie. Pero
fue cómo ocurrió.
Sin embargo no
todo fue malo, o si no malo, no bueno del todo. Encima del Puente de Toledo con
el sol de espaldas mirando hacia el parque de Madrid Río, viendo cómo discurría
bajo los arcos centenarios e históricos del puente el Manzanares, plácido y
tranquilo, sin sobresaltos, recuperando parte del territorio que los madrileños
siempre le hemos quitado y el protagonismos que tuvo en una época, me di cuenta
de algunas cosas. Estuve parado en uno de sus descansaderos, sobre los nuevos
jardines que adornan las orillas del río un buen rato. Vi pasar a mucha gente
bajo los arcos del puente, esos arcos que en sus orígenes estarían sobre las
aguas del río pero que a día de hoy sirven para la corriente humana de personas
dando paseos, corriendo o montando en bici. No vi a nadie solo. Parejas de
enamorados, o de amigos, y grupos. Viéndome allí parado disfrutando lo que
podía del paisaje que se movía a mis pies, desde una altura que me permitía ver
con mayor perspectiva ese parque lleno de gente, me di cuenta de que había
cosas en mi vida que podía cambiar para que dejaran de molestarme.
Sobre el Puente de
Toledo comprendí que la sociedad había perdido parte de su humanidad, parte de
su componente social que nos hace relacionarnos al aire libre. Los móviles y
las redes sociales se han convertido en grandes tiranos que nos hacen ver las
cosas como no son en realidad, por mucho que sirvan para mostrarnos la realidad
personal y particular de muchas personas, amigos, compañeros y conocidos. Somos
esclavos del móvil. Somos súbditos del whatsapp. Estamos enfermos. Pero esta
enfermedad tiene una cura muy sencilla e indolora. Encima del Puente de Toledo
decidí que iba a dejar whatsapp, esa aplicación del diablo que solo sirve para
fingir ser amigo de otra gente, para crear la sensación de tener amigos, pero
amigos que solo lo son a través de esta aplicación del móvil que nos hace ser
más insensibles y que parapetados tras una pantalla y la distancia infinita que
permiten los móviles entre dos personas, nos hace perder las relaciones
personales.
Y yo ya estoy
harto de esta dependencia irreal y absurda que nos hemos auto-impuesto. Ya está
bien de intentar mantener amistades de whatsapp que son más falsas que un
billete de siete euros y que solo existen por impulsos cada cierto tiempo o
cuando a alguno le interesa mantenerla para obtener algo a cambio. Por estas
razones, quizá consideradas como chorradas por algunos, he dejado whatsapp, y
puedo asegurar que ha sido una de las mejores decisiones que he tomado
últimamente, quizá la única buena en muchos años. El Puente de Toledo me sirvió
de atalaya para ver y comprender cómo es la sociedad y cómo debería ser.
Asomado a las piedras del puente con el sol calentándome la espalda, con el
viento despeinándome y con el estado Vicente Calderón, símbolo mítico del
deporte de mi querida y amada ciudad que está en riesgo por motivos de
especulación, por cuestión de dinero, ese dinero que no respeta ninguna
tradición ni ningún lugar histórico, por muchos recuerdos que evoque, me di
cuenta de que el whatsapp nos hace más insociable y nos impide relacionarnos
con la gente.
Puede parecer una
contradicción absoluta pero es verdad. Nadie lo admitirá porque estamos
enfermos, somos adictos al móvil y no nos damos cuenta. Estoy harto de ver como
la gente solo está pendiente del móvil aunque esté con otra gente físicamente
al lado. Estoy cansado de ver cómo amigos solo saben consultar el teléfono aún
cuando estemos comiendo en un restaurante y se pueda mantener una conversación.
Quizá esto sea porque no se puede mantener una conversación. No entiendo qué
puede ser tan urgente. No entiendo que haya esa imperiosa necesidad de
contestar a un whatsapp. Siempre se pone de excusa, es que es mi novia, es que
es un amigo al que tengo que contestar, es que es una persona que tal o que
cual. Si eso es tan importante no quedes, no vayas de vacaciones con otras
personas, no salgas a cenar o a comer con nadie, enciérrate en tu vida de
mierda a contestar al whatsapp. Esto cansa y molesta.
Creo que yo nunca
he sido de estas personas adictas al móvil que solo viven pendientes de un
mensaje de la novia, o de alguna personas, o de un grupo en el que solo se
cuentan chorradas. Está muy bien contestar al instante a un mensaje que nos
envía alguien importante para nosotros, pero cuando uno ve cómo cada vez que
propone algo en un grupo de “amigos” se le ignora constantemente, o cuando
manda un mensaje a una persona y ésta no responde si no a las muchas horas de
haberlo recibido cuando otras veces sólo se está pendiente del móvil para
contestar a la novia o a otro grupo, pienso ¿qué mierda es esto? Me harté de
todo y esto y por ello llevo sin whatsapp más de dos semanas. No sabéis lo a
gusto que se vive. No es un mero capricho, una pateleta o una extravagancia. Es
un modo de vida. Visto lo cómodo que estoy sin tener que mantener falsas amistades
de whatsapp creo que sólo volveré a tener esta aplicación en el móvil si es
necesaria el día que trabaje, si no creo que no volveré a depender de ella.
Además con esta decisión gano otra cosa y es saber quiénes son de verdad
amigos, ya que sin whatsapp solo aquellos que quieran de verdad sabrán de mí
llamándome, y así también me obligo yo a llamar a quien realmente me apetezca.
Nunca pensé que
aquel sábado o domingo en el que descubrí por primera vez el parque de Madrid
Río, en el que por primera vez también paseé a orillas del Manzanares y en el
que tras veinticuatro años de vida crucé por el Puente de Toledo, fuera a ser
el día que tomara la decisión de dejar de ser un adicto o un dependiente del
móvil y desterraría las “amistades de whatsapp” a la basura. Sobre el puente
tomé la decisión que me ha permitido descubrir muchas cosas y que en el fondo
me ha liberado y me ha evitado ser ignorado. Seguro que hay gente que no lo
entiende, pero también hay muchos alcohólicos que no entienden que alguien no
beba y muchos drogadictos que no comprenden cómo alguien no puede estar
enganchado a lo mismo que ellos. Cada uno al final toma las decisiones que
considera acertadas o correctas, hay quien prefiere relacionarse con sus amigos
y parejas mediante mensajes y emoticonos, yo no. Aquella tarde di un pequeño paso
para cambiar algunas cosas en mi vida y aunque no soy mucho más feliz que
antes, sí soy más libre.
Caronte.
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