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La noche todavía
no había acabado para ellos, pero una vez fuera del restaurante donde se había
llevado a cabo su cita propiamente dicha, él no sabía muy bien cuáles eran los
pasos a seguir. Si Anna hubiera sido como cualquiera de las otras mujeres con
las que solía quedar puntualmente, el siguiente paso sería ir a algún local de
copas, tomarse algunas, ellas sobre todo ya que él no bebía, y luego terminar
en su casa o en las de ellas. Pero Anna no era como las demás, al menos él no
la veía como a las demás. Por Anna sentía algo más que atracción física, que
también había y mucha, algo de lo que se dio cuenta por primera vez esa noche
al salir del restaurante y al verla demorarse un poco hablando con una de las
camareras desde el centro de la pequeña plaza de Malasaña en la que se
encontraba el restaurante.
La vio dirigirse
hacia él despistada o haciéndose la despistada, hurgando en su bolso para
guardar lo que parecía una tarjeta, probablemente del restaurante. Llevaba un
vestido negro ceñido que le marcaba las caderas de manera muy sensual, encima
del cuál llevaba un abrigo de piel vuelta de color claro que todavía no se había
abrochado y que dejaba ver el escote del vestido; un escote que mostraba unos
pechos firmes, no muy grandes pero lo suficientemente exuberantes para volver
loco a cualquier hombre. Al llegar a la altura donde él se encontraba y sin
mediar palabra alguna Anna le plantó un beso en los labios, introdujo su lengua
en su boca y buscó su homóloga masculina para jugar con ella. Él se quedó allí
plantado, sin casi inmutarse, sin disfrutar de esos primeros instantes de
pasión por haberle pillado por sorpresa. Pero tras reponerse de la sorpresa
también él contribuyó a ese brote de pasión poniendo de su parte. Su lengua
empezó a buscar la de ella y al mismo tiempo la abrazaba por la cintura
atrayéndola hacia él para sentir su cuerpo, sus curvas, sus pechos.
– Bueno, ¿qué
hacemos ahora? – Preguntó ella después del beso pero sin separarse todavía de
él, tan cerca que notaba su respiración acelerada y su corazón latiendo
desbocadamente en su pecho.
– ¿Qué te apetece?
– Preguntó él para no decir abiertamente y de manera directa que quería ir a su
casa y terminar allí la cita.
– Pues si te digo
la verdad algo tranquilo, ¿qué te parece?
– A mí bien, yo
también lo prefiero, así estaremos más a gusto.
– ¿Conoces algún
sitio por aquí? – Dijo Anna con un tono que delataba una especie de deseo
oculto de que él no conociera nada y se atreviera a proponerla ir a su casa.
– Pues la verdad
es que no. – Dijo él algo decepcionado consigo mismo por no haber previsto este
punto y haber buscado algo.
– ¿Y qué te perece
que vayamos a tu casa? ¿No estaba muy lejos de aquí, no? – Dijo ella mirándole
fijamente a los ojos y dejando ver su deseo de que él aceptara.
– A mí perfecto,
si te apetece. – Dijo él intentando mostrar sorpresa, y quizá también algo de
alivio porque la proposición hubiera salido de ella y no de él.
– ¿Qué pasa que a
ti no te apetece? – Preguntó Anna mirándole aún más fijamente, buscando que él
se sincerara de una vez y perdiera esa especie de miedo que tenía a decir y
proponer lo que deseaba hacer sin pensar en que ella pudiera rechazarlo por
parecer demasiado directo o rápido.
– Sí, pero...
– ¿Pero qué?
Pensabas que a mí me ibas a parecer un salido que sólo quiere llevarme a la
cama. – Le cortó ella.
– Bueno algo
parecido. No quería ir demasiado rápido.
– ¿Rápido? Si llevas
semanas intentando dar conmigo en el bar de anoche, y yo llevo el mismo tiempo
deseando que te lanzaras y te atrevieras a decirme algo. Ya somos adultos y el
que acabe en tu casa entra dentro de lo normal. – Dijo ella volviéndole a besar
en la boca para intentar calmarle y que dejara de estar nervioso, aunque sabía
que todavía no iba a conseguirlo.
– Vamos a mi casa
entonces. – Dijo él una vez ella separó sus labios de los suyos.
Como ella no dijo
nada sino que se agarró a su brazo él supuso que la respuesta era un sí. De
hecho claro que era un sí, qué iba a ser si no. Desde el restaurante donde
habían cenado hasta la casa de él había unas cuantas manzanas. No tardaron
demasiado en llegar, apenas veinte minutos. No fueron deprisa. Disfrutaron de
la noche él sintiéndola a ella agarrada a su brazo y cogiéndola así mismo de la
cintura. Ella por su parte también estaba a gusto; sabía cómo iba a terminar la
noche. Lo único que no sabía ella todavía era cómo iba a comportarse él una vez
llegaran hasta su dormitorio. Por lo que había podido ver durante toda la tarde
Anna, había asumido que él era una persona tímida que no había amado nunca a
una mujer, o si lo había hecho nunca fue de manera física ni sabiéndolo la
depositaria de ese sentimiento. Pero por otra parte también sabía por haberlo
visto en el local varias noches y haber preguntado al camarero que también lo
conocía a él que casi nunca volvía solo a su casa cuando salía por la noche.
Esa doble vertiente, casi doble moral, de su comportamiento con las mujeres,
contrapuesta totalmente a la personalidad tan tierna que había llegado a
mostrar durante la cena la había dejado totalmente descolocada.
A medida que se
acercaban a su casa, él fue imaginando como muchas otras veces antes lo había
hecho con otros planes, no sólo con mujeres, sino también casi siempre en el
trabajo, con amigos cuando los tenía, con sus padres cuando aún vivían, qué es
lo que iba a pasar. Sabía, porque siempre había pasado, que por mucho que
imaginara cuáles debían ser las palabras exactas a decir, los actos precisos a
realizar o las consecuencias seguras que tendrían una u otra manera de actuar,
nada de lo que pensara, planeara, imaginara o ideara en su mente iba a cobrar
realidad, ni iba a pasar por mucho que lo deseara. Esta peculiaridad de su
personalidad siempre le llevó a desengaños y desilusiones, a golpes muy duros
en sus sentimientos; unos sentimientos adelantados al tiempo y a los planes,
sentidos antes de producirse cuando el presente no los había todavía
corroborado. Muchas fueron las desilusiones con amigos que no cumplían nunca
con sus expectativas, con aquello que él esperaba que hiciera, con cómo él
pretendía que actuaran. Siempre supo que esa rigidez de mente; esas ganas de
tener todo atado y bien atado para que nada saliera mal; esa vida tan
cuadriculada que siempre había llevado tanto en la universidad, como después de
acabarla, como antes en el instituto o el colegio; en definitiva siempre supo
que esa poca voluntad de dejar su vida en gran parte al azar no era buena
actitud pero supo aprender a vivir con ello, eso sí con un corazón destrozado,
encallecido y endurecido por todas las circunstancias. Un corazón que parecía
haber encontrado una especie de cura o salvaguarda de futuro en Anna, aunque
eso todavía él no lo sabía, o no se daba cuenta de ello.
Por fin llegaron
hasta el portal de su casa en la Plaza de la Encarnación, poco antes de que las
campanas del convento que había justo en frente dieran la una de la madrugada.
Era tarde para él; sin embargo para ella quizá incluso temprano según el hombre
con que hubiera salido.
– No vives en mal
sitio, ¿eh? – Dijo Anna verdaderamente asombrada.
– Siempre me gustó
este rincón de Madrid. No mucha gente lo conoce, incluso los turistas parecen
ignorarlo, lo que es un alivio, aunque ellos se lo pierden. – Dijo él hablando
quizá más de la cuenta, aunque orgulloso de que ella se sintiera sorprendida de
la zona donde vivía.
– Nunca he estado
por esta zona yo tampoco.
– Bueno eso se
acaba de arreglar esta noche. Aunque la noche no hace justicia a la belleza y
armonía de este lugar. Mañana por la mañana lo verás.
Subieron las
escaleras hasta su piso. Utilizaron las escaleras en vez del ascensor por
expresa petición de él que no quería usar el viejo ascensor para llegar hasta
su piso para no hacer ruido ni despertar a los posibles vecinos que tuvieran el
sueño ligero y pudieran cotillear por la mirilla para ver quién es quien llega
tan tarde. Al llegar al rellano de su casa él sacó la llave y la introdujo en
la cerradura. Antes de poder abrir del todo la puerta ella le empujó dentro
haciéndole girar el cuerpo para que éste quedara mirándola y así ella pudiere
volver a besarla, ahora ya sin recatamiento alguno, dejando libre su deseo. A
empellones y tropezando con algunos muebles y cuadros en las paredes llegaron
hasta su dormitorio. Allí ya no hubo lugar para nada que no fuera el deseo
sexual, el deseo de la sangre y la carne, ese deseo animal que todo ser humano
por muy recatado que se muestre en público, por muy finos, educados y elegantes
que sean sus gestos y forma de comportarse, lleva dentro.
Se dejaron caer en
la cama sin separar sus labios, sin dejar de besarse con pasión y locura
animal. Con velocidad se fueron desnudando él a ella y ella a él. Él parecía no
saber muy bien qué es lo que estaba pasando, se sentía flotar en una especia de
nube por encima de toda situación pasada o presente. Ella se notaba que estaba
más acostumbrada a desnudar a un hombre, a dejarse llevar por el deseo y el
sexo. A pesar de estar diferencias de sentimientos y sensaciones ambos sólo
deseaban una única cosa: hacerse el amor mutuamente, desgastarse los cuerpos
con sus besos, caricias y lenguas. Hicieron el amor varias veces. Para él fue
como una primera vez de verdad; una primera vez con sentimientos puros, reales
y no autoimpuestos como su primera vez de verdad acabada la universidad con una
prostituta a la que pagó por follar y dejar de tener en la cabeza ese laste
mental que sin ser real del todo sí que le golpeaba al ver cómo todos sus
compañeros, quien más quien menos habían perdido la virginidad hacía años y
follaban más o menos a menudo como pudieran.
Durante esa noche
varias veces notó ella cómo él parecía hacer el amor con furia, como queriendo
demostrarse algo, como queriendo vencer algún tipo de fantasma pasado. Pero aún
notando esa especie de violencia al hacerla el amor, al penetrarla, ella notaba
también cierta ternura y amor, una pasión que estaba empezando a liberarse
después de haber estado cautiva mucho tiempo. También lo notaba torpe en
ocasiones y en algunos actos, como si no conociera bien el cuerpo de una mujer
ni todo lo que `puede dar de sí, todo el placer que puede transmitir. Por ello
fue ella la que más o menos llevaba la iniciativa, la que intentaba guiarle sin
que él se diera cuenta, la que con besos de transición, caricias y abrazos
intentaba calmar los empujes de une fiera que no era capaz de controlar todo lo
que sentía de una manera tranquila, sosegada y calmada, tanto como el sexo
puede permitir.
Al final, después
de hacer el amor varias veces, después de besarse hasta que sus bocas no eran
capaces de generar más saliva, después de recorrerse los cuerpos mutuamente
hasta los rincones más secretos y privados, llenos de place y deseo se dejaron
mecer por la noche de Madrid. Morfeo entró en sus mentes y se los llevó lejos
en su carro tirado por caballos alados. Él dejó su mente en blanco totalmente y
se dejó llevar por el sueño. Cayó reventado por la pasión y el deseo; vacío
totalmente por el sexo; flotando extasiado por haber terminado amando a esa
mujer que desde hacía un tiempo copaba todos sus pensamientos y a la que cada
vez que cerraba los ojos veía en su mente. Nunca pensó que pudiera hacer el
amor a una mujer de la manera que lo había hecho, se sintió liberado por fin
tras haber descubierto la verdadera cara del sexo, esa cara que no es
simplemente placer carnal y físico, de lamer y ser lamido; sino más bien esa
cara que suma a la anterior el placer el espíritu y la mente, el sentirse
amado, el sentirse lleno con otra persona compartiendo el acto más personal que
una persona puede dar a otra.
Pero Morfeo no se
pudo llevar las dos mentes que acababan de entregarse al amor y las pasiones de
Eros. Ella fingió dormir. Una vez tuvo claro que él sí que dormía, y profundamente
además, se levantó de la cama. Buscó a tientas en una casa desconocida y a
oscuras el baño. Tras dar con él y vestirse bajo la luz blanquecina del aseo
volvió a la habitación con los zapatos en la mano para no hacer ruido al andar
sobre alguna madera suelta del parqué y el abrigo echado sobre su brazo.
Comprobó que él seguía dormido, tal como lo había dejado antes de ir al baño.
Se acercó a la cama, le arropó un poco para que con el frescor de la mañana no
se despertara frío y le besó. El beso pareció inquietarle un poco, como si no
estuviera acostumbrado a tales cuidados ni cariños, pero no se despertó. Siguió
durmiendo. En el umbral de la habitación antes de marcharse del todo, ella
volvió a echarle un vistazo. Viéndolo ahí tan tranquilamente durmiendo, después
de haber pasado una noche como llevaba muchos tiempo sin pasar con un hombre,
pensó que ojalá todos los hombres con los que se había acostado en su vida y
aquellos pocos a los que en su día amó hubieran sido como él, igual de tiernos,
igual de respetuosos, igual de hombres con corazón al fin y al cabo.
Al ir a salir por
la puerta de la casa se fijó en un pequeño montoncito de hojas de papel y un
bolígrafo que había sobre un mueble en el recibidor de la casa, justo al lado
de un par de ceniceros que contenían caramelos y las llaves de la casa y el
portal. No tenía pensado haberlo hecho pero le escribió una nota en la que le
decía que había sido una tarde muy divertida en la que se lo había pasado muy
bien tanto en el teatro, al que deseaba volver alguna vez con él, como en la
cena. También escribió que la noche había sido la mejor que un hombre le había
dado nunca y que si él quisiera se podría repetir muchas veces algo como lo de
ese día. Despidió la nota con un simple “un beso” y su nombre, “Anna”, escrito
como si de una firma se tratara. No puso explicación alguna de por qué se
marchaba sin esperar al día siguiente. Decidió dejar la nota encajada en el
marco del espejo que daba la bienvenida a la casa para que él a la mañana
siguiente pudiera verla. Tras dejarla ahí, abrió la puerta con cuidado, echó un
último vistazo a la oscuridad de la casa y cerró la puerta. No pudo evitar que
la puerta diera un sonoro golpe al cerrar, no lo previó de hecho, pero era una
puerta de esas antiguas, difíciles de maniobrar y pesadas. Sobresaltada por el
ruido que no quería hacer bajó las escaleras rápidamente y salió a la fría
noche de Madrid. Él quedó arriba, desde la cama oyó el golpe de la puerta al
cerrase, o lo soñó, pero siguió durmiendo.
Caronte.
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