lunes, 14 de septiembre de 2015

El Vals del Emperador (XXXIV)

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La noche todavía no había acabado para ellos, pero una vez fuera del restaurante donde se había llevado a cabo su cita propiamente dicha, él no sabía muy bien cuáles eran los pasos a seguir. Si Anna hubiera sido como cualquiera de las otras mujeres con las que solía quedar puntualmente, el siguiente paso sería ir a algún local de copas, tomarse algunas, ellas sobre todo ya que él no bebía, y luego terminar en su casa o en las de ellas. Pero Anna no era como las demás, al menos él no la veía como a las demás. Por Anna sentía algo más que atracción física, que también había y mucha, algo de lo que se dio cuenta por primera vez esa noche al salir del restaurante y al verla demorarse un poco hablando con una de las camareras desde el centro de la pequeña plaza de Malasaña en la que se encontraba el restaurante.

La vio dirigirse hacia él despistada o haciéndose la despistada, hurgando en su bolso para guardar lo que parecía una tarjeta, probablemente del restaurante. Llevaba un vestido negro ceñido que le marcaba las caderas de manera muy sensual, encima del cuál llevaba un abrigo de piel vuelta de color claro que todavía no se había abrochado y que dejaba ver el escote del vestido; un escote que mostraba unos pechos firmes, no muy grandes pero lo suficientemente exuberantes para volver loco a cualquier hombre. Al llegar a la altura donde él se encontraba y sin mediar palabra alguna Anna le plantó un beso en los labios, introdujo su lengua en su boca y buscó su homóloga masculina para jugar con ella. Él se quedó allí plantado, sin casi inmutarse, sin disfrutar de esos primeros instantes de pasión por haberle pillado por sorpresa. Pero tras reponerse de la sorpresa también él contribuyó a ese brote de pasión poniendo de su parte. Su lengua empezó a buscar la de ella y al mismo tiempo la abrazaba por la cintura atrayéndola hacia él para sentir su cuerpo, sus curvas, sus pechos.

– Bueno, ¿qué hacemos ahora? – Preguntó ella después del beso pero sin separarse todavía de él, tan cerca que notaba su respiración acelerada y su corazón latiendo desbocadamente en su pecho.
– ¿Qué te apetece? – Preguntó él para no decir abiertamente y de manera directa que quería ir a su casa y terminar allí la cita.
– Pues si te digo la verdad algo tranquilo, ¿qué te parece?
– A mí bien, yo también lo prefiero, así estaremos más a gusto.
– ¿Conoces algún sitio por aquí? – Dijo Anna con un tono que delataba una especie de deseo oculto de que él no conociera nada y se atreviera a proponerla ir a su casa.
– Pues la verdad es que no. – Dijo él algo decepcionado consigo mismo por no haber previsto este punto y haber buscado algo.
– ¿Y qué te perece que vayamos a tu casa? ¿No estaba muy lejos de aquí, no? – Dijo ella mirándole fijamente a los ojos y dejando ver su deseo de que él aceptara.
– A mí perfecto, si te apetece. – Dijo él intentando mostrar sorpresa, y quizá también algo de alivio porque la proposición hubiera salido de ella y no de él.
– ¿Qué pasa que a ti no te apetece? – Preguntó Anna mirándole aún más fijamente, buscando que él se sincerara de una vez y perdiera esa especie de miedo que tenía a decir y proponer lo que deseaba hacer sin pensar en que ella pudiera rechazarlo por parecer demasiado directo o rápido.
– Sí, pero...
– ¿Pero qué? Pensabas que a mí me ibas a parecer un salido que sólo quiere llevarme a la cama. – Le cortó ella.
– Bueno algo parecido. No quería ir demasiado rápido.
– ¿Rápido? Si llevas semanas intentando dar conmigo en el bar de anoche, y yo llevo el mismo tiempo deseando que te lanzaras y te atrevieras a decirme algo. Ya somos adultos y el que acabe en tu casa entra dentro de lo normal. – Dijo ella volviéndole a besar en la boca para intentar calmarle y que dejara de estar nervioso, aunque sabía que todavía no iba a conseguirlo.
– Vamos a mi casa entonces. – Dijo él una vez ella separó sus labios de los suyos.

Como ella no dijo nada sino que se agarró a su brazo él supuso que la respuesta era un sí. De hecho claro que era un sí, qué iba a ser si no. Desde el restaurante donde habían cenado hasta la casa de él había unas cuantas manzanas. No tardaron demasiado en llegar, apenas veinte minutos. No fueron deprisa. Disfrutaron de la noche él sintiéndola a ella agarrada a su brazo y cogiéndola así mismo de la cintura. Ella por su parte también estaba a gusto; sabía cómo iba a terminar la noche. Lo único que no sabía ella todavía era cómo iba a comportarse él una vez llegaran hasta su dormitorio. Por lo que había podido ver durante toda la tarde Anna, había asumido que él era una persona tímida que no había amado nunca a una mujer, o si lo había hecho nunca fue de manera física ni sabiéndolo la depositaria de ese sentimiento. Pero por otra parte también sabía por haberlo visto en el local varias noches y haber preguntado al camarero que también lo conocía a él que casi nunca volvía solo a su casa cuando salía por la noche. Esa doble vertiente, casi doble moral, de su comportamiento con las mujeres, contrapuesta totalmente a la personalidad tan tierna que había llegado a mostrar durante la cena la había dejado totalmente descolocada.

A medida que se acercaban a su casa, él fue imaginando como muchas otras veces antes lo había hecho con otros planes, no sólo con mujeres, sino también casi siempre en el trabajo, con amigos cuando los tenía, con sus padres cuando aún vivían, qué es lo que iba a pasar. Sabía, porque siempre había pasado, que por mucho que imaginara cuáles debían ser las palabras exactas a decir, los actos precisos a realizar o las consecuencias seguras que tendrían una u otra manera de actuar, nada de lo que pensara, planeara, imaginara o ideara en su mente iba a cobrar realidad, ni iba a pasar por mucho que lo deseara. Esta peculiaridad de su personalidad siempre le llevó a desengaños y desilusiones, a golpes muy duros en sus sentimientos; unos sentimientos adelantados al tiempo y a los planes, sentidos antes de producirse cuando el presente no los había todavía corroborado. Muchas fueron las desilusiones con amigos que no cumplían nunca con sus expectativas, con aquello que él esperaba que hiciera, con cómo él pretendía que actuaran. Siempre supo que esa rigidez de mente; esas ganas de tener todo atado y bien atado para que nada saliera mal; esa vida tan cuadriculada que siempre había llevado tanto en la universidad, como después de acabarla, como antes en el instituto o el colegio; en definitiva siempre supo que esa poca voluntad de dejar su vida en gran parte al azar no era buena actitud pero supo aprender a vivir con ello, eso sí con un corazón destrozado, encallecido y endurecido por todas las circunstancias. Un corazón que parecía haber encontrado una especie de cura o salvaguarda de futuro en Anna, aunque eso todavía él no lo sabía, o no se daba cuenta de ello.

Por fin llegaron hasta el portal de su casa en la Plaza de la Encarnación, poco antes de que las campanas del convento que había justo en frente dieran la una de la madrugada. Era tarde para él; sin embargo para ella quizá incluso temprano según el hombre con que hubiera salido.

– No vives en mal sitio, ¿eh? – Dijo Anna verdaderamente asombrada.
– Siempre me gustó este rincón de Madrid. No mucha gente lo conoce, incluso los turistas parecen ignorarlo, lo que es un alivio, aunque ellos se lo pierden. – Dijo él hablando quizá más de la cuenta, aunque orgulloso de que ella se sintiera sorprendida de la zona donde vivía.
– Nunca he estado por esta zona yo tampoco.
– Bueno eso se acaba de arreglar esta noche. Aunque la noche no hace justicia a la belleza y armonía de este lugar. Mañana por la mañana lo verás.

Subieron las escaleras hasta su piso. Utilizaron las escaleras en vez del ascensor por expresa petición de él que no quería usar el viejo ascensor para llegar hasta su piso para no hacer ruido ni despertar a los posibles vecinos que tuvieran el sueño ligero y pudieran cotillear por la mirilla para ver quién es quien llega tan tarde. Al llegar al rellano de su casa él sacó la llave y la introdujo en la cerradura. Antes de poder abrir del todo la puerta ella le empujó dentro haciéndole girar el cuerpo para que éste quedara mirándola y así ella pudiere volver a besarla, ahora ya sin recatamiento alguno, dejando libre su deseo. A empellones y tropezando con algunos muebles y cuadros en las paredes llegaron hasta su dormitorio. Allí ya no hubo lugar para nada que no fuera el deseo sexual, el deseo de la sangre y la carne, ese deseo animal que todo ser humano por muy recatado que se muestre en público, por muy finos, educados y elegantes que sean sus gestos y forma de comportarse, lleva dentro.

Se dejaron caer en la cama sin separar sus labios, sin dejar de besarse con pasión y locura animal. Con velocidad se fueron desnudando él a ella y ella a él. Él parecía no saber muy bien qué es lo que estaba pasando, se sentía flotar en una especia de nube por encima de toda situación pasada o presente. Ella se notaba que estaba más acostumbrada a desnudar a un hombre, a dejarse llevar por el deseo y el sexo. A pesar de estar diferencias de sentimientos y sensaciones ambos sólo deseaban una única cosa: hacerse el amor mutuamente, desgastarse los cuerpos con sus besos, caricias y lenguas. Hicieron el amor varias veces. Para él fue como una primera vez de verdad; una primera vez con sentimientos puros, reales y no autoimpuestos como su primera vez de verdad acabada la universidad con una prostituta a la que pagó por follar y dejar de tener en la cabeza ese laste mental que sin ser real del todo sí que le golpeaba al ver cómo todos sus compañeros, quien más quien menos habían perdido la virginidad hacía años y follaban más o menos a menudo como pudieran.

Durante esa noche varias veces notó ella cómo él parecía hacer el amor con furia, como queriendo demostrarse algo, como queriendo vencer algún tipo de fantasma pasado. Pero aún notando esa especie de violencia al hacerla el amor, al penetrarla, ella notaba también cierta ternura y amor, una pasión que estaba empezando a liberarse después de haber estado cautiva mucho tiempo. También lo notaba torpe en ocasiones y en algunos actos, como si no conociera bien el cuerpo de una mujer ni todo lo que `puede dar de sí, todo el placer que puede transmitir. Por ello fue ella la que más o menos llevaba la iniciativa, la que intentaba guiarle sin que él se diera cuenta, la que con besos de transición, caricias y abrazos intentaba calmar los empujes de une fiera que no era capaz de controlar todo lo que sentía de una manera tranquila, sosegada y calmada, tanto como el sexo puede permitir.

Al final, después de hacer el amor varias veces, después de besarse hasta que sus bocas no eran capaces de generar más saliva, después de recorrerse los cuerpos mutuamente hasta los rincones más secretos y privados, llenos de place y deseo se dejaron mecer por la noche de Madrid. Morfeo entró en sus mentes y se los llevó lejos en su carro tirado por caballos alados. Él dejó su mente en blanco totalmente y se dejó llevar por el sueño. Cayó reventado por la pasión y el deseo; vacío totalmente por el sexo; flotando extasiado por haber terminado amando a esa mujer que desde hacía un tiempo copaba todos sus pensamientos y a la que cada vez que cerraba los ojos veía en su mente. Nunca pensó que pudiera hacer el amor a una mujer de la manera que lo había hecho, se sintió liberado por fin tras haber descubierto la verdadera cara del sexo, esa cara que no es simplemente placer carnal y físico, de lamer y ser lamido; sino más bien esa cara que suma a la anterior el placer el espíritu y la mente, el sentirse amado, el sentirse lleno con otra persona compartiendo el acto más personal que una persona puede dar a otra.

Pero Morfeo no se pudo llevar las dos mentes que acababan de entregarse al amor y las pasiones de Eros. Ella fingió dormir. Una vez tuvo claro que él sí que dormía, y profundamente además, se levantó de la cama. Buscó a tientas en una casa desconocida y a oscuras el baño. Tras dar con él y vestirse bajo la luz blanquecina del aseo volvió a la habitación con los zapatos en la mano para no hacer ruido al andar sobre alguna madera suelta del parqué y el abrigo echado sobre su brazo. Comprobó que él seguía dormido, tal como lo había dejado antes de ir al baño. Se acercó a la cama, le arropó un poco para que con el frescor de la mañana no se despertara frío y le besó. El beso pareció inquietarle un poco, como si no estuviera acostumbrado a tales cuidados ni cariños, pero no se despertó. Siguió durmiendo. En el umbral de la habitación antes de marcharse del todo, ella volvió a echarle un vistazo. Viéndolo ahí tan tranquilamente durmiendo, después de haber pasado una noche como llevaba muchos tiempo sin pasar con un hombre, pensó que ojalá todos los hombres con los que se había acostado en su vida y aquellos pocos a los que en su día amó hubieran sido como él, igual de tiernos, igual de respetuosos, igual de hombres con corazón al fin y al cabo.

Al ir a salir por la puerta de la casa se fijó en un pequeño montoncito de hojas de papel y un bolígrafo que había sobre un mueble en el recibidor de la casa, justo al lado de un par de ceniceros que contenían caramelos y las llaves de la casa y el portal. No tenía pensado haberlo hecho pero le escribió una nota en la que le decía que había sido una tarde muy divertida en la que se lo había pasado muy bien tanto en el teatro, al que deseaba volver alguna vez con él, como en la cena. También escribió que la noche había sido la mejor que un hombre le había dado nunca y que si él quisiera se podría repetir muchas veces algo como lo de ese día. Despidió la nota con un simple “un beso” y su nombre, “Anna”, escrito como si de una firma se tratara. No puso explicación alguna de por qué se marchaba sin esperar al día siguiente. Decidió dejar la nota encajada en el marco del espejo que daba la bienvenida a la casa para que él a la mañana siguiente pudiera verla. Tras dejarla ahí, abrió la puerta con cuidado, echó un último vistazo a la oscuridad de la casa y cerró la puerta. No pudo evitar que la puerta diera un sonoro golpe al cerrar, no lo previó de hecho, pero era una puerta de esas antiguas, difíciles de maniobrar y pesadas. Sobresaltada por el ruido que no quería hacer bajó las escaleras rápidamente y salió a la fría noche de Madrid. Él quedó arriba, desde la cama oyó el golpe de la puerta al cerrase, o lo soñó, pero siguió durmiendo.

Caronte.

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