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(Viene de la entrada anterior)
Acabada la función
y tras recoger sus pertenencias del ropero del teatro se dirigieron al
restaurante en el que también él esa misma mañana había decidido reservar. El
restaurante en cuestión no estaba muy alejado del teatro, algo que él mismo
había previsto, para que los desplazamientos no se hicieran demasiado largos y
cansinos. De hecho dando un paseo no tardarían más de diez minutos en llegar
atravesando alguna de las calles más típicas de los barrios de Universidad y
Malasaña. Mientras recorrían las calles de Madrid Anna le cogió del brazo y él
se dejó coger, y charlaron sobre la obra de teatro entre otros temas.
– Me ha gustado
mucho la obra de teatro. Me he reído como una cría. – Empezó a decir ella sin
soltarle del brazo.
– Me alegro. –
Respondió él algo cohibido por ir con una mujer abiertamente más joven que él
paseando a los ojos de todo el mundo.
– Al final no ha
sido ninguna pérdida de tiempo. Parece que tienes buen ojo para esto. – Volvió
a decir Anna sonriéndole para hacerle sentir menos cohibido, algo que ella
había notado desde el primer momento en que le había cogido del brazo.
– Espero entonces
que tu vuelta al teatro haya sido agradable. Tengo que decirte que por mi parte
nunca lo había disfrutado tanto, y eso que la obra por muy graciosa que haya
sido no es de las mejores que he visto en Madrid en los últimos años. Aunque
reconozco el éxito que tiene. – Apuntó él dejando a un lado toda la vergüenza y
timidez que tenía encima.
– Yo también me lo
he pasado muy bien. Pero esto no ha hecho más que empezar. De hecho, si no
recuerdo mal de ayer, sería ahora cuando empezaría la cita, cenando. – Sonrío
ampliamente Anna dirigiéndose a él para animarle a que se soltara del todo y
dejara de tener miedo, vergüenza o lo que fuera que sintiera en esos momentos.
– Tienes razón.
Espero que también te guste el sitio que he elegido. – Dijo él devolviéndola la
sonrisa y la mirada.
– Seguro que sí. Si
eliges tan bien los restaurantes como las obras de teatro, habrás acertado sin
duda. Además tengo hambre.
– No te preocupes
que no queda mucho para llegar.
No tardaron mucho
en llegar, es cierto. De hecho pocas palabras más cruzaron antes de llegar hasta
la puerta del restaurante, situado en el extremo de una plaza pequeñita en
pleno barrio de Malasaña. Al entrar en el local notaron al instante el calor de
la calefacción. Calor que por otra parte agradecieron bastante porque a esas
hora y en esa época del año, llevando el sol oculto al otro lado el mundo
varias horas ya, el fresco de Madrid se acercaba más al frío que a la tibieza
de otros lugares. Un camarero joven y perteneciente a una de esas nuevas tribus
urbanas que han conquistado Madrid y la mayor parte de sus barrios más
céntricos y típicos, largamente olvidados por los propios madrileños, le
atendió. Una vez comprobado que tenían reserva el camarero les acompañó hasta
su mesa situada por casualidad, aunque a ambos les gustó, junto a una de las ventanas
que daban a la plaza y por la que se podrían ver los transeúntes que por ser
Madrid una ciudad nocturna nunca faltan por las calles de la capital.
– Bueno pues ahora
es cuando comienza de verdad la cita ¿no? – Dijo Anna una vez se hubo sentado
en la mesa y él terminó de dejar su abrigo en el respaldo de la silla.
– Supongo que sí.
– Sonrió él muy tímidamente.
– Te sigo notando
muy nervioso. No pienses más en lo que te esté causando ese estado de
nerviosismo porque si no, no disfrutarás de la velada. – Le aconsejó Anna
mirándole a los ojos.
– Ya. Sabes lo que
pasa, que llevo muchos años queriendo hacer esto y no estoy muy acostumbrado. –
Replicó él sin saber muy bien de dónde había sacado las agallas para sincerarse
de esa manera.
– Bueno. Las cosas
al final llegan. ¿Qué se pide en este restaurante para cenar?
– Pues la verdad
es que para cenar no lo sé muy bien, porque las veces que he venido siempre han
sido para comer y siembre había menú.
– No serán muy
diferente. La carta será la misma siempre y los platos también.
– Supongo. Creo
que la pasta la hacen muy bien y de manera bastante original. Aunque no sé si a
ti te gustará la pasta. – Se aventuró a decir él.
– La pasta gusta
siempre y a cualquier edad a no ser que se sea muy rarito. – Rió ella.
– Es verdad. – Se
sumó él a la broma.
– Por lo que leo,
tienen una amplia selección de ensaladas. ¿Te apetece pedir una para compartir
como primer plato?
– Sí, puede estar
bien. Pide la que más te apetezca.
– ¿Y de segundo
plato?
– No sé. Ya te
digo las pasta la hacen muy bien. La primera vez que estuve aquí fue hace muchos
años con un muy buen amigo que fue quien me descubrió este sitio al que venía
con su novia y me pedí un pato de espaguetis que estaba deliciosos si no
recuerdo mal. Pero ya han pasado muchos años desde entonces. – Comentó él
recordando con cierto tono nostálgico en su voz, casi imperceptible salvo para
él que lo notaba en su garganta.
– Creo que tú te
vas a decantar por la pasta por lo que parece. – Dijo ella divertida
dirigiéndole sin que él lo notara una mirara escrutadora.
– Sí. O eso o una
pizza de pulpo que parece bastante exótico.
– Pues yo me voy a
pedir un ceviche que la comida peruana siempre me ha gustado mucho.
– Pareces
atrevida. Yo para la comida soy muy tradicional y conservador. No suelo innovar
mucho. – Dijo él mirándola fijamente.
– Pues te pierdes
muchos placeres de la vida. – Dijo ella devolviéndole la mirada y mostrando una
especie de doble sentido en sus palabras que él en un principio no supo captar.
Volvió el camarero
y les tomó nota de la cena. Poco después trajo la bebida: agua y vino. Antes de
retomar la conversación Anna se adelantó a llenar ambas copas con vino y
propuso un brindis que a él le dejó un tanto desconcertado y cohibido por lo
que implicada.
– ¡Por esta velada
inolvidable del teatro de la improvisación! – Dijo Anna levantando levemente la
copa mostrándosela a él y animándole a que con la suya la chocara.
– ¡Por esta
velada! – Respondió él al brindis con algo de timidez.
Comieron y
bebieron muy a gusto. Durante la velada ella habló y preguntó mucho más que él.
Él por su parte contestó a casi todo lo que ella le preguntaba con interés, sin
ánimo de cotilleo simplemente para que él se soltara y perdiera esa tensión que
tenía encima. Anna le preguntó por su trabajo y él la explicó en qué consistía
trabajar en una editorial de libros aceptando y rechazando novelas, redactando
cartas de agradecimiento sutiles a escritores que probaban suerte en un mundo,
el editorial, muy complicado y casi hermético, en el que es muy complicado
entrar si no tienes a alguien dentro o con contactos dentro, pero no imposible
de conseguir. A Anna le resultó muy curioso que trabajara en algo
diametralmente opuesto, y estas fueron sus palabras textuales, a lo que había
estudiado y a lo que por destino quizá debería haberse dedicado. En ese punto
él no fue del todo sincero y tras vacilar un poco en su explicación se inventó
una pseudo mentira para no contarla la verdad, una verdad que en el fondo
seguía provocándole algo de vergüenza, o si no vergüenza sí un sentimiento de
melancolía y dolor por la pérdida de tiempo, las sinsabores y las decepciones
que supuso su paso por la universidad y su formación como ingeniero. Anna se
dio cuenta de que no decía toda la verdad. Mucha experiencia tenía a sus
espaldas como para no darse cuenta cuándo un hombre no estaba diciendo toda la
verdad. En ningún momento ella se creyó esa milonga sobre que al acabar la
carrera probó a trabajar en su mundo pero que secretamente seguía escribiendo y
metido de lleno en clubes de lectura y escritura, donde conoció a un par de
personas que tras leer alguna de sus criticas sobre libros, algunos artículos y
varios relatos cortos le ofrecieron conocer a los “jefes” de la editorial en la
que a día de hoy trabajaba. Y en el fondo él supo que la excusa que dio a Anna
para justificar su trabajo en un mundo profesional tan alejado y en ocasiones,
sino siempre, enfrentado a las ciencias, los números y las tecnologías, no
había terminado de calar.
En un momento dado
de la cena, cuando estaban tomando ya los postres, él unas natillas caseras con
una galleta maría encima y canela espolvoreada, ella una tarta de queso
totalmente artesanal y con pinta de haber sido hecha esa misma mañana, ocurrió
algo que hizo que él se terminara de sincerar con ella con respecto a sus
sentimiento, por mucho que eso le incomodara y no quisiera hacerlo. Mientras
ella comía distraída su tarta de queso él se quedó mirándola, viéndola allí
sentada en frente de él, contemplando sus suaves rasgos, su pelo castaño
ondulado semirrecogido en la nuca dejando su cara libre. No quería que ella se
diera cuenta de esa mirada furtiva que él pretendía que fuera secreta, como
cuando de pequeños miramos jugar a la niña que nos gusta y a la que nos
gustaría decir algo para que nos dejara jugar con ella. Pero ella se dio
cuenta.
– ¿Qué miras con tanta insistencia? – Dijo
ella al levantar la cabeza en un instante, probablemente para preguntarle algo
a él, pregunta que se vio abortada al descubrirle mirándola y apartando
rápidamente la vista de ella.
– No, nada. – Dijo
él volviendo a sus natilla, algo avergonzado, sintiendo el rubor subirle a las
mejillas.
– ¿Tengo monos en
la cara, o se me ha quedado la nariz manchada de vino al beber, o es que tengo
algo entre los dientes? Porque mirarme me estabas mirando digas los que digas.
– Repitió ella usando un tono irónico, sabiendo que le estaba poniendo en un
aprieto y que él se estaba poniendo más rojo que un tomate.
– Simplemente te
estaba mirando. Sólo eso. – Dijo él intentando excusarse.
– Ya. Por eso te
estás poniendo colorado. Pareces un alemán que acaba de venir de Mallorca. –
Volvió a insistir ella empezando ya a esbozar en su cara una sonrisa.
– Vale. Sí te
estaba mirando. Me pareces la mujer más guapa que he visto nunca y no puedo
dejar de mirarte. Tus ojos me impresionan y a la vez me dan miedo de los bellos
que son. – Aceptó por fin él asumiendo el calor que le seguía subiendo y
haciendo que el cuello de la camisa se quedara pequeño.
– ¿Y por eso te
avergüenzas? – Preguntó ella sorprendida.
– Sí, porque no me
había pasado antes con ninguna mujer con las que he estado. Me gustas. Me
gustas mucho y solo puedo admirarte, mirarte a hurtadillas porque si lo hago de
frente, al descubierto siento que no lo merezco.
– Muchas gracias
por el piropo, al final vas a conseguir que yo también me ponga colorada. Pero
no digas que no puedes mirarme de frente y abiertamente. Estoy aquí también
porque yo quiero estar. – Apuntó ella cogiéndole la mano por encima de la mesa.
– Lo sé. Aún así
todo esto es nuevo para mí.
– Nuestro conocido
en común, Miguel el del local de anoche, no me ha dicho eso.
– ¡Ah! ¿Y qué te
ha dicho ese viejo bribón? – Quiso saber él algo desconcertado por la
revelación de Anna.
– No soy la
primera chica con la que quedas en ese bar.
– Cierto. Pero
eres la primera chica con la que no sé que tengo que hacer. Eres la primera
mujer que ha desajustado todos mis planteamientos previos. Las mujeres con las
que me voy del local algunas noches no son como tú, no me gustan en el fondo.
Sí, suelen ser atractivas y por ello acabo con ellas en la cama. – A medida que
hablada se estaba dando cuenta de que estaba ganando en confianza y de que Anna
no le quitaba la mirada de encima, esos ojos escrutadores tan profundos que se
podría bucear en ellos y descubrir un mundo nuevo. – Pero tú eres diferente.
– ¿No quieres
acabar conmigo en la cama? – Preguntó ella cortante, sin querer ser brusca ni
grosera, simplemente uso un tono algo más firme para causarle cierta impresión
a él; impresión que por supuesto causó.
– ¿Cómo?
Bueno...eh...sí claro. Digo no. Bueno supongo. – Empezó a tartamudear él.
– ¿Entonces por
qué dices que soy diferente? – Siguió ella empleando ese tono firme que le
tenía acogotado.
– Claro que quiero
acostarme contigo. – Al escucharse decir esto cambió de tono porque pensaba que
había sonado demasiado directo, vulgar, típico. – Pero la diferencia entre tú y
el resto de mujeres con las que he acabado en la cama es que a ellas no las
quería, sólo me gustaban, me atraían físicamente. Tú no sólo me gustas sino
creo que te quiero. – Terminó de sincerarse él.
– Sólo hemos
hablado dos veces, ayer y hoy, ¿y ya me quieres? En el fondo no sabes nada de
mí, y no creo que me quieras como dices que me quieres. No creo que puedas hacerlo
nunca. – Dijo ella, ahora sí usando un tono entre firme y cordial que no
buscaba enfrentarse con él, ni reprocharle nada, sino más bien todo lo
contrario, hacerle ver qué es lo que estaba pasando.
– Bueno, espero
que haya más veces en las que podamos hablar, y más a menudo también. Me
gustaría contemplar esos ojos muchas otras noches, y días también. Me gustaría
que esos ojos se fijaran en mí más a menudo, me escrutaran y me hicieran rehuir
tu mirada. También me gustaría oler ese pelo tan hermoso, besar esa piel tan
morena y tersa. Pero en el fondo lo que yo quiera no vale nada.
– Al final sí que
vas a hacer que ponga colorada. A mí tampoco ningún hombre me había dicho nunca
estas cosas, ni se había sincerado tanto conmigo. Muchos sólo han salido
conmigo un par de semanas para exhibirme en público como si fuera un perro al
que sacan al parque a pasear.
– Estas cosas las
diré siempre, porque son verdad, son lo que siento. – Terminó diciendo él, ya
apartando la mirada de los ojos de Anna que habían vuelto a recobrar la
intensidad anterior.
– Y siempre te las
agradeceré. Por cierto la cena ha estado muy buena y el sitio me ha gustado mucho. – Concluyó Anna cambiando de tema.
– Me alegro. Al
menos me iré tranquilo a casa sabiendo que mi elección tanto con el teatro como
con el restaurante has sido acertadas. Si quieres pedimos la cuenta y nos
vamos. – Dijo él algo abatido, pensando que quizá con todo lo que había dicho,
mostrándose más sincero y directo de lo que nunca había sido con ninguna mujer,
Anna se había sentido incómoda y la cita iba a acabar ahí.
– Todavía no ha
terminado la cita. Todavía queda noche. – Añadió Anna sonriéndole de manera
provocativa.
Y en el fondo ella
decía la verdad. La noche no había hecho más que comenzar en Madrid, una ciudad
que los fines de semana vive por la noche, sale por la noche, se divierte por
la noche; aunque de esta vida nocturno él no hubiera tenido constancia hasta
hace apenas unos cuantos años cuando decidió darle un cambio radical a su vida
y dejar toda su ética a un lado, todos sus principios aparcados en el garaje de
su mente, para salir y olvidarse de su sentido más desarrollado, el sentido
común que le había hecho no probar nunca la noche madrileña por pensar que era
algo pobre intelectualmente hablando que nada le iba a reportar a nivel
personal, pensamientos que terminó por corroborar cuando empezó a salir y a
terminar en la cama con mujeres que habían pasado ya por otras camas otras
noches, y a ver cómo el ser humano se rebaja hasta límites insospechados para divertirse
de manera ficticia, con alcohol y sexo físico.
Caronte.
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