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(Viene de la entrada anterior)
Enfrascado en esos
sentimientos, en esos recuerdos, el reloj de pared que compró en Londres en un
anticuario hacía unos años y que ahora presidía una de las paredes del comedor
empezó a dar las siete de la tarde. Los sonoros y armónicos gongs del reloj le
trajeron de nuevo al presente y volvió a reconocer su despacho y biblioteca. Se
levantó del sillón, echó una última ojeada a la fotografía en la que salía con
sus antiguos amigos y salió del despacho. Aunque la Plaza de Callao donde había
quedado con Anna no estaba lejos de su casa, apenas diez minutos caminando a
paso normal, decidió salir ya y aprovechar para despejarse un poco. Una sola
idea se le había vuelvo a fijar en su cabeza: la cita y lo que después pudiera
pasar. Necesitaba que el frío aire de finales del otoño que suele recorrer las
calles de Madrid, y más en la zona en la que él vivía, le golpeara la cara y le
despejara cualquier tipo de duda, miedo o ansiedad.
Dio una vuelta por
su barrio, se acercó a la Plaza de Oriente y la rodeó completamente pasando por
delante de las estatuas de antiguos reyes de España, todos sobre su pedestal en
el que se indica quién fue y la época de su reinado; todos con poses regias y
miradas perdidas en el firmamento. De la Plaza de Oriente fue por uno de los
laterales del Teatro Real hacia la Plaza de Ópera, aunque su verdadero nombre
era de Isabel II. Ésta era una de las cosas que más le horrorizaban de los
madrileños: el cambio que hacían sin venir a cuento de nombres de lugares
públicos por comodidad, simplemente nombrándolos por sus monumentos más
conocidos o cercanos; una deformación absurda y necia que para él ocultaba un
sentimiento de prepotencia ante el pasado por parte del presente, un desprecio
absoluto por la tradición y la historia que siempre le terminaba repugnando por
parte de sus conciudadanos.
Intentando no
pararse en esos pensamientos largamente estudiados, analizados y argumentados
para sí mismo, tomó una de las calles que salen de la Plaza de Isabel II, o de
Ópera, la calle de Campomanes para dirigirse hacia la Plaza de Santo Domingo.
Al final de dicha calle se paró un instante delante de una librería de segunda
mano que de vez en cuando solía frecuentar para buscar algún que otro libro que
estuviera esperándole en las abarrotadas estanterías. Era una librería muy
pequeña, claustrofóbica en muchos sentidos, pero que tenía dos particularidades
que la hacían muy llamativa para él: la primera era que estaba especializada en
libros en otros idiomas, especialmente en inglés, y la segunda era que los
dueños, unos ingleses algo independientes, con pelos alborotados y mal
peinados, gafas de montura anticuada y cristales redondos, y ropa que parecía
sacada del baúl de lo recuerdos y que quizá llevaba sin ser lavada
adecuadamente mucho más tiempo del recomendable, que siempre que iba a la
tienda le ofrecían tomar té con pastas que ponían a disposición de su público y
clientela. Ese ambiente tan íntimo en una ciudad tan cosmopolita, donde todo el
mundo va a su bolo, pensando en sus asuntos, sin preocuparse lo más mínimo por
nadie, era algo que siempre la había atraído, y muchas tardes, sin intención
alguna de comprar algún libro, simplemente de charlar, bajaba a la librería
para tomarse el té con los dueños y charlar sin prisas. Incluso alguna que otra
vez había hecho de crítico literario para varios jóvenes extranjeros,
probablemente ingleses, que entraron buscando una serie de libros antiguos,
casi descatalogados, a los que terminó recomendando otros libros y autores algo
más conocidos aunque de segunda línea editorial.
Tras echar un
breve vistazo a la librería y su interior, pasó de largo apremiado en parte por
la cita que tenía en la Plaza de Callao con Anna, cuya hora límite se estaba
acercando inexorablemente. Puso rumbo ya hacia el lugar acordado con ella.
Atravesó la Plaza de Santo Domingo, recuperada para la ciudad por un alcalde
que por una única vez en su mandado pensó en los ciudadanos más que en su ego
como muchas veces él comentaba con sus compañeros. Llegó a Callao entrando por
un extremo opuesto a Gran Vía. Pronto aparecieron entre los edificios las
siluetas más que reconocibles de los inmensos inmuebles que ocupaban dos de las
grandes cadenas comerciales de la ciudad, ya iluminadas desde abajo por las
propias luces de la ciudad que conferían a dichos altos y estrechos edificios
un aire algo fantasmagórico, menos chocante desde que hacía unos años a algún
iluminado con ideas apoteósicas se le ocurrió instalar pantallas gigantes de
luces led, como las de lugares tan emblemáticos como Picadilly Circus en
Londres, o Times Square en Nueva York, intentando que Madrid, que nunca ha
dejado de ser, por mucho que sus gobernantes lo hayan pretendido, una ciudad capital de provincias
que hace siglos por voluntad de un Rey se convirtió en capital de un gran
Reino, ahora ya venido a menos, las emulara entrando por la puerta grande en la
modernidad.
Viendo esa plaza
deshumanizada y dándole vueltas a estos pensamientos sobre la ciudad y sus
pasados, presentes y quizá futuros gobernantes también, cayó en la cuenta de
que llegaba muy justo a la cita, algo que no le gustaba mucho. Sin haber
llegado todavía al lugar donde habían decidido quedar dentro de la plaza, la
puerta de los Cines Callao, dirigió una rápida mirada en busca de Anna. No la
vio todavía, o le pareció no verla, porque de noche y a pesar de las gafas de
ver no es que fuera un lince. Se puso a esperarla un poco apartado de la
entrada al cine que no paraba de engullir gente, jóvenes en su mayoría que
atraídos por la antigüedad del cine decidían ir a estos cines urbanos en pleno
centro de la ciudad que a los impersonales y gigantescos centros comerciales
plagados de salas de cine descomunales que casi nunca se llenaban. Desde su
posición controlaba gran parte de la plaza y sobre todo la salida del Metro que
es por donde él suponía que Anna llegaría.
Pero no salió
nunca de la boca de metro, porque no llegó de ese modo. No tuvo que esperar
demasiado tiempo la llegada de Anna, quizá sólo el necesario para echar la
vista atrás unos años y descubrir cómo había cambiado todo en esa plaza y
también en Madrid desde su época universitaria cuando de vez en cuando quedaba
con sus amigos y se citaban allí mismo donde ahora él esperaba a su vez la
llegada de su cita. Hacía años que fue por primera vez a aquel mítico cine que
estuvo a punto de cerrar como tantos otros hermanos en la misma Gran Vía.
Mientras hacía tiempo observó con detenimiento la clase de gente que pasaba por
la plaza camino de la Puerta del Sol, a través de la Calle Preciados; miraba a
la gente que salía del metro, no solo intentando anticiparse a la mirada de
Anna que también le buscaría, sino también para ver a toda esa gente que salía
de las profundidades de la tierra en busca del aire de la ciudad y de la
persona o personas, queridas o simplemente aguantadas, con las que hubiera
quedado. Recordaba al ver salir a toda esa gente del metro, al ver cruzar a
toda esa gente joven la plaza en una u otra dirección, al compartir espera con
otras tantas personas que como él estaban esperando a alguien para pasar la
tarde, la noche y quizá también la madrugada que conduciría a un nuevo domingo
que se preveía fresco y a lo mejor gris y lluvioso, sus primeros años de
universidad cuando quedaba allí y casi siempre esperaba a que llegaran sus
compañeros, nunca su pareja. Eso lo hacía por primera vez esa tarde, aunque
llamarla pareja quizá fuera demasiado pretencioso por su parte.
En medio de esos
pensamientos, de esos recuerdos de un tiempo si no mejor, sí pasado ya, una voz
femenina, firme, aguda y clara le llamó la atención desde detrás de él. Anna no
llegó en metro, sino a pie de una dirección que él no pudo determinar y que
terminó por olvidar preguntarla a lo largo de toda la velada. Esa voz femenina
le sobresaltó y le sacó de sus pensamientos de golpe, trayéndole de nuevo los
miedos y el temblor de piernas que había conseguido controlar desde que salió
de su casa hacía más de media hora.
– Buenas tardes
caballero. – Fue lo que ella dijo a la espalda de él sin tocarle, no porque no
se atreviera a mantener un contacto físico, sino porque como buena mujer que
era Anna sabía que él podría estar nervioso y no quería sobresaltarlo más.
– ¡Qué sorpresa! –
Fueron las primeras palabras que él pudo articular, a las que añadió seguidamente:
– No te esperaba por aquí.
– ¿No habíamos
quedado en Callao? Pues en Callao estoy. – Dijo ella sonriendo.
– Perdona. Quería
decir que esperaba que salieras de la boca de metro y hacia allí he estado
mirando todo el rato. – Él mismo notó cómo un calor de vergüenza le recorrió
todo el cuerpo, brotando desde su estómago y llegándole hasta las mejillas que
sin lugar a dudas se habrían puesto de un color carmesí bastante embarazoso.
– ¿No me vas a
saludar? – Dijo ella tocándole el brazo delicadamente con su mano enguantada
empezando a acercarse a él para besarle.
– ¿Cómo? ¿Eh? –
Titubeó algo desconcertado al mismo tiempo que se dejaba hacer y recibía un par
de besos en las mejillas, muy cerca de las comisuras de su boca sintiendo de
cerca los labios de ella de los que no separó la mirada nunca. Pudo oler su
perfume, suave y dulzón, nada ácido ni cítrico como a muchas mujeres les
gustaba llevar pero que a él le resultaba de lo más desagradable porque se le
metía hasta la garganta y le irritaba de tal modo que empezaba a toser
ridículamente.
– ¿Te noto muy
tenso y nervioso? ¿Por qué? No tienes que estarlo, fui idea tuya la de quedar
antes de cenar para ir al teatro. Disfruta. – Dijo Anna todo esto de manera
seguida, sin dejarle a él contestar, avasallándole para que intentara darse
cuenta de que debía estar relajado.
– No estoy muy
acostumbrado a este tipo de citas. – Pudo decir él como excusándose.
– Bueno, siempre
hay unos primeros momentos para todo, ¿no? Ahora lo que toca es el teatro. Y
por la hora que es al final vamos a llegar tarde. – Apuntó ella a la vez que se
miraba su muñeca izquierda en la que llevaba un reloj de pulsera muy discreto
pero más elegante de lo que él hubiera esperado. De hecho ahora que había
recuperado él algo el aliento se estaba daño cuenta de que Anna estaba
bellísima, o eso es lo que él pensó. No iba demasiado elegante, cosa que le
alivió bastante ya que él no había salido demasiado formalmente vestido, sino
de manera cómoda pero a la vez elegante, pero aún así destacaba entre el resto
de mujeres que había en la plaza de Callao caminando, esperando o dispuestas a
entrar al cine con sus respectivos acompañantes.
– No te preocupes
el teatro está aquí al lado y las entradas las tengo yo ya. – Se apresuró él a
decir para tranquilizarla, aunque no hiciera falta, en un tono algo más firme y
seguro en sí mismo.
Dejaron atrás
Callao, cruzaron Gran Vía por el paso de cebra que une los dos edificios más
grandilocuentes y famosos de toda la larga calle, el Capitol y el Palacio de la
Prensa, dos rascacielos al estilo neoyorquino que para él eran los dos únicos
de todo el último tramo de Gran Vía dignos de ser salvados de una hipotética
quema. Pronto se adentraron por las callejuelas estrechas que se esconden a
espaldas de la gran arteria americanizada y sin alma de Madrid. Cruzaron la
Plaza de la Luna, así llamada por el populacho rebautizador de Madrid, aunque
se nombre verdadero fuera el de Plaza de Santa María Soledad Torres Acosta,
demasiado largo y piadoso quizá para una zona de Madrid poco dada a las obras
pías y escolásticas, y sí más a las viciosas y pecadoras. A pocos pasos de la
plaza, por la Corredera Baja de San Pablo, que él siempre atribuía más que al
caza-cristianos convertido en paladín y padre de la Santa Madre Iglesia Católica
Apostólica y Romana, al negador de Cristo, San Pedro, dieron por fin con la
puerta y la fachada del pequeño pero ya centenario teatro Lara.
No tuvieron que
esperar en la cola que a pocos minutos de que la función diera comienza todavía
estaba formada por unas seis o siete personas, algunas acompañadas por sus
parejas de velada teatral. Entraron directamente en el hall del teatro, allí
donde los espectadores más remolones aguardan hasta el último minuto para
ocupar sus localidades y asistir a la función del día; allí donde acabada la
representación los espectadores también remolonean un poco comentando la
actuación de la tarde, los próximos estrenos, o simplemente escuchando a
hurtadillas las conversaciones ajenas para intentar confirmar impresiones propias
con las ajenas. Ellos sin embargo no se detuvieron más de la cuenta en el hall,
en el que en ese momento había varios grupos de parejas ya adultas, que quizá
hubieran quedado para ir juntas al teatro y luego a cenar o tomar algo o salir
de copas. Dejaron eso sí sus abrigos en el ropero para no tener que tenerlos
encima durante toda la función y evitarse así incomodidades innecesarias.
Pasaron posteriormente al patio de butacas donde con mucha suerte él pudo
conseguir dos asientos muy bien situados, en pasillo central, en medio de toda
la platea con una visión extraordinario de todo el escenario donde empezaría la
función en cuanto las luces se apagaran.
– Hacía muchos
años que no iba al teatro. De joven, cuando iba al instituto me gustaba mucho
ir, aunque tampoco lo frecuentaba mucho porque no nos lo podíamos permitir en
mi familia. Sí que en alguna ocasión fui a ver alguna obra clásica, Don Juan Tenorio me apasionaba y la fui
a ver en un par de ocasiones. Luego ya dejé de venir a sitios como este. – Dijo
Anna sin que él la hubiera preguntado, nada más sentarse en sus localidades.
– Yo sí suelo ir
bastante al teatro, aunque la mayoría de las veces solo. También hace tiempo
que no vengo acompañado, cosa que agradezco mucho. – Replicó él mirándola por
primera vez a los ojos fijamente y durante un buen rato.
– ¿A este teatro
habías venido antes? – Quiso saber Anna con curiosidad.
– Sí claro, es uno
de los teatros que mejor cartelera programan en Madrid. – La respondió él
dirigiendo la mirada a todo el teatro, palcos, telón, patio de butacas, techo,
como queriendo justificar su respuesta.
– Yo ni lo
conocía. Es nuevo para mí. – Anna también le imitó pasando su mirada quizá por
los mismos sitios por los que él acababa de pasar la suya.
– ¿Alguna vez has
ido con alguien al teatro? – Preguntó él arrepintiéndose al instante por creer
que esa pregunta era demasiado directa y quizá algo peligrosa, y por pensar que
Anna podría verse ofendida por la pregunta.
– Si te soy
sincera no. Nunca he venido con un hombre al teatro. Ningún hombre con los que
he salido alguna vez tenían aficiones tan cultivadas. Lo máximo fue cuando iba
al instituto que un par de novietes me llevaron al cine, pero para ellos la
película era lo de menos. – Respondió Anna sin que él notara nada raro en su
voz; ningún tono de reproche o de respuesta forzada obligada por la
conversación y la situación.
– ¡Vaya
responsabilidad entonces! Espero que la obra te guste para que tu vuelta al
teatro después de mucho tiempo te divierta y no se convierta en una pérdida de
tiempo. – Dijo él intentando sonreír para disimular los nervios que volvían a
aparecerle y que le hacían sentirse muy inseguro de todo lo que estaba pasando
esa tarde.
– Seguro que sí. Y
no sería nunca una pérdida de tiempo, supongo que ir al teatro nunca lo es. –
Dicho esto Anna le sonrió ampliamente y achinó sus preciosos ojos color marrón
muy claro, casi miel, le cogió la mano y se la acarició al tiempo que le besaba
en la mejilla y por la megafonía del teatro se anunciaba que la obra estaba a
punto de comenzar y se rogaba a los espectadores que apagaran sus móviles y
ocuparan sus asientos.
Caronte.
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