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(Para quien siga la historia, si es que hay todavía alguno, viene de la entrada anterior)
Viena dormía.
Viena estaba despierta. Viena esperaba la llegada de un nuevo día, el último del
año, uno más en su historia, uno menos en la vida del mundo. Las luces de las
farolas parecían tintinear bajo el frío de la noche. Los regios edificios
públicos dormitaban aguantando estoicamente los embates del clima, del viento,
la nieve, la lluvia, el sol, la niebla. Nadie había en la calle. Tampoco se
veía ningún coche, o moto, pasar bajo las ventanas de su habitación del Sacher.
En Madrid eso sería imposible pensó él fijándose en un coche negro aparcado
justo enfrente de la ventana por la que miraba, bajo el haz de una farola. La
luna brillaba en el cielo pero de vez en cuando su luz argentina quedaba
momentáneamente difuminada por unas nubes. Él observó que en el cielo ya no se
veían casi estrellas, el manto celestial estaba siendo cubierto por unas nubes
que a pesar de la oscuridad reinante parecían espesas. Todo le daba igual.
En un momento en
que la luna quedó cubierta por las nubes durante más tiempo, Anna pareció
inquietarse. Se revolvió en la cama, se volvió a girar un poco sobre sí misma,
sin llegar a volver a la posición que antes tenía. Ahora su rostro quedaba
parciamente iluminado por el tibio brillo artificial que llegaba desde la calle
a través de las finas cortinas de la habitación. Él preocupado por si ella se
despertaba o por si estuviera sufriendo un mal sueño, la miró. Pero al ver que
simplemente se estaba volviendo a colocar buscando una postura cómoda para
seguir durmiendo, se sonrió. La miró dormir durante unos minutos. Tan
tranquila, tan bella, tan joven. El pelo le caía ligeramente por la cara
tapándola parcialmente uno de sus ojos y acariciándola la mejilla. Viéndola
así, durmiendo mientras él era incapaz de conciliar el sueño, la amaba. Supo
entonces que quería ver esa imagen siempre, no le importaba absolutamente nada,
la quería toda para él, para amarla, para hacerla suya, para acostarse con ella
cuando quisiera, para colmarla de regalos, matarla a besos. Sin embargo pese a
estar ahí tan cerca, a apenas un par de pasos de él, sabía que seguía muy
lejos, que quizá todo aquello no era más que una ilusión, muy real eso sí, pero
ilusión al fin y al cabo.
Para no seguir
pensando en eso y quitarse de la cabeza esas ideas destructivas que debería
intentar desterrar de sus pensamientos para siempre, volvió a mirar por la
ventana. Viena sí que no era una ilusión, estaba allí, con Anna, ya era el
último día del año, pocas horas de hecho quedaban para que empezara uno nuevo.
Miró a lo lejos, hacia las sombras del Palacio del Hofburg. Sin embargo Viena
no pudo evitar que en ese momento se acordara de la primera noche que pasó con
Anna, aquella noche llena de nervios, de dudas, de miedos. Aquella primera
noche en la que sus cuerpos se fundieron en uno solo al calor de la pasión
desatada.
No había podido
pegar ojo en toda la noche. Con los ojos como platos estuvo sin quitársela de
la mente. No podía borrar su bello rostro de sus retinas donde se había grabado
a fuego ardiente y de las que tardaría mucho tiempo en desaparecer. Muchas
noches había sufrido de insomnio, pero nunca, desde hacía muchos años había
estado sin dormir toda una noche. Sin embargo, a diferencia de todas esas
noches en las que el sueño le tardaba en llegar, en esta ocasión la razón no
era su pasado que no terminaba de poder olvidar, no eran tampoco sus fantasmas
presentes, ni tampoco el sentimiento de soledad que muchas veces terminaba
embargándole por completo. Esa noche había sido una mujer, una alegría inmensa
albergada en su pecho, la que no le había permitido dormir ni un solo segundo.
Estuvo toda la noche pensando únicamente en el día siguiente, en la cita que
tendría con ella, ahora ya más en serio, más formal, más como él quería que
fueran las cosas. Ni siquiera estuvo toda la noche tumbado en la cama. Era
imposible estar tranquilo. Mil posturas probó para intentar quedarse dormido y
que la noche avanzara más rápidamente: boca arriba, boca abajo, de cúbito
supino, en forma fetal, en diagonal, con una pierna fuera de las sábanas, con
las dos. También intentó recurrir a la lectura para cansarse y dormirse, y
también ese recurso le falló. Al final decidió irse a su despacho a sentarse en
su sillón de lectura, no a leer sino a pensar cómo se podría desarrollar el día
siguiente.
La mañana le
sorprendió destemplado. Al final se había quedado un poco traspuesto en el
sillón. Sobre el regazo tenía un libro que no recordaba haber cogido, y que no
estaba ni abierto. Al final de la noche había caído en una especie de
duermevela. Sin embargo era muy temprano, apenas entraba unos posos de claridad
por la ventana del despacho. Se acercó al ventanal y lo abrió. Salió la pequeña
terraza donde unas macetas intentaban dar un aire más rural a ese balcón
puramente urbano situado en una de las plazas más desconocidas de todo Madrid,
pero que respira historia y belleza por sus cuatro costados. El sol apenas
iluminaba la parte alta del campanario del monasterio de la Encarnación, cuando
de repente las campanas del mismo dieron las ocho de la mañana. El cielo estaba
totalmente despejado y mostraba esa tonalidad malva tan típica de los
amaneceres previos al invierno de Madrid. La mañana estaba fresca y él no
estaba muy adecuadamente vestido como para estar en el balcón a esa temprana
hora: su batín de dormir, la parte superior de un pijama, unos calzoncillos
holgados y unas zapatillas de andar por casa que ya iban necesitando un cambio
de aires.
Tras echar un
último vistazo a la plaza recién baldeada por los operarios del ayuntamiento,
pero todavía desierta, se volvió a meter en su despacho, cerró el ventanal y se
dirigió a su cuarto de baño para asearse un poco, lavarse la cara para quitarse
los últimos retazos del poco sueño que haya podido echar durante la noche y
vestirse con algo más de decencia. Desayunó bien. Tenía hambre. Suele suceder
que el sueño, el cansancio, el insomnio por razones buenas o malas, da igual,
lo que generan es hambre. Menos mal que tenía unos mantecados de almendra que
unos compañeros de trabajo le trajeron desde Segovia la semana anterior y de
los que ya quedaban pocos debido a la debilidad que tenía por ellos. Mientras
terminaba de desayunar volvió a recordar la razón que lo había mantenido toda
la noche en vela: ese día tenía una cita por la tarde para a cenar, hablar con
más tranquilidad, conocerse mejor en un ambiente diferente al del pub de la
noche anterior, y quién sabe si también para terminar subiendo a la casa de
ella y acabar la noche como el soñaba. Sólo de pensarlo le entró vértigo y el
estómago le dio un vuelco sonoro que casi hace que los mantecados que había
ingerido y disfrutado enormemente terminaran en forma de pasta biliosa sobre la
mesa de la cocina.
El día se le
planteaba largo. Recordó también que esa misma mañana, a pesar de ser sábado,
tenía un asunto que resolver en el trabajo. Para ello debía dirigirse a su
oficina en la editorial y hacer una serie de llamadas concernientes a los caprichos
de última hora de un escritor demasiado especial, exigente en palabras del
propio autor, que al lunes siguiente debía salir rumbo a Guadalajara, México a
presentar su última novela, pero que a última hora había decidido posponer un
día el viaje porque su perra estaba a punto de dar a luz y no quería perderse
por nada del mundo el alumbramiento de los cuatro cachorritos que estaba
esperando el pobre animalito. Por mucho que se le intentó convencer de que no
se podía cambiar una cita que se tenía planeada con más de un mes de
antelación, el escritor, que ya había salido en varias apuestas como el próximo
Premio Planeta y que se tenía más que creído su éxito, a pesar de que no era ni
de lejos de los autores de más prestigio de la editorial, sólo vendía mucho y
había gustado con una serie de novelas pretenciosas en exceso en las que se
combinan sexo, alcohol, dinero y asesinatos sórdidos, no entraba en razón y
amenazó con largarse de la editorial ya que, siempre según él, tenía
importantísimas ofertas de muy grandes y prestigiosas editoriales españolas y
de parte del extranjero.
Muchas veces pensó
que si el escritor supiera los malabarismos que en la editorial habían tenido
que hacer para que compartiera mesa con otros escritores, éstos sí de verdadero
prestigio y éxito real, menos ínfulas se daría. Pero los escritores que venden
son una mina de oro y en la editorial, a pesar de que desde el director general
hasta el último bedel lo detestaban, estaban más que convencidos en complacer
pese a todo a este escritor. Por todo esto esa mañana de sábado, sin haber
dormido absolutamente nada durante la noche y por un miserable caprichoso
escritor, él debía emplear la mañana en intentar convencer a sus socios de
México, y a sus compromisarios de que todos los actos con este escritor debían
posponerse un día. Sabía que no iba a ser fácil de por sí, y menos aún teniendo
en la cabeza una sola cosa: su cita de la tarde.
Al final no fue
tan fiero el tigre. Al llegar a la oficina se encontró con otros dos
compañeros, el jefe de prensa de la editorial y otro editor que como él estaban
encargados de llevar el asunto del viaje del escritor toca narices a México.
Estaban preocupados. Era un inconveniente de última hora que podía dar al
traste con el trabajo, los desvelos y los esfuerzos de varias personas durante
varios meses. Nada más verle llegar el jefe de prensa con su voz grave soltó
“si pillo a este escritor de mierda le suelto dos hostias, le mando a tomar por
culo y me quedo más a gusto que un arbusto”. Aunque a la hora de tratar con los
medios fuera la persona más cauta, paciente, comprensiva y educada de toda la
editorial; cuando estaba en privado y se sentía en confianza soltaba de vez en
cuando algún que otro exabrupto de este tipo lo que desconcertaba a muchos pero
que a él le hacía mucha gracia porque en su fuero interno estaba de acuerdo en
la mayoría de lo que decía aunque fuera políticamente incorrecto.
Sin perder tiempo
se pusieron los tres a mover los hilos y tocar los botones justos que
arreglaran el desaguisado que tenían sobre la mesa. Estaban solos en la sede de
la editorial, tres enormes plantas en uno de los edificios más bonitos de todo
Madrid en plena Plaza de la Independencia, cuyo alquiler costaba un ojo de la
cara. Tras varios intentos de dar con el susodicho escritor, al final lograron
que alguien respondiera al otro lado de la línea. Sin embargo no era el
escritor sino su secretario, un joven pretencioso, homosexual de esos que la
semana del orgullo desaparecen de la faz de la tierra para aparecer por Chueca
con una boa de plumas azules, verdes o rosas al cuello y mallas ajustadas que
nada dejaban a la imaginación. Con una voz que pretendía sonar grave, serie y
dura, dijo que Fulanito no podía ponerse al teléfono que estaba muy ocupado en
su nueva novela, en pleno proceso de creación. Los tres que estaban escuchando
la conversación a través del manos libres del teléfono de la oficina sabían que
era una mentira como una casa, pero se lo callaron. Intentaron ser comprensivos
al principio. Mediante halagos, piropos y buenas formas intentaron convencer al
secretario del escritor que era muy importante tratar con él el asunto del
viaje a México; de fondo se escuchó al mencionado escritor gritar, no de muy
buenas formas que no iba a ir que su perra lo necesitaba más que los malditos
mexicanos. El jefe de prensa se mordió los nudillos intentando evitar
prorrumpir en gritos e improperios que hubieran dado al traste con cualquier
negociación. Tras un tira y afloja que no llevaba a ninguna parte el
secretario, cansado como se le notaba de tener que estar un sábado en casa de
su jefe les dijo a los tres de la editorial que en un rato les volvería a
llamar, que hablaría con su jefe e intentaría convencerlo de que se pusiera al
teléfono. Ahí terminó la primera conversación.
Mientras esperaban
una llamada que todos sabía que era muy posible que no se fuera a producir, él
decidió llamar a la subdirectora de la editorial, que además era la encargada
de los asuntos de Sudamérica. La subdirectora cogió el teléfono rápidamente y
tras ponerla al día de lo que estaba pasando con el escritor rebelde, como
había empezado a llamarlo los tres que esa mañana estaban en la sede de Madrid,
él le contó el plan que se le había ocurrido mientras hablaba con ella. El plan
consistía en pasar a la acción, en ponerse borde y amenazar con rescindirle el
contrato, soltar lastre serían las palabras que utilizaría para darle aún menos
importancia y que el escritor rebelde viera que a lo mejor no era tan
importante como se creía. La subdirectora, una mujer de armas tomar que
rondaría los cuarenta y pico años, aunque nadie en la editorial sabía a ciencia
cierta cuál era su edad, estuvo de acuerdo con el plan, al que también añadió
un matiz y es que si el escritor pedía algo, aunque fuera una locura le dijeran
que sí, que se lo concedían, que luego sería ella la que rendiría cuentas con
él en privado. Al colgar, él pensó para sí mismo que no envidiaría para nada al
escritor rebelde en el momento de verse las caras con la subdirectora.
Comentó el plan
con sus compañeros y entre los tres decidieron que cuando volvieran a llamar,
si lo hacían, en primer lugar hablaría él, y si no se conseguía ningún avance,
sería el jefe de prensa quien tomaría las riendas de la conversación ciñéndose
al plan preestablecido, pero mostrando firmeza y transformándose en el jefe de
prensa que hay de puertas para adentro, cuando no hay que dar la cara en
público. Aunque en principio estaban confiados de que las cosas podrían acabar
bien y que todo se arreglaría, en el fondo él no las tenía todas consigo, y
presentía que sus dos compañeros tampoco.
Caronte.
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