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(Viene de la entrada anterior)
Todo salió como
deseaban. No fue fácil, ni tampoco se desarrollaron las cosas con tranquilidad
y calma. Había muchos nervios y tensión en el ambiente. La llamada del escritor
no llegaba y ya llevaban esperándola más de hora y media. El jefe de prensa se subía
por las paredes, estaba hecho un basilisco. Viéndole así él pensó que si
hubiera estado delante el escritor rebelde le hubiera soltado tal derechazo que
hubiera acabado en el hospital con la mandíbula rota. Menos mal que estaban en
la oficina y la conversación iba a ser por teléfono que si no cualquier cosa
podría haber pasado. Al final llegó la llamada. Sin presentaciones, ni
disculpas ni nada que se le pareciera, habló el escritor soltando el primer
exabrupto de la conversación pidiendo hablar con alguien que tuviera la
suficiente autoridad y estuviera a su nivel intelectual. Con ironía él le
respondió que por desgracia las mentes privilegiadas estaban descansando en
sábado y que en la oficina solo estaban los mediocres que trabajan para
malvivir. La conversación no es que siguiera por mejores derroteros. El
escritor siguió altivo, prepotente y arrogante, creyéndose una estrella de las
letras y soltando de vez en cuando fantásticos rumores de sillones en la RAE o
premios institucionales, que para ser sinceros ni eran ni iban a ser. Pero no
terminaba de entrar en razón. Seguía diciendo que no iba a ir a México a ver a
una panda de muertos de hambre que no saben apreciar su obra y que no entienden
sus novelas.
Viendo que habían
entrado en terreno pantanoso del que parecía imposible salir, el jefe de prensa
recibió la señal de pasar a la acción tal y como tenían previsto. Sin
preámbulos, sin untar mantequilla para suavizar el golpe, le soltó al escritor
que si no iba a México siguiendo los planes iniciales se le rescindiría el
contrato y se pasaría a llevar a juicio un viejo asunto de plagio que por
mediación del sobrino del fundador de la editorial que tenía buena mano en los
juzgados no había pasado de castaño oscuro. El escritor en un primer momento intentó
mantenerse en su altivez y arrogancia, amenazando a su vez a la editorial de
abuso de poder y explotación laboral. Ya no hubo medias tintas, la conversación
se convirtió en una trifulca de pub irlandés, con la diferencia de que no había
jarras de Guinness de por medio. En un momento dado todo pareció estar perdido.
El escritor profiriendo insultos, gritos e incongruencias, seguidas de cerca
por las soltadas por el jefe de prensa, colgó de malos modos. Todos se miraron
son seriedad. Él pensó que esto no entraba en sus planes, pero el jefe de
prensa que era unos años mayor que él y que llevaba más tiempo en la editorial
estaba tranquilo y sabía que todo estaba ya concluido para bien.
No se equivocaba
el jefe de prensa. No pasaron ni diez minutos, aunque fueron los diez minutos
más intensos y agónicos de su vida, cuando el teléfono volvió a sonar. En su
fuero interno él pensó que sería la subdirectora buscando noticias sobre cómo
se había desarrollado todo y cómo había acabado. Para su sorpresa era de nuevo
el escritor que, sin perder el tono de altivez en su voz, ya no parecía ni tan
arrogante, ni tan prepotente, más bien todo lo contrario. Sin gritos, sin
insultos y solo poniendo como condición para hablar que en la conversación no
participara el jefe de prensa, se retomó el diálogo. El escritor expuso una
serie de condiciones que como la subdirectora le había dicho, él aceptó con una
serie de regateos ficticios para que no olieran a gato encerrado. Al final el
rebelde escritor iría a México el día que estaba previsto de antemano, estaría
allí el tiempo acordado y asistiría a los actos programados. Al colgar los tres
se dieron un fuerte abrazo y se felicitaron por el éxito que parecía habían
conseguido. Él dio las gracias especialmente al jefe de prensa por su
actuación. El jefe de prensa por su parte rebajó el éxito de su intervención y
dijo que sin su plan nada hubiera salido bien. Tras las felicitaciones entre
ellos, él llamó a la subdirectora y le comunicó las buenas noticias. Todo había
acabado. Eran casi las dos de la tarde.
Dejada atrás la
sede de la editorial en la Plaza de la Independencia se metió a comer en un pub
irlandés no muy lejano donde alguna que otra vez había ido a tomarse algo y a
ver el ambiente sobre todo los días que había partidos de rugby pertenecientes
al torneo del Seis Naciones. Comió rápido, aunque para ser exactos comer lo que
se dice comer no comió mucho. A pesar de que lo normal después de una mañana de
nervios y tensión hubiera sido tener un hambre leonina, a él no se le quitaba
de la cabeza la cita que tenía esa tarde con Anna. En ese momento se acordó de
que la tenía que llamar para decirla que si también aparte de ir a cenar por la
noche la apetecía ir al teatro por la tarde y así pasar más tiempo juntos y
conocerse un poco mejor. Cogió el móvil y marcó su número que ya estaba
guardado en la memoria del mismo. Dio varios tonos antes de que la voz de ella
sonara clara al otro lado de la línea:
– ¿Sí dígame? –
Preguntó ella a la vieja usanza.
– Hola soy yo. –
Dijo él sin atreverse a añadir mucho más. De hecho tampoco es que supiera qué
más podía decir.
– Hola. No
esperaba tu llamada a estas horas. ¿Hemos quedado esta noche no? – Volvió a
preguntar ella notándosele en la voz algo de impaciencia y prisas por acabar la
conversación que a él no se le escaparon.
– Sí. Sí. Hemos
quedado esta noche. – Respondió él como responde un niño pequeño a una pregunta
cuya respuesta es más clara que el agua.
– ¿Quieres algo
entonces? – Siguió insistiendo ella.
– Sí. – Respondió
de nuevo él sin añadir nada más, paralizado de nuevo por una sensación que se
le agarraba al estómago y que hacía que su boca se transformada en una pasta
espesa que le impedía articular palabra.
– ¿Te ha vuelto a
comer la lengua el gato? – El tono de ella ahora ya no era apremiante, sino más
bien tierno, como una mujer que al ver a un niño pequeño le dice algo para que
éste la conteste.
– Perdona. Es que
estoy un poco nervioso por lo que quiero decirte.
– Pues suéltalo
que nos va a dar la hora de quedar y me tengo que arreglar.
– Es con respecto
a eso. ¿Te apetecería ir al teatro antes de cenar? – Ya estaba fuera la
pregunta. Había salido a trompicones como un misil. De hecho él no tenía muy
claro que ella la hubiera comprendido bien de lo rápido que lo había dicho.
– ¿Podrías
calmarte y repetirme más despacio la pregunta que no la he escuchado bien? –
Ella la había entendido perfectamente pero quería que él la repitiera para que
se tranquilizara y viera que no era tan difícil hacer una cosa así. Pese a ser
siete años más joven que él, ella estaba mucho más acostumbrada a estas
situaciones y sabía que él estaba muy nervioso.
– Sí, claro. – Lo
que se temía, había hablado muy rápido, movido por los nervios y algo de miedo.
– Me gustaría saber si te apetece ir esta tarde al teatro antes de cenar. He
pensado que podría estar bien, así nos podemos conocer algo mejor y compartimos
una velada algo más larga. Además es una obra de teatro de la que me han
hablado muy bien unos compañeros de trabajo. – Ahora, algo más calmado, él se
sorprendió de lo fluido que le había salido todo eso y que lo hubiera dicho sin
que le temblara la voz.
– Ves como no es
tan difícil. – Empezó a decir ella para que se terminara de calmar y para que
pudiera respirar un poco. – Me parece un buen plan. No es que haya ido mucho al
teatro así que no sé si me gustará.
– En principio
tampoco sé si me gustará a mí. Pero si no quisieras no pasa nada, tampoco te
quiero obligar a hacer algo que no te llame la atención. – Siguió él temiendo
que ella se echara atrás y que no saliera adelante el plan que tenía pensado.
– Sí que me
apetece, por supuesto. ¿Dónde es el teatro? – Preguntó ella sin rastro de
mentira en su voz, sino todo lo contrario entusiasmo.
– Pues es en el
Teatro Lara, en pleno centro. De todas maneras podemos quedar si quieres y no
sabes ir hasta allí, en la plaza de Callao que está a un paso del teatro.
– Pues sí. Casi
mejor porque no lo conozco. ¿A qué hora entonces quedamos?
– Pues la función
comienza a las ocho de la tarde. Te parece que quedemos en Callao a las siete y
media.
– ¿Tan cerca de la
hora de la función? – Preguntó ella entre sorprendida y escéptica.
– No te preocupes
por eso que llegamos de sobra. Además las entradas las llevaré ya compradas,
para no tener que esperar allí y que no haya.
– Confío en ti
entonces.
– Nos vemos
entonces luego ¿no?
– Sí luego nos
vemos. Un beso. Adiós.
Tras ese “adiós”
la voz de ella se apagó. La conversación ya había acabado, y si antes de
tenerla tenía más bien pocas ganas de comer nada, ahora tenía aún menos. El pub
no estaba lleno del todo pero había bastante gente. Sus pensamientos se
terminaron por perder entre el murmullo de los comensales y de los camareros.
Había conseguido quedar con ella antes para ir al teatro y todavía no se lo
creía. Estaba como flotando en una especie de nube. Pero también estaba
desconcertado porque sentía algo en su interior que nunca antes había
experimentado, una especie de miedo al fracaso, miedo a lo desconocido, miedo
al futuro y también nervios, muchos nervios. Comió sin gana alguna dejando más
de la mitad de la comida en el plato y pidiendo al camarero al terminar que se
la pudiera en un envase de aluminio para llevarse las sobras a casa para otro
momento. Salió del pub todavía un poco atolondrado, “y eso que no he bebido”,
pensó él. Se encaminó callé Alcalá abajo hacia su casa. Podría haber cogido un
autobús en Cibeles que le hubiera dejado al lado de su piso, pero prefería
caminar, así aclararía las ideas y su mente podría intentar vislumbrar qué es
lo que podría pasar esa tarde.
Las horas pasaron
rápidamente. Se duchó y se vistió y sobre las seis y media ya estaba preparado
para la cita. Pero todavía quedaba una hora. Ya tenía las entradas para la obra
de teatro, que había comprado por internet. Todo estaba preparado, pero no
quería salir de su casa todavía porque una hora esperando es mucho tiempo y más
si solo se piensa en la persona con la que se ha quedado. Se fue hasta su
despacho, se sentó en el sillón destinado a la lectura y esperó. Estuvo largos
minutos sin pensar, sin pronunciar palabra alguna, sin hacer absolutamente nada
salvo recorrer con la vista las estanterías llenas de libros, su escritorio
lleno de papeles y borradores de novelas de autores noveles, promesas de las
letras españolas o eso se creían ellos, meros intentos de empezar una carrera
dura y muy complicada en el mundo literario para él. No se consideraba un
editor duro. Leía siempre con entusiasmo todos los borradores de novelas que le
llegaban y emitía sin pensar en nada ni en nadie el juicio que la lectura le
generaba. Muchas veces chocaba con las ideas de los otros dos editores que
también leían el mismo borrador al mismo tiempo, pero no le importaba. Si una
novela le gustaba lo decía, pero si le desagradaba hasta tal punto que la había
terminado porque para eso le pagaban la burrada que le pagaban también lo
expresaba, aunque a veces pudiera sonar duro.
De un lado a otro
de su despacho iba viendo casi sin ver los objetos que adornaban paredes y
estanterías delante de los propios libros. Había muchas fotografías, sin
embargo en pocas salía él. No era algo que le gustara. Además siempre pensó que
era un poco triste, y quizá algo prepotente también, salir solo en una foto.
Triste porque mostraba soledad. Viajar siempre había sido una de sus pasiones.
Empezó a hacerlo con sus padres, pero llegó un momento en que hacerlo con ellos
pasó a ser casi un suplicio, no se divertía, no lo disfrutaba y se sentía raro
como encadenado a un destino del que quería librarse pero no sabía cómo hacerlo
sin hacer daño a sus padres, y eso era lo que menos quería. Pero empezó a
viajar solo y solo había hecho los mejores viajes de su vida, disfrutándolos
como disfrutaría un niño pequeño con su primer balón de fútbol o su primera
bicicleta. Pero viajar solo tenía una contrapartida importante: la vuelta.
Cuando empezaba a preparar un viaje siempre estaba entusiasmado por lo que
tenía que ver, visitar y conocer, y aquello que no merecía la pena. El propio
viaje era como una aventura, fuera donde fuera, desde la histórica y muy pía
Roma, hasta el salvaje Monte Kilimanjaro. Pero era la vuelta a casa, el final
del viaje, lo peor. Esa vuelta a su casa, subir en el ascensor hasta el tercer
piso del edificio donde vivía en la Plaza de la Encarnación, era una vuelta a
la cárcel después de una permiso de varios días. Deshacer la maleta, poner en
orden todo después de haber pasado un par de semanas fuera y colocar los
recuerdos del viaje en algún lugar de su casa le hacía sentir vacío. No había
nadie con quien compartir esas experiencias viajeras. Volvía a la soledad de su
vida.
Caronte.
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