viernes, 28 de agosto de 2015

El Vals del Emperador (XXXI)

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(Viene de la entrada anterior)

Todo salió como deseaban. No fue fácil, ni tampoco se desarrollaron las cosas con tranquilidad y calma. Había muchos nervios y tensión en el ambiente. La llamada del escritor no llegaba y ya llevaban esperándola más de hora y media. El jefe de prensa se subía por las paredes, estaba hecho un basilisco. Viéndole así él pensó que si hubiera estado delante el escritor rebelde le hubiera soltado tal derechazo que hubiera acabado en el hospital con la mandíbula rota. Menos mal que estaban en la oficina y la conversación iba a ser por teléfono que si no cualquier cosa podría haber pasado. Al final llegó la llamada. Sin presentaciones, ni disculpas ni nada que se le pareciera, habló el escritor soltando el primer exabrupto de la conversación pidiendo hablar con alguien que tuviera la suficiente autoridad y estuviera a su nivel intelectual. Con ironía él le respondió que por desgracia las mentes privilegiadas estaban descansando en sábado y que en la oficina solo estaban los mediocres que trabajan para malvivir. La conversación no es que siguiera por mejores derroteros. El escritor siguió altivo, prepotente y arrogante, creyéndose una estrella de las letras y soltando de vez en cuando fantásticos rumores de sillones en la RAE o premios institucionales, que para ser sinceros ni eran ni iban a ser. Pero no terminaba de entrar en razón. Seguía diciendo que no iba a ir a México a ver a una panda de muertos de hambre que no saben apreciar su obra y que no entienden sus novelas.

Viendo que habían entrado en terreno pantanoso del que parecía imposible salir, el jefe de prensa recibió la señal de pasar a la acción tal y como tenían previsto. Sin preámbulos, sin untar mantequilla para suavizar el golpe, le soltó al escritor que si no iba a México siguiendo los planes iniciales se le rescindiría el contrato y se pasaría a llevar a juicio un viejo asunto de plagio que por mediación del sobrino del fundador de la editorial que tenía buena mano en los juzgados no había pasado de castaño oscuro. El escritor en un primer momento intentó mantenerse en su altivez y arrogancia, amenazando a su vez a la editorial de abuso de poder y explotación laboral. Ya no hubo medias tintas, la conversación se convirtió en una trifulca de pub irlandés, con la diferencia de que no había jarras de Guinness de por medio. En un momento dado todo pareció estar perdido. El escritor profiriendo insultos, gritos e incongruencias, seguidas de cerca por las soltadas por el jefe de prensa, colgó de malos modos. Todos se miraron son seriedad. Él pensó que esto no entraba en sus planes, pero el jefe de prensa que era unos años mayor que él y que llevaba más tiempo en la editorial estaba tranquilo y sabía que todo estaba ya concluido para bien.

No se equivocaba el jefe de prensa. No pasaron ni diez minutos, aunque fueron los diez minutos más intensos y agónicos de su vida, cuando el teléfono volvió a sonar. En su fuero interno él pensó que sería la subdirectora buscando noticias sobre cómo se había desarrollado todo y cómo había acabado. Para su sorpresa era de nuevo el escritor que, sin perder el tono de altivez en su voz, ya no parecía ni tan arrogante, ni tan prepotente, más bien todo lo contrario. Sin gritos, sin insultos y solo poniendo como condición para hablar que en la conversación no participara el jefe de prensa, se retomó el diálogo. El escritor expuso una serie de condiciones que como la subdirectora le había dicho, él aceptó con una serie de regateos ficticios para que no olieran a gato encerrado. Al final el rebelde escritor iría a México el día que estaba previsto de antemano, estaría allí el tiempo acordado y asistiría a los actos programados. Al colgar los tres se dieron un fuerte abrazo y se felicitaron por el éxito que parecía habían conseguido. Él dio las gracias especialmente al jefe de prensa por su actuación. El jefe de prensa por su parte rebajó el éxito de su intervención y dijo que sin su plan nada hubiera salido bien. Tras las felicitaciones entre ellos, él llamó a la subdirectora y le comunicó las buenas noticias. Todo había acabado. Eran casi las dos de la tarde.

Dejada atrás la sede de la editorial en la Plaza de la Independencia se metió a comer en un pub irlandés no muy lejano donde alguna que otra vez había ido a tomarse algo y a ver el ambiente sobre todo los días que había partidos de rugby pertenecientes al torneo del Seis Naciones. Comió rápido, aunque para ser exactos comer lo que se dice comer no comió mucho. A pesar de que lo normal después de una mañana de nervios y tensión hubiera sido tener un hambre leonina, a él no se le quitaba de la cabeza la cita que tenía esa tarde con Anna. En ese momento se acordó de que la tenía que llamar para decirla que si también aparte de ir a cenar por la noche la apetecía ir al teatro por la tarde y así pasar más tiempo juntos y conocerse un poco mejor. Cogió el móvil y marcó su número que ya estaba guardado en la memoria del mismo. Dio varios tonos antes de que la voz de ella sonara clara al otro lado de la línea:

– ¿Sí dígame? – Preguntó ella a la vieja usanza.
– Hola soy yo. – Dijo él sin atreverse a añadir mucho más. De hecho tampoco es que supiera qué más podía decir.
– Hola. No esperaba tu llamada a estas horas. ¿Hemos quedado esta noche no? – Volvió a preguntar ella notándosele en la voz algo de impaciencia y prisas por acabar la conversación que a él no se le escaparon.
– Sí. Sí. Hemos quedado esta noche. – Respondió él como responde un niño pequeño a una pregunta cuya respuesta es más clara que el agua.
– ¿Quieres algo entonces? – Siguió insistiendo ella.
– Sí. – Respondió de nuevo él sin añadir nada más, paralizado de nuevo por una sensación que se le agarraba al estómago y que hacía que su boca se transformada en una pasta espesa que le impedía articular palabra.
– ¿Te ha vuelto a comer la lengua el gato? – El tono de ella ahora ya no era apremiante, sino más bien tierno, como una mujer que al ver a un niño pequeño le dice algo para que éste la conteste.
– Perdona. Es que estoy un poco nervioso por lo que quiero decirte.
– Pues suéltalo que nos va a dar la hora de quedar y me tengo que arreglar.
– Es con respecto a eso. ¿Te apetecería ir al teatro antes de cenar? – Ya estaba fuera la pregunta. Había salido a trompicones como un misil. De hecho él no tenía muy claro que ella la hubiera comprendido bien de lo rápido que lo había dicho.
– ¿Podrías calmarte y repetirme más despacio la pregunta que no la he escuchado bien? – Ella la había entendido perfectamente pero quería que él la repitiera para que se tranquilizara y viera que no era tan difícil hacer una cosa así. Pese a ser siete años más joven que él, ella estaba mucho más acostumbrada a estas situaciones y sabía que él estaba muy nervioso.
– Sí, claro. – Lo que se temía, había hablado muy rápido, movido por los nervios y algo de miedo. – Me gustaría saber si te apetece ir esta tarde al teatro antes de cenar. He pensado que podría estar bien, así nos podemos conocer algo mejor y compartimos una velada algo más larga. Además es una obra de teatro de la que me han hablado muy bien unos compañeros de trabajo. – Ahora, algo más calmado, él se sorprendió de lo fluido que le había salido todo eso y que lo hubiera dicho sin que le temblara la voz.
– Ves como no es tan difícil. – Empezó a decir ella para que se terminara de calmar y para que pudiera respirar un poco. – Me parece un buen plan. No es que haya ido mucho al teatro así que no sé si me gustará.
– En principio tampoco sé si me gustará a mí. Pero si no quisieras no pasa nada, tampoco te quiero obligar a hacer algo que no te llame la atención. – Siguió él temiendo que ella se echara atrás y que no saliera adelante el plan que tenía pensado.
– Sí que me apetece, por supuesto. ¿Dónde es el teatro? – Preguntó ella sin rastro de mentira en su voz, sino todo lo contrario entusiasmo.
– Pues es en el Teatro Lara, en pleno centro. De todas maneras podemos quedar si quieres y no sabes ir hasta allí, en la plaza de Callao que está a un paso del teatro.
– Pues sí. Casi mejor porque no lo conozco. ¿A qué hora entonces quedamos?
– Pues la función comienza a las ocho de la tarde. Te parece que quedemos en Callao a las siete y media.
– ¿Tan cerca de la hora de la función? – Preguntó ella entre sorprendida y escéptica.
– No te preocupes por eso que llegamos de sobra. Además las entradas las llevaré ya compradas, para no tener que esperar allí y que no haya.
– Confío en ti entonces.
– Nos vemos entonces luego ¿no?
– Sí luego nos vemos. Un beso. Adiós.

Tras ese “adiós” la voz de ella se apagó. La conversación ya había acabado, y si antes de tenerla tenía más bien pocas ganas de comer nada, ahora tenía aún menos. El pub no estaba lleno del todo pero había bastante gente. Sus pensamientos se terminaron por perder entre el murmullo de los comensales y de los camareros. Había conseguido quedar con ella antes para ir al teatro y todavía no se lo creía. Estaba como flotando en una especie de nube. Pero también estaba desconcertado porque sentía algo en su interior que nunca antes había experimentado, una especie de miedo al fracaso, miedo a lo desconocido, miedo al futuro y también nervios, muchos nervios. Comió sin gana alguna dejando más de la mitad de la comida en el plato y pidiendo al camarero al terminar que se la pudiera en un envase de aluminio para llevarse las sobras a casa para otro momento. Salió del pub todavía un poco atolondrado, “y eso que no he bebido”, pensó él. Se encaminó callé Alcalá abajo hacia su casa. Podría haber cogido un autobús en Cibeles que le hubiera dejado al lado de su piso, pero prefería caminar, así aclararía las ideas y su mente podría intentar vislumbrar qué es lo que podría pasar esa tarde.

Las horas pasaron rápidamente. Se duchó y se vistió y sobre las seis y media ya estaba preparado para la cita. Pero todavía quedaba una hora. Ya tenía las entradas para la obra de teatro, que había comprado por internet. Todo estaba preparado, pero no quería salir de su casa todavía porque una hora esperando es mucho tiempo y más si solo se piensa en la persona con la que se ha quedado. Se fue hasta su despacho, se sentó en el sillón destinado a la lectura y esperó. Estuvo largos minutos sin pensar, sin pronunciar palabra alguna, sin hacer absolutamente nada salvo recorrer con la vista las estanterías llenas de libros, su escritorio lleno de papeles y borradores de novelas de autores noveles, promesas de las letras españolas o eso se creían ellos, meros intentos de empezar una carrera dura y muy complicada en el mundo literario para él. No se consideraba un editor duro. Leía siempre con entusiasmo todos los borradores de novelas que le llegaban y emitía sin pensar en nada ni en nadie el juicio que la lectura le generaba. Muchas veces chocaba con las ideas de los otros dos editores que también leían el mismo borrador al mismo tiempo, pero no le importaba. Si una novela le gustaba lo decía, pero si le desagradaba hasta tal punto que la había terminado porque para eso le pagaban la burrada que le pagaban también lo expresaba, aunque a veces pudiera sonar duro.

De un lado a otro de su despacho iba viendo casi sin ver los objetos que adornaban paredes y estanterías delante de los propios libros. Había muchas fotografías, sin embargo en pocas salía él. No era algo que le gustara. Además siempre pensó que era un poco triste, y quizá algo prepotente también, salir solo en una foto. Triste porque mostraba soledad. Viajar siempre había sido una de sus pasiones. Empezó a hacerlo con sus padres, pero llegó un momento en que hacerlo con ellos pasó a ser casi un suplicio, no se divertía, no lo disfrutaba y se sentía raro como encadenado a un destino del que quería librarse pero no sabía cómo hacerlo sin hacer daño a sus padres, y eso era lo que menos quería. Pero empezó a viajar solo y solo había hecho los mejores viajes de su vida, disfrutándolos como disfrutaría un niño pequeño con su primer balón de fútbol o su primera bicicleta. Pero viajar solo tenía una contrapartida importante: la vuelta. Cuando empezaba a preparar un viaje siempre estaba entusiasmado por lo que tenía que ver, visitar y conocer, y aquello que no merecía la pena. El propio viaje era como una aventura, fuera donde fuera, desde la histórica y muy pía Roma, hasta el salvaje Monte Kilimanjaro. Pero era la vuelta a casa, el final del viaje, lo peor. Esa vuelta a su casa, subir en el ascensor hasta el tercer piso del edificio donde vivía en la Plaza de la Encarnación, era una vuelta a la cárcel después de una permiso de varios días. Deshacer la maleta, poner en orden todo después de haber pasado un par de semanas fuera y colocar los recuerdos del viaje en algún lugar de su casa le hacía sentir vacío. No había nadie con quien compartir esas experiencias viajeras. Volvía a la soledad de su vida.

Sólo había una fotografía en el despacho en la que aparecía él acompañado por otras personas. Era una fotografía muy antigua, de cuando tenía dieciocho o diecinueve años. Era en Toledo y en ella aparecía él junto a otros amigos. Fue uno de sus primeros “viajes”, si es que a una especie de excursión de un día se le puede llamar viaje. Esa foto representaba para él su pasado, un pasado del que no quería desprenderse por muy doloroso que en el presente pudiera ser. Cada vez que miraba esa foto no se veía a sí mismo, sino a su otro yo: una persona que en su día pensaba que era feliz, que iba en el camino de encontrar su hueco en el mundo con un buen grupo de amigos, con un círculo que le proporcionaba bienestar, felicidad, buenos momentos y apoyo en los malos tiempos. El tiempo jugó sus bazas también y terminó por hacer de esa fotografía una reliquia de un tiempo pasado que a veces él mismo pensaba que no había existido. Sin embargo todavía había una parte de él que al mirar esa fotografía, al ver las caras de las personas con las que está en ella, en el mirador de Toledo con la ciudad imperial detrás, coronada por el Alcázar reconstruido tras la sinrazón de la Guerra Civil que arrasó con la poca dignidad que a España le podía quedar y con los pocos brotes de civilización y cultura que pudiera haber en una sociedad supersticiosa que prefiere rezarle a una imagen de madera pintada para que las lluvias rieguen los campos y pueda haber así buenas cosechas, y con la torre gótica de la Catedral Primada elevándose al cielo como queriendo decir que no sólo en la tierra castellana manda el rey, sino también Dios; todavía al mirar esa fotografía sentía nostalgia de ese pasado. Nostalgia y culpa por no haber sabido mantener esa amistad, por no haber sabido conservar a esos amigos, por no haberlos sabido aprecias. Aunque también es cierto que otras veces mirar esa fotografía lo único que le traía a la memoria eran recuerdos de desplantes, y al corazón un sentimiento de decepción constante y muy fuerte.


Caronte.

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