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(Viene de la entrada anterior)
El letrero
luminoso del Hotel Sacher ya se veía cercano. La noche seguía muy fría, pero al
intenso y gélido ambiente invernal, ahora había que añadirle un desapacible viento
que silbaba entre los edificios, que acariciaba fachadas, tejados y aceras, y
se perdía callejeando hasta por el más angosto de los callejones de la vieja
Viena. El tiempo estaba cambiando. No se anunciaba placentero ni luminoso el
tiempo del último día del año que estaba a punto de comenzar, si no había
comenzado ya, porque ni Anna ni él sabían muy bien qué hora era, aunque intuían
que sería tarde, al menos para Viena. Por fin estaban de nuevo delante de la
fachada principal del hotel. Entraron al hall del Sacher llenando los pulmones
con el aire cálido y acogedor del hotel y se dirigieron hacia la recepción para
recoger la llave de su habitación que por comodidad habían dejado antes de
marcharse esa tarde a pasear por Viena.
Subieron en el
ascensor. Por el pasillo que les llevaba hasta su habitación Anna se iba
desabrochando poco a poco el abrigo que le había protegido del frío, en la mano
llevaba desde que habían entrado en el hotel los guantes, la bufanda y el
pequeño gorro de lana. Él por su parte iba un paso por delante de ella con la
tarjeta magnética en la mano para abrir la puerta, seguía con el abrigo
abrochado y la bufanda al cuello, los guantes sí los llevaba quitados y el
gorro ruso pendía de la mano que no llevaba la tarjeta. Antes de abrir la
puerta Anna se acercó a él y por la espalda le besó en el cuello y le mordió
ligeramente el lóbulo de su oreja derecha.
– Esta noche estoy
cansado Anna. Mucho hemos hablado. – Dijo él dejándola hacer pero poniendo algo
de distancia.
– No seas remolón.
– Le susurró ella al oído. – Siento haberte hecho hablar esta noche pero creo
que lo necesitabas. Quizá ahora no te des cuenta del peso que te has quitado de
encima pero mañana en frío lo notarás. Entiendo que no estés de humor esta
noche.
– Vamos.
Pasaron al
interior de la habitación. Hacía calor, quizá de más para el gusto de él,
aunque ella soltó una dulce expresión de comodidad. Dejaron sus ropas de abrigo
en las perchas y sobre los respaldos de los sillones. Una vez librados de los
abrigos, bufandas, guantes, gorros y demás, lo primero que hizo él fue
descalzarse y soltar un suspiro de alivio al notar de nuevo libres sus pies y
poder descansar al fin. Anna por su parte se dirigió al baño. Él siguió
desvistiéndose y preparándose para irse a la cama sin mucha ceremonia ni nada
por el estilo. Estaba realmente cansado y por mucho que hubiera deseado hacer
el amor con Anna esa noche no tenía la más mínima gana. Recordar todo lo que
había recordado de su paso por la universidad, el olvido de sus amigos de
clase, los desplantes que sintió, los que él mismo generó y por los que más se
culpaba al depender directamente de él, le estaban removiendo la conciencia. A
medida que hablada con Anna se le fue poniendo en el pecho una especie de
presión que por momentos parecía crecer hasta casi impedirle respirar con
normalidad. Ahora estaba más tranquilo aunque en su mente seguían presentes
multitud de recuerdos que habían vuelto a salir a la luz.
Se sentó en el
borde de la cama, en su lado. Dejó en la mesilla de noche las gafas de ver, la
cartera y la llave de la habitación. Se desabrochó el pantalón, quitándose el
cinturón y lanzándolo con malas formas, como queriendo descargar cierta rabia
contenida hacia sí mismo en ese gesto, hacia los sillones. Falló y el cinturón
calló en la moqueta a escasos centímetros de haber alcanzado el objetivo
principal. Viendo su fallo y falta de puntería, él resopló, aunque no se movió
del borde de la cama. También se desabotonó la camisa, o empezó a hacerlo,
porque de repente un cansancio supremo le invadió por completo. Dejó por
desabotonar tres botones, los más bajos de la camisa. Dejó al aire su pecho y
se recostó ligeramente sin terminar de vestirse sobre la cama. Apoyó la cabeza
en la almohada, subió la pierna izquierda al colchón y la otra la mantuvo en el
aire fuera de la cama. Extendió la mano izquierda sobre las sábanas y la
derecha la introdujo en la camisa para dejarla reposar sobre su pecho. Cerró
los ojos y se dispuso a descansar, a dejar que los malos recuerdos, o al menos
los más dolorosos se marcharan de su cabeza para que le dejaran descansar por
fin.
Anna salió del
baño sin apenas hacer ruido. Se había cambiado por completo. Llevaba en los
brazos la ropa que hasta hacía unos minutos le cubría el cuerpo, bien doblada.
Se había puesto un pequeño vestido de seda, muy ligero y tan pegado al cuerpo
que dejaba entrever todas sus formas y el ligero tono moreno de su piel. Con
los hombros al aire, el pelo suelto y las piernas con toda su belleza
mostrándose casi en toda su longitud debajo del vestido se dirigió a dejar la
ropa doblada ya sobre una de las cómodas cuando se dio cuenta de que él estaba
tumbado en la cama, sin haberse terminado de desvestir y con los ojos cerrados,
como durmiendo. Intentando no hacer ruido, o procurando hacer el mínimo posible,
se fue hacia la cama. Dejó la ropa en uno de los sofás y por su lado de la
cama, por donde no estaba él recostado, se subió a la misma. Con mucha
delicadeza se acercó a la cara de él y muy despacio le besó en la frente. Él al
notar los labios de ella sobre su cuerpo abrió los ojos y antes de que pudiera
decirla algo ella le besó en la boca y con sus manos terminó por desabotonarle
la camisa y le empezó a acariciar el pecho y a jugar ligeramente con el pelo de
su pecho. Él se dejaba hacer.
Poco a poco ella
fue bajando por su cuerpo dándole besos. Él se incorporó ligeramente para
quitarse la camisa del todo. Ella fue la que le quitó el pantalón. Una vez él
estuvo solo con los calzoncillos puestos ella se volvió a acercar a sus labios
para volver a besarlo, aunque esta segunda vez fue él quien se adelantó y
cogiéndola por la cabeza puso sus labios sobre los de ella y la besó con
pasión, casi con furia contenida. De golpe le salió todo el deseo que llevaba
dentro y lo único que quería hacer era hacerla el amor hasta desfallecer, hasta
que no le quedaran más fuerzas; quería hacerla suya como tantas veces antes lo
había hecho. La tumbó sobre la cama y se puso encima de ella con sus piernas a
ambos lados de su cuerpo. Bajando desde su boca por el cuello y luego por el
pecho empezó a acariciar su cuerpo por encima del vestido de seda. No llevaba
nada debajo de él, al notar esto casi con violencia se lo sacó por la cabeza y
la dejó completamente desnuda encima de la cama. Ambos se miraron y vieron cada
uno en los ojos del otro la llama de la pasión y el deseo, de la furia y el
sexo. Se dejaron llevar por la pasión e hicieron el amor una par de veces esa
noche con más violencia de la que ambos hubieran esperado pero disfrutando del
cuerpo del contrario como si no hubiera mañana, recorriendo con la lengua, los
dedos y la mirada todos y cada uno de los rincones de sus cuerpos. El sudor les
invadió la piel, el amor los corazones y la pasión sus cuerpos. Como animales
se amaron.
Tras hacer el amor
un par de veces y desgastarse a besos y caricias, Anna se durmió plácidamente.
Por su parte él no pudo conciliar el sueño. Lo intentó pero no llegaba, tenía
los ojos abiertos como platos y la mente activa como en un examen de
oposiciones. No dejaba de dar vueltas a las cosas, a su vida principalmente. No
podía quitarse de la cabeza que ese viaje con Anna a Viena apenas iba a durar
cuatro días y que después debería volver a la realidad de siempre, a estar en
su casa solo y pensando únicamente en llamar a Anna para quedar. Pero no solo
ese miedo a la rutina diaria sin nadie con quien compartirla le rondaba la
cabeza y llenaba todos sus pensamientos. De vez en cuando para dejar de pensar
en todo aquello que le provocaba ansiedad miraba cómo Anna dormía tranquila
ajena a todo su mundo interior. Allí tendida en la cama, tranquilamente
descansando, con la cabeza apoyada en la almohada y parte de su pelo
cubriéndole la cara, parecía una cría, una adolescente todavía sin
preocupaciones por la vida. Mirarla le tranquilizaba, le hacía sentirse bien,
notar a alguien a su lado haciéndole compañía, viviendo con él todo aquello
como si fueran una pareja era algo que siempre había deseado experimentar.
Pasaban las horas.
La noche seguía extendiendo su frío y oscuro manto sobre la ciudad de Viena, y
la luna paseaba por el firmamento iluminando la noche sideral. Él seguía sin
dormir, Anna ahora le abrazaba en sueños pasándole uno de sus brazos por encima
de su pecho como queriéndole retener para así evitar el miedo que una posible
pesadilla pudiera invadirla el corazón. Lo único malo que veía a esa situación
era que no podía moverse sin molestarla y sin evitar que pudiera despertarse
porque él quisiera moverse. No tenía sueño aunque estaba cansado, en ese
momento recordó no sin cierta nostalgia del pasado las palabras que su madre
siempre le decía cuando le pasaba eso cuando era un adolescente proclive a
tardar mucho tiempo en dormirse: “lo que no duermen los ojitos, descansan los
huesecitos”. Esa noche en Viena descubrió el verdadero significado de aquella
frase que con el tiempo pasó a ser simplemente una de esas “cosas de madre” que
terminan por ser muy pesadas y repetitivas y que se acaban por casi aborrecer.
No dormía pero no se sentía cansado. Si estuviera en Madrid, en su habitación,
en su cama, se levantaría e iría hacia su despacho-biblioteca, cogería un libro
y se volvería a la cama a leer un rato a esperar que el cansancio de la
actividad mental necesaria para comprender bien la lectura terminara por hacer
su efecto y le provocara el sueño tan buscado y necesario. Pero no estaba en
Madrid sino en Viena a miles de kilómetros de distancias, y tampoco tenía allí
ningún libro que leer a la espera de que Morfeo quisiera agraciarle con sus
polvos de la noche de los tiempos.
Sin libro que
leer, sin posibilidad de moverse de la cama debido al abrazo de Anna, que
seguía durmiendo tranquila y bella, no le quedaba otra que esperar a que el
cuerpo dijera basta y sucumbiera a todas las emociones de aquel primer día en
Viena. Pero el cuerpo a veces no actúa como desearíamos y por muy cansados que
creamos que estamos y por mucho que deseemos caer en un profundo sueño que nos
sumerja en la noche y nos conduzca plácidamente, sin apenas notarlo, hasta un
nuevo día, estamos a disposición de lo que nuestro organismo nos dicte. Esa
noche su organismo no le hacía dormir. Su mente estaba totalmente activa,
recordando, añorando, planeando el futuro, intentando entender el pasado, pero
ante todo impidiéndole dormir.
Aunque a todo esto
él ya estaba bastante acostumbrado. No era la primera vez, ni probablemente
sería la última, que le costara conciliar el sueño. Desde hacía años,
prácticamente desde que comenzó la universidad, hace ya casi veinte, y salieron
a la luz todos esos problemas que él pensaba sepultados bajo una gran losa de
personalidad propia, las noches eran el peor momento del día, porque a pesar de
lo que hubiera sido normal en cualquier persona que por la noche se relaja y
simplemente se deja caer en brazos de Morfeo y sus esbirros, él por el
contrario empezaba a darle vueltas a su vida, y a amargarse, y a llenarse de
odio hacia sí mismo, hacia los demás, hacia sus amigos que nada de culpa tenían
por nada, y hacia sus padres que siempre estaban ahí para cualquier dificultad,
apoyándole de manera incondicional. Pero ese odio durante tanto años acumulado
parecía empezar a salir.
Anna había
conseguido que por primera vez en años hablara de todo aquel pasado que le
atormentaba en silencio, en privado, y con ello había conseguido empezar a
purgar ese odio, ese rencor enquistado en su alma. Para su sorpresa también se
dio cuenta de que todo ello salía con mayor facilidad de la que se imaginaba.
Había sido doloroso recordar todo aquello, pero una vez sacado a la luz,
expuesto como se expone un cuerpo ya cadáver en la mesa fría de aluminio bajo
una luz mortecina y blanca de una sala de autopsias, el dolor no era tanto y la
presión en su pecho había disminuido. Todavía quedaban muchos flecos sueltos,
muchos nudos fuertemente atados que impedían a la cuerda de su vida deslizarse
con normalidad por el tiempo. Estaba dispuesto a deshacer esos nudos aunque le
costara mucho dolor y enfrentarse a sus miedos, a su pasado y al su propio
fantasma, ese que algunas veces se le aparece y con el que habla durante horas
en un diálogo de sordos interminable en el que siempre sale perdiendo él,
sentenciado como culpable en el juicio de su vida, condenado por el más
implacable de los jueces: él mismo.
Dando vueltas a
estos pensamientos el tiempo se deslizaba lentamente. Las manecillas del reloj
que se veía en el pasillo de entrada a la habitación marcaban poco más de las
dos y media de la mañana. Para él bien podrían haber sido las cuatro o las
cinco. Pero no. El tiempo va despacio cuando no dormimos y queremos que acelere
su marcha, y sin embargo vuela en los momentos más inoportunos, cuando
descansamos durmiendo profundamente o cuando queremos que su marcha se asemeje
al lento deslizar de un caracol por el verde césped tras una tarde de lluvia de
otoño. De repente Anna se giró en la cama. Su brazo dejó de abrazarle. Por fin
quedaba libre de su abrazo nocturno. Sin hacer mucho ruido, muy plácidamente,
como hasta ahora estaba durmiendo, Anna se giró hacia la ventana a mirar a
través de sus sueños las calles de una Viena también sonámbula. Él, liberado
simbólicamente de su apresamiento, sabiendo que en la cama lo único que iba a
hacer era dar vueltas y molestarla a ella, produciendo incluso su despertar,
decidió levantarse. Intentando no hacer ruido, sigiloso como lo sería un jaguar
en la jungla, se puso su batín de invierno, se calzó las zapatillas de dormir y
se fue hacia la ventana.
Caronte.
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