jueves, 19 de marzo de 2015

El Vals del Emperador (X)

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(continúa de la entrada anterior)

– Sin lugar a dudas, las tres tan bellas como su madre – prosiguió Javier – y tan viajeras como el padre, ya que ninguna de ellas vive en Viena. Es más, las tres a día de hoy viven en España, dos en Madrid y la tercera en Toledo. Pero ahora voy a ello. Ya termino. Espero que no les haya molestado, ni aburrido mucho.
>> Mis hijas fueron poco a poco creciendo como he dicho. Llegó un momento en que la mayor, María, entró en la universidad, a estudiar Historia también, y como se madre hacía ya muchos años decidió venir un año a estudiar a España, a Madrid también. Fue duro tenerla todo un año lejos. Pero también sirvió para que el resto hiciéramos nuestro primer viaje juntos a Madrid. Fue algo muy emocionante. Mi hermano y su pareja, Rubén, nos recibieron con los brazos abiertos, muy contentos de ser ellos los anfitriones en vez de nosotros. Mi hija María también se pudo muy contenta, y como su madre también ella era muy llorona y cada dos por tres se ponía a llorar. La despedida antes de volvernos a Viena fue igualmente dura y ahí todos lloramos. A mis otras dos hijas Madrid las cautivó, y su tío, mi hermano las dijo que si querían ir serían bien recibidas siempre y que siempre tendrían una cama dispuesta para ellas. En aquel momento no di demasiada importancia a las palabras de mi hermano, en el fondo son las palabras que cualquier tío haría a sus sobrinas.
>> Los años seguían pasando tanto Claudia, como Olivia, también entraron en la universidad. La primera eligió Derecho y la segunda Farmacia. Las dos también decidieron marcharse un año a estudiar a Madrid. Aquellas estancias universitarias terminaron por hacer crecer sus lazos de sangre con España, y especialmente con Madrid. Por mi parte, yo cada vez me sentía más cómodo dando clase, hasta me animé a pedir plaza en uno de los institutos más prestigiosos de Viena; plaza que tras una serie de entrevistas y pruebas terminé consiguiendo, con lo que parecía que mi vida en Viena se terminaba de asentar por completo.
>> Pero no todo podían ser buenas noticias. Estando mi hija pequeña en Madrid terminando su último curso de Farmacia, mi suegra falleció. Murió durante la noche en casa de uno de mis cuñados. No sufrió, simplemente entró en un sueño eterno, quedó dormida para siempre. Fue una muerte dulce, y feliz. Hannah, aunque llena de dolor por la pérdida de su madre, no sufrió tanto como cuando murió mi suegro. Ilsa había vivido mucho, murió con casi cien años, si no recuerdo mal tenía 96 cuando falleció. Había disfrutado de la vida, de sus cuatro hijos, de sus nietos, y sobre todo de sus nietas a las que siempre consideró las niñas de sus ojos. Yo sentí mucho la muerte de mi suegra porque a pesar de que cuando la conocí fue algo fría conmigo por ser yo un extranjero que le había robado a su hija, al final fue la persona más cariñosa del mundo, y tras la muerte de mi madre siempre se portó conmigo estupendamente, demostrándome un cariño que yo pensaba que un austríaco, con lo fríos que parecen, pudiera demostrar.
>> No sé que tendrá España, o mejor dicho Madrid, pero todas mis hijas nada más volver de su estancia universitaria en la capital de España nos decían a su madre y a mí que querían trabajar allí, que les atraía más Madrid que Viena. Es cierto que en esa época Madrid atraía a mucha gente joven de toda Europa, era algo moderno y también por qué no decirlo, algo extravagante y exótico, muy diferente a lo que Centroeuropa podría ofrecerlas. Pero no sólo eso. Mis dos hijas mayores volvieron de Madrid enamoradas: la mayor de un español, por lo que se repetía la historia de nuevo; y la mediana de un francés que también había ido a España a estudiar un año. Es curioso como el amor lo cambia, lo destruye y lo crea todo de la nada, nos modifica y nos hiere, nos hace felices y nos trastorna. La pequeña sin embargo no vino de Madrid enamorada, sino que vino deseando dejar Austria, y el frío clima europeo. Olivia sólo quería dejar Viena y ver mundo, y así lo hizo. Es de mis tres princesas la que más espíritu español ha sacado, incluso más que yo; es también la que menos hija mía parece.
>> A mí me costó mucho asumir que mis tres hijas querían volar del nido tan rápido, sin apenas haberlas disfrutado, o al menos esa era la sensación que tenía y que supongo tenemos todos los padres. No quería que mis hijas se marcharan lejos de su madre y de mí, dejándonos solos en un país que en el fondo seguía sin ser el mío. Pero tuve que aceptarlo. Es la vida, y en el fondo es algo que yo también hice. Aunque como suele pasar todos recordamos únicamente lo que queremos, y muchas veces adaptamos esos recuerdos a lo que nos conviene con tal de sentirnos felices y con la razón siempre.
>> Mis hijas se marcharon de casa. Empezaron a vivir su vida y a crear su propia familia. La mayor se fue a vivir directamente a Madrid y allí sigue dando clases de Historia en el Instituto de San Isidro, ¿no sé si lo conocen?, supongo que sí porque es de los más prestigiosos. La mediana primero se marchó a Francia con su pareja, Henry, que resultó ser un francés atípico ya que estaba enamorado de España y soñaba con vivir allí algún día. En París vivieron un par de años trabajando en el bufete del padre de Henry, pero al final el que terminaría convirtiéndose en mi yerno tuvo una bronca muy grande con su padre, su madre murió siendo él pequeño, y se marchó con mi hija a Madrid donde a ella la acababan de contratar en Garrigues. Ahora los dos siguen viviendo en Madrid y trabajando como asociados de ese bufete.
>> Por su parte mi hija pequeña, la más vividora y soñadora de las tres, tras acabar su carrera decidió irse a África a ayudar en todo lo que pudiera. Se enroló en Médicos Sin Fronteras y estuvo varios años viajando por varios países de África y Centroamérica ayudando a fundar hospitales y farmacias con lo que tenían a mano. En uno de esos viajes conoció al que hoy en día es su marido y mi yerno, Pablo, un cirujano neurólogo que también colaboraba con Médicos Sin Fronteras. Al final sentaron algo la cabeza y en vez de tirarse todo el año viajando de un país a otro sin una estabilidad personal adecuada, y quizá también influenciados por que mi hija me iba a dar a mis primeros nietos, dos gemelos más traviesos que y revoltosos que una lagartija, se compraron una casa en Toledo, de donde era Pablo, y allí viven. En verano se suelen ir un mes o dos con Médicos Sin Fronteras a seguir ayudando por los mundos de Dios olvidados por los hombres, con lo que soy yo y sus otros abuelos los que nos encargamos de cuidar de sus hijos, cosa que por otro lado hago totalmente encantado de la vida.
– No me extraña entonces que viaje tanto entre Viena y Madrid, si tiene toda su vida aquí: a sus hijas y nietos. – Dijo él sonriéndole y mostrando bastante admiración en su tono de voz. Admiración por una persona que había vivido mucho y que tenía una vida llena de emociones y vivencias.
– La verdad es que sí, Javier, de otra cosa no pero de tener una vida movidita y emocionante no se podrá quejar. No sé si yo sería tan valiente como ha sido usted en su vida. – Dijo ella, también asombrada por la complejidad de la vida del señor mayor que tan poca cosa parecía por su aspecto.
– No puedo quejarme de haber tenido una vida tan movidita, como usted bien dice señorita. Y tampoco de que haya sido emocionante. Pero puedo asegurarla que aunque no cambiaría ni un solo instante de lo que he vivido junto a mi mujer y mis hijas, incluso junto a mi familia política, si les digo que siempre hubo momentos en que esa vida me dio más de un disgusto y más de una preocupación. Muchas veces sentí miedo por mis hijas: por no saber si lo que me decían a través del teléfono, a mí o a su madre, era toda la verdad; si detrás de esas voces de ilusión no se escondía algún problema oculto que no nos querían decir para no hacernos sufrir.
>> Pero con el tiempo, ese maldito embrujo que tiene condenada a toda la humanidad desde el mismo momento en el que nacemos. Ese tiempo equiparador que iguala al rico y al pobre, al guapo y el feo, al tímido y al extrovertido, a todos en definitiva acabando con nuestra vida y haciendo que nos convirtamos no ya en polvo, sino en un recuerdo que siempre acaba siendo olvidado. Ese tiempo terminó por eliminar esos temores. Bueno el tiempo y mi hermano que como un espía infiltrado en terreno enemigo nos contaba a Hannah y a mí cómo iban de verdad las cosas. Nunca supe cómo hacía mi hermano para enterarse de todos los pormenores de la vida de sus sobrinas, pero lo hacía y cada vez que pasaba algo más o menos serio nos lo comunicaba. Mi tío fue un padre para mis hijas, el padre que yo no pude ser por la distancia obvia que hay entre Madrid y Viena, un padre que las cuidada y las aconsejaba, no siempre por el buen camino, ya que estoy seguro que fue él y su pareja quienes incitaron a mis hijas a quedarse en Madrid y disfrutar de esa vida mucho menos estricta y fría que Viena por aquel entonces las podía ofrecer. En cierto modo fue mi hermano quien las metió en la sangre su amor por España y sacó su parte más española, durante muchos años dormida a causa del temperamento austríaco donde se habían criado.
>> Una pena que muriera antes de lo que esperado, pero quien puede esperar nunca a la muerte si nuestra fecha de caducidad la llevamos en algún lugar impresa aunque no sepamos donde. Pero así son las cosas. Curiosamente las que más sintieron la muerte de mi hermano fueron mis hijas que a día de hoy siguen llevando flores a su tumba en el aniversario de su fallecimiento. ¡Pero qué le vamos a hacer!
– Sentimos también la muerte de su hermano Javier. – Dijo ella hablando en este caso por los dos, mientras volvía a cogerle de la mano y a guardarla entre las suyas.
– Gracias. Es también otra de las cosas que han jalonado mi vida: la muerte. Aunque supongo que no más que en sus propias vidas. En el fondo en eso consiste la vida: en vivir, ver vivir, ver morir y morir uno mismo. Es cierto que he enterrado a muchas personas queridas, pero lo más duro no es eso, sino verlas morir agonizando, sufriendo a lo largo de una enfermedad que va quitando poco a poco la vida de una persona, alargando injusta e inhumanamente la agonía y el final. Por desgracia también tuve que vivir esto último.

En ese momento Javier se detuvo. No podía hablar. Parecía que un nudo se le hubiera agarrado en la garganta e impidiera que ningún sonido saliera de sus cuerdas vocales. Estaba afectado. Cerró los ojos y bajó un poco la cabeza de manera prácticamente imperceptible para sus compañeros de vuelo. Respiró hondo y muchos recuerdos se le pasaron por delante de sus retinas, formando en la negra espesura en la que nos sumergimos cada vez que bajamos nuestros párpados nítidas imágenes de su mujer, de su vida en común: del día en que la conoció; de su primera vez con ella; el abrazo que le sumergió en su cuerpo en día del funeral de su madre en el cementerio de La Almudena; la nacimiento de sus tres hijas; su mujer llorando desconsoladamente abrazada a su madre el día del funeral de su padre. Pero Javier no paró por eso que ya había contado. Paró por el dolor que sabía le iba a traer de nuevo el recuerdo de su mujer y de sus último días junto a ella.

– ¿Se encuentra bien Javier? – Preguntó el con preocupación mirando al caballero de blanca cabellera, preguntándose qué sería aquello que tanto trastorno parecía haberle provocado en un abrir y cerrar de ojos.
– ¿Necesita que llamemos a la azafata? ¿Quiere un poco de agua? – Preguntó también ella, que al estar sentada a su lado pasó su mano por el hombro del viejo intentando calmarle, darle calor humano, haciendo que se sintiera reconfortado y acompañado.
Caronte.

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