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Cuando el avión se
colocó en la pista para iniciar la maniobra de despegue, ella, que a pesar de
que no tenía miedo a volar sí se ponía algo más nerviosa de la cuenta en esos
momentos, le cogió de la mano. Él sabiendo que a ella esto la tranquilizaba se
dejó hacer. El avión empezó a acelerar, sus cuerpos se pegaron a los asientos:
él no dejaba de mirar por la ventanilla disfrutando de esa sensación de
velocidad de la que pocas veces podía disfrutar y que desde la primera vez que
montó en avión le fascinó a pesar de que por ejemplo a su padre siempre le
causaba bastante malestar y le hacía permanecer muy callado y quieto, con la
cabeza pegada al respaldo y con los ojos cerrados durante un buen rato, incluso
cuando el avión ya estaba en el aire a merced únicamente del viento; ella por
el contrario, y al igual que hacía su padre, echó la cabeza hacia atrás y la
apoyó en el asiento, se llevó la mano de él hacia su vientre y allí la mantuvo
apretada un buen rato, sin hacerle daño, sin pasarse con la presión. Él sentía
su calor y hubiera estado así todo el tiempo que hubiera sido necesario, hasta
el último momento de su existencia.
Poco a poco el
avión se fue elevando, y casi sin darse cuenta se encontraban ya a muchos pies
de altura sobrevolando la zona norte de la Comunidad de Madrid, alejándose por
segundos de su casa. Al ir sentado en el lado izquierdo del avión pudo
contemplar, como un crío miraría los peces y los tiburones de un acuario
gigante, las montañas de la sierra madrileña. Esas mismas montañas que habían
podido ver desde la propia Terminal 4 del Adolfo Suárez, a través de los
inmensos ventanales del edificio, sentados en una de las cafeterías. Ahora las
estaban sobrevolando a bastante altura, con lo que parecían apenas unas
pequeñas colinas, no más altas que las que rodeaban su pueblo y que él sigue
manteniendo intactas en sus recuerdos.
Una vez el avión
hubo estabilizado su rumbo y las azafatas empezaron a pasear por el pasillo
preguntando su alguien necesitaba algo, ella le soltó la mano.
– Si quieres
puedes seguir cogiéndome la mano, no tengo ningún problema. – Le dijo él
mirándola de manera tierna, sabiendo que no lo pasaba muy bien al despegar.
– No te preocupes,
te la devuelvo. Simplemente pasa que cada vez que vuelo a la hora de despegar y
aterrizar siento como si el estómago quisiera salirme por la boca. Cada vez que
vuelo solo tengo que tomarme unas pastillas para relajarme un poco. Pero
contigo prefiero cogerte de la mano. – Dijo ella sonriéndole tímidamente como
si estuviera avergonzada por algo.
– Ya sé que te
pones un poco nerviosa en el despegue. No te preocupes, mi mano estará siempre
ahí cuando la necesites. – Dijo cogiendo ahora él la mano de ella entre las
suyas y llevándosela a la boca para besarla.
Todavía tenían por
delante un viaje relativamente largo, unas dos horas y media de vuelo en las
que sin darse mucha cuenta atravesaría varios países de Europa, y dependiendo
de la ruta que siguiera el piloto, o le obligaran a seguir podrían incluso
sobrevolar el mar Mediterráneo. Siempre le había gustado volar. En ningún
momento sintió miedo, o aprehensión a los aviones, más bien todo lo contrario:
cada vez que se aproximaba la fecha de un viaje en avión se emocionaba como lo
hacía cuando era adolescente. El único vértigo que sentía fue el mismo que
había sentido aquella mañana y el día anterior en su casa: una especie de miedo
y reticencia a volar, como unos nervios escénicos a algo desconocido, a
alejarse de su casa y su vida. Pero era un miedo que se le pasaba pronto, nada
más subir al avión, y más aquel día que no iba sólo sino con la mujer que se
había metido en su vida hacía más de dos años y que se instaló, desde el primer
instante en que la vio, en su corazón.
Volar siempre le
producía emoción y sobre todo el despegue y el aterrizaje, es decir, aquello
que más suele temer la gente y menos suele gustar. El primer recuerdo que tenía
de haber ido en avión es de cuando tenía unos quince años. Aquella primera vez
que recuerda fue el inicio del primer viaje al extranjero que hizo en su vida,
ni más ni menos que a Estambul, la vieja e histórica Bizancio o Constantinopla.
Fue un viaje que se le quedó grabado en la memoria y que nunca ha olvidado. De
aquellos días que pasó a caballo entre Europa y Asia, en el extremo oriental
del Mediterráneo, los recuerda a la perfección, todos y cada uno. Recuerda
perfectamente el perfil lleno de alminares de la ciudad otomana vistos desde el
Bósforo a bordo de una de esas barcazas preparadas para turistas. Todavía hoy
es capaz de cerrar los ojos y ver la increíble puesta de sol que se da por
aquellas tierras; un sol que en su caída al infinito arrojaba sobre los tejados
de piedra y ladrillo y las fachadas de la ciudad una luz dorada que hacía que
uno viajara muchos siglos en el tiempo a la época de las princesas otomanas, de
los príncipes con babuchas. Podía incluso oír si prestaba atención los cantos
de los muecines arrojados desde los altavoces de las mezquitas; y podía también
oler todos los aromas que desprendían los cientos de puestos del Gran Bazar.
Los días que pasó con sus padres en Estambul están entre los mejores de su
vida, pero ahora cada vez que los invoca su recuerdo le producen una extraña
sensación mezcla de melancolía, tristeza y rencor ahogado. Cada vez que vuelve
a Estambul lo hace no a la ciudad que es hoy en día, sino a la ciudad que pisó
cuando tenía quince años y que tanto le impresionó, a las calles que pisó en su
día. Mezquitas, muesos, palacios, paseos a orilla del Bósforo, los puentes que
unen Europa y Asia, calles llenas de gente, turcos con bigote infinito, turcas
con sus melenas castañas al viento, y turcas con velo, el Gran Bazar con sus
puestos, el regateo. Todo aquello supuso su primer viaje en avión, o al menos
el primero que recuerda.
Sin embargo
Estambul no fue su primera vez en avión. En todo caso fue su primera segunda
vez. El problema está en que de la primera vez, de ese verdadero primer viaje
en avión no recuerda lo más mínimo. Su primer viaje en avió lo hizo a las Islas
Canarias, ese territorio español envidiado y codiciado por jubilados ingleses,
alemanes y europeos en general que disfruta todo el año de un clima envidiable.
Tenía entonces unos dos años, más o menos, o eso es lo que recuerda de lo que
le contaban sus padres. Fue un viaje del que no recuerda absolutamente nada. Lo
que sabe del mismo es gracias a lo que atestiguan las fotos que tiene guardadas
en un álbum que está cogiendo polvo en lo más alto de una estantería en su
despacho. Sin embargo en aquel viaje pasó de todo lo indeseable que podía
pasar. Para empezar en el avión había overbooking, y las plazas asignadas a sus
padres y a él mismo estaban cada una en una punta del avión. Al darse cuenta de
esta circunstancia su madre llamó a una de las azafatas de la compañía aérea y
le dijo lo que pasaba amenazando con impedir que el avión despegara si no iba
con su hijo. Al final su madre pudo ir junto a él gracias a que un señor le
cedió el sitio. Todo el revuelo que se montó llegó a oídos del capital de la
nave que para compensarles les hizo pasar un rato a la cabina y ver cómo era.
Muchas veces pensó que era una pena que no se acordara que una vez estuvo en la
cabina de mandos de una avión incitado por el piloto, lo que habría podido
fardar en el colegio y con sus amigos. Una buena anécdota hubiera sido. Así
como también hubiera sido estupendo que hubiera podido recordar que durante
todo el viaje, o al menos es lo que su madre siempre le contó, las azafatas le
estuvieron regalando “sugus” y caramelos, tratándole como un verdadero
príncipe.
Aquel a Lanzarote
sí que fue su primer vuelo en avión y no el de Estambul. A pesar de todo ello,
desde que retomó el gusto por el avión un hubo año que no se hiciera algún
viaje al extranjero que conllevara tomar un avión. Tras Estambul fueron las
grandes capitales de Europa: Londres, París y Roma; luego cambiaron un poco e
hicieron un viaje algo diferente viajando a Escocia y visitando todo el país en
coche. Los últimos viajes al extranjero que hizo con sus padres fueron a
Bélgica y a Viena, tras los cuales y teniendo ya veintitrés años decidió que no
quería seguir yéndose con ellos de vacaciones. Fue una decisión meditada a
medias, más bien fue un impulso que poco a poco fue ganando fuerza hasta que
terminó por salir a la luz. Se cansó de ir con sus padres, consideraba que ya
no tenía edad para que de forma habitual fueran sus padres sus compañeros de
viajes y salidas por Madrid.
No cambió a sus
padres por nadie. No tenía novia y los amigos que se supone tenía tampoco
fueron de mucha ayuda, al menos de manera habitual. Sí es cierto que de los
mejores viajes que hizo fueron a Zahara de los Atunes durante una semana con
unos amigos de la universidad en verano; y otro a los Picos de Europa a finales
del invierno. Con mucho cariño, melancolía y cierta tristeza también recuerda
los días que pasó en casa de un viejo amigo en Andalucía, junto con otros
amigos de la carrera. Pero esos días era escasos y efímeros, y hacia el final
de sus estudios universitarios decidió que o salía solo o se amargaba en casa.
Se decidió por lo primero. Al principio salir solo no es que fuera de lo más
reconfortante de su vida, pero a medida que se sucedían los viajes, primero por
España y a ciudades cercanas a Madrid a las que iba a pasar un fin de semana;
luego a ciudades y regiones que siempre quiso visitar; y ya por último a varias
ciudades extranjeras, se fue dando cuenta que le gustaba viajar sólo, que no
era tan malo como le había parecido en los primeros viajes. Esto no quita para
que en todos los viajes que hiciera no echara en falta compañía, no sólo de una
chica, de su pareja, sino también de algún amigo. Pero vinieron así dadas y
tuvo que hacerse a la situación.
Ahora mientras
volaba junto a la mujer a la que amaba, la más hermosa del mundo para él, se
sentía muy dichoso. Por el cansancio, o simplemente por reponer fuerzas ella se
había recostado un poco en el asiento y había apoyado la cabeza en su hombro.
Todavía recuerda la primera vez que le pasó esto mismo, tendría poco más de
veinte años. Aquella vez la chica que se apoyó en su hombro como si se tratara
de una almohada de plumas era una simple amiga, aunque no negaría nunca que
hubo un tiempo cuando la conoció que le gustó mucho y que hubiera deseado que
no hubiera tenido novio. Pero tenía muy mal ojo clínico y todas la chicas que
le gustaron mucho durante su juventud tenían novio, o eso o no terminaba nunca
de echarle las agallas suficientes como para mostrar abiertamente a una chica
que le gustaba.
Mientras ella
tenía su cabeza apoyada en su hombro él miraba por la ventana. Siempre le había
gustado asomarse a las ventanas de los aviones y ver el mundo como sólo le ven
los dioses. Ver esas extensiones vastas de tierra y mar le producía una
sensación de dominación absoluta que le hacía sentir grande, como un ser
abstracto al que nada le afecta y todo lo puede. Un ser muy lejano a lo que en
el fondo él era. Vio pasar los Pirineos con todas sus cumbres heladas. Viendo
esas grandiosos montañas que tanto había disfrutado desde abajo, paseando sus
rutas senderistas tanto en bicicleta como a pie, durante los varios viajes que
se había hecho hacía unos años para conocer los Pirineos, se le vino a la mente
la imagen de sus abuelos, don hombre que toda su vida habían trabajado como
esclavos para mantener a sus familias, a sus padres y tíos, para que tuvieran una
vida mejor. Viendo esas cumbres cubiertas de un blanco frío y brillante se le
venían al recuerdo las imágenes de sus abuelos ya mayores con sus cabelleras
completamente blancas, su piel morena y sus manos llenas de arrugas y de
torpeza, tras haber perdido la habilidad de antaño.
Pasaron los
Pirineos y el paisaje cambió, como cambian muchas mujeres cuando deciden
maquillarse para salir de fiesta a ver si cazan a algún incrédulo hombre a
quien seducir y saciar su hambre de carne. Mujeres que se maquillan pensando
que van a ocultar sus defectos cuando muchas no los tienen y solo saben
empeorar su belleza innata; o pensando que un buen maquillaje va a engañar a
alguien, que es posible que sí. Tras los Pirineos pareció que se adentraban en
otro mundo, o eso pensó él. Siempre que hacía esa ruta en avión él se daba
cuenta de la metamorfosis que sufre la tierra y el paisaje con sólo estar a un
lado u otro de esa gran cadena montañosa. Francia era verde, vida, azul, campos
bien diferenciados y ciudades pequeñas. España por el contrario era amarilla, a
veces incluso marrón, y sus ciudades eran enormes manchas grises en medio de
una desolación total. Esto era de lo poco que él envidiaba del todo el mundo
que se parapeta detrás de los Pirineos. El amarillo de España era desolador
para él, sobre todo en verano cuando al viajar ese color le acompañaba fuera
donde fuera, salvo en una pequeña franja en el norte de la Península, donde el
verde intenso de los valles asturianos, cántabros, vascos o gallegos nada tenía
que envidiar al verde de cualquier otra parte del mundo, ni tan siquiera al
verde esmeralda de la vieja, conservadora y cristiana Irlanda.
Seguían
sobrevolando Europa y ella seguía recostada sobre su hombre. Aunque no estaba
dormida ya que en un momento dado le cogió la mano y la protegió con las suyas.
Él sabía que ella no dormía, simplemente estaba así como buscando refugio en su
presencia y su mera compañía, en saber que su hombro era su apoyo. Por mucho
que ella dijera que volar no la daba miedo, él sabía que sí, aunque no tenía ni
idea del motivo de ese temor. De todas manera sabía que el miedo es algo
irracional, que no tiene porqué haber un motivo claro para temer algo, aunque
suele pasar así como era su caso. Él temía a los perros desde niño, desde que
contaba con siete u ocho. Un día estando en el pueblo en la calle, en la propia
acera de la casa de sus abuelos, un galgo, o un perro normal de esos chucos
semi-callejeros que abundan en los pueblos y que es producto de la mezcla de la
sangre de numerosas razas – la verdad es que no se acordaba mucho de qué tipo
de perro era –, se le abalanzó encima. Recuerda todavía vivamente cómo el perro
vino corriendo desde el final de la calle de los abuelos y él que no podía
marcharse muy lejos porque estaba la carretera se quedó parado. El perro se le
tiró encima poniendo sus patas delanteras en sus hombros. Cayeron ambos al
suelo, hacia atrás, prácticamente en la propia carretera al mismo tiempo que
uno de los autobuses de línea que comunicaban el pueblo con Madrid llegaba al
pueblo. También recuerda como el miedo le paralizó, no supo que tenía que
hacer. Un vecino de la calle que estaba por allí hizo señas al autocar para que
aminorara la marcha y no hubiera mayores problemas.
Desde aquel
episodio del perro tuvo miedo a esos animales. Cada vez que veía un perro
instintivamente se ponía tenso, muy nervioso, y se callaba para intentar
disimular que sólo estaba pendiente del animal, de que no se le acercara. Si un
perro, aunque fuera de algún familiar, o de algún conocido se le acercaba
intentaba rehusarlo. No podía con ellos. Siempre que veía un perro pensaba en
el que se le tiró encima en su pueblo y creía que todos iban a hacer lo mismo.
Y esto la pasaba con todos los perros, no importaba la raza ni el tamaño. Sus
padres siempre le decían que no pasaba nada que no hacían nada, que solo
querían jugar. Pero eso él ya lo sabía y por mucho que quisiera controlarse no
podía, siempre terminaba haciendo algún gesto que delataba su temor, su miedo.
El miedo total le
duró muchos años, hasta que fue bastante mayor. Sí es cierto que con los años,
a medida que iba creciendo y madurando se iba dando cuenta que le miedo que
tenía no era provechoso y que nunca se había enfrentado al mismo. Él hubiera
querido enfrentarse a su miedo y superarlo. Mucha gente que conocía tenía
animales de compañía, muchos de los cuales eran perros, y en el fondo él
también hubiera querido tener uno. Un labrador. Ese era el perro que le hubiera
gustado tener, uno de esos perros de los anuncios de papel higiénico de su
infancia, los perros de los ciegos que tan tranquilos y calmados le parecían.
Pero nunca superó ese miedo. Sólo fue capaz de controlarlo y cada vez que iba
casa de alguno de los escasos amigos que le quedaban y éstos tenían perro lo
pasaba incluso bien, porque se hacía con los animales y al final intentaba
jugar un poco con los perros y acariciarlos. Siempre pensó que un animal le
hubiera hecho compañía, sobre todo en varios períodos de su vida en los que se
sintió muy solo, pero nunca se decidió a comprar uno y cuidarlo. Nunca se vio
capaz de tener un perro como animal de compañía, porque nunca supo si había
superado el miedo totalmente o sólo eran apariencias. Quizá si le hubiera
echado ganas y sus padres en su día le hubieran aconsejado y obligado a superar
su miedo hacia lo perros, muchos episodios de soledad y alguno también de
autoestima se hubieran evitado.
Caronte.
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