jueves, 12 de marzo de 2015

El Vals del Emperador (VII)

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Cuando el avión se colocó en la pista para iniciar la maniobra de despegue, ella, que a pesar de que no tenía miedo a volar sí se ponía algo más nerviosa de la cuenta en esos momentos, le cogió de la mano. Él sabiendo que a ella esto la tranquilizaba se dejó hacer. El avión empezó a acelerar, sus cuerpos se pegaron a los asientos: él no dejaba de mirar por la ventanilla disfrutando de esa sensación de velocidad de la que pocas veces podía disfrutar y que desde la primera vez que montó en avión le fascinó a pesar de que por ejemplo a su padre siempre le causaba bastante malestar y le hacía permanecer muy callado y quieto, con la cabeza pegada al respaldo y con los ojos cerrados durante un buen rato, incluso cuando el avión ya estaba en el aire a merced únicamente del viento; ella por el contrario, y al igual que hacía su padre, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en el asiento, se llevó la mano de él hacia su vientre y allí la mantuvo apretada un buen rato, sin hacerle daño, sin pasarse con la presión. Él sentía su calor y hubiera estado así todo el tiempo que hubiera sido necesario, hasta el último momento de su existencia.

Poco a poco el avión se fue elevando, y casi sin darse cuenta se encontraban ya a muchos pies de altura sobrevolando la zona norte de la Comunidad de Madrid, alejándose por segundos de su casa. Al ir sentado en el lado izquierdo del avión pudo contemplar, como un crío miraría los peces y los tiburones de un acuario gigante, las montañas de la sierra madrileña. Esas mismas montañas que habían podido ver desde la propia Terminal 4 del Adolfo Suárez, a través de los inmensos ventanales del edificio, sentados en una de las cafeterías. Ahora las estaban sobrevolando a bastante altura, con lo que parecían apenas unas pequeñas colinas, no más altas que las que rodeaban su pueblo y que él sigue manteniendo intactas en sus recuerdos.

Una vez el avión hubo estabilizado su rumbo y las azafatas empezaron a pasear por el pasillo preguntando su alguien necesitaba algo, ella le soltó la mano.

– Si quieres puedes seguir cogiéndome la mano, no tengo ningún problema. – Le dijo él mirándola de manera tierna, sabiendo que no lo pasaba muy bien al despegar.
– No te preocupes, te la devuelvo. Simplemente pasa que cada vez que vuelo a la hora de despegar y aterrizar siento como si el estómago quisiera salirme por la boca. Cada vez que vuelo solo tengo que tomarme unas pastillas para relajarme un poco. Pero contigo prefiero cogerte de la mano. – Dijo ella sonriéndole tímidamente como si estuviera avergonzada por algo.
– Ya sé que te pones un poco nerviosa en el despegue. No te preocupes, mi mano estará siempre ahí cuando la necesites. – Dijo cogiendo ahora él la mano de ella entre las suyas y llevándosela a la boca para besarla.

Todavía tenían por delante un viaje relativamente largo, unas dos horas y media de vuelo en las que sin darse mucha cuenta atravesaría varios países de Europa, y dependiendo de la ruta que siguiera el piloto, o le obligaran a seguir podrían incluso sobrevolar el mar Mediterráneo. Siempre le había gustado volar. En ningún momento sintió miedo, o aprehensión a los aviones, más bien todo lo contrario: cada vez que se aproximaba la fecha de un viaje en avión se emocionaba como lo hacía cuando era adolescente. El único vértigo que sentía fue el mismo que había sentido aquella mañana y el día anterior en su casa: una especie de miedo y reticencia a volar, como unos nervios escénicos a algo desconocido, a alejarse de su casa y su vida. Pero era un miedo que se le pasaba pronto, nada más subir al avión, y más aquel día que no iba sólo sino con la mujer que se había metido en su vida hacía más de dos años y que se instaló, desde el primer instante en que la vio, en su corazón.

Volar siempre le producía emoción y sobre todo el despegue y el aterrizaje, es decir, aquello que más suele temer la gente y menos suele gustar. El primer recuerdo que tenía de haber ido en avión es de cuando tenía unos quince años. Aquella primera vez que recuerda fue el inicio del primer viaje al extranjero que hizo en su vida, ni más ni menos que a Estambul, la vieja e histórica Bizancio o Constantinopla. Fue un viaje que se le quedó grabado en la memoria y que nunca ha olvidado. De aquellos días que pasó a caballo entre Europa y Asia, en el extremo oriental del Mediterráneo, los recuerda a la perfección, todos y cada uno. Recuerda perfectamente el perfil lleno de alminares de la ciudad otomana vistos desde el Bósforo a bordo de una de esas barcazas preparadas para turistas. Todavía hoy es capaz de cerrar los ojos y ver la increíble puesta de sol que se da por aquellas tierras; un sol que en su caída al infinito arrojaba sobre los tejados de piedra y ladrillo y las fachadas de la ciudad una luz dorada que hacía que uno viajara muchos siglos en el tiempo a la época de las princesas otomanas, de los príncipes con babuchas. Podía incluso oír si prestaba atención los cantos de los muecines arrojados desde los altavoces de las mezquitas; y podía también oler todos los aromas que desprendían los cientos de puestos del Gran Bazar. Los días que pasó con sus padres en Estambul están entre los mejores de su vida, pero ahora cada vez que los invoca su recuerdo le producen una extraña sensación mezcla de melancolía, tristeza y rencor ahogado. Cada vez que vuelve a Estambul lo hace no a la ciudad que es hoy en día, sino a la ciudad que pisó cuando tenía quince años y que tanto le impresionó, a las calles que pisó en su día. Mezquitas, muesos, palacios, paseos a orilla del Bósforo, los puentes que unen Europa y Asia, calles llenas de gente, turcos con bigote infinito, turcas con sus melenas castañas al viento, y turcas con velo, el Gran Bazar con sus puestos, el regateo. Todo aquello supuso su primer viaje en avión, o al menos el primero que recuerda.

Sin embargo Estambul no fue su primera vez en avión. En todo caso fue su primera segunda vez. El problema está en que de la primera vez, de ese verdadero primer viaje en avión no recuerda lo más mínimo. Su primer viaje en avió lo hizo a las Islas Canarias, ese territorio español envidiado y codiciado por jubilados ingleses, alemanes y europeos en general que disfruta todo el año de un clima envidiable. Tenía entonces unos dos años, más o menos, o eso es lo que recuerda de lo que le contaban sus padres. Fue un viaje del que no recuerda absolutamente nada. Lo que sabe del mismo es gracias a lo que atestiguan las fotos que tiene guardadas en un álbum que está cogiendo polvo en lo más alto de una estantería en su despacho. Sin embargo en aquel viaje pasó de todo lo indeseable que podía pasar. Para empezar en el avión había overbooking, y las plazas asignadas a sus padres y a él mismo estaban cada una en una punta del avión. Al darse cuenta de esta circunstancia su madre llamó a una de las azafatas de la compañía aérea y le dijo lo que pasaba amenazando con impedir que el avión despegara si no iba con su hijo. Al final su madre pudo ir junto a él gracias a que un señor le cedió el sitio. Todo el revuelo que se montó llegó a oídos del capital de la nave que para compensarles les hizo pasar un rato a la cabina y ver cómo era. Muchas veces pensó que era una pena que no se acordara que una vez estuvo en la cabina de mandos de una avión incitado por el piloto, lo que habría podido fardar en el colegio y con sus amigos. Una buena anécdota hubiera sido. Así como también hubiera sido estupendo que hubiera podido recordar que durante todo el viaje, o al menos es lo que su madre siempre le contó, las azafatas le estuvieron regalando “sugus” y caramelos, tratándole como un verdadero príncipe.

Aquel a Lanzarote sí que fue su primer vuelo en avión y no el de Estambul. A pesar de todo ello, desde que retomó el gusto por el avión un hubo año que no se hiciera algún viaje al extranjero que conllevara tomar un avión. Tras Estambul fueron las grandes capitales de Europa: Londres, París y Roma; luego cambiaron un poco e hicieron un viaje algo diferente viajando a Escocia y visitando todo el país en coche. Los últimos viajes al extranjero que hizo con sus padres fueron a Bélgica y a Viena, tras los cuales y teniendo ya veintitrés años decidió que no quería seguir yéndose con ellos de vacaciones. Fue una decisión meditada a medias, más bien fue un impulso que poco a poco fue ganando fuerza hasta que terminó por salir a la luz. Se cansó de ir con sus padres, consideraba que ya no tenía edad para que de forma habitual fueran sus padres sus compañeros de viajes y salidas por Madrid.

No cambió a sus padres por nadie. No tenía novia y los amigos que se supone tenía tampoco fueron de mucha ayuda, al menos de manera habitual. Sí es cierto que de los mejores viajes que hizo fueron a Zahara de los Atunes durante una semana con unos amigos de la universidad en verano; y otro a los Picos de Europa a finales del invierno. Con mucho cariño, melancolía y cierta tristeza también recuerda los días que pasó en casa de un viejo amigo en Andalucía, junto con otros amigos de la carrera. Pero esos días era escasos y efímeros, y hacia el final de sus estudios universitarios decidió que o salía solo o se amargaba en casa. Se decidió por lo primero. Al principio salir solo no es que fuera de lo más reconfortante de su vida, pero a medida que se sucedían los viajes, primero por España y a ciudades cercanas a Madrid a las que iba a pasar un fin de semana; luego a ciudades y regiones que siempre quiso visitar; y ya por último a varias ciudades extranjeras, se fue dando cuenta que le gustaba viajar sólo, que no era tan malo como le había parecido en los primeros viajes. Esto no quita para que en todos los viajes que hiciera no echara en falta compañía, no sólo de una chica, de su pareja, sino también de algún amigo. Pero vinieron así dadas y tuvo que hacerse a la situación.

Ahora mientras volaba junto a la mujer a la que amaba, la más hermosa del mundo para él, se sentía muy dichoso. Por el cansancio, o simplemente por reponer fuerzas ella se había recostado un poco en el asiento y había apoyado la cabeza en su hombro. Todavía recuerda la primera vez que le pasó esto mismo, tendría poco más de veinte años. Aquella vez la chica que se apoyó en su hombro como si se tratara de una almohada de plumas era una simple amiga, aunque no negaría nunca que hubo un tiempo cuando la conoció que le gustó mucho y que hubiera deseado que no hubiera tenido novio. Pero tenía muy mal ojo clínico y todas la chicas que le gustaron mucho durante su juventud tenían novio, o eso o no terminaba nunca de echarle las agallas suficientes como para mostrar abiertamente a una chica que le gustaba.

Mientras ella tenía su cabeza apoyada en su hombro él miraba por la ventana. Siempre le había gustado asomarse a las ventanas de los aviones y ver el mundo como sólo le ven los dioses. Ver esas extensiones vastas de tierra y mar le producía una sensación de dominación absoluta que le hacía sentir grande, como un ser abstracto al que nada le afecta y todo lo puede. Un ser muy lejano a lo que en el fondo él era. Vio pasar los Pirineos con todas sus cumbres heladas. Viendo esas grandiosos montañas que tanto había disfrutado desde abajo, paseando sus rutas senderistas tanto en bicicleta como a pie, durante los varios viajes que se había hecho hacía unos años para conocer los Pirineos, se le vino a la mente la imagen de sus abuelos, don hombre que toda su vida habían trabajado como esclavos para mantener a sus familias, a sus padres y tíos, para que tuvieran una vida mejor. Viendo esas cumbres cubiertas de un blanco frío y brillante se le venían al recuerdo las imágenes de sus abuelos ya mayores con sus cabelleras completamente blancas, su piel morena y sus manos llenas de arrugas y de torpeza, tras haber perdido la habilidad de antaño.

Pasaron los Pirineos y el paisaje cambió, como cambian muchas mujeres cuando deciden maquillarse para salir de fiesta a ver si cazan a algún incrédulo hombre a quien seducir y saciar su hambre de carne. Mujeres que se maquillan pensando que van a ocultar sus defectos cuando muchas no los tienen y solo saben empeorar su belleza innata; o pensando que un buen maquillaje va a engañar a alguien, que es posible que sí. Tras los Pirineos pareció que se adentraban en otro mundo, o eso pensó él. Siempre que hacía esa ruta en avión él se daba cuenta de la metamorfosis que sufre la tierra y el paisaje con sólo estar a un lado u otro de esa gran cadena montañosa. Francia era verde, vida, azul, campos bien diferenciados y ciudades pequeñas. España por el contrario era amarilla, a veces incluso marrón, y sus ciudades eran enormes manchas grises en medio de una desolación total. Esto era de lo poco que él envidiaba del todo el mundo que se parapeta detrás de los Pirineos. El amarillo de España era desolador para él, sobre todo en verano cuando al viajar ese color le acompañaba fuera donde fuera, salvo en una pequeña franja en el norte de la Península, donde el verde intenso de los valles asturianos, cántabros, vascos o gallegos nada tenía que envidiar al verde de cualquier otra parte del mundo, ni tan siquiera al verde esmeralda de la vieja, conservadora y cristiana Irlanda.

Seguían sobrevolando Europa y ella seguía recostada sobre su hombre. Aunque no estaba dormida ya que en un momento dado le cogió la mano y la protegió con las suyas. Él sabía que ella no dormía, simplemente estaba así como buscando refugio en su presencia y su mera compañía, en saber que su hombro era su apoyo. Por mucho que ella dijera que volar no la daba miedo, él sabía que sí, aunque no tenía ni idea del motivo de ese temor. De todas manera sabía que el miedo es algo irracional, que no tiene porqué haber un motivo claro para temer algo, aunque suele pasar así como era su caso. Él temía a los perros desde niño, desde que contaba con siete u ocho. Un día estando en el pueblo en la calle, en la propia acera de la casa de sus abuelos, un galgo, o un perro normal de esos chucos semi-callejeros que abundan en los pueblos y que es producto de la mezcla de la sangre de numerosas razas – la verdad es que no se acordaba mucho de qué tipo de perro era –, se le abalanzó encima. Recuerda todavía vivamente cómo el perro vino corriendo desde el final de la calle de los abuelos y él que no podía marcharse muy lejos porque estaba la carretera se quedó parado. El perro se le tiró encima poniendo sus patas delanteras en sus hombros. Cayeron ambos al suelo, hacia atrás, prácticamente en la propia carretera al mismo tiempo que uno de los autobuses de línea que comunicaban el pueblo con Madrid llegaba al pueblo. También recuerda como el miedo le paralizó, no supo que tenía que hacer. Un vecino de la calle que estaba por allí hizo señas al autocar para que aminorara la marcha y no hubiera mayores problemas.

Desde aquel episodio del perro tuvo miedo a esos animales. Cada vez que veía un perro instintivamente se ponía tenso, muy nervioso, y se callaba para intentar disimular que sólo estaba pendiente del animal, de que no se le acercara. Si un perro, aunque fuera de algún familiar, o de algún conocido se le acercaba intentaba rehusarlo. No podía con ellos. Siempre que veía un perro pensaba en el que se le tiró encima en su pueblo y creía que todos iban a hacer lo mismo. Y esto la pasaba con todos los perros, no importaba la raza ni el tamaño. Sus padres siempre le decían que no pasaba nada que no hacían nada, que solo querían jugar. Pero eso él ya lo sabía y por mucho que quisiera controlarse no podía, siempre terminaba haciendo algún gesto que delataba su temor, su miedo.

El miedo total le duró muchos años, hasta que fue bastante mayor. Sí es cierto que con los años, a medida que iba creciendo y madurando se iba dando cuenta que le miedo que tenía no era provechoso y que nunca se había enfrentado al mismo. Él hubiera querido enfrentarse a su miedo y superarlo. Mucha gente que conocía tenía animales de compañía, muchos de los cuales eran perros, y en el fondo él también hubiera querido tener uno. Un labrador. Ese era el perro que le hubiera gustado tener, uno de esos perros de los anuncios de papel higiénico de su infancia, los perros de los ciegos que tan tranquilos y calmados le parecían. Pero nunca superó ese miedo. Sólo fue capaz de controlarlo y cada vez que iba casa de alguno de los escasos amigos que le quedaban y éstos tenían perro lo pasaba incluso bien, porque se hacía con los animales y al final intentaba jugar un poco con los perros y acariciarlos. Siempre pensó que un animal le hubiera hecho compañía, sobre todo en varios períodos de su vida en los que se sintió muy solo, pero nunca se decidió a comprar uno y cuidarlo. Nunca se vio capaz de tener un perro como animal de compañía, porque nunca supo si había superado el miedo totalmente o sólo eran apariencias. Quizá si le hubiera echado ganas y sus padres en su día le hubieran aconsejado y obligado a superar su miedo hacia lo perros, muchos episodios de soledad y alguno también de autoestima se hubieran evitado.

Caronte.

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