jueves, 26 de marzo de 2015

El Vals del Emperador (XII)

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En ese punto el viejo volvió a callar. Pero esta vez con una sonrisa en la cara y los ojos vidriosos a punto de llorar. Muchos habían sido los recuerdo rememorados y muchas también las emociones revividas en unos minutos. El silencio se contagió a sus dos acompañantes de fila. Ella estaba visiblemente emocionada; había sacado un pañuelo de su bolso y se enjuagaba las lágrimas que le rebosaban de los ojos y caían por su lisa cara, recorriendo sus pómulos redondeado y rosados, hasta meterse por la comisura de sus labios rojos. Él por su parte, aunque no mostrara visiblemente la emoción también estaba conmovido por semejante historia, y miraba al señor mayor con intensidad y admiración. Admiración por una vida tan larga, tan intensa, tan llena de momentos de toda clase. Estuvieron varios segundos sin pronunciar palabra alguna, cada uno pensando en sus cosas.

– Y de ver a esta nieta vengo ahora – fue Javier quien primero volvió a hablar, haciendo que el silencio acabara –, bueno a ella y a sus padres, ya que ha sido el cumpleaños de mi hija pequeña. Y como supongo que han podido averiguar las razones por las que viajo tanto entre Viena y Madrid son mis hijas y mis nietos. Todos viven en España.
– Todos menos usted Javier. ¿Por qué teniendo a toda su familia aquí sigue viviendo usted en Viena? Si me permite la pregunta claro está. – Preguntó él con cierta curiosidad por saber cómo es posible que ese señor tan mayor estuviera solo en Viena cuando todos sus seres queridos vivían tan lejos de él.
– Sí le permito la pregunta, ¡cómo no, después de esta conversación! – Rió Javier, contento porque sus acompañantes se interesaran por su vida. – Pues mire sigo viviendo allí porque es en Viena donde todavía tengo a la persona a la que más he amado en mi vida. Todos los meses voy a ver a Hannah al cementerio, a llevarla flores, a contarla cómo están sus hijas y sus nietos, a decirla que la echo de menos y que la amaré hasta que me reúna con ella allá donde esté.
– Es usted un señor increíble que por desgracia ha tenido que vivir momento muy duros que no se merecía. – Dijo ella con la voz entrecortada, llorado todavía y visiblemente muy emocionada con todo lo que les estaba contando.
– No creo que sea increíble señorita. He vivido una vida que mucha gente vive. He amado con toda mi alma a una mujer que se me fue hace casi quince años, y desde entonces la he echado de menos cada día. Es cierto que tras la muerte de Hannah pasé unos meses muy triste, deprimido; meses en los que cada cosa que hacía me recordaba a ella. La melancolía me invadió, pero me dije que no podía pasar mucho tiempo así, que tenía que volver a vivir y a disfrutar de las personas que me querían. En el fondo eso es lo que mi mujer también hubiera querido.
– Le honra la humildad con que habla de todo esto Javier, pero no creo que muchas personas se tomen la vida como lo hace usted. Claro que ha amado, más de lo que la mayoría amaremos, y ha querido, pero también ha sufrido. Primer dejando a su familia atrás para irse a Viena, más tarde intentando aclimatarse y adaptarse a una nueva vida que se fue hostil durante muchos tiempo, luego perdiendo a su madre, y por último a su mujer. – Dijo él hablándole con asombrosa sinceridad, como envidiando la vida que ese hombre había llevado, llena de sufrimiento, distancias y ausencias, pero sobre todo llena de amor.
– Habla como envidiando la vida que he llevado. Sólo le puedo decir una cosa, tómelo como un consejo, todavía son jóvenes, disfruten de cada momento juntos y no piensen en nada más cuando lo hagan. Amen, odien, quieran, admiren, besen, hagan el amor, discutan y no se hablen si quieren, pero hagan todo esto con intensidad sintiéndolo de verdad. Sólo una vida vivida intensamente merece la pena ser vivida. No estamos en este mundo para pasar por él de manera ordinaria. Debemos tener todos una vida extraordinaria, cada cual a su manera, y una vida extraordinaria sólo se consigue si en cada momento hacemos aquello que más nos llene aunque a veces esto parezca una quimera imposible.
>> Pero bueno creo que ya les he dado bastante la tabarra por hoy, además les he quitado mucho tiempo con la historia de mi vida. Debemos estar casi llegando ya a Viena. No creo que nos queden más de quince minutos para empezar a descender y tomar tierra en el aeropuerto. Y según parece por la ventanilla la Ciudad Imperial, la austríaca digo no Toledo, nos va a recibir con un día despejado de nubes y con un sol radiante.

Al decir esto él volvió a girarse hacia la ventanilla y comprobó que lo que decía el viejo era verdad: ni una solo nube enturbiaba el cielo de Austria. Se veían con claridad los campos de cultivo, las casas, las ciudades pequeñas, casi pueblos, las industrias, las carreteas y autovías en las que discurrían como pequeñas hormigas motorizadas y de diferentes colores los coches. Se estaban acercando a Viena ya. Poco les quedaba de vuelo. Vuelo que se le estaba haciendo algo largo, quizá por la ansiedad que tenía de estar con ella de nuevo a solas ya fuera caminando por las calles de Viena, enseñándola la ciudad que él tan bien conocía; ya fuera en un café a media tarde disfrutando una deliciosa tarta o pastel; ya fuera en el hotel, en su habitación disfrutando de su cuerpo para él solo, haciendo el amor o simplemente viéndola dormir tan plácidamente como solía hacerlo.

Él se desentendió ya por completo de la conversación que su acompañante, Anna, y el viejo Javier, continuaron unos minutos más, ahora hablando de cosas más amenas, comentando anécdotas de viajes en avión, preguntándose mutuamente por su vida. Él por el contrario volvió a quedarse mirando embobado por la ventanilla, viendo pasar lentamente kilómetros y kilómetros de tierra austríaca. El verde antinatural que tienen los campos, los cultivos, los bosques fuera de España siempre ejercía una fuerza de atracción y fijeza sobrenaturales. Mirar por la ventanilla no era sólo una manera de ver por dónde iba, sino de profundizar en su propia vida y en las innumerables veces que había montado en avión y de recordar, en muchas ocasiones con nostalgia y melancolía, viajes pasados y vividos con intensidad con sus padres cuando él era apenas un chaval, un adolescente, o con amigos cuando ya la adolescencia pasó a un segundo plano y el ir con sus padres lo único que le producía era rabia y ganas de estar solo.

Mientras miraba por la ventana tranquilo, pensando en sus cosas o en nada – muchas veces no se sabía si tenía la mente ocupada con alguna cosa, algún recuerdo o algún asunto que le preocupara, o simplemente en blando, pensando en la nada, en el vacío, mirando sin ver y oyendo sin escuchar – notó como algo le golpeaba la espalda, una presión continuada que deformaba la propia estructura del asiento para posarse sobre su columna vertebral y moverse erráticamente de un lado para otro. Pronto se dio cuenta de que esa presión venía del ocupante del asiento de detrás de él. En ese momento se acordó de la mujer entrada en carnes y de los dos monstruitos que la acompañaban que aquella mañana habían visto en el aeropuerto y que dio la terrible casualidad que también iban en el mismo vuelo a Viena, y no solo en el mismo vuelo sino justo en la fila de asientos siguiente a la suya. Pensó en darse la vuela y decirle al chaval – si no recordaba mal, era el más pequeño, el que más se merecía una buena colleja que le cortara la tontería que llevaba encima – que se sentara normal y dejara de molestar, que los asientos son para sentarse no para entrenar patadas de kárate con ellos. Sin embargo también pensó que al ser un chaval pronto se le pasaría el dar patadas y apretar con los pies o las rodillas el asiento delantero.

Volvió a intentar mirar por la ventana y contemplar el verde paisaje austriaco, cada vez más cercano y nítido ya que el avión había empezado a descender lentamente, de manera casi imperceptible. Pero el niño no paró de golpear el asiento, y cada vez con mayor intensidad. Ya no era simplemente que apretara con los pies o con las rodillas, o con la cabeza quizá, sino que eran golpes periódicos que no seguían un ritmo preciso y por tanto no se podían prever. El crió le estaba poniendo de los nervios, pero por su carácter no diría nada hasta que el vaso no solo colmara tras la última gota, sino que llevara ya tiempo rebosando agua. Los golpes fueron a más, ya le movían del asiento haciéndole incluso rebotar contra el mismo de vez en cuando. Anna se dio cuenta y le preguntó que porque no le decía nada al niño, contestándole él que no tenía importancia que serían cosas de críos y que ya pararía. Pero no paró el chaval. Anna empezó a reírse, al igual que Javier que esbozaba una tierna sonrisa en su cara ajada por el tiempo y los años.

Ya no podía más. Se incorporó en su asiento, giró el cuerpo agarrándose a su reposacabezas y fue a dirigirse a la señora en carnes para que metiera en vereda a su hijo, o nieto, o sobrino o lo que fuera esa criatura endiablada y terriblemente pesada que le estaba sacando de quicio. El crio, que no tendría más de cinco años, en cuanto vio su cabeza por encima del asiento mirándole severamente, con cara de muy pocos amigos, cara que desde muy joven él supo poner muy bien a quien le molestara o tocara demasiado las narices, paró de dar golpes al asiento. Pero en vez de amilanarse y ponerse serio como queriendo decir que no sabía lo que hacía y que no se volvería a provocar, le sostuvo la mirada y esbozó una sonrisa de pillo, de crío que sabe que por muchas travesuras que haga no va a ser castigado, ni reprendido, ni recibirá una colleja o será privado de salir a jugar. Él se quedó pasmado por la actitud chulesca del chaval a pesar de ser todavía como quien dice un niño de teta.

– Hola chaval, mira sé que es divertido dar patadas al asiento de un desconocido al que no conoces y no vas a volver a ver en tu vida, pero no está bien y puedes molestar. Así que te pido que te quedes sentadito y tranquilito que ya estamos llegando y podrás bajarte pronto del avión y dar patadas de nuevo a cualquier objeto que se te cruce por delante. – Le dijo al crío intentando sonreírle un poco, tal y como el crío estaba haciendo.

Mientras decía esto, sus acompañantes le miraron divirtiéndose bastante por la escena que sin lugar a dudas sabían que se podría producir viendo la actitud chulesca del chaval y sabiendo que apenas tendría cinco años, una edad en la que las reprimendas si no nos por parte de los padres – y a veces ni eso – tienen el mismo efecto que una gota de agua en el mar: inapreciable. Anna sonreía ampliamente cuando él volvió a girarse de nuevo y a ocupar debidamente su asiento para disfrutar tranquilamente y sin un masaje no pedido en la espalda por parte de un pequeño Mowgli salido de no se sabe qué jungla. Pero la paz le duró lo mismo que duran los alto el fuego en Oriente Medio: nada. Apenas había recobrado su sitio y se había acomodado, volvió a recibir una patada en el respaldo del asiento. Una patada bastante fuerte que hizo que todo su cuerpo se estremeciera. Javier y Anna volvieron a reír ostentosamente y a mirarle como diciendo: “menuda te ha caído en lo poco que queda para aterrizar; a ver como lidias con esto”. Él pensó que tenía la misma gracia que una patada en esas partes nobles de los hombres que cuando reciben un golpe fuerte hacen que la respiración se corte y que una corriente eléctrica recorra todas y cada una de las terminaciones nerviosas del cuerpo hasta llegar al cerebro donde se produce una explosión de dolor y calor poco equiparable a nada en el mundo.

El niño además ahora había empezado a acompañar sus cometidas contra el respaldo del asiento de delante con onomatopeyas vocales. A cada patada, golpe o cabezazo el niño pronunciaba un “toma”, como boxeado que se está entrenando en un gimnasio con un saco de esos que cuelgan de una viga del techo como un cerdo en un matadero antes de ser descuartizado para posteriormente ser disfrutado como manjar en cualquier casa; como dándose ánimos para continuar con su obra maestra. “Toma”, decía el crío y tras cada uno de ellos él se ponía más nervioso y se daba cuenta que o intervenía seriamente o hasta que no saliera del avión el suplicio no iba a acabarse.

Se volvió a girar para dirigirse, no esta vez al niño sino a su abuela, o madre o tía, vamos a la mujer entrada en carnes que acompañaba al crío. No entendía cómo era posible que esa mujer no le dijera nada al chaval, que se estuviera quieto, que no molestara al señor, que se comportara bien. Sin mirar siquiera al niño y con cara de muy pocos amigos ya que estaba realmente llegando a un punto de cabreo que pocas veces había alcanzado se dispuso a llamar la atención a la mujer que iba sentada justo detrás de Anna y que no había dicho ni una sola palabra en todo el vuelo.

– Me va a disculpar señora pero... – Empezó a decir con toda la amabilidad de la que todavía era capaz, pero tuvo que quedarse a mitad de frase porque para su asombro la mujer estaba totalmente dormida. Pensó que aquello era una broma. Pensó que aquello era una broma, que había alguna cámara oculta en algún lado. Javier y Anna se giraron y elevaron un poco por encima de sus asientos para contemplar la escena que se avecinaba, pero al comprobar ellos también que la señora dormía plácidamente no pudieron aguantarse las carcajadas que empezaron a soltar mientras volvían a ocupar sus asientos mirando al frente y riendo de manera bastante ostensible.

Caronte.

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