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En ese punto el
viejo volvió a callar. Pero esta vez con una sonrisa en la cara y los ojos
vidriosos a punto de llorar. Muchos habían sido los recuerdo rememorados y
muchas también las emociones revividas en unos minutos. El silencio se contagió
a sus dos acompañantes de fila. Ella estaba visiblemente emocionada; había
sacado un pañuelo de su bolso y se enjuagaba las lágrimas que le rebosaban de
los ojos y caían por su lisa cara, recorriendo sus pómulos redondeado y
rosados, hasta meterse por la comisura de sus labios rojos. Él por su parte,
aunque no mostrara visiblemente la emoción también estaba conmovido por
semejante historia, y miraba al señor mayor con intensidad y admiración.
Admiración por una vida tan larga, tan intensa, tan llena de momentos de toda
clase. Estuvieron varios segundos sin pronunciar palabra alguna, cada uno
pensando en sus cosas.
– Y de ver a esta
nieta vengo ahora – fue Javier quien primero volvió a hablar, haciendo que el
silencio acabara –, bueno a ella y a sus padres, ya que ha sido el cumpleaños
de mi hija pequeña. Y como supongo que han podido averiguar las razones por las
que viajo tanto entre Viena y Madrid son mis hijas y mis nietos. Todos viven en
España.
– Todos menos
usted Javier. ¿Por qué teniendo a toda su familia aquí sigue viviendo usted en
Viena? Si me permite la pregunta claro está. – Preguntó él con cierta
curiosidad por saber cómo es posible que ese señor tan mayor estuviera solo en
Viena cuando todos sus seres queridos vivían tan lejos de él.
– Sí le permito la
pregunta, ¡cómo no, después de esta conversación! – Rió Javier, contento porque
sus acompañantes se interesaran por su vida. – Pues mire sigo viviendo allí porque
es en Viena donde todavía tengo a la persona a la que más he amado en mi vida.
Todos los meses voy a ver a Hannah al cementerio, a llevarla flores, a contarla
cómo están sus hijas y sus nietos, a decirla que la echo de menos y que la
amaré hasta que me reúna con ella allá donde esté.
– Es usted un
señor increíble que por desgracia ha tenido que vivir momento muy duros que no
se merecía. – Dijo ella con la voz entrecortada, llorado todavía y visiblemente
muy emocionada con todo lo que les estaba contando.
– No creo que sea
increíble señorita. He vivido una vida que mucha gente vive. He amado con toda
mi alma a una mujer que se me fue hace casi quince años, y desde entonces la he
echado de menos cada día. Es cierto que tras la muerte de Hannah pasé unos
meses muy triste, deprimido; meses en los que cada cosa que hacía me recordaba
a ella. La melancolía me invadió, pero me dije que no podía pasar mucho tiempo
así, que tenía que volver a vivir y a disfrutar de las personas que me querían.
En el fondo eso es lo que mi mujer también hubiera querido.
– Le honra la
humildad con que habla de todo esto Javier, pero no creo que muchas personas se
tomen la vida como lo hace usted. Claro que ha amado, más de lo que la mayoría
amaremos, y ha querido, pero también ha sufrido. Primer dejando a su familia
atrás para irse a Viena, más tarde intentando aclimatarse y adaptarse a una
nueva vida que se fue hostil durante muchos tiempo, luego perdiendo a su madre,
y por último a su mujer. – Dijo él hablándole con asombrosa sinceridad, como
envidiando la vida que ese hombre había llevado, llena de sufrimiento,
distancias y ausencias, pero sobre todo llena de amor.
– Habla como
envidiando la vida que he llevado. Sólo le puedo decir una cosa, tómelo como un
consejo, todavía son jóvenes, disfruten de cada momento juntos y no piensen en
nada más cuando lo hagan. Amen, odien, quieran, admiren, besen, hagan el amor,
discutan y no se hablen si quieren, pero hagan todo esto con intensidad
sintiéndolo de verdad. Sólo una vida vivida intensamente merece la pena ser
vivida. No estamos en este mundo para pasar por él de manera ordinaria. Debemos
tener todos una vida extraordinaria, cada cual a su manera, y una vida
extraordinaria sólo se consigue si en cada momento hacemos aquello que más nos
llene aunque a veces esto parezca una quimera imposible.
>> Pero
bueno creo que ya les he dado bastante la tabarra por hoy, además les he
quitado mucho tiempo con la historia de mi vida. Debemos estar casi llegando ya
a Viena. No creo que nos queden más de quince minutos para empezar a descender
y tomar tierra en el aeropuerto. Y según parece por la ventanilla la Ciudad
Imperial, la austríaca digo no Toledo, nos va a recibir con un día despejado de
nubes y con un sol radiante.
Al decir esto él
volvió a girarse hacia la ventanilla y comprobó que lo que decía el viejo era
verdad: ni una solo nube enturbiaba el cielo de Austria. Se veían con claridad
los campos de cultivo, las casas, las ciudades pequeñas, casi pueblos, las
industrias, las carreteas y autovías en las que discurrían como pequeñas
hormigas motorizadas y de diferentes colores los coches. Se estaban acercando a
Viena ya. Poco les quedaba de vuelo. Vuelo que se le estaba haciendo algo
largo, quizá por la ansiedad que tenía de estar con ella de nuevo a solas ya
fuera caminando por las calles de Viena, enseñándola la ciudad que él tan bien
conocía; ya fuera en un café a media tarde disfrutando una deliciosa tarta o
pastel; ya fuera en el hotel, en su habitación disfrutando de su cuerpo para él
solo, haciendo el amor o simplemente viéndola dormir tan plácidamente como
solía hacerlo.
Él se desentendió
ya por completo de la conversación que su acompañante, Anna, y el viejo Javier,
continuaron unos minutos más, ahora hablando de cosas más amenas, comentando
anécdotas de viajes en avión, preguntándose mutuamente por su vida. Él por el
contrario volvió a quedarse mirando embobado por la ventanilla, viendo pasar
lentamente kilómetros y kilómetros de tierra austríaca. El verde antinatural
que tienen los campos, los cultivos, los bosques fuera de España siempre
ejercía una fuerza de atracción y fijeza sobrenaturales. Mirar por la
ventanilla no era sólo una manera de ver por dónde iba, sino de profundizar en
su propia vida y en las innumerables veces que había montado en avión y de
recordar, en muchas ocasiones con nostalgia y melancolía, viajes pasados y
vividos con intensidad con sus padres cuando él era apenas un chaval, un
adolescente, o con amigos cuando ya la adolescencia pasó a un segundo plano y
el ir con sus padres lo único que le producía era rabia y ganas de estar solo.
Mientras miraba
por la ventana tranquilo, pensando en sus cosas o en nada – muchas veces no se
sabía si tenía la mente ocupada con alguna cosa, algún recuerdo o algún asunto
que le preocupara, o simplemente en blando, pensando en la nada, en el vacío,
mirando sin ver y oyendo sin escuchar – notó como algo le golpeaba la espalda,
una presión continuada que deformaba la propia estructura del asiento para
posarse sobre su columna vertebral y moverse erráticamente de un lado para
otro. Pronto se dio cuenta de que esa presión venía del ocupante del asiento de
detrás de él. En ese momento se acordó de la mujer entrada en carnes y de los
dos monstruitos que la acompañaban que aquella mañana habían visto en el
aeropuerto y que dio la terrible casualidad que también iban en el mismo vuelo
a Viena, y no solo en el mismo vuelo sino justo en la fila de asientos
siguiente a la suya. Pensó en darse la vuela y decirle al chaval – si no
recordaba mal, era el más pequeño, el que más se merecía una buena colleja que
le cortara la tontería que llevaba encima – que se sentara normal y dejara de
molestar, que los asientos son para sentarse no para entrenar patadas de kárate
con ellos. Sin embargo también pensó que al ser un chaval pronto se le pasaría
el dar patadas y apretar con los pies o las rodillas el asiento delantero.
Volvió a intentar
mirar por la ventana y contemplar el verde paisaje austriaco, cada vez más
cercano y nítido ya que el avión había empezado a descender lentamente, de
manera casi imperceptible. Pero el niño no paró de golpear el asiento, y cada
vez con mayor intensidad. Ya no era simplemente que apretara con los pies o con
las rodillas, o con la cabeza quizá, sino que eran golpes periódicos que no
seguían un ritmo preciso y por tanto no se podían prever. El crió le estaba
poniendo de los nervios, pero por su carácter no diría nada hasta que el vaso
no solo colmara tras la última gota, sino que llevara ya tiempo rebosando agua.
Los golpes fueron a más, ya le movían del asiento haciéndole incluso rebotar
contra el mismo de vez en cuando. Anna se dio cuenta y le preguntó que porque
no le decía nada al niño, contestándole él que no tenía importancia que serían
cosas de críos y que ya pararía. Pero no paró el chaval. Anna empezó a reírse,
al igual que Javier que esbozaba una tierna sonrisa en su cara ajada por el
tiempo y los años.
Ya no podía más.
Se incorporó en su asiento, giró el cuerpo agarrándose a su reposacabezas y fue
a dirigirse a la señora en carnes para que metiera en vereda a su hijo, o
nieto, o sobrino o lo que fuera esa criatura endiablada y terriblemente pesada
que le estaba sacando de quicio. El crio, que no tendría más de cinco años, en
cuanto vio su cabeza por encima del asiento mirándole severamente, con cara de
muy pocos amigos, cara que desde muy joven él supo poner muy bien a quien le
molestara o tocara demasiado las narices, paró de dar golpes al asiento. Pero
en vez de amilanarse y ponerse serio como queriendo decir que no sabía lo que
hacía y que no se volvería a provocar, le sostuvo la mirada y esbozó una
sonrisa de pillo, de crío que sabe que por muchas travesuras que haga no va a
ser castigado, ni reprendido, ni recibirá una colleja o será privado de salir a
jugar. Él se quedó pasmado por la actitud chulesca del chaval a pesar de ser
todavía como quien dice un niño de teta.
– Hola chaval,
mira sé que es divertido dar patadas al asiento de un desconocido al que no
conoces y no vas a volver a ver en tu vida, pero no está bien y puedes
molestar. Así que te pido que te quedes sentadito y tranquilito que ya estamos
llegando y podrás bajarte pronto del avión y dar patadas de nuevo a cualquier
objeto que se te cruce por delante. – Le dijo al crío intentando sonreírle un
poco, tal y como el crío estaba haciendo.
Mientras decía
esto, sus acompañantes le miraron divirtiéndose bastante por la escena que sin
lugar a dudas sabían que se podría producir viendo la actitud chulesca del
chaval y sabiendo que apenas tendría cinco años, una edad en la que las
reprimendas si no nos por parte de los padres – y a veces ni eso – tienen el
mismo efecto que una gota de agua en el mar: inapreciable. Anna sonreía
ampliamente cuando él volvió a girarse de nuevo y a ocupar debidamente su
asiento para disfrutar tranquilamente y sin un masaje no pedido en la espalda
por parte de un pequeño Mowgli salido de no se sabe qué jungla. Pero la paz le
duró lo mismo que duran los alto el fuego en Oriente Medio: nada. Apenas había
recobrado su sitio y se había acomodado, volvió a recibir una patada en el
respaldo del asiento. Una patada bastante fuerte que hizo que todo su cuerpo se
estremeciera. Javier y Anna volvieron a reír ostentosamente y a mirarle como
diciendo: “menuda te ha caído en lo poco que queda para aterrizar; a ver como
lidias con esto”. Él pensó que tenía la misma gracia que una patada en esas
partes nobles de los hombres que cuando reciben un golpe fuerte hacen que la
respiración se corte y que una corriente eléctrica recorra todas y cada una de las
terminaciones nerviosas del cuerpo hasta llegar al cerebro donde se produce una
explosión de dolor y calor poco equiparable a nada en el mundo.
El niño además
ahora había empezado a acompañar sus cometidas contra el respaldo del asiento
de delante con onomatopeyas vocales. A cada patada, golpe o cabezazo el niño
pronunciaba un “toma”, como boxeado que se está entrenando en un gimnasio con
un saco de esos que cuelgan de una viga del techo como un cerdo en un matadero
antes de ser descuartizado para posteriormente ser disfrutado como manjar en
cualquier casa; como dándose ánimos para continuar con su obra maestra. “Toma”,
decía el crío y tras cada uno de ellos él se ponía más nervioso y se daba
cuenta que o intervenía seriamente o hasta que no saliera del avión el suplicio
no iba a acabarse.
Se volvió a girar
para dirigirse, no esta vez al niño sino a su abuela, o madre o tía, vamos a la
mujer entrada en carnes que acompañaba al crío. No entendía cómo era posible
que esa mujer no le dijera nada al chaval, que se estuviera quieto, que no
molestara al señor, que se comportara bien. Sin mirar siquiera al niño y con
cara de muy pocos amigos ya que estaba realmente llegando a un punto de cabreo
que pocas veces había alcanzado se dispuso a llamar la atención a la mujer que
iba sentada justo detrás de Anna y que no había dicho ni una sola palabra en
todo el vuelo.
– Me va a
disculpar señora pero... – Empezó a decir con toda la amabilidad de la que
todavía era capaz, pero tuvo que quedarse a mitad de frase porque para su
asombro la mujer estaba totalmente dormida. Pensó que aquello era una broma.
Pensó que aquello era una broma, que había alguna cámara oculta en algún lado.
Javier y Anna se giraron y elevaron un poco por encima de sus asientos para
contemplar la escena que se avecinaba, pero al comprobar ellos también que la
señora dormía plácidamente no pudieron aguantarse las carcajadas que empezaron
a soltar mientras volvían a ocupar sus asientos mirando al frente y riendo de
manera bastante ostensible.
Caronte.
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