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Todavía llevaba
consigo esa tarjeta. Siempre iba guardada en su cartera, ya fuera en el
bolsillo delantero del pantalón o en alguno de los bolsillos interiores de la
chaqueta o abrigo que se pusiera. Esa tarjeta suponía muchos recuerdos, pero
ante todo un cambio muy importante en su vida, un cambio que le hizo por fin
querer a una mujer, amarla hasta los huesos y sentir lo que nunca había sentido
en sus casi cuarenta años de vida: necesidad de amar y deseo más allá de lo físico.
La tarjeta simbolizaba además un cambio importante en su vida, una especie de
seguridad ante el mundo que antes de ella no existía. Ella, esa mujer con la
que se iba a Viena, era para él la liberación total y completa de su alma, un
salto al vacío temerario pero con la seguridad, o al menos eso es lo que él
sentía, de tener alguien a su lado en ese salto, alguien que actuaba de ángel
protector, de salvaguarda, de paracaídas.
Ella eliminó el
vértigo que siempre había sentido ante el sexo opuesto. El empezar a salir con
ella, a llamarla a menudo para quedar, ir al teatro, al cine, a cenar o
simplemente a pasear en esas tardes larguísimas, casi eternas, que se producen
en Madrid en verano y que hacen que la luz no quiera marcharse de la capital de
España a ningún otro lugar. Ella volvió a cambiar por completo su vida. Antes
la mujeres con las que se terminaba acostando después de una noche larga, llena
de música alta y luces bajas o más bien, en algún que otro caso, penumbras, no
eran más que medios para dar rienda suelta a su necesidad de contacto físico,
de cariño y amor. Aunque sabía que ese cariño y ese amor no eran tales, sino
más bien producto de un deseo y una necesidad animales que tenían que ser
cubiertas. Como quien come cuando tiene hambre, o quien bebe cuando la sed
arrecia, él solía acostarse con la primera mujer que terminaba sintiéndose
atraída por él en un bar a las tantas de la noche, tras varias copas.
Esta forma de ser,
que hasta hacía algo más de dos años llevaba, no era la que más le gustaba. No
se sentía a gusto haciendo lo que hacía. Le parecía cretino acostarse con una
mujer simplemente por el hecho de cubrir una necesidad sexual. No es que lo
considerara machista, como podía llegar a entenderse en según qué casos, ya que
generalmente las mujeres con las que acababa en la cama siempre daban el paso
de pedirle a él que fueran a la casa de ellas, o que él las llevara a la suya;
sino que era más bien una especie de asco hacia sí mismo que salía a relucir
una vez abandonaba la cama donde había hecho el amor. Asco por sí mismo y por
comportarse de una manera que no consideraba digna de sí mismo. Pero las
circunstancias personales que habían ocurrido en su pasado le llevaron en su
día a tomar esa decisión. Era comportarse como un cretino y tirarse cada noche
que salía a una mujer diferente siempre que ellas quisieran, o haber seguido
virgen muchos años, sin un miserable contacto físico con una mujer, sin sentir
ese calor correr por sus venas y distribuirse por todo su cuerpo, esa excitación
física que impide pensar a las personas, más probablemente a los hombres que a
las mujereas, en nada que no sea desnudar a quien se tiene enfrente y besar,
oler y saborear todas las partes de ese cuerpo desnudo.
Poco a poco el
aeropuerto se iba llenando de gente y la luz del sol entraba por los grandes
ventanales acristalados de la Terminal 4 llenado de luz todo el espacio diáfano
e iluminando el techo de bambú, los suelos brillantes y pulidos y las
estructuras que sustentan la cubierta. Dio la casualidad que su puerta de
embarque estaba en la otra punta de la terminal, justo en el lado opuesto a
donde se habían estado tomando el café y el té para hacer tiempo hasta que se
concedieran las puertas de embarque. Se cruzaron todo el aeropuerto y fueron
viendo todo el espectáculo que allí se desarrollaba: parejas que iniciaban como
ellos un viaje probablemente hacia climas más cálidos que el europeo por esas
fechas, familias enteras que se marchaban a pasar la Nochevieja lejos del hogar
y cambiar así un poco la rutina de todos los años, ejecutivos ataviados con el
disfraz típico de su profesión – traje oscuro, corbata sosa, zapatos
relucientes, gemelos en los puños almidonados de las camisas, y camisas
perfectamente planchadas y de un blanco nuclear – que no paraban de consultar
en sus teléfonos móviles de última generación el estado de sus acciones y muy
probablemente ignorando los mensajes de despedida de sus respectivas parejas si
es que las tenían. Vieron también un grupo de curas que por su indumentaria y aspecto
físico parecía que iban a ir a África o a Iberoamérica a pasar una larga
temporada ayudando a aquellos que más lo necesitaban.
Un vez llegaron a
la zona de su puerta de embarque él pudo comprobar, no sin sentirse algo
decepcionado, que iban a compartir vuelo con la señora entrada en carnes y los
dos niños repelentes que había visto hacía un rato a la entrada del aeropuerto
estando esperando que su acompañante llegara.
– Parece que vamos
a tener buena compañía en el vuelo. – Dijo ella con sorna señalando sutilmente
con la cabeza a la mujer y a los dos críos.
– Mira que no
habrá vuelos para que puedan escoger que han tenido que decidirse por este.
¡Hay que joderse! – Dijo él, sintiéndolo de verdad, y deseando internamente que
no se sentaran cerca de ellos en el avión.
– Imagínate que se
sientan detrás de nosotros. – Añadió ella, como si le hubiera leído el
pensamiento, y esbozando una sonrisa burlona y divertida en su hermosa cara.
– No lo digas ni
en broma por favor.
– Estaría bien.
Sería un vuelo entretenido. – Dijo ella irónicamente.
– Sí. Ni en
Disneyland lo pasaríamos mejor. Fíjate que estoy pensando en decirles que si
quieren hacer el viaje con nosotros. – Contestó él, pasando también a emplear
un tono irónico y de broma para reírse un rato.
Poco después de su
llegada a la zona de su puerta de embarque, donde ya estaban congregadas todas
las personas con las que se suponía iban a compartir vuelo, las azafatas de la
compañía aérea empezaron a llamar y avisar a los que iban en el vuelo de las
condiciones de embarque. Primero embarcarían las personas con necesidades
especiales de movilidad, como silla de ruedas y demás, que no había ninguna,
por tanto se podrían haber ahorrado el aviso; en segundo lugar subirían al
avión los portadores de tarjeta Premium de la compañía, es decir esas personas
que ya fuera por cuestiones de trabajo o por todo lo contrario, no dar palo al
agua, volaban más a menudo; a continuación aquellas personas que volarían en
bussines, como era su caso; por último lo harían el resto de pasajeros, para lo
cual la gente iba tomando posiciones para no ser de los últimos en entrar y por
tanto poder colocar sus pertenencias de mejor manera y más amplia en los
compartimentos de cabina destinados a bolsas de viaje y demás enseres
personales.
Siempre que
llegaba a ese punto en los aeropuertos, él contemplaba durante unos minutos,
hasta que de verdad empezaba el momento del embarque, cómo la gente que no
tenía preferencia a la hora de entrar se mataba, metía el codo y empujaba por
conseguir ponerse lo más delante posible en la cola para subir al avión, a
pesar de que todo el mundo tiene asignado una asiento determinado y por tanto
no hay riesgo de que nadie se lo usurpe. Mientras llegaba su turno para
embarcar, ya que había un puñado de personas delante de ellos dos con
preferencia de embarque, pensó que los españoles son los seres humanos más
agonías que hay, siempre quieren ser los primeros, aun cuando no se juega uno
nada sino simplemente el subir a un avión, ¡cómo se subir antes o después conllevara
algún mérito! Eso sí, a la hora de trabajar eso de darse prisa, vida y ponerle
ganas no iba con ellos. También se dio cuenta que sus peores presagios se
cumplían y la señora y los dos críos repelentes e insoportables, coloquialmente
hablando niños con una buena colleja, también subían a la vez que ellos y por
tanto tenían asientos en business.
– ¡Qué buen viaje
vas a tener! – Le comentó ella al oído, simulando que le daba un beso, que en
realidad también le dio.
– ¡Madre mía!, –
suspiró él – espero que no se sienten detrás nuestro porque si no, no sé cómo
va a acabar este vuelo.
Una vez dentro del
avión ocuparon sus asientos. Antes que ellos habían subido la mujer entrada en
carnes y los dos críos, que seguían cada uno a lo suyo: uno con la consola y el
otro trasteando y no haciendo ni puñetero caso a la mujer. Muy hábil fue ella
al cederle a él el puesto de ventanilla cuando éste se lo pidió, ya que él no
se había dado cuenta de que iban a ir sentado justo delante de estos tres
personajes curiosos. Más concretamente a él le tocó sentarse delante del crío
más repelente, el que no paraba de hacer gamberradas, de moverse y de gritar de
vez en cuando, haciendo que la mujer muchas veces le echara una mirada que si
fuera capaz de lanzar rayos láser, ya habría desintegrado varias veces al
chaval. Ella sin embargo se sentó delante de la señora. Cuando él se dio cuenta
de la jugada maestra que ella había hecho intentó enfadarse un poco, lo que
pasa es que viéndola a ella reírse de él de esa manera tan ostentosa y sin
vergüenza alguna, no pudo más que esbozar una mueca de resignación y aceptación
de la derrota.
– Pues parece que
sí vamos a tener un viaje divertido. – Dijo él mirándola de soslayo una vez se
sentaron en sus respectivos asientos.
– Ya te lo dije.
Tenía un presentimiento. – Dijo ella mientras se giraba un poco para poder
mirarle de frente.
– Pues ya podrías
presentir qué combinación es la ganadora en el Euromillones y hacernos ricos. –
Añadió él, con algo de sorna, sin todavía mirarla fijamente, como haciéndose el
ofendido y el engañado con el asiento.
– Bueno en todo
caso la que se haría millonaria sería yo, ¿no?
– Sí claro. Pero
supongo que compartirías algo conmigo después de todo, ¿o no? – Ahora sí se
había girado también él y la miraba a los ojos.
– Pues no sé yo.
Lo más probable es que marchara a una isla tropical, me comprara una casa cerca
de una playa desierta y paradisiaca y me pasara todo el día en bañador, o quizá
desnuda, no lo sé. – Dijo ella ahondando en los ojos de él, mostrándose juguetona,
entornando sus propios ojos para que él no pudiera contemplarlos en toda su
magnitud.
– Ah, muy bonito
señorita. Estarías para verte. O mejor dicho para otra cosa que no voy a decir
aquí porque nos puede oír alguien y acusarnos de escándalo público.
– Hombre quizá
algo si te daría, una pequeña propina por los servicios prestados durante estos
últimos años. – Dijo ella, poniendo aún más cara de pilla que la que tenía.
Demostrando que estaba jugando con él.
– ¿Servicios
prestados? ¿Qué soy, un camarero? ¿Un mayordomo? – Preguntó él, siguiendo ese
juego de ironía, de bromas continuas, intentando aguantarse la risa y las ganas
de besarla de nuevo.
– Sí, algo
parecido. Porque de juguete sexual no me vales.
– ¿Ah no? Pero si
hace unos minutos me decías que te había hecho sentir lo que ningún hombre
hasta ahora. Y además en la cama no parece que no te sirva la verdad.
– Ya sabes que me
gusta bastante exagerar....y fingir. – Al decir esto último desvió un poco su
mirada de los ojos de él; fingió ponerse seria y levantó una ceja como para
dejar constancia de la veracidad de sus palabras.
– ¿Cómo fingir? –
Preguntó él, ahora sí desconcertado por no apreciar que ella seguía jugando con
él, aunque de manera diferente, con un cambio de actitud.
A decir esto último
él, ella se echó a reír abiertamente. Fue una risa sincera, profunda, diáfana,
que demostraba que estaba feliz allí en ese avión. Él al verse rodeado por esa
risa tan blanca, tanto como la luz que envolvía al avión allí plantado en la
pista del aeropuerto de Madrid y que se filtraba a través de las ventanillas
del mismo, también terminó por echarse a reír, aunque de manera menos
ostensible, y terminó por darse cuenta que todo el rato ella había estado
jugando con él, en cierto modo vacilándolo. Él acabó antes de reír, y cuando
ella empezaba a hacerlo y la carcajada ya sólo era sonrisa la besó de nuevo,
como había hecho nada más verla aquella mañana a la entrada del aeropuerto.
– Hombre, lo has
vuelto a hacer señor iceberg. – Dijo ella, sobresaltada de nuevo por la pasión
que él había puesto en el beso.
– Y más veces que
me vas a ver hacerlo a partir de hoy señorita, porque no puedo resistirme a
mirarte y no comerte a besos. – Añadió él todavía algo nervioso por verse
haciendo eso que tantas veces se había reprimido en hacer.
– Bueno, bueno,
¿pero también me dejarás que de vez en cuando te bese yo no?
– Sabes que siempre
puedes hacerlo, incluso en los lugares y momentos más inoportunos.
Caronte.
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