martes, 10 de marzo de 2015

El Vals del Emperador (VI)

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Todavía llevaba consigo esa tarjeta. Siempre iba guardada en su cartera, ya fuera en el bolsillo delantero del pantalón o en alguno de los bolsillos interiores de la chaqueta o abrigo que se pusiera. Esa tarjeta suponía muchos recuerdos, pero ante todo un cambio muy importante en su vida, un cambio que le hizo por fin querer a una mujer, amarla hasta los huesos y sentir lo que nunca había sentido en sus casi cuarenta años de vida: necesidad de amar y deseo más allá de lo físico. La tarjeta simbolizaba además un cambio importante en su vida, una especie de seguridad ante el mundo que antes de ella no existía. Ella, esa mujer con la que se iba a Viena, era para él la liberación total y completa de su alma, un salto al vacío temerario pero con la seguridad, o al menos eso es lo que él sentía, de tener alguien a su lado en ese salto, alguien que actuaba de ángel protector, de salvaguarda, de paracaídas.

Ella eliminó el vértigo que siempre había sentido ante el sexo opuesto. El empezar a salir con ella, a llamarla a menudo para quedar, ir al teatro, al cine, a cenar o simplemente a pasear en esas tardes larguísimas, casi eternas, que se producen en Madrid en verano y que hacen que la luz no quiera marcharse de la capital de España a ningún otro lugar. Ella volvió a cambiar por completo su vida. Antes la mujeres con las que se terminaba acostando después de una noche larga, llena de música alta y luces bajas o más bien, en algún que otro caso, penumbras, no eran más que medios para dar rienda suelta a su necesidad de contacto físico, de cariño y amor. Aunque sabía que ese cariño y ese amor no eran tales, sino más bien producto de un deseo y una necesidad animales que tenían que ser cubiertas. Como quien come cuando tiene hambre, o quien bebe cuando la sed arrecia, él solía acostarse con la primera mujer que terminaba sintiéndose atraída por él en un bar a las tantas de la noche, tras varias copas.

Esta forma de ser, que hasta hacía algo más de dos años llevaba, no era la que más le gustaba. No se sentía a gusto haciendo lo que hacía. Le parecía cretino acostarse con una mujer simplemente por el hecho de cubrir una necesidad sexual. No es que lo considerara machista, como podía llegar a entenderse en según qué casos, ya que generalmente las mujeres con las que acababa en la cama siempre daban el paso de pedirle a él que fueran a la casa de ellas, o que él las llevara a la suya; sino que era más bien una especie de asco hacia sí mismo que salía a relucir una vez abandonaba la cama donde había hecho el amor. Asco por sí mismo y por comportarse de una manera que no consideraba digna de sí mismo. Pero las circunstancias personales que habían ocurrido en su pasado le llevaron en su día a tomar esa decisión. Era comportarse como un cretino y tirarse cada noche que salía a una mujer diferente siempre que ellas quisieran, o haber seguido virgen muchos años, sin un miserable contacto físico con una mujer, sin sentir ese calor correr por sus venas y distribuirse por todo su cuerpo, esa excitación física que impide pensar a las personas, más probablemente a los hombres que a las mujereas, en nada que no sea desnudar a quien se tiene enfrente y besar, oler y saborear todas las partes de ese cuerpo desnudo.

Poco a poco el aeropuerto se iba llenando de gente y la luz del sol entraba por los grandes ventanales acristalados de la Terminal 4 llenado de luz todo el espacio diáfano e iluminando el techo de bambú, los suelos brillantes y pulidos y las estructuras que sustentan la cubierta. Dio la casualidad que su puerta de embarque estaba en la otra punta de la terminal, justo en el lado opuesto a donde se habían estado tomando el café y el té para hacer tiempo hasta que se concedieran las puertas de embarque. Se cruzaron todo el aeropuerto y fueron viendo todo el espectáculo que allí se desarrollaba: parejas que iniciaban como ellos un viaje probablemente hacia climas más cálidos que el europeo por esas fechas, familias enteras que se marchaban a pasar la Nochevieja lejos del hogar y cambiar así un poco la rutina de todos los años, ejecutivos ataviados con el disfraz típico de su profesión – traje oscuro, corbata sosa, zapatos relucientes, gemelos en los puños almidonados de las camisas, y camisas perfectamente planchadas y de un blanco nuclear – que no paraban de consultar en sus teléfonos móviles de última generación el estado de sus acciones y muy probablemente ignorando los mensajes de despedida de sus respectivas parejas si es que las tenían. Vieron también un grupo de curas que por su indumentaria y aspecto físico parecía que iban a ir a África o a Iberoamérica a pasar una larga temporada ayudando a aquellos que más lo necesitaban.

Un vez llegaron a la zona de su puerta de embarque él pudo comprobar, no sin sentirse algo decepcionado, que iban a compartir vuelo con la señora entrada en carnes y los dos niños repelentes que había visto hacía un rato a la entrada del aeropuerto estando esperando que su acompañante llegara.

– Parece que vamos a tener buena compañía en el vuelo. – Dijo ella con sorna señalando sutilmente con la cabeza a la mujer y a los dos críos.
– Mira que no habrá vuelos para que puedan escoger que han tenido que decidirse por este. ¡Hay que joderse! – Dijo él, sintiéndolo de verdad, y deseando internamente que no se sentaran cerca de ellos en el avión.
– Imagínate que se sientan detrás de nosotros. – Añadió ella, como si le hubiera leído el pensamiento, y esbozando una sonrisa burlona y divertida en su hermosa cara.
– No lo digas ni en broma por favor.
– Estaría bien. Sería un vuelo entretenido. – Dijo ella irónicamente.
– Sí. Ni en Disneyland lo pasaríamos mejor. Fíjate que estoy pensando en decirles que si quieren hacer el viaje con nosotros. – Contestó él, pasando también a emplear un tono irónico y de broma para reírse un rato.

Poco después de su llegada a la zona de su puerta de embarque, donde ya estaban congregadas todas las personas con las que se suponía iban a compartir vuelo, las azafatas de la compañía aérea empezaron a llamar y avisar a los que iban en el vuelo de las condiciones de embarque. Primero embarcarían las personas con necesidades especiales de movilidad, como silla de ruedas y demás, que no había ninguna, por tanto se podrían haber ahorrado el aviso; en segundo lugar subirían al avión los portadores de tarjeta Premium de la compañía, es decir esas personas que ya fuera por cuestiones de trabajo o por todo lo contrario, no dar palo al agua, volaban más a menudo; a continuación aquellas personas que volarían en bussines, como era su caso; por último lo harían el resto de pasajeros, para lo cual la gente iba tomando posiciones para no ser de los últimos en entrar y por tanto poder colocar sus pertenencias de mejor manera y más amplia en los compartimentos de cabina destinados a bolsas de viaje y demás enseres personales.

Siempre que llegaba a ese punto en los aeropuertos, él contemplaba durante unos minutos, hasta que de verdad empezaba el momento del embarque, cómo la gente que no tenía preferencia a la hora de entrar se mataba, metía el codo y empujaba por conseguir ponerse lo más delante posible en la cola para subir al avión, a pesar de que todo el mundo tiene asignado una asiento determinado y por tanto no hay riesgo de que nadie se lo usurpe. Mientras llegaba su turno para embarcar, ya que había un puñado de personas delante de ellos dos con preferencia de embarque, pensó que los españoles son los seres humanos más agonías que hay, siempre quieren ser los primeros, aun cuando no se juega uno nada sino simplemente el subir a un avión, ¡cómo se subir antes o después conllevara algún mérito! Eso sí, a la hora de trabajar eso de darse prisa, vida y ponerle ganas no iba con ellos. También se dio cuenta que sus peores presagios se cumplían y la señora y los dos críos repelentes e insoportables, coloquialmente hablando niños con una buena colleja, también subían a la vez que ellos y por tanto tenían asientos en business.

– ¡Qué buen viaje vas a tener! – Le comentó ella al oído, simulando que le daba un beso, que en realidad también le dio.
– ¡Madre mía!, – suspiró él – espero que no se sienten detrás nuestro porque si no, no sé cómo va a acabar este vuelo.

Una vez dentro del avión ocuparon sus asientos. Antes que ellos habían subido la mujer entrada en carnes y los dos críos, que seguían cada uno a lo suyo: uno con la consola y el otro trasteando y no haciendo ni puñetero caso a la mujer. Muy hábil fue ella al cederle a él el puesto de ventanilla cuando éste se lo pidió, ya que él no se había dado cuenta de que iban a ir sentado justo delante de estos tres personajes curiosos. Más concretamente a él le tocó sentarse delante del crío más repelente, el que no paraba de hacer gamberradas, de moverse y de gritar de vez en cuando, haciendo que la mujer muchas veces le echara una mirada que si fuera capaz de lanzar rayos láser, ya habría desintegrado varias veces al chaval. Ella sin embargo se sentó delante de la señora. Cuando él se dio cuenta de la jugada maestra que ella había hecho intentó enfadarse un poco, lo que pasa es que viéndola a ella reírse de él de esa manera tan ostentosa y sin vergüenza alguna, no pudo más que esbozar una mueca de resignación y aceptación de la derrota.

– Pues parece que sí vamos a tener un viaje divertido. – Dijo él mirándola de soslayo una vez se sentaron en sus respectivos asientos.
– Ya te lo dije. Tenía un presentimiento. – Dijo ella mientras se giraba un poco para poder mirarle de frente.
– Pues ya podrías presentir qué combinación es la ganadora en el Euromillones y hacernos ricos. – Añadió él, con algo de sorna, sin todavía mirarla fijamente, como haciéndose el ofendido y el engañado con el asiento.
– Bueno en todo caso la que se haría millonaria sería yo, ¿no?
– Sí claro. Pero supongo que compartirías algo conmigo después de todo, ¿o no? – Ahora sí se había girado también él y la miraba a los ojos.
– Pues no sé yo. Lo más probable es que marchara a una isla tropical, me comprara una casa cerca de una playa desierta y paradisiaca y me pasara todo el día en bañador, o quizá desnuda, no lo sé. – Dijo ella ahondando en los ojos de él, mostrándose juguetona, entornando sus propios ojos para que él no pudiera contemplarlos en toda su magnitud.
– Ah, muy bonito señorita. Estarías para verte. O mejor dicho para otra cosa que no voy a decir aquí porque nos puede oír alguien y acusarnos de escándalo público.
– Hombre quizá algo si te daría, una pequeña propina por los servicios prestados durante estos últimos años. – Dijo ella, poniendo aún más cara de pilla que la que tenía. Demostrando que estaba jugando con él.
– ¿Servicios prestados? ¿Qué soy, un camarero? ¿Un mayordomo? – Preguntó él, siguiendo ese juego de ironía, de bromas continuas, intentando aguantarse la risa y las ganas de besarla de nuevo.
– Sí, algo parecido. Porque de juguete sexual no me vales.
– ¿Ah no? Pero si hace unos minutos me decías que te había hecho sentir lo que ningún hombre hasta ahora. Y además en la cama no parece que no te sirva la verdad.
– Ya sabes que me gusta bastante exagerar....y fingir. – Al decir esto último desvió un poco su mirada de los ojos de él; fingió ponerse seria y levantó una ceja como para dejar constancia de la veracidad de sus palabras.
– ¿Cómo fingir? – Preguntó él, ahora sí desconcertado por no apreciar que ella seguía jugando con él, aunque de manera diferente, con un cambio de actitud.

A decir esto último él, ella se echó a reír abiertamente. Fue una risa sincera, profunda, diáfana, que demostraba que estaba feliz allí en ese avión. Él al verse rodeado por esa risa tan blanca, tanto como la luz que envolvía al avión allí plantado en la pista del aeropuerto de Madrid y que se filtraba a través de las ventanillas del mismo, también terminó por echarse a reír, aunque de manera menos ostensible, y terminó por darse cuenta que todo el rato ella había estado jugando con él, en cierto modo vacilándolo. Él acabó antes de reír, y cuando ella empezaba a hacerlo y la carcajada ya sólo era sonrisa la besó de nuevo, como había hecho nada más verla aquella mañana a la entrada del aeropuerto.

– Hombre, lo has vuelto a hacer señor iceberg. – Dijo ella, sobresaltada de nuevo por la pasión que él había puesto en el beso.
– Y más veces que me vas a ver hacerlo a partir de hoy señorita, porque no puedo resistirme a mirarte y no comerte a besos. – Añadió él todavía algo nervioso por verse haciendo eso que tantas veces se había reprimido en hacer.
– Bueno, bueno, ¿pero también me dejarás que de vez en cuando te bese yo no?
– Sabes que siempre puedes hacerlo, incluso en los lugares y momentos más inoportunos.

Caronte.

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