domingo, 22 de marzo de 2015

El Vals del Emperador (XI)

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(Continúa de la entrada anterior)

En ese momento, justo cuando ella le estaba acariciando el hombro y cogiéndole con su otra mano una de las viejas y arrugadas manos del viejo, volvió en sí. Abrió de nuevo los ojos. Unos ojos más brillantes que antes, húmedos, preparados para lo que pudiera venir a continuación en la historia que les estaba relatando.

– No se preocupen por mí, sólo soy un viejo muy mayor al que se le acumulan los recuerdos y que muchas veces es vencido por alguno de ellos. Son los recuerdos de mi mujer los que más alegrías me devuelven, pero también los que más dolor y sufrimiento me causan muchas veces. Dolor por su pérdida, y sufrimiento por el tiempo, los años, que tuve que verla irse poco a poco sin poder yo hacer nada, simplemente contemplar impotente como la enfermedad se la llevaba poco a poco, me la arrebataba de la manera más cruel: dejando que viese como su vida, su alegría por vivir y su fuerza se iban extinguiendo; dejando que se marchara lentamente haciendo que todos los que estábamos a su alrededor sufriéramos tantísimo.
>> A mi mujer la detectaron cáncer de mama apenas cuatro años después de que nuestra hija pequeña, Olivia, acabara la universidad. Todavía era joven Hannah y aquella noticia, aunque quiso siempre demostrar públicamente que la asumió con entereza y determinación de superar aquel grandioso obstáculo, hizo mella en ella. Supe que cuando el médico del Hospital General de Viena nos comunicó la noticia, ésta fue un tremendo mazado en Hannah. No nos lo esperábamos. Todo hasta entonces había sido normal, además no había antecedentes en su familia de casos similares. Los médicos nos dijeron que había posibilidades de superar aquello, pero que Hannah, sin falta debía empezar el tratamiento.
>> Aquello cambió por completo nuestra vida. Hannah tuvo que aminorar su vertiginosa carrera académica y de investigación. No dejó de dar clase salvo cuando el tratamiento podía con ella y no era ni siquiera capaz de levantarse de la cama para ir al servicio. Como pueden imaginarse en aquella época la medicina y los tratamientos de lucha contra el cáncer no estaban tan avanzados como a día de hoy. Los médicos me dijeron a mí a solas que el tratamiento iba a ser muy duro, que mi mujer iría perdiendo poco a poco el pelo, el apetito y las fuerzas, incluso las ganas de hacer nada. El pelo y el apetito sí que los perdió, pero los médicos no sabían que Hannah ante todo era una mujer que siempre sacó fuerzas de donde ninguno de los que la conocíamos creíamos que las tenía guardadas. Casi nunca perdió la sonrisa, y cada vez que algún amigo venía a casa a preguntar por ella, Hannah siempre le contestaba: “no lo ves, mejor que nunca” y sonreía de tal manera que podía haber iluminado hasta la más tétrica de las cuevas.
>> A medida que el tratamiento avanzaba los médicos, que sólo hablaban conmigo para que fuera yo quien decidiera qué información dar a Hannah y cuál ocultar, me decían que parecía que el cáncer estaba siendo vencido. Para mí ver a mi mujer sacar fuerzas para cada vez que me veía sonreírme me partía el alma. Yo intentaba no llorar delante de ella, ni de mis hijas cada vez que venían a Viena desde Madrid, París o cualquier rincón del mundo; pero a veces me era imposible y terminaba derrumbándome con mi hija mayor o a solas si ésta estaba en Madrid.
>> Mis hijas también recibieron la noticia como un jarro de agua fría. No se imaginaban a su madre enferma, pocas veces lo había estado nunca, y mucho menos con cáncer, esa enfermedad que era prácticamente sinónimo de muerte en aquellos años. Creo que para ella siempre fue más duro estar lejos de Viena en aquella época, pero también supongo que si hubieran estado aquí hubiera sido peor, sobre todo para la mediana, Claudia, que adoraba a su madre y la tenía en un pedestal como modelo a seguir, ya que hubiera visto la degradación paulatina que fue teniendo.
>> Pero esta primera prueba acabó. Los médicos me aseguraron que el cáncer había sido superado. Mi mujer al final del tratamiento, de los diferentes ciclos de sesiones que la tuvieron que dar durante casi un año, estaba irreconocible. Totalmente calva, la piel de un blanco mortecino, los ojos hinchados y muy saltones en una cabeza que más que humana parecía de un esqueleto, y su cuerpo muy menudo y prácticamente sin fuerzas para nada. Los últimos meses de tratamiento fueron los peores. Tuvo que dejar la universidad y se pasaba casi todo el día postrada o en la cama o en un sillón en el salón. Apenas hablábamos, no tenía fuerzas ni para eso. De esa época recuerdo un silencio sepulcral en mi casa. Silencio y soledad, porque a pesar de que mi mujer estaba allí, era como si no estuviera, era una presencia ausente.
>> Una vez acabó el tratamiento Hannah poco a poco se fue recuperando. Empezó a comer algo más, estaba más animada, dejó de pasar casi todo el tiempo en la cama o en el sillón y empezamos a salir a la calle a dar paseos por el barrio donde la gente la saludaba y la mostraba su afecto y cariño. Vinieron incluso algunos alumnos de la universidad para interesarse por ella, algo que creo que le hizo mucho bien. También le hizo mucho bien que en el plazo de dos meses nuestras dos hijas mayores nos anunciaran que íbamos a ser abuelos. Eso sí que la ilusionó y la llenó de fuerzas de nuevo. Casi de golpe y como si se hubiera obrado un milagro, recuperó el color de la piel, engordó un poco y el pelo empezó a tupirle de nuevo la cabeza.
>> El embarazo de mis dos hijas mayores fue la mejor noticia que pudimos recibir. Iluminó nuestras vidas después de unos meses muy duros y complejos. Como Hannah estaba todavía muy débil como para moverse o estar viajando a Madrid y a París para ver a nuestras hijas, fueron ellas las que vinieron un par de veces. El saber que íbamos a ser abuelos nos dio algo en lo que pensar e ilusionarnos y nos permitió ir dejando poco a poco el calvario del cáncer, que no obstante seguía periódicamente presente debido a las revisiones a las que se tenía que someter mi mujer. Para Hannah ver a sus dos hijas mayores tan felices con sus maridos, y con esas tripas que cada vez que las veíamos estaban más gordas e infladas.
>> Para cuando dieron a luz nuestras hijas, Hannah estaba muy bien ya. El pelo, sin llegar a la longitud que tenía antes de que se le cayera del todo, le había crecido bastante y tenía ya una melena corta. Su cuerpo aunque no llegó nunca a recuperar su volumen anterior sí logró ser de nuevo fuerte. Gracias a esa recuperación pudimos viajar tanto a Paris como a Madrid para conocer a nuestros nietos, que habían sido ambos varones. Como broma les diré que a ninguno le pusieron mi nombre.
>> Mis hijas decidieron celebrar el primer año de sus hijos, nuestros nietos, a la vez, en una fecha intermedia entre ambas, en Viena con nosotros. Cuando supimos su intención nos pusimos como locos para preparar todo para que todos se pudieran alojar en nuestra casa, algo apretados pero juntos. Una semana antes de que llegaran, tuvimos que ir al médico porque mi mujer se encontraba un poco mal. Pensábamos que podía ser una gripe muy fuerte que en aquellas fechas estaba llenando los hospitales de Austria. Sin embargo cuando los médicos nos dijeron que el cáncer había vuelto mi mujer y yo envejecimos de golpe una eternidad, sobre todo Hannah que tras esa noticia, en casa se derrumbó y empezó a romper cosas, a tirar libros de historia por el suelo, a romper recuerdos, tazas, platos y fotografías. Nunca la había visto así. No podía pararla. Me llevé más de un golpe hasta que conseguí agarrarla con los dos brazos y atraerla hacia mí. La abrace e intenté que se calmara. La pesadilla volvía a empezar.
>> El cáncer es así de traicionero, a veces parece que se esconde para luego aparecer y hacer más daño aún. Los médicos dijeron que había que retomar el tratamiento de manera inmediata, sin perder ni un segundo, para intentar atajarlo. Esto se lo dijeron a Hannah, pero lo que sólo me dijeron a mí es que en aquella ocasión había muy pocas posibilidades de que se superara el cáncer. No quise creerles. Sabía que Hannah era una mujer muy fuerte, que iba a luchar con todas sus fuerzas para que el cáncer se fuera definitivamente de nuestras vidas.
>> Cuando mis hijas llegaron para celebrar el primer año de mis nietos no les dijimos nada hasta que la fiesta había acabado, y sólo se les dijo lo que los médicos le habían dicho a Hannah, lo que me habían dicho a mí, preferí no contarlo. Cuando supieron la noticia Olivia se derrumbó; María aguantó más el tipo, quizá porque era la mayor y la más austríaca de las tres en cuanto carácter, pero también se la notó muy tocada. La pequeña también, aunque por haber estudiado Farmacia, y saber algo de medicina, me llevó a la cocina y me dijo que qué es lo que habían dicho los médicos de verdad. Se lo tuve que contar. Prometió guardarme el secreto. Pero no era el único secreto que había sobrevolando la casa aquel día. Fue Olivia, la pequeña la que nos sorprendió a todos diciendo que estaba embarazada de su pareja, que no pudo estar allí por encontrarse en Malí con la ONG. La noticia generó una felicidad amarga, pero fue una gota de esperanza muy necesitada.
>> Pero mi mujer cada día iba a peor. El tratamiento fue mucho más duro que la primera vez. Desde casi el principio de las sesiones Hannah tuvo que dejar la Universidad, y yo pedí un permiso en el instituto para poder atender a mi mujer todo el tiempo que fuera posible. No quería separarme de su lado ni un solo segundo. Por lo que los médicos me decían el cáncer no remitía, no daba señales de ir debilitándose, más bien todo lo contrario. Los meses pasaron y mi mujer ya no parecía tener vida en sí misma, era un esqueleto viviente. Llegó un momento en que decidí que se quedara en el hospital ingresada para seguir allí el tratamiento. Hannah estaba muy débil. Veía que la estaba perdiendo y que no podía hacer absolutamente nada para evitarlo. Me sentí impotente, inútil. Muchas veces en aquellos días me pregunté si en casos así merece la pena seguir alargando esa agonía en vano, sin esperanza.
>> Verse en el hospital día y noche provocó en Hannah una gran desilusión. Terminó por perder todo signo de ilusión y de fuerza. Un día me preguntó por la verdad, me dijo que le contara todo lo que desde que los médicos habían vuelto a detectar el cáncer le había ocultado. Así lo hice. No pude reprimir las lágrimas. Cuando acabé por contarle todo, me dijo que quería hablar con los médicos. No quería seguir sufriendo el tratamiento infernal que terminaba quemándola por dentro.
>> Los médicos nos advirtieron de que sin el tratamiento a Hannah apenas la quedarían un par de meses de vida. Pero cuando yo les pregunté que si con él ella viviría, ellos me dijeron que no. La decisión estaba tomada. Hannah no quiso seguir con el tratamiento y pidió volver a casa, a su cama, a nuestra cama, donde tantos buenos momentos vivimos y tan buenos recuerdos le traía.
>> Nuestras hijas siguieron todo el proceso día a día desde que ingresamos a Hannah en el hospital. Venían a menudo a Viena a ver a su madre. Ni un solo día estuvo sola en el hospital, aparte de mí, sus hermanos, sus sobrinos mayores, mis hijas que se turnaban para ir a Viena, mucha gente iba a ver a Hannah al hospital. Al menos sintió el cariño de la gente que la quería. Me quedó con eso sobre todo.
>> Una vez instalada de nuevo en nuestra casa Hannah pareció recobrar algo el ánimo. Pero siguió yéndose poco a poco. En la habitación se instaló un equipo médico de seguimiento para ir controlándola y alimentándola por vía intravenosa porque no tenía ni fuerzas para comer. Verla allí postrada, en la misma cama donde tantas noches hicimos el amor, donde muchas mañanas cuando mis hijas eran muy pequeñas éstas aparecían y se metían con nosotros a despertarnos, me rompía el corazón. Siempre que estaba con Hannah intentaba parecer contento, sonreír, para que ella no me viera triste, pero los días eran un suplicio, todos grises, todos llenos de pena y recuerdos. La casa se me caía encima.
>> Un par de semanas antes de que todo acabara los médicos decidieron suministrarla sedación para intentar paliar los dolores y el malestar. Hannah ya no era más que huesos recubiertos de carne. Era apenas un espectro de lo que fue. Mis dos hijas mayores vinieron y se instalaron también en Viena para estar con su madre en los últimos momentos que todos sabíamos que estaban cerca. Mi hija pequeña, Olivia, no pudo venir estaba a punto de dar a luz y los médicos la desaconsejaban viajar. Eso fue algo muy duro tanto para ella que no pudo despedirse de su madre, como para Hannah, aunque ésta no se enteraba ya de nada de lo que pasaba a su alrededor.
>> Los últimos días fueron los peores. A Hannah lo único que la unía a la vida era un pequeño hilo, muy débil que en cualquier momento se rompería. La agonía fue muy dura, muy cruel. Vi como mi mujer se moría día a día, con dolor a veces, sedada otras. La mayor parte del tiempo estaba completamente dormida; cuando no lo estaba los sonidos y gemidos de dolor que pronunciaba eran superiores a mis fuerzas. Pedí a los médicos que hicieran algo para acabar con esa agonía, con ese sufrimiento, pero no podían hacer nada. ¡Qué cruel es la vida a veces!
>> Mi mujer murió tranquila, después de haberse despedido de todos nosotros: de sus tres hijas, incluso de Olivia con quien pudo hablar por teléfono y escuchar por última vez su voz, y de mí. Todos estuvimos presentes cuando mientras dormía la máquina que llevaba sus constantes vitales anunció que su agonía, su lento pasar a la otra vida había acabado. Los médicos nos aseguraron que no sufrió nada en los últimos instantes, algo que nos reconfortó a todos después de unas semanas horribles que no deseo a nadie. Sin embargo el destino a veces produce situaciones excepcionales en las que la pena y la tristeza por la pérdida de un ser amado y querido se mezclan con noticias de extraordinaria alegría. Cuando iba a llamar a mi hija pequeña para decirla que su madre ya había muerto, sonó el teléfono y al otro lado mi hija llorando me dijo que acababa de ser abuelo. Vida y muerte se dieron cita en mismo día en mi casa. Pena y alegría se juntaron en los momentos más oscuros que vivimos. Nada más escuchar la voz de mi hija diciéndome eso me eché a llorar, y fue ella la que me pregunto, casi afirmando si su madre había fallecido. El silencio fue la respuesta. Mi hija había dado a luz a una pequeña vida, una pequeña mujercita, mi primera nieta, que llevaría en nombre de su abuela: Hannah.

Caronte.

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