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(Continúa de la entrada anterior)
En ese momento,
justo cuando ella le estaba acariciando el hombro y cogiéndole con su otra mano
una de las viejas y arrugadas manos del viejo, volvió en sí. Abrió de nuevo los
ojos. Unos ojos más brillantes que antes, húmedos, preparados para lo que
pudiera venir a continuación en la historia que les estaba relatando.
– No se preocupen
por mí, sólo soy un viejo muy mayor al que se le acumulan los recuerdos y que
muchas veces es vencido por alguno de ellos. Son los recuerdos de mi mujer los
que más alegrías me devuelven, pero también los que más dolor y sufrimiento me
causan muchas veces. Dolor por su pérdida, y sufrimiento por el tiempo, los
años, que tuve que verla irse poco a poco sin poder yo hacer nada, simplemente
contemplar impotente como la enfermedad se la llevaba poco a poco, me la
arrebataba de la manera más cruel: dejando que viese como su vida, su alegría
por vivir y su fuerza se iban extinguiendo; dejando que se marchara lentamente
haciendo que todos los que estábamos a su alrededor sufriéramos tantísimo.
>> A mi
mujer la detectaron cáncer de mama apenas cuatro años después de que nuestra hija
pequeña, Olivia, acabara la universidad. Todavía era joven Hannah y aquella
noticia, aunque quiso siempre demostrar públicamente que la asumió con entereza
y determinación de superar aquel grandioso obstáculo, hizo mella en ella. Supe
que cuando el médico del Hospital General de Viena nos comunicó la noticia,
ésta fue un tremendo mazado en Hannah. No nos lo esperábamos. Todo hasta
entonces había sido normal, además no había antecedentes en su familia de casos
similares. Los médicos nos dijeron que había posibilidades de superar aquello,
pero que Hannah, sin falta debía empezar el tratamiento.
>> Aquello
cambió por completo nuestra vida. Hannah tuvo que aminorar su vertiginosa
carrera académica y de investigación. No dejó de dar clase salvo cuando el tratamiento
podía con ella y no era ni siquiera capaz de levantarse de la cama para ir al
servicio. Como pueden imaginarse en aquella época la medicina y los
tratamientos de lucha contra el cáncer no estaban tan avanzados como a día de
hoy. Los médicos me dijeron a mí a solas que el tratamiento iba a ser muy duro,
que mi mujer iría perdiendo poco a poco el pelo, el apetito y las fuerzas,
incluso las ganas de hacer nada. El pelo y el apetito sí que los perdió, pero
los médicos no sabían que Hannah ante todo era una mujer que siempre sacó
fuerzas de donde ninguno de los que la conocíamos creíamos que las tenía
guardadas. Casi nunca perdió la sonrisa, y cada vez que algún amigo venía a
casa a preguntar por ella, Hannah siempre le contestaba: “no lo ves, mejor que nunca”
y sonreía de tal manera que podía haber iluminado hasta la más tétrica de las
cuevas.
>> A medida
que el tratamiento avanzaba los médicos, que sólo hablaban conmigo para que
fuera yo quien decidiera qué información dar a Hannah y cuál ocultar, me decían
que parecía que el cáncer estaba siendo vencido. Para mí ver a mi mujer sacar
fuerzas para cada vez que me veía sonreírme me partía el alma. Yo intentaba no
llorar delante de ella, ni de mis hijas cada vez que venían a Viena desde
Madrid, París o cualquier rincón del mundo; pero a veces me era imposible y
terminaba derrumbándome con mi hija mayor o a solas si ésta estaba en Madrid.
>> Mis hijas
también recibieron la noticia como un jarro de agua fría. No se imaginaban a su
madre enferma, pocas veces lo había estado nunca, y mucho menos con cáncer, esa
enfermedad que era prácticamente sinónimo de muerte en aquellos años. Creo que
para ella siempre fue más duro estar lejos de Viena en aquella época, pero
también supongo que si hubieran estado aquí hubiera sido peor, sobre todo para
la mediana, Claudia, que adoraba a su madre y la tenía en un pedestal como
modelo a seguir, ya que hubiera visto la degradación paulatina que fue
teniendo.
>> Pero esta
primera prueba acabó. Los médicos me aseguraron que el cáncer había sido
superado. Mi mujer al final del tratamiento, de los diferentes ciclos de
sesiones que la tuvieron que dar durante casi un año, estaba irreconocible.
Totalmente calva, la piel de un blanco mortecino, los ojos hinchados y muy
saltones en una cabeza que más que humana parecía de un esqueleto, y su cuerpo
muy menudo y prácticamente sin fuerzas para nada. Los últimos meses de
tratamiento fueron los peores. Tuvo que dejar la universidad y se pasaba casi
todo el día postrada o en la cama o en un sillón en el salón. Apenas
hablábamos, no tenía fuerzas ni para eso. De esa época recuerdo un silencio
sepulcral en mi casa. Silencio y soledad, porque a pesar de que mi mujer estaba
allí, era como si no estuviera, era una presencia ausente.
>> Una vez
acabó el tratamiento Hannah poco a poco se fue recuperando. Empezó a comer algo
más, estaba más animada, dejó de pasar casi todo el tiempo en la cama o en el
sillón y empezamos a salir a la calle a dar paseos por el barrio donde la gente
la saludaba y la mostraba su afecto y cariño. Vinieron incluso algunos alumnos
de la universidad para interesarse por ella, algo que creo que le hizo mucho
bien. También le hizo mucho bien que en el plazo de dos meses nuestras dos
hijas mayores nos anunciaran que íbamos a ser abuelos. Eso sí que la ilusionó y
la llenó de fuerzas de nuevo. Casi de golpe y como si se hubiera obrado un
milagro, recuperó el color de la piel, engordó un poco y el pelo empezó a
tupirle de nuevo la cabeza.
>> El
embarazo de mis dos hijas mayores fue la mejor noticia que pudimos recibir.
Iluminó nuestras vidas después de unos meses muy duros y complejos. Como Hannah
estaba todavía muy débil como para moverse o estar viajando a Madrid y a París
para ver a nuestras hijas, fueron ellas las que vinieron un par de veces. El
saber que íbamos a ser abuelos nos dio algo en lo que pensar e ilusionarnos y
nos permitió ir dejando poco a poco el calvario del cáncer, que no obstante
seguía periódicamente presente debido a las revisiones a las que se tenía que
someter mi mujer. Para Hannah ver a sus dos hijas mayores tan felices con sus
maridos, y con esas tripas que cada vez que las veíamos estaban más gordas e
infladas.
>> Para
cuando dieron a luz nuestras hijas, Hannah estaba muy bien ya. El pelo, sin llegar
a la longitud que tenía antes de que se le cayera del todo, le había crecido
bastante y tenía ya una melena corta. Su cuerpo aunque no llegó nunca a
recuperar su volumen anterior sí logró ser de nuevo fuerte. Gracias a esa
recuperación pudimos viajar tanto a Paris como a Madrid para conocer a nuestros
nietos, que habían sido ambos varones. Como broma les diré que a ninguno le
pusieron mi nombre.
>> Mis hijas
decidieron celebrar el primer año de sus hijos, nuestros nietos, a la vez, en
una fecha intermedia entre ambas, en Viena con nosotros. Cuando supimos su
intención nos pusimos como locos para preparar todo para que todos se pudieran
alojar en nuestra casa, algo apretados pero juntos. Una semana antes de que
llegaran, tuvimos que ir al médico porque mi mujer se encontraba un poco mal.
Pensábamos que podía ser una gripe muy fuerte que en aquellas fechas estaba
llenando los hospitales de Austria. Sin embargo cuando los médicos nos dijeron
que el cáncer había vuelto mi mujer y yo envejecimos de golpe una eternidad,
sobre todo Hannah que tras esa noticia, en casa se derrumbó y empezó a romper
cosas, a tirar libros de historia por el suelo, a romper recuerdos, tazas,
platos y fotografías. Nunca la había visto así. No podía pararla. Me llevé más
de un golpe hasta que conseguí agarrarla con los dos brazos y atraerla hacia
mí. La abrace e intenté que se calmara. La pesadilla volvía a empezar.
>> El cáncer
es así de traicionero, a veces parece que se esconde para luego aparecer y
hacer más daño aún. Los médicos dijeron que había que retomar el tratamiento de
manera inmediata, sin perder ni un segundo, para intentar atajarlo. Esto se lo
dijeron a Hannah, pero lo que sólo me dijeron a mí es que en aquella ocasión
había muy pocas posibilidades de que se superara el cáncer. No quise creerles.
Sabía que Hannah era una mujer muy fuerte, que iba a luchar con todas sus
fuerzas para que el cáncer se fuera definitivamente de nuestras vidas.
>> Cuando
mis hijas llegaron para celebrar el primer año de mis nietos no les dijimos
nada hasta que la fiesta había acabado, y sólo se les dijo lo que los médicos
le habían dicho a Hannah, lo que me habían dicho a mí, preferí no contarlo.
Cuando supieron la noticia Olivia se derrumbó; María aguantó más el tipo, quizá
porque era la mayor y la más austríaca de las tres en cuanto carácter, pero
también se la notó muy tocada. La pequeña también, aunque por haber estudiado
Farmacia, y saber algo de medicina, me llevó a la cocina y me dijo que qué es
lo que habían dicho los médicos de verdad. Se lo tuve que contar. Prometió
guardarme el secreto. Pero no era el único secreto que había sobrevolando la
casa aquel día. Fue Olivia, la pequeña la que nos sorprendió a todos diciendo
que estaba embarazada de su pareja, que no pudo estar allí por encontrarse en
Malí con la ONG. La noticia generó una felicidad amarga, pero fue una gota de
esperanza muy necesitada.
>> Pero mi
mujer cada día iba a peor. El tratamiento fue mucho más duro que la primera
vez. Desde casi el principio de las sesiones Hannah tuvo que dejar la
Universidad, y yo pedí un permiso en el instituto para poder atender a mi mujer
todo el tiempo que fuera posible. No quería separarme de su lado ni un solo
segundo. Por lo que los médicos me decían el cáncer no remitía, no daba señales
de ir debilitándose, más bien todo lo contrario. Los meses pasaron y mi mujer
ya no parecía tener vida en sí misma, era un esqueleto viviente. Llegó un
momento en que decidí que se quedara en el hospital ingresada para seguir allí
el tratamiento. Hannah estaba muy débil. Veía que la estaba perdiendo y que no
podía hacer absolutamente nada para evitarlo. Me sentí impotente, inútil.
Muchas veces en aquellos días me pregunté si en casos así merece la pena seguir
alargando esa agonía en vano, sin esperanza.
>> Verse en
el hospital día y noche provocó en Hannah una gran desilusión. Terminó por
perder todo signo de ilusión y de fuerza. Un día me preguntó por la verdad, me
dijo que le contara todo lo que desde que los médicos habían vuelto a detectar
el cáncer le había ocultado. Así lo hice. No pude reprimir las lágrimas. Cuando
acabé por contarle todo, me dijo que quería hablar con los médicos. No quería
seguir sufriendo el tratamiento infernal que terminaba quemándola por dentro.
>> Los
médicos nos advirtieron de que sin el tratamiento a Hannah apenas la quedarían
un par de meses de vida. Pero cuando yo les pregunté que si con él ella
viviría, ellos me dijeron que no. La decisión estaba tomada. Hannah no quiso
seguir con el tratamiento y pidió volver a casa, a su cama, a nuestra cama,
donde tantos buenos momentos vivimos y tan buenos recuerdos le traía.
>> Nuestras
hijas siguieron todo el proceso día a día desde que ingresamos a Hannah en el
hospital. Venían a menudo a Viena a ver a su madre. Ni un solo día estuvo sola
en el hospital, aparte de mí, sus hermanos, sus sobrinos mayores, mis hijas que
se turnaban para ir a Viena, mucha gente iba a ver a Hannah al hospital. Al
menos sintió el cariño de la gente que la quería. Me quedó con eso sobre todo.
>> Una vez
instalada de nuevo en nuestra casa Hannah pareció recobrar algo el ánimo. Pero
siguió yéndose poco a poco. En la habitación se instaló un equipo médico de
seguimiento para ir controlándola y alimentándola por vía intravenosa porque no
tenía ni fuerzas para comer. Verla allí postrada, en la misma cama donde tantas
noches hicimos el amor, donde muchas mañanas cuando mis hijas eran muy pequeñas
éstas aparecían y se metían con nosotros a despertarnos, me rompía el corazón.
Siempre que estaba con Hannah intentaba parecer contento, sonreír, para que
ella no me viera triste, pero los días eran un suplicio, todos grises, todos
llenos de pena y recuerdos. La casa se me caía encima.
>> Un par de
semanas antes de que todo acabara los médicos decidieron suministrarla sedación
para intentar paliar los dolores y el malestar. Hannah ya no era más que huesos
recubiertos de carne. Era apenas un espectro de lo que fue. Mis dos hijas
mayores vinieron y se instalaron también en Viena para estar con su madre en
los últimos momentos que todos sabíamos que estaban cerca. Mi hija pequeña,
Olivia, no pudo venir estaba a punto de dar a luz y los médicos la
desaconsejaban viajar. Eso fue algo muy duro tanto para ella que no pudo
despedirse de su madre, como para Hannah, aunque ésta no se enteraba ya de nada
de lo que pasaba a su alrededor.
>> Los
últimos días fueron los peores. A Hannah lo único que la unía a la vida era un
pequeño hilo, muy débil que en cualquier momento se rompería. La agonía fue muy
dura, muy cruel. Vi como mi mujer se moría día a día, con dolor a veces, sedada
otras. La mayor parte del tiempo estaba completamente dormida; cuando no lo
estaba los sonidos y gemidos de dolor que pronunciaba eran superiores a mis
fuerzas. Pedí a los médicos que hicieran algo para acabar con esa agonía, con
ese sufrimiento, pero no podían hacer nada. ¡Qué cruel es la vida a veces!
>> Mi mujer
murió tranquila, después de haberse despedido de todos nosotros: de sus tres
hijas, incluso de Olivia con quien pudo hablar por teléfono y escuchar por
última vez su voz, y de mí. Todos estuvimos presentes cuando mientras dormía la
máquina que llevaba sus constantes vitales anunció que su agonía, su lento
pasar a la otra vida había acabado. Los médicos nos aseguraron que no sufrió
nada en los últimos instantes, algo que nos reconfortó a todos después de unas
semanas horribles que no deseo a nadie. Sin embargo el destino a veces produce
situaciones excepcionales en las que la pena y la tristeza por la pérdida de un
ser amado y querido se mezclan con noticias de extraordinaria alegría. Cuando
iba a llamar a mi hija pequeña para decirla que su madre ya había muerto, sonó
el teléfono y al otro lado mi hija llorando me dijo que acababa de ser abuelo.
Vida y muerte se dieron cita en mismo día en mi casa. Pena y alegría se juntaron
en los momentos más oscuros que vivimos. Nada más escuchar la voz de mi hija
diciéndome eso me eché a llorar, y fue ella la que me pregunto, casi afirmando
si su madre había fallecido. El silencio fue la respuesta. Mi hija había dado a
luz a una pequeña vida, una pequeña mujercita, mi primera nieta, que llevaría
en nombre de su abuela: Hannah.
Caronte.
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