*********************************************************************************
Pasaron muchas
noches sin que la chica volviera por el local en el que la vio por primera vez.
Todas las noches que volvía les preguntaba a los camareros si había aparecido
por allí las noches que él no se había pasado por estar fuera de Madrid por
cuestiones de trabajo, o simplemente porque no encontraba la valía para ir a
buscarla y tentar a la suerte para que volvieran a encontrarse y sus miradas
cruzarse de nuevo en la penumbra del bar. Los camareros, cada vez que volvía y
ella no estaba le comunicaban el informe de los días anteriores y de si ella
había estado por allí, y lo había estado si lo había hecho sola o acompañada.
El más veterano de los camareros, que era con el que más confianza tenía le
comentó una de las noches que fue a ver si ella estaba por allí:
– Parece que esa
chica te ha dejado una espina clavada en el alma.
– No sé lo que ha
dejado clavado en mi alma, ni tan siquiera si ha dejado algo. Lo que sí sé es
que desde que la vi hace unas noches y mi mirada se cruzó con la suya solo soy
capaz de verla a ella, de pensar que podría cruzarme de nuevo con esa mirada y
no reconocerla. Eso me da pánico.
– Buen poeta estás
tú hecho. Anda y tómate hoy algo un poco más fuerte hombre que nadie se ha
muerto por meter un poco de caña al cuerpo.
– Ya sabes que no.
No insistas. ¿Ha venido alguna vez desde la última vez que estuve?
– No.
– ¿Crees que la ha
podido pasar algo?
– Ese tipo de
mujeres saben muy bien cuidarse solitas. Si no mira con los carcamales con los
que ha venido alguna que otra noche. Todos la sacan bastantes añitos.
– Yo también la
sacaría bastantes añitos si saliera con ella.
– Sí, pero tú no
tienes pinta de empresario forrado de dinero, o de chulo entrado en años y que se
sigue creyendo un Don Juan.
– ¡Ah, muchas
gracias! Asumiré esto último que acabas de decirme como un cumplido.
– De nada hombre.
Para eso estoy aquí detrás de la barra para decir las cosas como son a los
buenos clientes.
Tras decir esto
último ambos empezaron a reírse a carcajadas haciendo que un par de personas
que tenían a su lado les miraran como a dos locos que ya llevaban más copas de
la cuenta en una noche que en el fondo podía decirse que había acabado de
empezar.
Una vez se
serenaron los ánimos él volvió a su actitud habitual cada vez que visitaba ese
local, a saber estar en la barra oteando a los demás clientes, sobre todo a las
clientes femeninas, y en especial desde aquella primera vez que la vio a ella,
intentando buscarla entre la multitud, aun sabiendo que lo más probable es que
no volviera a aparecer. Poco a poco iba perdiendo la esperanza de que ella
volviera por allí o de que al menos él coincidiera la misma noche con ella.
Desde la primera vez, según los camareros, había ido dos veces, con una semana
más o menos de diferencia, y las dos veces con hombres diferentes, todos
mayores que ella. Sin embargo el destino que esa noche la suerte estuviera de
su parte y una media hora después de que él llegara al local, el camarero con
quien había estado riéndose cuando llegó le llamó por su nombre y con un gesto
de la cabeza – apenas una pequeña inclinación en dirección a la puerta del
local – le dijo sin hablar lo que llevaba esperando mucho tiempo.
Entre la multitud
que se agolpaba en el local se abrieron paso dos personas. Una de ellas era la
chica cuya mirada tenía guardada a cal y canto en su recuerdo, la otra persona
era un hombre que tendría la misma edad que él – o eso es lo que él estimó a
ojo, y teniendo en cuenta que nunca fue muy bueno para las edades – y que la
estaba cogiendo de la cadera para no perderla y para poder ir avanzando hacia
la barra juntos. Esta vez se situaron más cerca de él de lo que ella estuvo la
primera vez que la vio. Y como la primera vez que la miró en esta ocasión
tampoco pudo evitar que sus ojos sólo se fijaran en ella.
El hombre que la
acompañaba esta vez era menos tímido y más sobón de lo que fue el hombre con el
que la vio la otra vez. Era un hombre guapo y tenía un cuerpo claramente
trabajado en el gimnasio: su espalda era ancha, sus brazos musculosos y su
abdomen firme se marcaba a través de la camisa que llevaba puesta, algo más
ajustada de lo normal. Se veía seguro con ella y se sabía atractivo. No dejaba
de besarla en la boca, en el cuello y por detrás de las orejas. Su mano
izquierda no soltaba su culo ni para darse un descanso, sólo cada vez que se
ponía en la cadera para acercarla y besarla, y sentir sus pechos cerca de él.
Se notaba que era un chulo, de esos que ligan todas las noches que salen por ahí
y que acaban en cama ajena con más frecuencia que en la propia.
Ella por el
contrario no estaba tan cómoda y segura de sí misma cómo la otra vez. En más de
una ocasión esa segunda noche que coincidieron juntos en el local, él la vio
incómoda con el besuqueo y el sobeteo a los que su acompañante la estaba
sometiendo. Únicamente tres personas les separaban, pero eso no fue impedimento
para que ella volviera a darse cuenta de la presencia de él en el local y de
que no paraba de mirarla. En esta ocasión sus miradas se cruzaron más veces y
en todas ellas él creyó ver una especie de grito de socorro y auxilio, una
petición de salvación para que la librara de los tentáculos del pulpo con el
que esa noche había acudido a ese local. Él lo notó. La vio algo angustiada,
sin saber muy bien qué hacer y cómo controlar al salido que tenía entre manos.
En un momento dado
de la noche, después de haber rechazado la compañía de un par de mujeres que se
le acercaron, llevadas más por el influjo del alcohol que por la propia
atracción física y sexual que él podía provocar en nadie, las personas que
había entre él y la chica y su acompañante se marcharon y la barra se quedó
libre. El sobón se dio cuenta y viendo que ahora había algo más de espacio se
puso más cómodo en la barra y siguió besuqueándola por donde pillaba más a
mano. Ahora sus dos manos estaban en regiones corporales que a él mismo le
gustaría tocar pero que ese hombre lo hacía con una brusquedad poco normal,
como movido más por un deseo animal ingobernable que por la pasión normal que
pueda haber en una pareja.
Ante esa repentina
cercanía de ella y su acompañante, él se puso más tenso. El camarero más
veterano se dio cuenta y le miró. Él le devolvió la mirada. Una mirada que
demostraba tensión, envidia y odio. Tensión porque estando tan cerca de ella no
podía seguir mirándola tan descaradamente como lo había estado haciendo hasta
que las personas que hacían de barrera y parapeto entre ellos se marcharon.
Envidia por ver cómo ella estaba con otro hombre de su misma edad, sino algo
más joven; por verla besarle aunque es cierto que con desgana, sin sentir esa
pasión y ese ardor que su acompañante demostraba en cada acometida; envidia por
saber cómo acabaría la noche: haciendo el amor con ese hombre, de manera
salvaje, desnuda entre sus brazos y dejando que él la hiciera suya, besando y
acariciando todos los rincones de su cuerpo, incluso los más ocultos, esos que
él querría descubrir y adorar, esos que esa noche ese hombre disfrutaría. Y
odio por ver cómo ese hombre la estaba tratando, como un simple objeto
destinado a satisfacer sus necesidades más primarias, objeto que muy
probablemente una vez usado un par de veces dejaría por ahí y del que no se
volvería a acordar; un odio que a medida que pasaba la noche iba creciendo y
haciéndose más evidente hasta demostrarse en su propia mirada.
Por suerte y para
evitar que él hiciera algo de lo que pudiera arrepentirse en el futuro, el
camarero se puso a hablar con él, a darle algo de conversación para que al
menos durante un rato se olvidara de la pareja que tenía al lado en la barra.
Hablaron de cosas triviales, del trabajo de él, de cómo iba el local, de uno de
los nuevos camareros que había resultado ser un fiera con las mujeres y las
tenía loquitas por sus huesos a pesar de que era homosexual y estaba casado con
un profesor de dibujo técnico de un instituto de Villaverde. Hablaron incluso
de las últimas conquistas de él: un par de mujeres un par de años más jóvenes
que él que se había llevado a la cama los dos últimos fines de semana que había
ido al local. Pero por mucha conversación que le diera el camarero, él tenía
puesto todos sus sentidos en ella y su acompañante y por mucho que no quisiera
logró escuchar algo de lo que se decían.
– Lo que te voy a
hacer esta noche no te lo ha hecho ningún hombre nunca. Te voy a llevar más
lejos del placer de lo que has estado nunca. – La decía el hombre al oído pero
lo suficientemente alto como para que cualquiera que estuviera cerca le
escuchara.
– No lo dudo, pero
no creo que tengas que empezar aquí. – Contestó ella. Parecía algo apurada,
vergonzosa, como queriendo librarse de ese hombre.
– Yo haré lo que
considere oportuno, para eso estás aquí conmigo ¿no? – La replicó el hombre
atrayéndola aún más hacia sí mismo cogiéndola por la cintura y apretándola
contra su bragueta de una manera brusca.
– Sí, pero a nadie
más que a nosotros le importa lo que vayamos a hacer. – Dijo ella, intentando
separarse algo del hombre.
– ¿Qué me vienes
ahora con vergüenza? Si debes estás más que acostumbrada a estas situaciones.
Tienes cara de salida. – El tono del hombre se iba poco a poco transformando.
Ya no era un ser humano sino más bien un animal que lo único que quiere es
acabar la noche tirándose a la hembra en celo.
– ¿Perdona? –
Ahora sí que ella se había separado de él, y con malas maneras.
– Mira no te hagas
la tonta conmigo. Sabes a qué me refiero. Pero si no quieres seguir aquí
vámonos ya a mi casa donde te voy a dar lo tuyo morena.
– Sí, va a ser
mejor que nos vayamos y acabemos de una vez por todas esta noche.
– Después del
polvo que te voy a echar nos vas a querer que acabe la noche. – El hombre ya
había sacado a relucir su lado animal, ya no razonaba como humano ni pensaba
con el cerebro sino más bien con su bragueta que debería estar a punto de
reventar.
– No lo dudo
machote. – Ella mostró en ese momento una cara de hartazgo que demostraba que
esa iba a ser la última noche que saldría con ese ser baboso, sobón y salido.
Tras esto se
pusieron sus abrigos. El hombre no paraba de atraerla hacia sí mismo y la
besuqueaba, manoseaba y sacaba de quicio, como mostraba la cara de ella. Aunque
de todo esto no se dio cuenta su acompañante, que estaba más pendiente de su
escote, sus pechos, sus caderas y su culo, de cómo sería ella desnuda y de su
propia bragueta. Él sí se dio cuenta de la cara de ella. No se había movido del
lugar que ocupaba desde que llegó al local esa noche. El camarero, viendo que
de poco o nada servía su conversación, decidió volver a atender a la cada vez
mayor clientela.
Por desgracia las
necesidades fisiológicas humanas hacen mella en todos por igual. Antes de que
se marcharan él tuvo que ir al baño porque se estaba meando y no podía aguantar
más. Por mucha prisa que se dio en ir y volver del baño, cuando recobró su sitio
en la barra se dio cuenta de que la pareja ya no estaba.
– Se acaban de
marchar. Llegas veinte segundos tarde. – Le dijo el camarero en cuanto llegó a
la barra.
– ¿Cómo? –
Contestó él sin saber muy bien qué le había dicho el camarero ya que estaba más
pendiente de encontrarla a ella de poder verla un segundo más aunque fuera
efímero y caduco, aunque fuera marchándose con ese cretino a su cama.
– Que la chica esa
a la que has estado mirando toda la noche, ignorando todo lo que te rodea.
Ignorando incluso las magníficas historias que te estaba contando. Esa chica
que hace que te conviertas en un hombre de porcelana que ni oye, ni habla, ni
ve. – Comentó el camarero con esa sonrisa pícara que solía ponerle cada vez que
hablaba con él de esa chica.
– ¿Se ha marchado
con ese hombre? – Preguntó él ansioso por conocer la respuesta.
– Sí claro. Menudo
gilipollas el cabrón baboso ese, ni diez céntimos de propina ha dejado el muy
rata. Espero que no moje esta noche, que no se le levante al muy creído.
– ¡Mierda! –
Exclamó dando un golpe a la barra.
– Esos modales
hombre. ¡Que te vas a hacer daño en la mano, coño! Tranquilízate que tengo una
cosa para ti.
– Déjate de
tonterías anda. Ni se te ocurra ponerme nada de alcohol.
– Pero que bocazas
has sido siempre. No te digo yo que un buen chupito de vodka no te iba a quitar
toda la tontería que tienes encima, pero no es eso lo que te iba a dar.
– ¿Entonces qué?
¿Anís del Mono?
– Tampoco. Es algo
que no se bebe, ni se come, al menos no de momento luego quizá si puedas comer
algo más. Tengo una cosa de esa chica que me ha dado mientras que su
acompañante le pagaba a mi compañero.
– ¿Cómo? – No pudo
reprimir la sorpresa en su tono de voz. Estaba alucinando.
– Toma – del uno
de los bolsillos de la camisa que llevaba puesta sacó una pequeña tarjeta de
visita – su tarjeta. Por detrás ha escrito algo, no sé el qué.
– Trae. – Dijo él
esto a la vez que le arrebataba en un visto y no visto la tarjeta de la mano.
– Toma. Toda tuya.
A ver si de una vez por todas logras algo más que una mirada de ella, que
parece que te ha llegado muy hondo, a esas profundidades recónditas de tu
corazón. – Esto último lo dijo el camarero con ese tono de rin tintín típico
del amigo que toma un poco el pelo a otro.
– ¿Y te ha dicho
algo?
– No. Simplemente
que te la diera.
Nada. Sólo una
tarjeta consiguió aquella segunda noche de ella, ni una mirada más cómplice que
otra, ni tan siquiera un breve intercambio de palabras. Solo un pequeño trozo
de cartón en el que se podía leer su nombre, Anna, y una dirección que no
pertenecía a la ciudad de Madrid, sino a una de las ciudades dormitorio del
norte de la capital, una ciudad con pasta pensó él. En el reverso de la
tarjeta, escrito a mano rápidamente estaba un número de teléfono y tres
palabras que decían claramente: “llámame
cuando quieras”.
Caronte.
*********************************************************************************
No hay comentarios:
Publicar un comentario