jueves, 5 de marzo de 2015

El Vals del Emperador (V)

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Pasaron muchas noches sin que la chica volviera por el local en el que la vio por primera vez. Todas las noches que volvía les preguntaba a los camareros si había aparecido por allí las noches que él no se había pasado por estar fuera de Madrid por cuestiones de trabajo, o simplemente porque no encontraba la valía para ir a buscarla y tentar a la suerte para que volvieran a encontrarse y sus miradas cruzarse de nuevo en la penumbra del bar. Los camareros, cada vez que volvía y ella no estaba le comunicaban el informe de los días anteriores y de si ella había estado por allí, y lo había estado si lo había hecho sola o acompañada. El más veterano de los camareros, que era con el que más confianza tenía le comentó una de las noches que fue a ver si ella estaba por allí:

– Parece que esa chica te ha dejado una espina clavada en el alma.
– No sé lo que ha dejado clavado en mi alma, ni tan siquiera si ha dejado algo. Lo que sí sé es que desde que la vi hace unas noches y mi mirada se cruzó con la suya solo soy capaz de verla a ella, de pensar que podría cruzarme de nuevo con esa mirada y no reconocerla. Eso me da pánico.
– Buen poeta estás tú hecho. Anda y tómate hoy algo un poco más fuerte hombre que nadie se ha muerto por meter un poco de caña al cuerpo.
– Ya sabes que no. No insistas. ¿Ha venido alguna vez desde la última vez que estuve?
– No.
– ¿Crees que la ha podido pasar algo?
– Ese tipo de mujeres saben muy bien cuidarse solitas. Si no mira con los carcamales con los que ha venido alguna que otra noche. Todos la sacan bastantes añitos.
– Yo también la sacaría bastantes añitos si saliera con ella.
– Sí, pero tú no tienes pinta de empresario forrado de dinero, o de chulo entrado en años y que se sigue creyendo un Don Juan.
– ¡Ah, muchas gracias! Asumiré esto último que acabas de decirme como un cumplido.
– De nada hombre. Para eso estoy aquí detrás de la barra para decir las cosas como son a los buenos clientes.

Tras decir esto último ambos empezaron a reírse a carcajadas haciendo que un par de personas que tenían a su lado les miraran como a dos locos que ya llevaban más copas de la cuenta en una noche que en el fondo podía decirse que había acabado de empezar.

Una vez se serenaron los ánimos él volvió a su actitud habitual cada vez que visitaba ese local, a saber estar en la barra oteando a los demás clientes, sobre todo a las clientes femeninas, y en especial desde aquella primera vez que la vio a ella, intentando buscarla entre la multitud, aun sabiendo que lo más probable es que no volviera a aparecer. Poco a poco iba perdiendo la esperanza de que ella volviera por allí o de que al menos él coincidiera la misma noche con ella. Desde la primera vez, según los camareros, había ido dos veces, con una semana más o menos de diferencia, y las dos veces con hombres diferentes, todos mayores que ella. Sin embargo el destino que esa noche la suerte estuviera de su parte y una media hora después de que él llegara al local, el camarero con quien había estado riéndose cuando llegó le llamó por su nombre y con un gesto de la cabeza – apenas una pequeña inclinación en dirección a la puerta del local – le dijo sin hablar lo que llevaba esperando mucho tiempo.

Entre la multitud que se agolpaba en el local se abrieron paso dos personas. Una de ellas era la chica cuya mirada tenía guardada a cal y canto en su recuerdo, la otra persona era un hombre que tendría la misma edad que él – o eso es lo que él estimó a ojo, y teniendo en cuenta que nunca fue muy bueno para las edades – y que la estaba cogiendo de la cadera para no perderla y para poder ir avanzando hacia la barra juntos. Esta vez se situaron más cerca de él de lo que ella estuvo la primera vez que la vio. Y como la primera vez que la miró en esta ocasión tampoco pudo evitar que sus ojos sólo se fijaran en ella.

El hombre que la acompañaba esta vez era menos tímido y más sobón de lo que fue el hombre con el que la vio la otra vez. Era un hombre guapo y tenía un cuerpo claramente trabajado en el gimnasio: su espalda era ancha, sus brazos musculosos y su abdomen firme se marcaba a través de la camisa que llevaba puesta, algo más ajustada de lo normal. Se veía seguro con ella y se sabía atractivo. No dejaba de besarla en la boca, en el cuello y por detrás de las orejas. Su mano izquierda no soltaba su culo ni para darse un descanso, sólo cada vez que se ponía en la cadera para acercarla y besarla, y sentir sus pechos cerca de él. Se notaba que era un chulo, de esos que ligan todas las noches que salen por ahí y que acaban en cama ajena con más frecuencia que en la propia.

Ella por el contrario no estaba tan cómoda y segura de sí misma cómo la otra vez. En más de una ocasión esa segunda noche que coincidieron juntos en el local, él la vio incómoda con el besuqueo y el sobeteo a los que su acompañante la estaba sometiendo. Únicamente tres personas les separaban, pero eso no fue impedimento para que ella volviera a darse cuenta de la presencia de él en el local y de que no paraba de mirarla. En esta ocasión sus miradas se cruzaron más veces y en todas ellas él creyó ver una especie de grito de socorro y auxilio, una petición de salvación para que la librara de los tentáculos del pulpo con el que esa noche había acudido a ese local. Él lo notó. La vio algo angustiada, sin saber muy bien qué hacer y cómo controlar al salido que tenía entre manos.

En un momento dado de la noche, después de haber rechazado la compañía de un par de mujeres que se le acercaron, llevadas más por el influjo del alcohol que por la propia atracción física y sexual que él podía provocar en nadie, las personas que había entre él y la chica y su acompañante se marcharon y la barra se quedó libre. El sobón se dio cuenta y viendo que ahora había algo más de espacio se puso más cómodo en la barra y siguió besuqueándola por donde pillaba más a mano. Ahora sus dos manos estaban en regiones corporales que a él mismo le gustaría tocar pero que ese hombre lo hacía con una brusquedad poco normal, como movido más por un deseo animal ingobernable que por la pasión normal que pueda haber en una pareja.

Ante esa repentina cercanía de ella y su acompañante, él se puso más tenso. El camarero más veterano se dio cuenta y le miró. Él le devolvió la mirada. Una mirada que demostraba tensión, envidia y odio. Tensión porque estando tan cerca de ella no podía seguir mirándola tan descaradamente como lo había estado haciendo hasta que las personas que hacían de barrera y parapeto entre ellos se marcharon. Envidia por ver cómo ella estaba con otro hombre de su misma edad, sino algo más joven; por verla besarle aunque es cierto que con desgana, sin sentir esa pasión y ese ardor que su acompañante demostraba en cada acometida; envidia por saber cómo acabaría la noche: haciendo el amor con ese hombre, de manera salvaje, desnuda entre sus brazos y dejando que él la hiciera suya, besando y acariciando todos los rincones de su cuerpo, incluso los más ocultos, esos que él querría descubrir y adorar, esos que esa noche ese hombre disfrutaría. Y odio por ver cómo ese hombre la estaba tratando, como un simple objeto destinado a satisfacer sus necesidades más primarias, objeto que muy probablemente una vez usado un par de veces dejaría por ahí y del que no se volvería a acordar; un odio que a medida que pasaba la noche iba creciendo y haciéndose más evidente hasta demostrarse en su propia mirada.

Por suerte y para evitar que él hiciera algo de lo que pudiera arrepentirse en el futuro, el camarero se puso a hablar con él, a darle algo de conversación para que al menos durante un rato se olvidara de la pareja que tenía al lado en la barra. Hablaron de cosas triviales, del trabajo de él, de cómo iba el local, de uno de los nuevos camareros que había resultado ser un fiera con las mujeres y las tenía loquitas por sus huesos a pesar de que era homosexual y estaba casado con un profesor de dibujo técnico de un instituto de Villaverde. Hablaron incluso de las últimas conquistas de él: un par de mujeres un par de años más jóvenes que él que se había llevado a la cama los dos últimos fines de semana que había ido al local. Pero por mucha conversación que le diera el camarero, él tenía puesto todos sus sentidos en ella y su acompañante y por mucho que no quisiera logró escuchar algo de lo que se decían.

– Lo que te voy a hacer esta noche no te lo ha hecho ningún hombre nunca. Te voy a llevar más lejos del placer de lo que has estado nunca. – La decía el hombre al oído pero lo suficientemente alto como para que cualquiera que estuviera cerca le escuchara.
– No lo dudo, pero no creo que tengas que empezar aquí. – Contestó ella. Parecía algo apurada, vergonzosa, como queriendo librarse de ese hombre.
– Yo haré lo que considere oportuno, para eso estás aquí conmigo ¿no? – La replicó el hombre atrayéndola aún más hacia sí mismo cogiéndola por la cintura y apretándola contra su bragueta de una manera brusca.
– Sí, pero a nadie más que a nosotros le importa lo que vayamos a hacer. – Dijo ella, intentando separarse algo del hombre.
– ¿Qué me vienes ahora con vergüenza? Si debes estás más que acostumbrada a estas situaciones. Tienes cara de salida. – El tono del hombre se iba poco a poco transformando. Ya no era un ser humano sino más bien un animal que lo único que quiere es acabar la noche tirándose a la hembra en celo.
– ¿Perdona? – Ahora sí que ella se había separado de él, y con malas maneras.
– Mira no te hagas la tonta conmigo. Sabes a qué me refiero. Pero si no quieres seguir aquí vámonos ya a mi casa donde te voy a dar lo tuyo morena.
– Sí, va a ser mejor que nos vayamos y acabemos de una vez por todas esta noche.
– Después del polvo que te voy a echar nos vas a querer que acabe la noche. – El hombre ya había sacado a relucir su lado animal, ya no razonaba como humano ni pensaba con el cerebro sino más bien con su bragueta que debería estar a punto de reventar.
– No lo dudo machote. – Ella mostró en ese momento una cara de hartazgo que demostraba que esa iba a ser la última noche que saldría con ese ser baboso, sobón y salido.

Tras esto se pusieron sus abrigos. El hombre no paraba de atraerla hacia sí mismo y la besuqueaba, manoseaba y sacaba de quicio, como mostraba la cara de ella. Aunque de todo esto no se dio cuenta su acompañante, que estaba más pendiente de su escote, sus pechos, sus caderas y su culo, de cómo sería ella desnuda y de su propia bragueta. Él sí se dio cuenta de la cara de ella. No se había movido del lugar que ocupaba desde que llegó al local esa noche. El camarero, viendo que de poco o nada servía su conversación, decidió volver a atender a la cada vez mayor clientela.

Por desgracia las necesidades fisiológicas humanas hacen mella en todos por igual. Antes de que se marcharan él tuvo que ir al baño porque se estaba meando y no podía aguantar más. Por mucha prisa que se dio en ir y volver del baño, cuando recobró su sitio en la barra se dio cuenta de que la pareja ya no estaba.

– Se acaban de marchar. Llegas veinte segundos tarde. – Le dijo el camarero en cuanto llegó a la barra.
– ¿Cómo? – Contestó él sin saber muy bien qué le había dicho el camarero ya que estaba más pendiente de encontrarla a ella de poder verla un segundo más aunque fuera efímero y caduco, aunque fuera marchándose con ese cretino a su cama.
– Que la chica esa a la que has estado mirando toda la noche, ignorando todo lo que te rodea. Ignorando incluso las magníficas historias que te estaba contando. Esa chica que hace que te conviertas en un hombre de porcelana que ni oye, ni habla, ni ve. – Comentó el camarero con esa sonrisa pícara que solía ponerle cada vez que hablaba con él de esa chica.
– ¿Se ha marchado con ese hombre? – Preguntó él ansioso por conocer la respuesta.
– Sí claro. Menudo gilipollas el cabrón baboso ese, ni diez céntimos de propina ha dejado el muy rata. Espero que no moje esta noche, que no se le levante al muy creído.
– ¡Mierda! – Exclamó dando un golpe a la barra.
– Esos modales hombre. ¡Que te vas a hacer daño en la mano, coño! Tranquilízate que tengo una cosa para ti.
– Déjate de tonterías anda. Ni se te ocurra ponerme nada de alcohol.
– Pero que bocazas has sido siempre. No te digo yo que un buen chupito de vodka no te iba a quitar toda la tontería que tienes encima, pero no es eso lo que te iba a dar.
– ¿Entonces qué? ¿Anís del Mono?
– Tampoco. Es algo que no se bebe, ni se come, al menos no de momento luego quizá si puedas comer algo más. Tengo una cosa de esa chica que me ha dado mientras que su acompañante le pagaba a mi compañero.
– ¿Cómo? – No pudo reprimir la sorpresa en su tono de voz. Estaba alucinando.
– Toma – del uno de los bolsillos de la camisa que llevaba puesta sacó una pequeña tarjeta de visita – su tarjeta. Por detrás ha escrito algo, no sé el qué.
– Trae. – Dijo él esto a la vez que le arrebataba en un visto y no visto la tarjeta de la mano.
– Toma. Toda tuya. A ver si de una vez por todas logras algo más que una mirada de ella, que parece que te ha llegado muy hondo, a esas profundidades recónditas de tu corazón. – Esto último lo dijo el camarero con ese tono de rin tintín típico del amigo que toma un poco el pelo a otro.
– ¿Y te ha dicho algo?
– No. Simplemente que te la diera.

Nada. Sólo una tarjeta consiguió aquella segunda noche de ella, ni una mirada más cómplice que otra, ni tan siquiera un breve intercambio de palabras. Solo un pequeño trozo de cartón en el que se podía leer su nombre, Anna, y una dirección que no pertenecía a la ciudad de Madrid, sino a una de las ciudades dormitorio del norte de la capital, una ciudad con pasta pensó él. En el reverso de la tarjeta, escrito a mano rápidamente estaba un número de teléfono y tres palabras que decían claramente: “llámame cuando quieras”.

Caronte.

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