lunes, 20 de julio de 2015

El Vals del Emperador (XXVIII)

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(Viene de la última entrada)

Tal y como él se imaginaba la conversación que había sido interrumpida con el final de la velada en el restaurante no había acabado ni mucho menos. Eso es lo que a él le hubiera gustado: no seguir hablando de un pasado que creía ya extinto, pero que se daba cuenta que todavía tenía muy presente y vivo en sus recuerdos; y lo que es peor, que con las preguntas de Anna se habían despertado recuerdos que llevaban dormidos muchos años, algunos de los cuáles le hacían daño y pensar en todo aquello que sintió hacía ya casi quince años. También notó como la noche estaba mucho más fría de lo que recordaba. Anhelaba el calor del restaurante y lo único que quería era llegar de nuevo al Sacher para estar caliente de nuevo, sentir como su cara se reconfortaba con la calefacción y no sufría por el frío. Frío que rasgaba cualquier resquicio de piel no protegido por guantes, abrigo, bufanda o gorro, como si fueran alfileres lanzados con saña desde lo más alto del firmamento. Debido al frío Anna se apretó mucho más a él para robarle algo de su calor corporal y para en cierto modo intentar reconfortarle algo sabiendo que no estaba pasando el mejor de los ratos hablando de su pasado y recordando.

– Volvamos al inicio de la conversación. – Dijo Anna pillándole algo desprevenido ya que él no recordaba muy bien a qué se estaba refiriendo.
– ¿Y cuál es ese principio? Que ya no recuerdo. Me hago mayor y estando por tierras germánicas el amigo Alzheimer parece querer visitarme de antemano. – Reconoció él su asombro intentando bromear un poco para que Anna le siguiera algo la broma y poder así ganar tiempo y no hablar de lo que ella quería.
– Ya te gustaría a ti que ese amigo alemán te visitara. Pero no. El principio es que estábamos hablando de cómo habías conseguido los pases para la fiesta de fin de año del Sacher, esa que se supone tan exclusiva a la que sólo suele asistir la jet set vienesa. – Respondió Anna pasando en parte por alto la broma de él y volviendo a entrar en materia.
– Sí. La entrada... Pues mira vas a tener razón con eso de que algún amigo debo tener todavía que no haya perdido.
– ¿Ves como eres un tremendista? – Le dijo ella a la vez que con su mano enguantada le acariciaba la cara y le daba un beso en los labios.
– Las entradas me las ha conseguido un miembro de la Embajada. – Dijo él de modo algo enigmático.
– ¿De la Embajada? ¿La de España? – Preguntó ella totalmente descolocada con la respuesta, que no se esperaba para nada.
– No. La de Bután. – Dijo él de manera seca pero sonriendo ampliamente verdaderamente divertido con el asombro de ella. – Pues claro. De nuestra embajada aquí en Viena.
– ¿Y a quién conoces tú en la embajada?
– Pues a eso voy si me dejas. – Fue él quien ahora la besaba en los labios sintiéndolos calientes en comparación con los suyos.
– Me callo entonces y te dejo. – Sonrió ella.
– Así me gusta. – Rió él. – Mira en la universidad a pesar de que con quienes estaba más tiempo era con mis amigos, que era con los que me sentaba, pasaba los ratos muertos, estudiaba a veces, iba al cine, salía de vez en cuando e invitaba a mis cumpleaños, también tenía relación, no solo yo sino todos nosotros, con más gente. Durante el tiempo que uno pasa en la universidad al final terminas coincidiendo mucho con muchas personas, aunque solo sea de vista, o de haber compartido una sesión de laboratorio con ellas, y al final saludas y cruzas algunas palabras con bastante gente, sin terminar de considerarlos amigos. Bueno pues resulta que una de esas personas, Alberto creo que se llamaba, con las que a medida que pasaban los cursos uno coincidía más por haber menos gente en clase, derrotada sin piedad por la carrera y algún miserable profesor, empecé a tener algo más de trato y a conversar más con él, sobre todo en ratos libres en los que yo no tenía o iba a clase y él tampoco, y no estaba con mis amigos por que éstos estaban haciendo su proyecto o estudiando para un examen de vital importancia.
>> Este chaval, Alberto, tenía uno o dos años más que yo, aunque todavía arrastraba alguna asignatura. Creo también recordar que durante un año, segundo curso, no pudo ir a la universidad porque estuvo seriamente enfermo, con lo que casi decidió abandonar la carrera. Además era algo tímido, o mejor dicho introvertido porque una vez que se soltaba con alguien era un cachondo mental y hacía bromas y chiste, a veces algunos fuera de lugar o tono, debido a su más que particular sentido del humor.
>> A Alberto no le conocí en el último año, sino que de vista y a través de otro compañero de clase pues le fui saludando y compartiendo comentarios de vez en cuando. Lo que pasa es que fue en el último curso, cuando mis amigos de toda la carrera sólo vivían para y por sus proyectos, cuando empecé a hablar más con él. Y gracias a ello descubrí que como a mí, a él tampoco le gustaba nada la carrera, que la estaba terminando por orgullo y por no tener la sensación de haber tirado a la basura tantos años después de todo. También poco a poco fui viendo que a pesar de estar en una carrera científico-técnica era más de letras, de hecho colaboraba con la revista cultura de la universidad escribiendo algún que otro artículo, por lo general de tono pesimista. Me cayó bien Alberto.
>> Cuando acabé la universidad como ya te he dicho Anna, solo mantuve relación con esos amigos de toda la vida, de la carrera se entiende, y del resto pues no es que me desentendiera es que simplemente eran compañeros de universidad, y al acabar esta lo único que guardé de ellos en el mejor de los casos era un nombre, una cara y un número de móvil. Luego vino el desencanto con mis amigos, la pérdida de relación con ellos y el olvido.
>> Como sabes no trabajo de lo que estudié. Apenas estuve año y medio en una empresa de ingeniería haciendo minucias, casi recados, mal pagado, explotado y sin derecho casi a quejarme. Lo dejé harto y tras unos meses buscando trabajo entré en la editorial en la que ahora me ocupo de decidir qué libros siguen adelante y pueden llegar a tener éxito y publicarse y cuáles pasan al olvido. Trabajo de editor, algo que me gusta pero para lo que no me formé, con lo que estoy encantado. Leo, escribo, critico. Pero también viajo y mucho.
>> Fue en uno de estos viajes en los que de repente, en un congreso en Estonia, o Lituania, o Letonia, ni lo recuerdo, son tantos los países eslavos que al final uno no sabe muy bien donde está, bien harían por el bien de gente como yo formar un solo país y dejarse de tanto nombre inútil. Bueno como decía, fue en un congreso lejos de España donde entre la multitud asistente salió Alberto, vino hacia mí y me saludó como si acabáramos de acabar la carrera ayer. En un primer momento quedé estupefacto. No recordaba quien era, o mejor dicho el vodka de garrafón que por cortesía con los anfitriones estaba bebiendo me impedía discurrir con normalidad y ordenar mis recuerdos. Al final recordé y la alegría que sentí no te la puedes ni imaginar Anna.
– Tuvo que ser algo bonito, ¿no?, ver a alguien conocido después de tanto tiempo y que encima fuera tan efusivo como dices saludándote. – Intervino ella para dejarle a él un poco respirar después de todo lo que había dicho.
– No sé si el calificativo sería bonito. Al menos fue muy emocionante. Me alegré mucho como he dicho. Quedamos esa misma noche para cenar. Y fue en la cena cuando me enteré que tras la universidad, que todavía acabó un año después que yo, decidió prepararse las oposiciones al cuerpo diplomático. Me dijo que fueron años muy duros de estudio, de un temario muy grandes y de idiomas, hasta tres aprendió para diferenciarse del resto como me dijo. Y por esta razón estaba en Riga, o Vilnius, o qué se yo cuál era la capital en la que estábamos. Estaba destinado en la embajada, en un cargo menor, prácticamente administrativo.
>> Y desde aquella noche pues hemos mantenido algo de contacto, incluso en la editorial en la que trabajo se ha publicado algún libro de artículos y un par de novelas cortas suyas. Alberto siempre ha sido un hombre de letras que acabó en un mundo de números y que el destino terminó poniendo en su lugar. Cada cierto tiempo, cinco, seis meses, quedamos a cenar en cualquier parte de Europa o el mundo, y sin entrar en demasiadas intimidades, ya que en el fondo no somos amigos, sino buenos y cordiales compañeros de fatigas universitarias reencontrados con el tiempo, nos contamos nuestras vidas, amarguras, sueños y deseos.
>> En una de esas cenas fue cuando le comenté que iba a venir a Viena a ver el concierto de Año Nuevo y a pasar el Fin de Año contigo. No te nombré como Anna, porque en el fondo tampoco le importa cómo te llames. Entonces se volvió a producir una gran coincidencia al saber yo que estaba en Viena destinado en la embajada, aunque con mayor rango, no sé si agregado cultural, segundo secretario u otro cargo que he olvidado. Y fue él quien me dijo que podía si quería conseguirme entradas para la fiesta del Sacher. Le dije que sí por supuesto. Y me las consiguió.
– Una historia increíble cuanto menos. Propia del destino, que quizá cuando menos nos lo esperamos nos depara sorpresas gratas que nos hacen sonreír y nos alegran el espíritu. – Volvió a intervenir Anna a la vista de que parecía que él había terminado de contar lo que tenía que contar por el momento.

Sin darse apenas cuenta ya habían llegado a la plaza de la catedral de Viena. Apremiados por el frío de la noche, bajo un cielo que empezaba a cubrirse de nubes brillantes debido a la reflexión de la luz de las farolas de la ciudad imperial, cogieron Kärntner Strasse que a esas horas de la noche ya estaba totalmente desierta, solo ellos y quizá algunos borrachos que adelantaban las celebraciones del fin de año para así estar de fiesta más tiempo. Seguía Anna muy pegada al cuerpo de él, andaban deprisa, muy juntos y seguían conversando de aquello de lo que él en el fondo no quería hablar pero que gracias a la elocuencia de ella al final estaba accediendo a desvelar.

– ¿Y este tal Alberto no tenía relación con tus otros amigos? – Preguntó Anna.
– No. Simplemente como compañero, si me veían hablando con él en clase, se acercaban, saludaban y cruzábamos juntos algunas palabras, siempre relacionadas o con la propia carrera o con la revista de la universidad en la que él colaboraba.
– Qué raro. Si podíais conversar como buenos compañeros de clase y no os llevabais demasiado mal, no entiendo por qué no intimasteis más, por qué no estrechasteis esa relación de amistad.
– Yo tampoco lo entendí nunca. Muchas veces me lo he preguntado desde que acabé la universidad, no sólo en relación a Alberto, sino en otras muchas cosas. Supongo que éramos un grupo muy cerrado, cosa que terminó por amargarme la vida demasiado. Cerramos el grupo en segundo o tercero de carrera y desde entonces nos mantuvimos férreamente cerrados, como un club inglés al que se niega la entrada a nadie que no sea invitado por todos los restantes miembros. – Dijo él ahora sí, de nuevo con un tono melancólico total.
– Pues si me lo permites, esa actitud me parece una sobreaña gilipollez, de las gordas además. – Dijo Anna con todo corazón, sin pensar si sus palabras podrían ofenderle o no, aunque intuyendo que él opinaba igual que ella.
– Estoy totalmente de acuerdo contigo Anna. Fue una tremenda gilipollez. Y el más gilipollas fui yo que encima acepté de buen grado no seguir haciendo amigos creyendo que los que ya había hecho eran más que de sobra y sería para siempre. Fui un ingenuo.
– No te hagas mala sangre. Lo que se hizo, hecho está y martirizándote ahora no vas a lograr cambiar nada de aquello. Está fuera de nuestro alcance modificar el pasado, por suerte o por desgracia, tampoco sabría decirte. – Dijo esto Anna intentando sonar pragmática y comprensiva, para hacerle ver que por muchos errores que se cometan en la vida, uno no es responsable eternamente de ellos.
– Pensado fríamente, con el tiempo he terminado por asumir que todos los años de universidad fueron una pérdida de tiempo y vida. Tiré aquellos años a la basura simplemente por no querer terminar por ofender a ninguno de los amigos que fui echando durante los primeros años de carrera. Me llevaba bien con muchas personas de mi clase, me hablaba con bastante gente, de manera muy cordial, incluso sabía que podríamos ser buenos amigos, pero por no sentir que traicionaba a los que llevaban a mi lado casi desde el primer momento, nunca hice nada por afianzar esas amistades. Me equivoqué de cabo a rabo.
– Vuelvo a decirte que olvides esa idea. No puedes hacer nada por ello, además con el caso de Alberto debes haberte demostrado a ti mismo que esas personas con las que te llevaban bien, con las que hablabas pueden reaparecer en cualquier momento, y quién sabe si puedes retomar esas relaciones. – Volvió a decir Anna intentando animarle, pero viendo que estaba llegando a recuerdos muy dolorosos, que no se habían ido nunca de su memoria y que pese al tiempo pasado desde que se produjeron estos hechos no habían disminuido su intensidad, sino más bien al contrario se habían enquistado hasta hacerle sentir culpable de toda aquella época, tanto de lo que le podría corresponder como de lo que ninguna culpa tenía.
– Anna, por aquellas decisiones, por aquellos errores que cometí y de los que solo empecé a darme cuenta una vez acabó la universidad cuando aquéllos a los que consideraba mis amigos, aquéllos con los que creía contar, aquéllos a los que en su día quería mantener durante el resto de mi vida y con los que compartir muchos momentos, cenas, bodas, bautizos y también por qué no funerales, por todo aquello hoy no tengo más amigos que el veterano camarero del bar en el que te conocí y si puedo considerarlo como tal Alberto, que nos ha conseguido las entradas para la fiesta de fin de año de Sacher. Podrás decirme que no tengo culpa de nada, pero de los amigos que hice o de los que dejé de hacer no hay más culpable que yo. Y esto es así. Y como muy bien ha dicho también poco o nada puedo hacer ya por cambiar eso, solo puedo intentar no cometer de nuevo los mismos errores. – Concluyó él separándose un poco de ella en su rápido caminar hacia el Sacher y mirándola a los ojos.
– No te eches la culpa, toda la culpa, por algo de lo que no eres, o fuiste todo el culpable. No te amargues más la vida con ese pasado por favor. Tienes todavía una larga vida por delante y puedes llegar a ser muy feliz si lo deseas. Amigos se pueden hacer a cualquier edad. Es mejor esperar todo el tiempo necesario hasta encontrar un buen amigo, una buena persona que sepa responder a una sincera amistad, que tener personas a nuestro alrededor que por muy amigas que sean y las consideremos, no terminan por reflejar esa amistad que tanto anhelamos.

Anna al acabar de decir esto último le plantó un beso en los labios. Un beso largo y cálido. Un beso que él más que desear, necesitaba, y al que respondió con todo el sentimiento que pudo, reprimiendo también las lágrimas que se estaba aguantando desde hacía un buen rato. Lágrimas que quizá debería haber derramado para terminar de desahogarse por completo, para soltar toda esa rabia contenida desde hacía muchos años y que en muchas ocasiones le habían llevado a cometer verdaderas barbaridades y a plantearse hacer cosas de las que sin lugar a dudas, si las hubiera llevado a cabo, se hubiese arrepentido al instante. Nunca pensó que Viena pudiera abrir todas esas viejas heridas que él quería suponer curadas, pero que sabía en el fondo que seguían supurando pus, un pus amargo, denso, largamente supurado y nunca eliminado por completo. No era esto lo que esa misma mañana en Madrid, cuando vio llegar a Anna con su equipaje por la T-4 del Aeropuerto Adolfo Suárez, él esperaba que le iba a deparar el día. Pero nunca podemos dar por terminado un día en su primera luz.

Caronte.

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