martes, 17 de enero de 2017

Mi bella y prohibida dama

Londres no es para mí simplemente una ciudad más del globo, capital del Reino Unido y de Inglaterra y otrora capital del segundo mayor imperio que haya visto la humanidad después del español claro está. Londres es esa ciudad donde mora una de las mujeres más misteriosas, enigmáticas, bellas e inaccesibles de la tierra que me robó el corazón hace ya diez años.

Tres veces he ido a Londres y tres veces la he visto. Como el peregrino cristiano que va a Jerusalén, Roma o Santiago; como el musulmán que visita sus lugares sagrados en La Meca, Medina o Jerusalén también; como el judío que reza ante el muro de las lamentaciones; yo rindo pleitesía en Londres a mi bella dama.

Ella vive en un amplio palacio repleto siempre de invitados y habitado por ilustres personajes. Un palacio enorme lleno de salas amplias de techos altísimos coronados muchos por tragaluces, con suelos entarimados, con columnas majestuosas, puertas macizas y regias y paredes engalanadas con las mejores sedas. Un palacio en el que uno se puede perder con mucha facilidad sobre todo si es la primera vez que se visita, pero que siempre, sea como sea, conduce hasta la dama en su sala roja.

Delante de la dama hay un sofá inglés de cuero marrón. No es cómodo. Parece colocado allí adrede para la que bella dama reciba a sus visitantes y también, por qué no, a sus amantes. Por la misma razón ese sofá es incómodo, para evitar que la gente no deseada se vaya rápido y deje de molestar. Siempre es el mismo sillón, al menos desde hace diez, que son los que han pasado desde que me senté en él por primera vez para contemplar a la que desde entonces es mi gran amada; la mujer a la que no puedo dejar de ver cada vez que paso por Londres.

La dama es joven y al serlo también es orgullosa ya que recibe dando la espalda al invitado visitante o al amante soñador, sin mirarlo nunca de frente a los ojos. Es posible también que no sea orgullo lo que la dama demuestre con su actitud, sino simplemente timidez y se esconda de las miradas indecorosas y sinvergüenzas de sus visitantes. Sin embargo no puede ser tímida tampoco ya que recibe siempre desnuda y es quizá esa desnudez blanca, tersa y perfecta la que conquistó mi corazón, lo arrancó sin piedad de mi pecho y me dejó un hueco doliente junto al pulmón izquierdo hace una década cuando yo apenas tenía quince jóvenes y lozanos años.

No puedo decir qué edad tiene la hermosa dama. Nunca me lo ha dicho. Nunca me he atrevido a preguntárselo porque tampoco nunca me ha importado no saberlo. La edad que tuviera hace diez años la mantiene inalterada hoy; el tiempo parece no pasar por ella: sigue igual de bella que cuando la conocí.

La belleza de mi dama no es usual ni convencional. Mi dama es hermosa. No la conozco de cara porque a pesar de que su rostro de refleja en un espejo sujetado por un niño querubín no está bien definido, ya sea por descuido del pequeño travieso que olvidó limpiar el espejo, ya sea por decisión de la dama de no mostrarse nunca al público como es. Pero esto no importa. Es cada visitante y admirador suyo quien debe poner rostro a su belleza, afinar sus rasgos y aclarar su imagen. Insisto esto da igual.

La Venus del espejo o The Rockeby Venus. Diego de Velázquez. National Gallery, Londres.

Tres veces la he visitado desde que la conocí y las tres veces he salido de su morada más enamorado de lo que entré. Tres veces he contemplado su blanco y bello cuerpo desde la inmensa y eterna lejanía que nos separaba en nuestros encuentros. Tres veces me he quedado con las hirientes y lacerantes ganas de acariciar esas tiernas y delicadas piernas, y de recorrer con mis bastos e indignos dedos su divino perfil, las cumbres de su cuerpo ladeado, su torso juvenil. Tres veces mis labios han tenido que matar el deseo de besar su hermoso y perfecto cuello y silencias las palabras que mi corazón dio orden de pronunciar susurrándolas a su oído. Tres veces he sentido envidia del angelito y he soñado morir joven para haber ocupado su lugar como miembro del enjambre celestial de niños querubines y haber sujetado yo mismo el espejo donde el rostro de la dama se adivinada, pudiendo al mismo tiempo contemplar a la dama de frente, viendo la realidad que mi mente solo es capaz de idealizar haciendo que mis entrañas ardan.

Cada vez que he estado delante de mi dama prohibida, o mejor dicho detrás ya que ella siempre ha estado dándome esa perfecta espalda, he deseado cometer el mayor crimen contra el arte posible y arrancar su figura obligándola por fin a mirarme y de una vez por todas descubrir la realidad de ese rostro velado, de ese cuerpo blanco y carnal, de esa vida deseada y ardiente.

Volveré a Londres periódicamente durante toda mi vida y ella seguirá allí en su mansión, recibiendo visitantes, rompiendo el corazón a nuevos enamorados amantes. Iré envejeciendo con el tiempo, por el camino, nunca seré el mismo cada vez que pague tributo visitándola; y sin embargo seguirá siendo siempre mi bella y prohibida dama por la eternidad de los siglos hasta cuando mi ser no sea más que lo que siempre fue.


Caronte.

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