Un año natural
comienza un uno de enero y finaliza un treinta y uno de diciembre. Esto es así
para el común de los mortales, para el habitante ordinario del mundo. Es lo
normal. Es lo natural. Es lo que por acuerdo se estableció hace siglos para que
todos lleváramos una cuenta exacta de en qué día vivíamos y de qué año. Nadie
se cuestiona el hecho de que sea así; ni tan siquiera es asunto de debate en
ninguna corriente filosófica o sociológica. Y entre ese uno de enero y ese
treinta y uno de diciembre pasan 365 días y 12 horas, lo que hace que cada
cuatro años tengamos uno bisiesto permitiendo las gracias típicas de aquellos
que por biología tienen la suerte o desgracia de nacer un día que solo existe
cada cuatro años. Esto es el año natural.
Para mí, habitante
de la Villa y Corte de Madrid, capital insigne desde que así lo decidió Felipe
II en el siglo XVI del Reino de España, de la Monarquía Hispánica que durante
varios siglos dominó el mundo para caer inexorablemente bajo el yugo de su
propio éxito, el año es ese periodo de tiempo, esas cuarenta y nueve semanas
más o menos que van desde el segundo fin de semana de junio hasta el último de
mayo. Mi medida de año la rige la Feria del Libro.
Suena exagerado y
sin lugar a dudas lo es. Al mismo tiempo que es una exageración también es una
verdad personal y una realidad que viven mis padres y todas aquellas personas
que me conocen bien. Mi año biológico, como el de todos los mortales, comienza
un uno de enero: en mi caso escuchando los acordes y compases de las piezas
musicales de la Familia Strauss que interpreta la Orquesta Filarmónica de Viena
desde la Musikverein de la capital del Imperio Austríaco; en otros casos
probablemente en estado comatoso después de una noche en la que los timos están
a la orden del día al cobrarse por un cubata un precio desorbitadamente
exagerado para la calidad del mismo. Sin embargo mi año vital no da comienzo
con el primer día del primer mes del año, sino el viernes en el que los Reyes
inauguran en el Paseo de Coches de El Retiro la Feria del Libro.
Durante tres fines
de semana seguidos Madrid vive de las letras, los libros y la creación
literaria; el Retiro se convierte en la mayor librería del planeta Tierra, y
los madrileños abarrotan su gran pulmón verde simplemente para ir a echar un
vistazo a libros y escritores (y autores varios que les ha dado por escribir
aunque no sepan qué es eso realmente). La ciudad se transforma y eso se nota en
muchos lugares. El Retiro es más parque aún si cabe que el resto del año:
niños, adolescentes, jóvenes, adultos, ancianos; escritores, editores y
libreros; lectores apasionados, veteranos, selectivos o principiantes. Todo
tipo de amante de la cultura, las letras y la literatura, del arte en general,
tiene cabida en un lugar que por sí solo siempre recibe a quien lo visita con
gusto y placer.
No hay rival para
la Feria del Libro durante las tardes de viernes, sábado y domingo de los tres
fines de semana que dura la Feria entre mayo y junio. De hecho siempre digo,
intentando claro está dejar en evidencia a algunos, que no hay más Feria en
Madrid que la del Libro, en clara referencia al anacronismo que supone un
espectáculo tan poco culto (por muchos Vargas Llosas y Sabinas que vayan) e
intelectual como es una corrida de toros en las Ventas. Y es que Feria del
Libro y Feria de San Isidro comparten muchos días de primavera; lo que
probablemente no compartan sean fieles y visitantes.
Recientemente,
estos dos últimos años, la Feria del Libro también ha tenido que lidiar con un
evento estelar que congrega en este caso frente a un televisor a millones de
personas, como es la Final de la Liga de Campeones. Tanto el pasado año como el
presente el segundo fin de semana de Feria ha coincidido con la Final, y para
más inri jugada por el equipo capitalino por excelencia. El año pasado estuve
en la Feria dicho fin de semana y viví luego la final, ya mediada la primera
parte, en un asturiano con mi mejor amigo y su novia, también amiga. Este año,
recibido plantón por parte del mismo amigo para ir por la tarde a la Feria, tuve
que cambiar la que espero que sea ya una tradición que dure muchos años de la
tarde a la mañana, con el consiguiente aguante de calor y sudor. Porque este
año parece que el infierno veraniego madrileño quiere dar por saco a los
habitantes de la Villa y Corte antes de lo esperado.
Y es que otra de
las tradiciones de la Feria del Libro es o el calor o la lluvia. Si el año
pasado el día de la Final de la Liga de Campeones tuve que ir a la Feria con
pantalón largo y una cazadora, y me tuve que resguardar en el paraguas de mi
amiga y bajo los toldos de las casetas del ligero chaparrón que cayó, este año
la lluvia, al menos las mañanas y las tardes que yo he pisado El Retiro, no ha
hecho acto de presencia, ni tan siquiera amago. Cosa rara he de decir, porque
todos los años desde que tengo memoria de ir a la Feria, me ha caído alguna
gota estando en el Paseo de Coches con varias bolsas de papel y libros en su
interior. Dirán algunos que la lluvia siempre cae cuando menos se la espera y
más daño puede hacer como es durante la Semana Santa Sevillana. Mentira cochina
y exageración andaluza. A lo que de verdad hace daño la lluvia es al papel, y
los libros están hechos de papel y no las figuras de santos, santas, Vírgenes y
Cristos yacientes o crucificados. Mil veces más duele que no se pueda pisar un
sábado la Feria del Libro de Madrid que que la Macarena no pueda salir una
Madrugá. Por no hablar del valor intelectual y cultural de una cosa y otra.
Este año la lluvia
ni se ha olido, y sí el calor. Ni tan siquiera el verdor de los árboles de El
Retiro ha tenido fuerzas para aplacar un poco el calor tórrido que este año ha
asolado los tres fines de semana de Feria. Ni un respiro ha dado el sol
inclemente a los lectores y a los curiosos que se han acercado al Paseo de
Coches. Nada. Si se ha podido sobrellevar el calor quizá haya sido por la “recompensa”
de conocer a ese escritor predilecto o favorito y pedirle que firme tu libro
favorito suyo. Pongo entre comillas lo de recompensa, porque a mí sí que me ha
compensado aguantar el sol, por ejemplo ayer por la mañana, para que Muñoz
Molina me firmara un par de sus libros; pero dudo mucho que realmente compense,
objetivamente hablando, que un youtuber escritor (lo que acabo de escribir ya
de por sí es sacrilegio) te firme su “libro”. Pero es así: cada año más
fenómenos de masas adolescentes provocan colas interminables de jóvenes, todos
cortados bajo el mismo patrón, esperando a conocer y a echarse una foto con su “escritor”
favorito. Ilusos.
Puede que me haya
salido la vena más radical pero no voy a poder compara nunca a un escritor de
verdad (Javier Marías, Javier Reverte, Muñoz Molina, Martínez de Pisón, Julia
Navarro, Almudena Grandes, Eduardo Mendoza, Juanjo Millás, Inma Chacón) con uno
que simplemente escribe patochadas infumables, todas iguales y repetitivas, sin
imaginación ni gracia (metería aquí el nombre de los youtubers pero no me sé
ninguno, fruto de mi clara y objetiva ignorancia e incultura en estos lares).
No puedo soportarlo. Dicen que da igual qué se lea mientras se lea. Pensando
así no me extraña que tengamos a Rajoy como presidente, si no sale del MARCA y
del AS, y creo que en su vida ha leído algo sin fotografías o dibujos. Para mí
no todo vale a la hora de leer. Y dudo mucho que quien con doce o trece años
(si no más) lee a un youtuber, vaya a leer con dieciocho o veinte a Le Carré,
García Márquez, Grass o Eduardo Mendoza. Yo no lo veo y ojalá me equivoque de cabo
a rabo.
Mi cosecha
libresca de este año ha consistido en nueve ejemplares: cuatro de autores
españoles y cinco de autores extranjeros. Podrían haber sido varias decenas más
los libros que me hubiera comprado pero hace ya tiempo que debo de contenerme
más de lo que me gustaría a la hora de comprar, aunque me cuesta mucho. Tampoco
ha sido fácil elegir los libros de autores extranjeros (los otros han sido
decisiones más que pensadas y deseadas), pero para eso está la Feria del Libro:
para poder ojear y palpar, los catálogos de todas las editoriales de España,
grandes y pequeñas, conocidas y prácticamente ignoradas.
Todo esto se ha
acabado. Las colas, al sol o a la sombra, largas, medianas, cortas o eternas,
para que tu autor preferido o autores preferidos te firmen los ejemplares que
llevas desde casa o los que acabas de adquirir en alguna de las ya pasadas de
moda casetas de la Feria. El calor agobiante, las sombras arbóreas de la tarde,
las colas de espera en las fuentes, el polvo de los caminos de tierra laterales
del Paseo de Coches, la megafonías monótona que anuncia periódicamente como una
salmodia eterna los autores que están firmando en la Feria y en la caseta que
lo hacen. La búsqueda de libros, la petición de recomendaciones, el buceo entre
la gente para allegarse hasta el borde de la caseta que deseas para preguntar. El
saludo a los autores, el comentario sobre tal o cual libro, la pregunta sobre
la próxima novela si es que la hay, la recomendación ilustrada, la foto robada,
el apretón de manos sincero, la sonrisa cansada, la muñeca dislocada, el
bolígrafo sin tinta y la página inmaculada. La mañana, la tarde y el mediodía.
Las fotografías impresionantemente bellas y hermosas que muestran el Planeta
que nos estamos cargando entre todos por imbéciles, tercos y necios. El nuevo
Florida Park sin vallas de obras. La estatua ecuestre del General Martínez
Campos vigilante regio sobre la feria en el tramo más bonito de la misma antes
del desdoblamiento del Paseo de Coches. La muchedumbre en procesión lenta y
ceremoniosa con carritos de bebés, perros obedientes y poco ladradores, jóvenes
ilusionados por encontrar ese libro que les enganche de una vez a la lectura,
padres intentando alentar a sus hijos a que se dejen llevar por los libros,
grupos de amigos que comparten gustos literarios, géneros y autores, parejas
jóvenes que buscan un libro qué regalar de recuerdo a su contrario y ya adultas
que simplemente buscan ese libro que les acompañe en las tardes pesadas de
monotonía, bibliófilos que buscan finamente ese libro que no encuentran en casi
ningún lugar y que no lee ya casi nadie y roza por tanto el umbral del olvido y
la descatalogación. Gente sola que busca simplemente encontrarse con su pasión
por encima de cualquier otra cosa: los libros; que en silencio se acerca a las
casetas y ojea de lejos títulos diversos hasta que se decide a comprar y
entabla breve conversación con el librero que al ver el título del libro
escogido sonríe como aprobando la elección no consultada y alabando, o no, el
buen gusto, o no, del lector anónimo que paga y recibe la bolsa de papel con el
cartel de la Feria plasmado en ella; que esquiva colas y aglomeraciones de
curiosos ante una caseta con “famoso”, entendiéndose como famoso a alguien que
sale por la tele y se llama “escritor” por haber escrito un libro y vender ejemplares;
que llega sola pero se marcha acompañada por los libros que leerá en las
próximas semanas; gente que en el fondo nunca está sola porque siempre tiene un
libro al lado que le acompaña, anima y alegra los días.
Mi año acaba de
empezar y ahora solo falta comenzar a descontar, semana a semana, los cuarenta
y nueve fines de semana que faltan para que de nuevo a finales de mayo de 2018
empiece un nuevo año vital. Por delante muchos libros que leer, algunos ya
comprados y otros por descubrir.
Caronte.
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