miércoles, 27 de agosto de 2014

Viaje soñado al mar de los olivos (VII)

La última mañana que íbamos a amanecer en Úbeda, empezó algo diferente a las anteriores. Me quedé algo más dormido de la cuenta, cuando me desperté mi compañero de habitación ya no estaba en su cama, ni en la habitación, por lo que supuse que ya había bajado a la planta baja para desayunar, y que por tanto yo me había dormido. La verdad es que aquella última noche el cansancio pudo conmigo, aunque también pudieron ser todas las emociones vividas hasta el momento, tanto buenas como malas, que conformaron un cóctel muy intenso que acabó con mis huesos pegados a las sábanas de mi cama prestada. Me aseé y desperecé un poco y bajé a la planta baja para ver quien estaba ya despierto y quién no. Creo recordar que fui el último en bajar, y si no el último si de los últimos. Fui directamente a la cocina y como no vi a nadie allí, supuse que mis amigos estarían en el jardín o junto a la piscina, pero mis suposiciones también eran erróneas. Tras hacerme un vespertino tour por la casa descubrí que estaban en la sala de estar, si no recuerdo mal jugando a la Play Station, lo que me alucinó siendo tan pronto por la mañana. Pensando que ya habían desayunado y que yo era el único que faltaba, ya que al verles jugar con la consola supuse que ya habían hecho todo lo que había que hacer, me fui a la cocina para desayunar. Resultó que no habían desayunado, y poco después de que yo me sentara en la mesa de la cocina con mi tazón de leche entraron todos en tropel en la cocina, y mi compañero de habitación erigido como portavoz de todos aunque nadie le eligiera como tal me recriminó en tono árido que estuviera desayunado. Yo pedí perdón por haber supuesto que ya habían desayunado, y esperé a que todos se sirvieran sus correspondientes tazas de leche.

Tras desayunar y como era el último día nos lo tomamos todo con algo más de calma, demasiada para mi gusto, pero teniendo en cuenta que fui el último en levantarme aquella mañana lo acepté de buen grado. Pocos planes había para aquel día en que teníamos que volver todos a nuestras rutinarias vidas de Madrid o Bargas, al menos yo sí volvía a la rutinaria vida que me estaba esperando en mi casa. Lo primero que hicimos fue ir a comprar recuerdos, sobre todo alimenticios, por Úbeda. Vamos que fuimos como típicos turistas, o como típicos amos de casa a hacer compras. Yo la verdad es que no tenía mucha intención de comprar nada ya que un par de días después de volver a Madrid me iba a ir a Londres con mis padres una semana y todo lo que comprara iba a perder sus propiedades y podría llegar a ponerse malo. Mis amigos, todos compraron de todo, desde magdalenas en el Convento de Santa Clara, hasta chorizos, morcillas y demás productos típicos de la zona y de Jaén, incluido si no recuerdo mal aceite de oliva, ese oro líquido que en pocas partes del mundo recibe tantos honores y es tan valorado como en España. Fuimos a varias tiendas de toda la vida de Úbeda, recomendadas por la familia de Ángel, Duquesa, la perra de la casa también nos acompañó en aquel paseo diferente que dimos por la ciudad, muy alejado de aquel otro que tan lejano parecía ya y con el que descubrimos parte de los numerosos encantos de la noble Úbeda. Como yo no iba a comprar nada de embutidos o encurtidos en los ultramarinos que visitamos, mientras mis amigos hacían sus numerosas compras, casi con un ansia propia únicamente de las marujas en la rebajas, yo me quedaba fuera de las tiendas con Duquesa. Fue en uno de esos momentos cuando Duquesa como todo perro se puso a jugar con otro animal que pasaba por allí y como yo no estaba acostumbrado a tratar con animales pues la verdad es que también me puse algo nervioso teniendo en cuenta que los perros me dan miedo desde que de pequeño uno se me tirara encima en mi pueblo.

Una vez solventado el problema con la perra gracias a Ángel que se hizo cargo de la situación y calmó a su perra, seguimos camino comprando en diferentes tiendas de toda la vida. Gracias a este paseo de compras pudimos ver algo más de la ciudad sobre todo la parte más viva de la misma, la que respira actividad y ambiente de toda la vida, la de las tiendas y comercios, la de los bares y plazas para sentarse y pasar un rato. Una vez tuvimos todos los manjares comprados, yo de momento no había decidido comprar nada ya que pensé que comprar unos chorizos, queso o morcilla era algo absurdo por muy buenos que estuvieran todos esos productos, sin embargo todavía tenía en mente comprar unas magdalenas, ya que para mí los dulces típicos sí es algo que merezca la pena comprar y probar en todas las ciudades que visito, creo que es lo más agradable de recordar, lo dulce. Pero todavía no lo tenía decidido. Sólo después de comer me decidí al final a comprar un par de bolsas de magdalenas a las monjas del Convento de Santa Clara, y fui con Ángel hasta la puerta del convento de clausura y entramos a su austero recibidor. Nos acercamos a una especie de confesionario donde pulsamos un timbre y a los pocos minutos nos contestó una voz sumida en la sabiduría de la edad, una voz áspera que denotaba muchos años de servicio y devoción. Yo nunca había hecho nada así y la verdad es que estaba alucinando, y muy emocionado. Fue Ángel quien, más versado en estas lides, pidió las dos bolsas de magdalenas, tras el riguroso “Ave María Purísima” que nos dijo la monja que nos atendió al que muy rápida y hábilmente Ángel contestó “Sin pecado concebida”, algo que a mí me hubiera dejado estupefacto y que me hubiera constado asimilar habiendo quedado en silencio más segundos que los deseados. Una vez pasados los rituales típicos y tradicionales del convento conseguimos nuestras magdalenas tras poner el dinero que costaba en una especie de puerta giratoria que se tragó el dinero y devolvió las dos bolsas del dulce manjar ubetense. Ya tenía yo también mi trofeo de guerra.

Parecía que el día iba a ser simplemente una triste espera sin sobresaltos ni sorpresas a que llegara la hora de partir hacia nuestras casas lejos de ese mar interminable de olivos y tierra roja. Sin embargo, nada puede darse por supuesto ni por sentado, nada puede suponerse ni aceptarse como si no hubiera más que esperar. La sorpresa llegó y de qué manera. Fue esa última mañana cuando conocimos a la abuela de Ángel, que vive en una casa diferente cercana a la que nosotros estábamos usando como cuartel general. Pero la casa de la abuela no era una casa normal, ni de lejos era algo que se pudiera considerar como normal. Era todo un palacete ubetense, con una fachada enormemente larga y regia, con sus largos ventanales enrejados típicos de Andalucía protegidos del sol de justicia de aquella tierra por unas persianas verdes de lamas, como las de toda la vida de los pueblos de media España. Fuimos invitados a visitar el palacete y aceptamos con gusto, como no la verdad. Fuimos andando, apenas cincuenta metros separan ambas casas, la del abuelo y la de la abuela, la que habíamos usado para pasar aquellos días y la que íbamos a visitar como última sorpresa de nuestro viaje sureño. A esta visita nos acompañó la madre de Ángel también.

Lo primero que me impresionó de aquella casa, en la que por cierto ya me había fijado anteriormente cuando en un par de ocasiones habíamos pasado por su puerta, fue su entrada. Al igual que la casa del abuelo, en el palacete de la abuela antes de entrar propiamente dicho a la casa había una especie de recibidor en sombra que evita a las visitas tener que esperar a ser recibidos bajo el sol de la calle. Este recibidor era amplísimo, mucho más que el de la casa en la que estábamos nosotros, con un techo muy alto y paredes decoradas con azulejos si no recuerdo mal. Antes de llegar a la puerta que da paso al interior de la casa había que subir un par de escaleras que acababan en una puerta de hierro y cristal que tenía pinta de ser muy pesada. Nos abrió la puerta la abuela, una señora con una vitalidad muy importante y con una alegría también desbordante, que nos acogió como si fuéramos unos parientes muy lejanos, vamos como si fuéramos de la familia y llevara mucho tiempo sin vernos (vamos como lo hicieron todos los miembros de la familia de Ángel, con una hospitalidad inmensa). También en este palacete había un perrillo, pero en esta ocasión mucho más pequeño de lo que lo era Duquesa, y también mucho más escandaloso, no paró de ladrar y chillar durante un buen rato, aunque como suele pasar con estos perros que sólo saben hacer ruido luego resultó ser bastante miedica, tanto como yo con los perros sea cual sea su raza.

Uno a uno la abuela nos fue preguntando cómo nos llamábamos y saludándonos con dos besos, y tratándonos como si nos conociera de toda la vida. En este momento de presentaciones y salutaciones que tuvo lugar en un pasillo de techos amplísimos y que rodeaba a un patio central lleno de macetas con flores y techado con una cubierta ocurrió una de las anécdotas que mejor recuerdo del viaje y que más graciosas me parecieron. Resulta que uno a uno, como ya he dicho, nos íbamos presentado a la abuela de Ángel diciéndole nuestros nombres y de donde éramos, es decir por ejemplo yo dije mi nombre y que era de Madrid, y así el resto de mis amigos, hasta que le llegó el turno a Chema, que como siempre le hemos llamado así y no José María que es como fue bautizado nos resulta extraño llamarlo por ese nombre. Así cuando la abuela le preguntó él contesto que era de Bargas un pueblo cercano a Toledo, y que se llamaba Chema, a lo que la abuela con una autoridad que impedía cualquier turno de réplica contestó: ‘¿Josemari no?’. En ese momento y sabiendo como todos sabíamos que a Chema poco o nada le gusta que le llamen así, todos nos miramos como diciendo toma golpe. Nos reímos por supuesto, y Chema el primero, pero si la abuela quería llamarle “Josemari”, nada la iba a impedir hacerlo y menos unos mindundis como nosotros.

Resulta que hasta hacía unos años el palacete de la abuela había sido un pequeño y coqueto hotel, de tres habitaciones, pero que debido ya a la edad la abuela no podía seguir con él. ¡Si lo hubiera sabido antes yo mismo me hubiera puesto a trabajar allí! Poco a poco la abuela nos fue llevando por todas las habitaciones de la casa, empezando claro está por la planta baja, donde en su día se situaban las habitaciones de huéspedes. Una a una nos enseño las habitaciones, decoradas y pintadas cada una con motivos diferentes, todas ellas con un gusto exquisito que pocos hoteles de postín tienen la verdad sea dicha. ¡Cómo me hubiera gustado alojarme allí siendo turista y descubrir la ciudad de manera algo más pija! La planta baja era enorme, y las habitaciones también, todas ellas con baño, grandes ventanales y altísimos techos coronados con ventiladores de aspas más propios de otra época que de la era del aire acondicionado. Incluso vimos la cocina y la zona de lavandería al final de un agosto y bastante menos glamuroso pasillo que daba a la parte de atrás de la casa. En la planta baja también se encontraba un pequeño despacho que la abuela solía usar como zona de administración y papeleo del hotel, si no recuerdo mal, a mano derecha nada más pasar la puerta de hierro de acceso a la casa. Fue en esta estancia donde se produjo otro momento que tengo bastante bien grabado en mi recuerdo. Siempre me han gustado las cosas de otra época, todo aquello que huela a historia y que tenga la suya propia, y que se pueda considerar como  objeto exclusivo, casi de coleccionista. En dicho despacho, abarrotado de papeles, libros, álbumes y archivadores, así como cajas y algún que otro trasto viejo amontonado por las esquinas, había una especie de armario de tamaño mediano, que no daba la impresión ni de ser un bargueño ni una alacena. Cuando le preguntamos a la abuela, ella muy orgullosa de dicho objeto nos dijo que no era un mueble cualquiera. En el fondo no era un mueble, sino una caja fuerte de triple combinación. Un objeto que cualquier coleccionista daría lo que fuera por poder comprar y tener entre sus pertenencias. Sin embargo la cosa no se queda ahí, y es que la abuela se ofreció a abrir dicha caja fuerte, a lo que la madre de Ángel en cierto modo protestó diciendo que nunca la habría abierto delante de ella, y ahora por estar nosotros allí lo iba a hacer. Y lo hizo. No había gran cosa en la caja fuerte, apenas unos papeles y algún que otro objeto.

Una vez vista la planta baja, seguimos a la abuela hasta la primera planta. La planta noble o privada, donde estaban las estancias donde se supone se desarrollaría la vida familiar más íntima. Para acceder a este primer piso del palacete, como buena casona que era, había que subir por una escalera de mármol gris si no recuerdo mal, y atravesar de nuevo una puerta de hierro y cristal que daba algo más de intimidad a aquella parte superior de la casa, separándola físicamente de la zona de hotel de la planta inferior. En esta primera planta visitamos numerosas habitaciones siempre rodeando la balconada del patio interior, una maravilla de la arquitectura andaluza. La sala que más me impresionó y que sin exagerar me pareció digna de un palacio real, fue el salón comedor de la casa. Esta sala rectangular, enorme y con el techo bastante algo, tenía todas sus paredes completamente forradas con papel pintado de Bruselas, si no recuerdo mal el dato que nos dio la abuela. Una delicia para los sentidos. Me encontraba totalmente en éxtasis en aquel comedor, admirando la larga mesa de madera muy oscura (desconozco qué tipo de madera era) con sus sillas a juego dotadas de unos respaldos altísimos que superarían sin duda la altura de la cabeza de una persona alta que se sentara en ellas (eso sí parecían bastante incómodas, aunque por norma general este tipo de sillas palaciegas no suelen parecerme muy cómodas en general). En el centro de la sala, en el techo, colgaba una impresionante lámpara de araña de cristal, y rodeando la estancia pegados a las paredes había muebles y aparadores también a juego con la mesa. Lo dicho todo propio de un palacio. Otra sala que también me gustó especialmente fue una que estaba decorada con abanicos antiguos, muy antiguos, también dignos de los mejores coleccionistas, que muchos anticuarios querrían poder poseer. Todas las habitaciones que visitamos estaban exquisitamente decoradas, con mucho gusto, igual o quizá mejor que las de la planta baja. Todo el pasillo superior estaba adornado con plantas que refrescaban el ambiente y le daban un aire mucho más andaluz.

Antes de abandonar la casa de la abuela, ésta nos enseña una de sus habitaciones fetiche. Ya habíamos oído a Ángel hablar de dicha habitación previamente, pero aún así teníamos curiosidad por descubrirla. La habitación a la que me refiero, no tenía una decoración tan despampanante como el resto de la casa, era un simple despacho personal de la abuela, con un par de muebles tipo alacena hasta el techo y una mesa camilla redonda en el centro. Pero lo peculiar de esta habitación es que estaba en su casi totalidad dedicada al Papa, o a los Papas. Retratos de Juan Pablo II, de Benedicto XVI, y probablemente de alguno más, pero la cantidad de cosas, papeles y recuerdos que había en la habitación era tal que mi mirada tenía muchas dificultades para descubrir todo. Calendarios, artículos, fotos, estampitas, imitación de bulas, y periódicos religiosos como L’Osservatore Romano, el periódico de la Santa Sede. Esta habitación demostraba la gran devoción de la abuela por la religión y la Iglesia, como todas las personas mayores que conozco, incluida mi propia abuela, aunque obviamente en aquella salita todo estaba sobredimensionado. Así terminó la visita. La abuela se despidió de todos nosotras y tras hablar un rato más con su hija, la madre de Ángel, todos juntos otra vez nos dirigimos hacia la casa del abuelo donde él se había quedado cuidando de Duquesa. A todo esto el perro de la abuela no había parado de ladrar de vez en cuando en un volumen bastante elevado, como queriendo hacerse notar y decir que esa casa es suya.

Para cuando dejamos atrás la casa-palacio de la abuela ya era tarde, prácticamente hora de comer. La mañana se había pasado volando, y la verdad es que hasta el momento había sido casi más intensa y llena de sorpresas que las anteriores. Para comer mis amigos y yo decidimos invitar a Ángel y familia a algún restaurante típico para así compensarles las molestias que les hubiéramos podido causar, sin duda muchas y varias, y agradecerles la infinita hospitalidad y amabilidad con la que nos habían recibido en mitad del mar de olivos de Úbeda. Decidimos ir, aconsejados por la propia familia de Ángel, a un restaurante situado detrás del Ayuntamiento de Úbeda, en la plaza ajardinada de la parte trasera de la Casa Consistorial, a pocos minutos andando de la casa de Ángel. La verdad es que hacía bastante calor, mucho más que el que habíamos tenido en los días previos. También había bastante hambre, he de reconocer. En el restaurante comimos raciones de los platos más típicos de Úbeda y de Jaén, y todo estuvo más que delicioso, como corresponde a la comida tradicional y más aún española. Recuerdo muy vivamente un revuelto de morcilla que estuvo exquisito y del que repetimos más de uno; también probamos si no recuerdo mal una carne hecha de una manera muy especial y particular de Úbeda, pero no me acuerdo del nombre, lo que sí recuerdo es que estaba deliciosa; tampoco faltaron las aceitunas de la zona, de las que sale ese néctar dorado y precioso como es el aceite de oliva. Todo estuvo riquísimo, y la verdad es que acentuó las pocas ganas que teníamos ninguno de irnos de allí, al menos yo no quería irme. Pero todo siempre tiene un final, y aquel viaje estaba casi acabando. La sorpresa de la comida vino a la hora de pagar. Sirviéndose del abuelo como excusa, y diciendo que tenía que acompañarle a casa porque era la hora de su siesta, la madre de Ángel y el abuelo salieron un poco antes del restaurante para adelantarse antes de que nosotros termináramos de comer. Cuando lo hicimos y fuimos a la barra a pagar resulta que del monto total de la cuenta sólo teníamos que pagar algo menos de la mitad, porque la madre de Ángel ya había pagado parte. Nosotros nos quedamos desconcertados, pero como dice el dicho: ‘más sabe el diablo por viejo que por diablo’ (con esto no quiero llamar a la madre de Ángel vieja, ni mucho menos, Dios me libre).

Ya estaba hecho. La comida se acabó. La madre de Ángel nos la había jugado en parte, aunque con muy buenas intenciones eso sí. De vuelta en la casa, y para hacer tiempo hasta la hora de la partida hacia Madrid, decidimos ponernos a jugar al Monopoly. Otra vez a este juego de destrucción personal que suele sacar el alma más competitiva y capitalista que todos llevamos dentro (aunque unos más que otros he de decir, al fin y al cabo quien ha madurado sabe que un juego es simplemente eso, un juego), la parte más vil y ruin que hay en todos nosotros y que puede llegar a hacer mucho daño. No me acuerdo bien con quien me tocó esta vez, creo que fue con Chema o con Miguel, me decantaría más por el primero perola niebla del tiempo se acaba imponiendo sobre algunos recuerdos. Nos pusimos a jugar en la cocina, que parecía algo más fresca que la sala de estar de la planta baja, y no estábamos para pasar calor la verdad, ya nos daría bastante el propio juego.

Y como la vez anterior el juego no es que fuera muy bien que se diga. Y como la otra vez parece que mi compañero de habitación la tenía tomada conmigo por algo que por aquel entonces yo no sabía muy bien qué era (sólo lo supe varios meses después cuando tuvo el valor suficiente para hablar conmigo y aclarar las cosas, pero es lo que tienen las mentiras que siembran muchas dudas). Entre piques, pullas, indirectas, y declaraciones de trampas se desarrolló la partida. Nunca nadie ha sabido muy bien cuáles son las reglas verdaderas del Monopoly, sobre todo las más técnicas, y mucho menos las sabíamos nosotros, lo que siempre llevaba a enfrentamientos entre los que de verdad se tomaban en serio el juego y le daban una importancia vital para su ego, y el resto de nosotros que simplemente lo considerábamos un simple juego de mesa para toda la familia, o en aquel caso para los amigos (pero cuando falla este último concepto falla todo lo demás, y un juego creado para entretener se convierte de pronto en un mercado de valores donde luchan los buitres). Llegó un punto en que se tuvo que parar la partida porque mi compañero de habitación recibió una llamada que atendió marchándose hasta el jardín que da a la entrada de la casa, en la punta opuesta a la cocina, para que nadie escuchara nada de la secreta conversación que estaba teniendo, aunque casi todos suponíamos quien le estaba llamando. Como veíamos que tardaba demasiado y seguía sin venir, pasados más de quince minutos como poco, fui a ver qué pasaba por si era algo grave o un problema en el que pudiéramos ayudar, pero cuando llegué a donde estaba sin yo preguntarle nada me lanzó una mirada llena de rencor y quizá también odio (aunque puede que no fuera nada de eso y el tiempo también haya terminado por distorsionar ese recuerdo) y me dijo que me marchara que ahora iría él, que no tenía nada que hacer allí. Yo sólo pretendía preocuparme por si pasaba algo ya que también el resto estaban inquietos, pero supongo que en la propia paranoia de mi compañero de habitación lo único que pensó es que iba para cotillear. Cuando volvió todavía varios minutos después de que yo fuera a ver qué pasaba me recriminó que para qué había ido a verle, que no tenía derecho de meterme en su intimidad. Yo le contesté que había ido para preguntarle qué pasaba y si era algo serio, pero nada que yo le dijera iba a hacer ningún efecto, su imaginación iba por libre. La partida de Monopoly acabó poco después en un ambiente que para mí era algo tenso la verdad. No estuve cómodo ya lo que faltaba de partida.

Tras todo esto llegó la hora de partir, de empezar a hacerse a la idea que aquellos magníficos días se acababan. Cada uno se fue hasta su habitación para terminar de hacer las maletas y preparar todo para meterlo en el coche de Juan Carlos. En mi habitación se podía cortar la tensión. No crucé palabra con mi compañero, ni él conmigo, total ¿para qué? Cada vez que iba a decir algo lo hacía de una manera seca, como si fuera un asesino, o como si hubiera hecho algo que yo no sabía qué era, pero que en su mente estaba muy claro. Una vez estuvimos todos abajo con nuestras cosas y el coche preparado en la calle ya fuera del garaje, metimos todo en el maletero, y empezamos a despedirnos de la familia de Ángel y de él mismo que se quedaba allí unos días más disfrutando de las vacaciones en su tierra. Fue una despedida emotiva, en cierto modo agridulce ya que lo habíamos pasado muy bien todos por lo menos yo que nunca me hubiera imaginado hacer aquello con amigos, aunque creo que hablo en nombre de todos los que allí estuvimos; pero también fue una despedida triste y algo nostálgica por aquello que estábamos ya empezando a dejar atrás aun sin haber arrancado el coche y habernos puesto en marcha. Abrazamos al abuelo como si fuera el de todos, y nos despedimos de la madre de Ángel hasta la próxima ya que desde entonces en más de una ocasión nos ha tenido que aguantar algún día o alguna tarde en Alcalá de Henares. Tras las despedidas ya sí que sí pusimos rumbo a nuestras casas.

El camino de vuelta lo empezamos con el sol empezando ya a descender por el horizonte, repartiendo su luz sobre las tierras andaluzas que rodean la Muy Noble y Leal ciudad de Úbeda. Si cuando llegamos cuatro días antes el sol mostraba todo su poder sobre el mar de olivos lanzando sus rayos desde lo más alto del cielo sin apenas proyectar sombras, aquella tarde los rayos caían algo más inclinados y los olivos sí dejaban su rastro en la roja tierra jienense, y mostraban un aspecto más viejo como de seres de otro tiempo y otra época, testigos silentes de la historia de esta tierra. La tierra roja mostraba una imagen mucho más viva y nítida, parecía sangre. El mar de olivos se veía mucho más claro, sin la bruma que suele cubrirlo por las mañanas y que a lo largo del día va poco a poco levantándose como un estudiante perezoso que no quiere ir a la universidad un miércoles de marzo lluvioso. Allí estaba rodeándonos por los cuatro costados, escoltando nuestro coche hasta la autopista que nos conduciría lejos de allí, el mar de olivos, como queriendo detenernos más tiempo allí. Pero eso no podía ser, el camino estaba empezado y el viaje acabado.

Juan Carlos y Chema se turnaron conduciendo el viaje de vuelta. Primero Juan Carlos que fue quien nos condujo de vuelta a nuestro paso por Despeñaperros, el último que haré por la vieja carretera ya que estaban construyendo la nueva autovía sobre un viaducto impresionante. Pasado el mítico desfiladero, en un área de servicio de La Mancha, teniendo como excusa el hecho de que mi compañero de habitación se estaba mareando atrás, paramos y se realizó el cambio total de asiento. Chema asumió los mandos de la expedición y mi compañero de habitación se puso de copiloto mareado (o eso suele argüir él para sentarse delante). El camino siguió y el sol poco a poco iba acercándose a su destino diario: el horizonte. El paisaje había cambiado por completo se notaba que estábamos en La Mancha. Grandes y extensas llanuras sin apenas relieve se abrían a uno y otro lado de la carretera, sin que se pudiera ver su final, ni siquiera intuirlo. La monotonía nos cogió a todos por sorpresa y durante varios kilómetros fuimos en silencio, cada uno sumergido en sí mismo, nadando en sus pensamientos e ideas, resolviendo mentalmente problemas o intentándolo, empezando a olvidar todo aquello que habíamos vivido aunque no quisiéramos hacerlo. Pronto, o eso me pareció a mi llegamos a Bargas, donde el primero de nosotros se bajaba. Nos despedimos de Chema sabiendo que no le volveríamos a ver hasta que volviéramos a la Escuela, aunque en ese momento pensar en la Escuela la verdad estaba fuera de lugar, bueno en ese momento y siempre (pensar en la Escuela es la mejor manera de cortarte del rollo que puede existir).

Nuestro camino todavía no había acabado, faltaba llegar a Madrid. En el coche ahora se iba más amplio, sobre todo en la parte de atrás donde íbamos Miguel y yo que por aquel entonces estábamos más fuertes y musculosos que ahora y por tanto ocupábamos más espacio. El sol rozaba ya casi el horizonte y arrojaba los ya débiles rayos de luz sobre los carteles publicitarios y naves industriales que jalonan la carretera de Toledo, tiñéndolos de esa anaranjada luz de final del día. Cuando divisamos el perfil de Madrid me di cuenta lo lejos que estábamos ya de todo lo vivido, lo lejos que quedaban el mar de olivos de Úbeda, la Alhambra de Granada y la casa de Ángel, lo lejos que empezaban a estar ya todos esos recuerdos que hasta esa misma mañana hbía atesorado y guardado preciadamente en mi mente. El plan de llegadas era dejar primero a Miguel en su casa, luego ir a la mía y por último Juan Carlos y mi compañero de habitación irían juntos hasta Villaverde ya que vivían allí ambos. No sé quien tuvo la brillante idea de parar antes de dejar a Miguel en su nido en la Escuela para mirar una nota de los exámenes finales de junio de Álgebra creo, pero quien fuera tiene el gusto en el mismo lugar por donde amargan los pepinos la verdad. No entendí esa parada innecesaria, tanto por hora ya que eran más de las ocho de la tarde cuando llegamos a Ciudad Universitaria como por el mero hecho de acabar un viaje de vacaciones en la Escuela. No sé qué ansias absurdas le entraron a la persona que quiso en primer lugar parar allí. El hecho es que paramos. Después fuimos hasta casa de Miguel y le depositamos sano y salvo en la entrada de su urbanización.

Sólo quedamos tres en el coche. El siguiente destino era mi casa donde ya me esperaban mis padres. El camino desde casa de Miguel hasta la mía fue bastante tenso, no hay que olvidar que la otra ocasión que coincidimos los tres en el coche fue en la vuelta de Granada a Úbeda y la cosa no acabó muy bien entre mi compañero de habitación y yo. Apenas cruzamos alguna que otra palabra en ese relativamente pequeño trayecto, luego lo sentí por Juan Carlos que nada tenía que ver, pero como mi compañero de habitación no me dirigía la palabra y cuando lo hacía el tono no era muy amistoso que se diga, pues me parecía absurdo gastar saliva intentando hablar con él. Llegamos a mi casa cuando las luces de las calles ya estaban empezando a encenderse. Mes despedí de Juan Carlos estrechándole la mano y con un abrazo y de mi compañero de habitación, a quien un día consideré mi mejor amigo, con apenas un adiós. ´


Y eso fue todo. Así acabaron aquellos cuatro extraordinarios días de verano que pasé con mis amigos por primera vez en mi vida de vacaciones. Atrás dejé muchos recuerdos, muchas anécdotas y muchas emociones. Nunca pensé que iba a vivir eso, y cada vez que lo pienso me emociono al recordarlo. Siempre había querido irme de vacaciones con amigos y no fue hasta aquel verano de mis veinte años cuando ese sueño se hizo realidad. Siempre recordaré aquel viaje, sus momentos buenos y malos, sus momentos de risa y sus momentos menos divertidos que viví en la habitación solo. Todas aquellas emociones siempre estarán en mi recuerdo y espero que también en el de todos los amigos que allí empecé a descubrir como verdaderos: Chema (o Josemari para la abuela de Ángel), Miguel, Juan Carlos y Ángel. Sin todas las personas con las que conviví aquellos días, y digo todas conscientemente, aquel viaje no hubiera sido lo mismo y no lo hubiera vivido con la emoción y las ganas con lo que lo viví. Siempre recordaré ese viaje soñado al mar de los olivos.

Caronte.

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