jueves, 7 de agosto de 2014

De vuelta

Después de algo más de tres semanas en las que apenas he parado un día y medio por mi casa simplemente para recargar algo las pilas y volverme a ir, por fin vuelvo para quedarme. O al menos ese es el plan a día de hoy, quién sabe si en unos días me puede surgir algún plan y vuelvo a decidir poner pies en polvorosa y volver a volar del nido familiar durante unos días. Aunque esto último es casi ciencia ficción la verdad. Volviendo a la realidad la verdad es que estos días de descanso y de desconexión completa de la realidad me han venido bastante bien. Vuelvo con las pilas cargadas con suficiente energía para que duren mucho tiempo así. También he de decir que aunque fuera de casa, recorriendo como he hecho el territorio europeo, he estado muy a gusto, he echado de menos mi casa y Madrid, mi ciudad.

Aún me parece irreal todo lo que he vivido en las últimas semanas desde que el pasado 15 de julio saliera de viaje con unos amigos rumbo al corazón de Europa lanzados a la aventura en búsqueda de otro amigo para salvarle de las afiladas garras del deber académico de la universidad en Múnich. Cada vez que lo pienso creo que no es verdad, sólo las pruebas gráficas – las cerca de tres mil fotografías que hicimos – me demuestran que no es fantasía ni sueño, sino mera y pura realidad. Primero fue Francia, más concretamente la ciudad de Tours, donde llegamos pasadas las nueve de la noche tras haber estado conduciendo durante más de doce horas, aunque eso sí no de manera continua, y tras habernos tragado un atascazo monumental al pasar la frontera hispano francesa. Después de esta parada en Francia, al día siguiente pusimos rumbo este camino de tierras germanas, con destino Ulmen, un pequeño pueblo a poco más de 70 km de la frontera con Francia y Luxemburgo. Camino de Alemania, y por ser este año el centenario de la Gran Guerra decidimos hacer una parada para visitar Verdún, sede de una de las batallas más largas y cruentas de la Primera Guerra Mundial; un sitio donde la piel se pone de gallina y el corazón se hiela con solo pensar en todo lo que allí aconteció hace cien años.

En Alemania estuvimos bastantes días, y visitamos mucho más de lo que me hubiera esperado antes de llegar allí: Treveris o Trier, una de las ciudades más antiguas del país germano, fundada por los romanos y con ruinas de esa época, entre las que destacan la Porta Nigra, una impresionante construcción en forma de puerta monumental que el paso del tiempo ha teñido de negro; Dinkelsbühl, un pueblecito pintoresco amurallado del corazón del sur de Alemania con su casitas coloridas y sus tejados puntiagudos; Rothenburg ob der Tauber, más conocido como el pueblo de cuento de hadas; Heidelberg, o la Salamanca germana, sede de una de las universidades más antiguas y prestigiosas de Alemania y donde pude comprobar que a pesar de lo que se piensa los alemanes también pueden llegar a tener la sangre caliente ya que Heildeberg bien podría haber sido cualquier ciudad española en verano, rebosante de vida; Núremberg, una de las grandes ciudades de Alemania, conocida mundialmente por ser la sede de los juicios contra la cúpula nazi en el año 1945, y que me sorprendió gratamente por su belleza. Todo esto fue antes de llegar a Múnich, y estuvo regado por un clima más propio del sur de España que de centro Europa, ya que el calor que nos acompaño durante la primera mitad de nuestro periplo europeo era más que sofocante diría yo que asfixiante.

Se me ha olvidado mencionar que antes de llegar a Múnich también hicimos una parada, dividida en dos días por fuerza mayor, en uno de los templos mundiales de la velocidad y el motor, lugar de peregrinación para los amantes de la velocidad y la adrenalina, semejante a Santiago, Jerusalén o Roma para los cristianos, como es el circuito de Nürburgring, El infierno verde. Si hace un par de años alguien me hubiera dicho que no sólo iba a visitar el circuito y pasar al lado del mismo, cosa que sin duda podría haber sido posible, sino que además iba a dar cuatro vueltas al mismo, aún sin conducir yo, hubiera pensado que quien me dijera eso estaba para ser ingresado en un manicomio en el área de aislamiento y con camisa de fuerza de triple vuelta. Pero pasó, y puedo dar fe de ello con alrededor de 400 fotografías de las cuatro vueltas que di como paquete en el asiento de atrás, botando y moviéndome de un lado a otro debido a las fuerzas que las diferentes curvas y rasantes del trazado ejercían sobre el coche. Para ser completamente sinceros creo que esas cuatro vueltas fueron uno de los momentos más memorables de mi vida hasta la fecha, y creo que al menos que la enfermedad lo haga nunca las olvidaré.

El recibimiento que tuvimos en Múnich por parte de nuestro amigo más que cordial se podría calificar de trampa a traición, ya que a pesar de que se organizó una cena en la sala común de la residencia de estudiantes en la que él vivía y donde nosotros también nos íbamos a alojar, la cena la tuvimos que hacer nosotros para más de diez personas. Lo dicho recibimiento con sorpresa incluida, pero igualmente memorable. Múnich es una ciudad pequeña con respecto a cosas que ver, pero que tiene los suficientes puntos de interés como para poder aprovechar bien los días; eso sí para los que amen la fotografía, el verano es la peor época para ir ya que todas las obras que haya que hacer en las edificios se hacen en esta época por la imposibilidad de hacerlas en invierno por la nieve y el frío. En Múnich pasamos cinco noches, pero no nos quedamos parados allí durante el día. Visitamos lugares dispares como pueden ser el Museo BMW, el Parque Olímpico, el Campo de Concentración de Dachau (en algún momento escribiré sobre esto, ya que lo que allí se experimenta bien merece ser contado), el mundialmente famoso Castillo de Neuschwanstein en Füssen. También tuvimos tiempo de pasar a Austria para visitar la cuna de Mozart, Salzburgo, donde nos cayeron tres chaparrones en un intervalo de unas cinco horas, y Hallstadt, un pequeño y pintoresco pueblecito enclavado entre montañas a orilla de un lago. Por supuesto a parte de toda la parte turística he de mencionar también la gastronómica y alcohólica. Cervezas, salchichas, snitzel y codillo, a parte del estrudel de manzana, esto es lo que se puede degustar en Múnich, y esto es lo que degustamos.

Desde Múnich saltamos a Suiza, cuna de los grandes Banco donde los defraudadores de hacienda de todo el mundo llevan sus fortunas para no pagar impuestos y poder cometer casi con total impunidad delitos de todo tipo. He de decir que no vimos ni a Urdangarín, ni a Pujol, ni a la mujer de Bárcenas, ni a nadie de la Junta de Andalucía por allí con bolsas de basura negras. Una gran decepción. Lo que sí vimos fue naturaleza en toda su grandeza, fuerza y esplendor. Altas montañas, valles largos y profundos, carreteras serpenteantes y empinadas, ríos en sus primeros momentos de vida con aguas de un color plateado puro y nieves casi perpetuas. El plato fuerte fue la visita y ascensión al mayor glaciar de Europa, el Aletsch, una impresionante lengua de hielo de la que es casi imposible ver alguno de sus extremos y cuya magnificencia encoje al más valeroso de los corazones, y vuelve pequeño a la más grande de las personas. Pero quizá una de los espectáculos naturales que más me llamó la atención en Suiza, y que por falta de tiempo no pudimos ver como hubiera merecido, fue el nacimiento del río Ródano, una pequeña gran fuente y salto de agua que emana de un pequeño lago procedente de una glaciar también y que desciende de la montaña bajo un estruendo ensordecedor, como de truenos a plena luz del sol.

Al salir de Suiza fuimos a dar con nuestros ya cansados cuerpos en Annecy, en la casa de los tíos de uno de los miembros de la expedición. Allí pasamos las dos últimas noches de nuestro viaje. Fueron días de mucho ajetreo con la familia de nuestro amigo, pero que merecieron sobradamente la pena y que todos sabíamos que suponían el final del viaje. La vuelta también fue larga pero se me pasó algo más rápida que la ida, quizá porque a pesar de lo bien que lo había pasado y de todo lo que había vivido también tenía ganas de volver a dormir en mi cama y volver a estar en mi casa, para poder preparar la segunda parte de mis vacaciones que también me volvería a llevar a centro Europa, más concretamente a Viena.

Y así apenas habiendo pasado treinta horas en mi casa volví a salir de viaje, esta vez con mis padres, y de forma muy diferente de lo que había hecho las dos semanas anteriores con mis amigos, para visitar una de las ciudades que más ganas tenía de ver. Viena no me decepcionó. Sus calles, sus palacios barrocos, sus edificios clasicistas, sus casas señoriales, sus iglesias y sus dulces y tartas. Todo de Viena me enamoró, sobre todo su Tarta Sacher, aunque he de decir que únicamente la del Hotel Sacher merece dicha denominación, es la única que realmente cumplió con todas mis expectativas, aunque sólo la probé una vez allí y la verdad es que se me hizo corta la experiencia, aun así me hubiera comido una tarta entera yo solo con un café. Lo único que me terminó cansando de Viena es que parece que sólo tienen a Sisí Emperatriz, a Mozart y sus bombones-timo, y el omnipresente cuadro de Klimt, El beso. Y Viena es mucho más, por suerte, no me dejé embaucar por estos tres símbolos turísticos de la ciudad y supe descubrir la verdadera Viena que poco tiene que ver con ellos.

Pero después tres semanas en las que apenas he pasado unas horas en mi casa, en mi ciudad de Madrid, ya tenía ganas de volver a instalarme aquí. A pesar de que la rutina volverá a mi vida, y quizá en unas semanas esté harto de ella y no sepa como estar en mi casa sin morirme del asco. No he tenido contacto alguno con la realidad mundial durante estos días y la verdad es que se vive mejor así, es deprimente volver a casa y enterarte que todo sigue igual en el mundo – si no peor, como por ejemplo en Oriente M       edio – y en tu país, con la misma gentuza haciendo de las suyas por ahí. Lo único que sí he echado en falta de veras, hasta el punto de casi tener mono de ello era la lectura; el poder abrir un buen libro, tocar y oler sus páginas, pasarlas, leerlo y sumergirme en las historias que cuente. Quizá sea una adicción, pero no quiero desengancharme de ella. También he echado de menos escribir, poder expresar todo aquello que he vivido o que se me iba pasando por la cabeza o se me pase y que no podía plasmar por falta de medios. Poco a poco iré narrando para quien le interese diferentes capítulos de mis peripecias viajeras por Europa, y quizá también otras cosas con algo más de chicha que parece que son las más buscadas.

Ahora que estoy de vuelta y con bastante tiempo libre me toca recuperar todo el tiempo no invertido en mis aficiones de verdad: la lectura, la escritura y Madrid. Que la verdad es que tenía ganas de volver a retomarlas. Además por mucho que haya visitado por ahí sitios muy bonitos, pintorescos y llenos de historia y belleza natural, como mi ciudad no hay nada para mí. Madrid es mi amor permanente y secreto que sé que está ahí siempre que la necesito y por cuyas calles sé que me puedo perder para descubrir rincones sólo aptos para aquellos que de verdad amen a esta ciudad. Y es que ya era hora de volver a disfrutar de mi ciudad, también tenía mono de ella y de sus barrios y sus calles, de sus aromas y sus gentes, de su historia y de arte. Y además es en agosto cuando mejor se puede disfrutar de Madrid, cuando menos gente hay, cuando menos coches circulan por sus calles y cuando menos manadas de turistas recorren sus calles y avenidas y las dejan libres para los que permanecemos en ella este mes de calor. Por fin estoy de vuelta en casa, y aunque la rutina me vuelva y el aburrimiento también, sé que siempre habrá algo que alivie dichas sensaciones, y sobre todo tendré recuerdos para recordar y acordarme de lo vivido en estas últimas tres semanas con mis amigos y mi familia. De vuelta.

Caronte.

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