Después de algo
más de tres semanas en las que apenas he parado un día y medio por mi casa
simplemente para recargar algo las pilas y volverme a ir, por fin vuelvo para
quedarme. O al menos ese es el plan a día de hoy, quién sabe si en unos días me
puede surgir algún plan y vuelvo a decidir poner pies en polvorosa y volver a
volar del nido familiar durante unos días. Aunque esto último es casi ciencia
ficción la verdad. Volviendo a la realidad la verdad es que estos días de
descanso y de desconexión completa de la realidad me han venido bastante bien.
Vuelvo con las pilas cargadas con suficiente energía para que duren mucho
tiempo así. También he de decir que aunque fuera de casa, recorriendo como he
hecho el territorio europeo, he estado muy a gusto, he echado de menos mi casa
y Madrid, mi ciudad.
Aún me parece
irreal todo lo que he vivido en las últimas semanas desde que el pasado 15 de
julio saliera de viaje con unos amigos rumbo al corazón de Europa lanzados a la
aventura en búsqueda de otro amigo para salvarle de las afiladas garras del
deber académico de la universidad en Múnich. Cada vez que lo pienso creo que no
es verdad, sólo las pruebas gráficas – las cerca de tres mil fotografías que
hicimos – me demuestran que no es fantasía ni sueño, sino mera y pura realidad.
Primero fue Francia, más concretamente la ciudad de Tours, donde llegamos
pasadas las nueve de la noche tras haber estado conduciendo durante más de doce
horas, aunque eso sí no de manera continua, y tras habernos tragado un atascazo
monumental al pasar la frontera hispano francesa. Después de esta parada en
Francia, al día siguiente pusimos rumbo este camino de tierras germanas, con
destino Ulmen, un pequeño pueblo a poco más de 70 km de la frontera con Francia
y Luxemburgo. Camino de Alemania, y por ser este año el centenario de la Gran
Guerra decidimos hacer una parada para visitar Verdún, sede de una de las
batallas más largas y cruentas de la Primera Guerra Mundial; un sitio donde la
piel se pone de gallina y el corazón se hiela con solo pensar en todo lo que
allí aconteció hace cien años.
En Alemania
estuvimos bastantes días, y visitamos mucho más de lo que me hubiera esperado
antes de llegar allí: Treveris o Trier, una de las ciudades más antiguas del
país germano, fundada por los romanos y con ruinas de esa época, entre las que
destacan la Porta Nigra, una impresionante construcción en forma de puerta
monumental que el paso del tiempo ha teñido de negro; Dinkelsbühl, un
pueblecito pintoresco amurallado del corazón del sur de Alemania con su casitas
coloridas y sus tejados puntiagudos; Rothenburg ob der Tauber, más conocido
como el pueblo de cuento de hadas; Heidelberg, o la Salamanca germana, sede de
una de las universidades más antiguas y prestigiosas de Alemania y donde pude
comprobar que a pesar de lo que se piensa los alemanes también pueden llegar a
tener la sangre caliente ya que Heildeberg bien podría haber sido cualquier
ciudad española en verano, rebosante de vida; Núremberg, una de las grandes
ciudades de Alemania, conocida mundialmente por ser la sede de los juicios
contra la cúpula nazi en el año 1945, y que me sorprendió gratamente por su
belleza. Todo esto fue antes de llegar a Múnich, y estuvo regado por un clima
más propio del sur de España que de centro Europa, ya que el calor que nos
acompaño durante la primera mitad de nuestro periplo europeo era más que
sofocante diría yo que asfixiante.
Se me ha olvidado
mencionar que antes de llegar a Múnich también hicimos una parada, dividida en
dos días por fuerza mayor, en uno de los templos mundiales de la velocidad y el
motor, lugar de peregrinación para los amantes de la velocidad y la adrenalina,
semejante a Santiago, Jerusalén o Roma para los cristianos, como es el circuito
de Nürburgring, El infierno verde. Si
hace un par de años alguien me hubiera dicho que no sólo iba a visitar el
circuito y pasar al lado del mismo, cosa que sin duda podría haber sido
posible, sino que además iba a dar cuatro vueltas al mismo, aún sin conducir
yo, hubiera pensado que quien me dijera eso estaba para ser ingresado en un
manicomio en el área de aislamiento y con camisa de fuerza de triple vuelta.
Pero pasó, y puedo dar fe de ello con alrededor de 400 fotografías de las
cuatro vueltas que di como paquete en el asiento de atrás, botando y moviéndome
de un lado a otro debido a las fuerzas que las diferentes curvas y rasantes del
trazado ejercían sobre el coche. Para ser completamente sinceros creo que esas
cuatro vueltas fueron uno de los momentos más memorables de mi vida hasta la fecha,
y creo que al menos que la enfermedad lo haga nunca las olvidaré.
El recibimiento
que tuvimos en Múnich por parte de nuestro amigo más que cordial se podría
calificar de trampa a traición, ya que a pesar de que se organizó una cena en
la sala común de la residencia de estudiantes en la que él vivía y donde
nosotros también nos íbamos a alojar, la cena la tuvimos que hacer nosotros
para más de diez personas. Lo dicho recibimiento con sorpresa incluida, pero
igualmente memorable. Múnich es una ciudad pequeña con respecto a cosas que
ver, pero que tiene los suficientes puntos de interés como para poder
aprovechar bien los días; eso sí para los que amen la fotografía, el verano es
la peor época para ir ya que todas las obras que haya que hacer en las edificios
se hacen en esta época por la imposibilidad de hacerlas en invierno por la
nieve y el frío. En Múnich pasamos cinco noches, pero no nos quedamos parados
allí durante el día. Visitamos lugares dispares como pueden ser el Museo BMW,
el Parque Olímpico, el Campo de Concentración de Dachau (en algún momento
escribiré sobre esto, ya que lo que allí se experimenta bien merece ser
contado), el mundialmente famoso Castillo de Neuschwanstein en Füssen. También
tuvimos tiempo de pasar a Austria para visitar la cuna de Mozart, Salzburgo,
donde nos cayeron tres chaparrones en un intervalo de unas cinco horas, y
Hallstadt, un pequeño y pintoresco pueblecito enclavado entre montañas a orilla
de un lago. Por supuesto a parte de toda la parte turística he de mencionar
también la gastronómica y alcohólica. Cervezas, salchichas, snitzel y codillo,
a parte del estrudel de manzana, esto es lo que se puede degustar en Múnich, y
esto es lo que degustamos.
Desde Múnich
saltamos a Suiza, cuna de los grandes Banco donde los defraudadores de hacienda
de todo el mundo llevan sus fortunas para no pagar impuestos y poder cometer
casi con total impunidad delitos de todo tipo. He de decir que no vimos ni a
Urdangarín, ni a Pujol, ni a la mujer de Bárcenas, ni a nadie de la Junta de Andalucía
por allí con bolsas de basura negras. Una gran decepción. Lo que sí vimos fue
naturaleza en toda su grandeza, fuerza y esplendor. Altas montañas, valles
largos y profundos, carreteras serpenteantes y empinadas, ríos en sus primeros
momentos de vida con aguas de un color plateado puro y nieves casi perpetuas.
El plato fuerte fue la visita y ascensión al mayor glaciar de Europa, el
Aletsch, una impresionante lengua de hielo de la que es casi imposible ver
alguno de sus extremos y cuya magnificencia encoje al más valeroso de los
corazones, y vuelve pequeño a la más grande de las personas. Pero quizá una de
los espectáculos naturales que más me llamó la atención en Suiza, y que por
falta de tiempo no pudimos ver como hubiera merecido, fue el nacimiento del río
Ródano, una pequeña gran fuente y salto de agua que emana de un pequeño lago
procedente de una glaciar también y que desciende de la montaña bajo un
estruendo ensordecedor, como de truenos a plena luz del sol.
Al salir de Suiza fuimos
a dar con nuestros ya cansados cuerpos en Annecy, en la casa de los tíos de uno
de los miembros de la expedición. Allí pasamos las dos últimas noches de
nuestro viaje. Fueron días de mucho ajetreo con la familia de nuestro amigo,
pero que merecieron sobradamente la pena y que todos sabíamos que suponían el
final del viaje. La vuelta también fue larga pero se me pasó algo más rápida
que la ida, quizá porque a pesar de lo bien que lo había pasado y de todo lo
que había vivido también tenía ganas de volver a dormir en mi cama y volver a
estar en mi casa, para poder preparar la segunda parte de mis vacaciones que
también me volvería a llevar a centro Europa, más concretamente a Viena.
Y así apenas
habiendo pasado treinta horas en mi casa volví a salir de viaje, esta vez con
mis padres, y de forma muy diferente de lo que había hecho las dos semanas
anteriores con mis amigos, para visitar una de las ciudades que más ganas tenía
de ver. Viena no me decepcionó. Sus calles, sus palacios barrocos, sus edificios
clasicistas, sus casas señoriales, sus iglesias y sus dulces y tartas. Todo de
Viena me enamoró, sobre todo su Tarta Sacher, aunque he de decir que únicamente
la del Hotel Sacher merece dicha denominación, es la única que realmente
cumplió con todas mis expectativas, aunque sólo la probé una vez allí y la
verdad es que se me hizo corta la experiencia, aun así me hubiera comido una
tarta entera yo solo con un café. Lo único que me terminó cansando de Viena es
que parece que sólo tienen a Sisí Emperatriz, a Mozart y sus bombones-timo, y
el omnipresente cuadro de Klimt, El beso.
Y Viena es mucho más, por suerte, no me dejé embaucar por estos tres símbolos
turísticos de la ciudad y supe descubrir la verdadera Viena que poco tiene que
ver con ellos.
Pero después tres
semanas en las que apenas he pasado unas horas en mi casa, en mi ciudad de
Madrid, ya tenía ganas de volver a instalarme aquí. A pesar de que la rutina
volverá a mi vida, y quizá en unas semanas esté harto de ella y no sepa como
estar en mi casa sin morirme del asco. No he tenido contacto alguno con la
realidad mundial durante estos días y la verdad es que se vive mejor así, es
deprimente volver a casa y enterarte que todo sigue igual en el mundo – si no
peor, como por ejemplo en Oriente M edio
– y en tu país, con la misma gentuza haciendo de las suyas por ahí. Lo único
que sí he echado en falta de veras, hasta el punto de casi tener mono de ello
era la lectura; el poder abrir un buen libro, tocar y oler sus páginas,
pasarlas, leerlo y sumergirme en las historias que cuente. Quizá sea una
adicción, pero no quiero desengancharme de ella. También he echado de menos
escribir, poder expresar todo aquello que he vivido o que se me iba pasando por
la cabeza o se me pase y que no podía plasmar por falta de medios. Poco a poco
iré narrando para quien le interese diferentes capítulos de mis peripecias
viajeras por Europa, y quizá también otras cosas con algo más de chicha que
parece que son las más buscadas.
Ahora que estoy de
vuelta y con bastante tiempo libre me toca recuperar todo el tiempo no
invertido en mis aficiones de verdad: la lectura, la escritura y Madrid. Que la
verdad es que tenía ganas de volver a retomarlas. Además por mucho que haya
visitado por ahí sitios muy bonitos, pintorescos y llenos de historia y belleza
natural, como mi ciudad no hay nada para mí. Madrid es mi amor permanente y
secreto que sé que está ahí siempre que la necesito y por cuyas calles sé que
me puedo perder para descubrir rincones sólo aptos para aquellos que de verdad
amen a esta ciudad. Y es que ya era hora de volver a disfrutar de mi ciudad,
también tenía mono de ella y de sus barrios y sus calles, de sus aromas y sus
gentes, de su historia y de arte. Y además es en agosto cuando mejor se puede
disfrutar de Madrid, cuando menos gente hay, cuando menos coches circulan por
sus calles y cuando menos manadas de turistas recorren sus calles y avenidas y
las dejan libres para los que permanecemos en ella este mes de calor. Por fin
estoy de vuelta en casa, y aunque la rutina me vuelva y el aburrimiento
también, sé que siempre habrá algo que alivie dichas sensaciones, y sobre todo
tendré recuerdos para recordar y acordarme de lo vivido en estas últimas tres
semanas con mis amigos y mi familia. De vuelta.
Caronte.
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