domingo, 13 de julio de 2014

Viaje soñado al mar de los olivos (VI)

Alhambra significa “fortaleza roja”. Cuenta la leyenda que este nombre no viene del color de la piedra que ahora tiene la fortaleza, sin embargo existen evidencias históricas para pensar que la Alhambra era de un color blanco resplandeciente. La razón más aceptada de por qué se le conocía por castillo rojo está en su apresurada construcción. Eran muchos los obreros que participaban en la construcción, y el color rojo provenía de sus hachas brillando al sol. Además, por la noche se encendían fogatas para iluminar los trabajos de construcción, lo que también le daba un aspecto rojizo para quien la observara desde la Vega de Granada. Dejando a un lado la leyenda, el mito, la historia, la realidad es que La Alhambra tiene un poder mágico de atracción que ninguna otra construcción en la que yo haya estado tiene. Caminar por el recinto fortificado, sus jardines, sus patios, oír el murmullo constante del agua a su paso por las numerosas acequias y fuentes, contemplar la caída del sol y cómo las fachadas de los edificios que forman el complejo se van tiñendo de un color rojizo intenso sólo transmite paz. Una paz envuelta en un halo de misterio e historia que nada ni nadie han podido nunca borrar.

Tras pasar la zona de taquillas y bienvenida de los visitantes y como hasta que pudiéramos entrar a ver los Palacio Nazaríes teníamos algo más de una hora, nos encaminamos hacia El Generalife, una pequeña pero bella villa que sirvió de lugar de descanso y reposo a los gobernantes de La Alhambra, príncipes y princesas árabes. Antes de llegar a dicho palacete tuvimos que atravesar unos jardines extraordinarios, de una belleza sublime, en los que reinaba la geometría y la perspectiva, y todas las plantas, árboles y flores forman un conjunto maravillosamente cuidado y perfecto en el que se podían respirar miles de aromas distintos, y disfrutar del rugir constante de los cursos de agua que recorrían todo el jardín, para darle ese verdor tan intenso que se metía en los ojos y se grababa en nuestras retinas. Nunca un jardín me había enamorado tanto como aquel. El jardín del Generalife se encuentra situado sobre una terraza rectangular y alargada, a un lado se alza la montaña donde está enclavado todo el conjunto, al otro lado se extiende La Alhambra con sus torres, campanarios y almenas. Las vistas desde el borde de la terraza ajardinada eran espectaculares, no sólo se veía La Alhambra sino que también se podía contemplar parte del Albaicín. Creo que no sólo fui yo quien se enamoró de ese jardín, mis amigos también parecían abducidos por la belleza del mismo, sus íntimos misterios, sus recovecos y rincones solitarios donde tantos amores habrán surgido, y tantas conspiraciones se habrán urdido. Muchas fotos nos tiramos en aquellos jardines todos juntos, junto a las acequias y fuentes, junto a altos cipreses, y con La Alhambra de fondo; alguna de estas fotos tiradas casi de manera furtiva no por mí que no suelo disimular a la hora de tirar fotos sino por alguno de mis amigos que cogiera la cámara (hay una foto en la que salgo paseando por los jardines algo desenfocado, como si fuera un famosos haciendo algo mal y pillado in fraganti, es una foto que me gusta mucho la verdad). Podíamos habernos tirado allí toda la tarde viendo como la luz del sol terminaba de acariciar los árboles y el verde de la vegetación se iba tiñendo de dorado y perdiendo su intensidad.

Palacio del Generalife
Fue en estos jardines donde se produjo uno de los momentos más divertidos y memorables del viaje y la visita a La Alhambra. Resulta que como suele pasar cuando se visita un monumento sin querer se suele uno cruzar con la misma gente y forma sin pensarlo un grupo con desconocidos (aunque no sea un grupo real sino imaginario, ficticio, casual); a nosotros nos pasó que íbamos casi a la par con una pareja de enamorados (chico y chica) que estarían de viaje romántico en la ciudad granadina, buen sitio para ello por cierto. Pues la da casualidad que a medida que íbamos hacia el palacete del Generalife, también iba esta pareja (ella muy sonriente, él bastante menos, como sospechando que les íbamos siguiendo, cuando bien podría haber sido al revés). En una de los diversos espacios que formaban los jardines, una zona que parecían salas de algún palacio arbolado y verde con suelo de ladrillo de barro, un par de mis amigos (creo que Juan Carlos y Miguel, muy divertidos ellos) se adelantaron un poco y entraron en una de esa especie de salas tapiadas con altos setos verdes, muy tupidos, con la intención de darnos un susto a los demás cuando atravesáramos un arco hecho también con plantas. Pues bien, susto hubo pero no como ellos esperaban. Dio la casualidad que fue la pareja que nos seguía (o a la que seguíamos según la cara del novio), quienes se llevaron el susto. Juan Carlos y Miguel dejándose los pulmones pegaron un buen grito para intentar asustarnos a mí y al resto de mis amigos, pero los que botaron de la impresión fueron la chica sonriente (que no perdió nunca la sonrisa, e incluso se rió de la broma) y su novio más serio (que sí se llevó más susto incluso que ella, y que si ya llevaba la cara seria todavía se le puso más). La cara de mis amigos cuando se dieron cuenta de a quiénes habían asustado tampoco tuvo precio. Desde ese momento, y como la pareja de novios y nosotros seguíamos a la par, la chica no dejó de sonreírnos y ser cómplice de nuestra broma, mientras que el novio, herido en su hombría seguro (al menos eso es lo que pensaría), no quitó la cara de amargado y se veía que sólo quería perdernos de vista.

Jardines del Generalife

El Palacio del Generalife resultó ser una bellísima construcción árabe, de un blanco inmaculado y resplandeciente gracias a los rayos del sol, son suelo de ladrillo cocido y arcadas y techos de yeso. Varios son los patios que forman este palacete de descanso estival de los antiguos príncipes y reyes de granada, a cada cual más bello y hermoso. El patio principal es un enorme y alargado rectángulo en medio del cual hay una fuente estrecha que lo recorre prácticamente de extremo a extremo con uno chorros finos que forman un arco pequeñito y con cuyo sonido uno puede hacer volar su imaginación y volver al pasado a los días de gloria y grandeza árabes del conjunto nazarí. Adosado a este patio hay otro más pequeño pero igual de bonito si no más, en el que aparte de la fuente y del la presencia constante del agua, la vegetación cobra gran significado y le da un aire más refrescante al patio. En las paredes que bordean y tapian los patios se abren ventanas ornamentadas de yeso con esas forman tan sugerentes y mágicas típicas de los árabes y su cultura. Las fotos del Generalife que echamos son quizá de las más bonitas de todo el viaje, aunque ninguna foto podría llegar a mostrar la verdadera belleza del conjunto, sus jardines, fuentes, acequias, ventanas y arquerías de yeso, ni llegar a plasmar la blancura de sus paredes encaladas, o el verdor de las plantas, ni el aroma de sus floras, ni el murmullo constante del agua. Todos esos aromas, sonidos, y tactos sólo quedan en nuestros corazones, en nuestro recuerdo, y creo hablar por todos lo que allí estuvimos cuando digo que el Generalife nos conquistó a todos. Fue una verdadera pena tener que abandonar este palacete de descanso, pero estaba llegando la hora en la que teníamos que entrar en el plato fuerte de La Alhambra: los Palacio Nazaríes. Para salir de la zona del Generalife hay que subir unas pocas escaleras desde las que se tiene una vista inmejorable de todo el complejo con sus dos patios y sus edificaciones, y a continuación hay que descender por un sitio lleno de plantas y árboles que daba la sensación de pasadizos secretos naturales de huida furtiva.

Uno de los patios del Generalife

De vuelta a los jardines del Generalife, los desandamos todo el camino recorrido anteriormente (ya sin ser seguidos, o sin seguir según el punto de vista, por la pareja a la que habíamos asustado) para encaminarnos hasta la fortaleza árabe propiamente dicha. Para entras al recinto amurallado tuvimos que entrar por una gran puerta fortificada y almenada. Tras traspasarla entramos en el paraíso en la tierra, fue como entrar en otra época (salvo por la cantidad de turistas – más bien guiris – armados con sus sombreros horteras, sus mochilas, sus chanclas con calcetines y sus cámaras de fotos), como si hubiéramos traspasado el umbral del tiempo y aparecido siglos atrás. Caminábamos por una senda adoquinada, jalonada por árboles que proporcionaban una más que agradable sombra y unos setos no más altos que nuestras cinturas (bueno quizá a Juan Carlos le llegaran un poco más arriba, pero eso es otro tema) que protegían del acceso a una serie de huertas y campos de cultivo que había ya dentro del recinto amurallado. Hubo un momento en que los árboles desaparecieron pero los setos se elevaron por encima de nuestras cabezas aunque no era un uro vegetal continuo y entre tramo y tramo podíamos entrever las ruinas de antiguos edificios que ya sólo son restos y recuerdos de lo que un día fueron. Una vez acabada esta senda de entrada dimos a parar en una especie de plaza, abierta con árboles y asfaltada en la que se alzaban también numerosas construcciones de aire ya más moderno (aunque sin serlo realmente), entre ellas el Parador Nacional de La Alhambra, hospedaje privilegiado de algunos afortunados que pueden dormir dentro de los muros de esta fortaleza musulmana y oír y oler y ver su magia, sus aromas y sus sonidos. Este nuevo camino que cogimos para salir de esa especie de plaza picaba hacia abajo en una cuestas suave pero que hacía agradable el camino. Poco a poco íbamos dejando atrás diversas casas de la gente que trabaja y vive dentro de La Alhambra, y sus negocios de souvenirs para los turistas. Al final de esa calle, por llamarla de alguna manera se empezaba ya a vislumbrar el Palacio del Emperador Carlos V, una construcción renacentista que destaca por su estilo tan diferente al musulmán pero que le da al conjunto parte de su forma de ser.

Pasamos al lado de una de las fachadas del Palacio de Carlos V admirando su característica fisionomía externa con esa fachada almohadillada y esos rosetones de piedra y cristal y sus dos niveles de fachada. Por fin alcanzamos el núcleo de La Alhambra, un gran espacio abierto con multitud de árboles diseminados por doquier que con su sombra guarecían a los indómitos turistas que aquella soleada tarde de julio se atrevía a visitar el más famoso monumento de Andalucía. En esa plaza, es donde empezaba la cola para entrar a los Palacios Nazaríes y por lo tanto donde teníamos que esperar turno de entrada junto a las demás personas que los iban a visitar con nosotros. Allí plantados en la fila por turno, ya que estaba a pleno sol y mientras que uno hacía cola el resto podía darse una vuelta por los alrededores echando fotos con mi cámara o simplemente admirando la belleza del conjunto nazarí. Tampoco fue mucho tiempo el que tuvimos que estar esperando para entrar en la zona más bonita y legendaria de La Alhambra. Para llegar a la entrada de los Palacios Nazaríes había que descender por una especie de rampa ya que estas estancias estaban asomadas a la ladera que da al Sacromonte y por tanto más bajas que el resto de las construcciones. La entrada era una puerta delicadamente adornada por yeserías finamente talladas enclaustrada en una zona muy estrecha y angosta que daba la sensación de querer ocultar los tesoros y misterios que encierra esa zona de la fortaleza granadina. Las primeras salas que vimos tenían los techos bajos con unos artesonados de madera muy antiguos que parecía que se podían caer en cualquier momento. A continuación pasamos a un pequeño patio o Habitación Dorada con suelos de mármol blanco, con una fuente en su centro y rodeada por estancias abiertas a través de arcadas árabes de talla impoluta. Desde este patio de espera o entrada, pasamos a uno de los lugares más hermosos de cuantos habíamos visto aquel día y muy probablemente veríamos en nuestra vida (aunque estoy seguro que mi compañero de habitación no pensaría igual y diría que no era para tanto, no creo que dijera lo mismo si estuviera acompañado por alguna chica), el Patio de los Arrayanes.

Patio de los Arrayanes
Al Patio de los Arrayanes entramos por uno de sus laterales. Este patio como casi todos en La Alhambra es rectangular y en medio del mismo y bordeado por un seto se encuentra una gran fuente sin ningún chorro, simplemente un estanque con agua calmada. A ambos extremos del patio hay unas arcadas con zonas de descanso, y las paredes laterales del mismo son de una blancura inmaculada en las que se abren puertas y ventanas enmarcadas por yeserías con motivos geométricos y vegetales. En el extremo del patio que da hacia la ciudad de Granada, al barrio del Albaicín, se encuentra una torre que alberga el Salón de Embajadores, una impresionante sala cuadrada con numerosas ventanas semi-cerradas por unas celosías de madera con motivos geométricos que sólo dejaban entrever la ciudad que quedaba a los pies de La Alhambra. De esa sala me gustaría destacar la magnificencia de su altísimo techo en forma de cúpula tallada en madera, y las paredes forradas hasta media altura por azulejos y a partir de ahí por yeserías también finamente talladas. Si el Patio de los Arrayanes transmite paz y armonía al espíritu, el Salón de Embajadores transmite poder, fuerza y grandeza, y nos traslada directamente a los últimos momentos del imperio nazarí de granada, al siglo XV cuando por aquella gran sala pararía grandes personalidades que intentarían encontrar la paz y evitar la guerra.

Desde este primer gran patio de los Palacios Nazaríes pasamos a través de diversas estancias también profusamente decoradas en techos, paredes y suelos a una serie de pasillos y miradores desde los cuáles se tienen unas vistas asombrosas del Albaicín y del mirador de San Nicolás, aquel en el que estuvimos esa misma mañana pero que la intemporalidad de La Alhambra hacía que parecieran siglos los que habían pasado entre un momento y otro. También pasamos por la zona que se supone habitó Washington Irving durante su estancia en Granada y desde cuyas habitaciones escribió “Cuentos de La Alhambra”. Pasamos por una serie de pasillos y estancias, ahora destinadas a la administración del monumento, de estilo algo más castellano y menos árabe hasta que llegamos a la otra gran zona de los Palacios Nazaríes, el Patio de los Leones. Por desgracia mayúscula no pudimos contemplar la joya de la corona de La Alhambra, el patio que más adjetivos ha sugerido, que más sueños ha velado, y que más romanticismo ha creado en la historia de la ciudadela musulmana. El patio estaba en obras de restauración destinadas a la mejora de las cañerías y tuberías del subsuelo del patio para poder devolver la grandeza al mismo, además se estaba restaurando la magnífica fuente con sus pétreos guardianes felinos. Fue una pena no poder contemplar con nuestros propios ojos aquel patio legendario que tantos corazones ha robado y tantas historias ha inspirado. Pero la majestuosidad de la zona no la podía borrar ninguna obra. La arcada que rodea todo el Patio de Los Leones, a pesar de que estaba protegida para no ser dañada durante la restauración seguía manteniendo su belleza tallada en yeso. Al Patio de los Leones lo guardan dos grandes salas delicadamente adornadas con azulejos y yeserías, como son  el Salón de las Dos Hermanas y el Salón de los Abencerrajes, a cada cual más bello y cautivador. Si he de quedarme con uno de estos dos salones me decantaría por el de las Dos Hermanas, una gran estancia cuadrada que pasa a ser octogonal a medida que se asciende en altura para acabar en una cúpula majestuosamente tallada en yeso. Ambos patio se abren directamente al Patio de los Leones y quedan alineados con la Fuente de los Leones en perfecta perspectiva visual, algo que por desgracia no pudimos disfrutar. Fue una pena que visitáramos La Alhambra en aquella época con su mayor grandeza en obras pero al menos me obligo a volver más pronto que tarde a visitarla.

Palacio de Carlos V
Tras salir de los Palacios Nazaríes mis amigos y yo fuimos a visitar otro de los grandes edificios del complejo nazarí, el Palacio de Carlos V, un edificio que parece no encajar con lo que allí uno se espera encontrar pero que conjuga a la perfección con el entorno y le da un aire más regio y señorial (aunque al estilo ya más castellano y cristiano). Este edificio es una inmensa mole de piedra cuadrada en cuyo interior se encuentra un patio perfectamente circular. Una gran plaza interior se abre en aquel edificio bordeado por dos pisos de columnas que dan al conjunto un aire italiano renacentistas que poco o nada tenía que ver con lo que acabábamos de ver. En este palacio visitamos un museo aunque cada uno lo hicimos a nuestro ritmo, dio la casualidad que tanto mi compañero de habitación como yo fuimos más rápidos que el resto (la verdad es que no me interesaba mucho lo allí expuesto) y por tanto salimos del mismo, sitiado en la planta alta del palacio, los primeros y pudimos disfrutar de las magnificas vista de la rotonda central con su regia columnata. Tras abandonar el Palacio de Carlos V cruzamos el gran espacio abierto donde hacía un rato habíamos estado haciendo cola para entrar en los Palacios Nazaríes y nos encaminamos hacia la parte más antigua de La Alhambra, hacia la popa de ese especie de barco que forma el conjunto palaciego y que parece navegar surcando el aire y dominando desde las alturas la milenaria ciudad de Granada.

La Alcazaba de La Alhambra, verdadera fortaleza medieval de estilo árabe fue empezada a levantarse en el siglo XI. A dicho complejo fortificado accedimos a través de una puerta abierta en la muralla coronada por una impresionante torre almenada. Daba mucha impresión adentrarse en aquella fortaleza, uno sentía que estaba guareciéndose de algún peligro secreto del que solo allí dentro iba a poder salvarse. A través de pasadizos estrechos y numerosos recovecos fuimos descubriendo la Alcazaba. Varias torres convertidas en mirador fueron nuestros objetivos principales para poder obtener las mejores vistas del complejo y de la propia ciudad de Granada y sus diferentes barrios. En una de esas torres, a la derecha de por donde habíamos entrado nos volvimos a tirar una foto de conjunto todos con el Palacio de Carlos V y varios edificios más de fondo. En esa foto que guardo como oro en paño se puede observar el cansancio acumulado de todo el día que nuestras caras mostraban; cansancio y emociones seguro. Desde otra de las torres-mirador pudimos contemplar la imagen más bonita que hasta entonces habíamos visto desde La Alhambra, todo el barrio del Albaicín que aquella misma mañana, ya tan lejana, habíamos andado y ascendido para alcanzar el mirador de San Nicolás, ahora parecía tan pequeño que parecía imposible que pudiera guardar calle tan empinadas y a la vez tan bonitas como las que habíamos visto. La imagen que teníamos desde aquella torre era justo la inversa que habíamos obtenido aquella mañana desde San Nicolás. La sensación de ver desde dos puntos diferentes lo mismo suele causar sensaciones y sentimientos raros y eso es lo que yo pensé allí arriba. Por último fuimos a la parte delantera de la embarcación nazarí, la Torre de la Vela, desde la que se dominaba todo a nuestro alrededor: todo el complejo de La Alhambra, todo el barrio del Albaicín, el Generalife, y sobre todo toda la ciudad de Granada a nuestros pies de la que sobresalía ante todos los edificios la Catedral. A aquella hora ya tan tardía, cuando el sol ya estaba empezando a decaer después de todo su recorrido diario, cansado ya de calentar con sus rayos al mundo, Granada mostraba una imagen extraordinaria que sobrecogía el corazón. Una pequeña bruma se estaba empezando a levantar y a distorsionar la imagen clara de la ciudad, además los rayos del sol, ya oblicuos empezaban a crear ese juego de sombras tan partículas al que se prestan ciudades tan llenas de historia como Granada. Ya nos quedaba poco que visitar en La Alhambra.

La Alcazaba medieval

Pero poco no es nada, y todavía teníamos que deslumbrarnos con los jardines de El Partal, una zona algo más baja que las demás construcciones pegada a la muralla norte del recinto nazarí y con vistas al río Darro y al Albaicín. En esta zona los jardines están perfectamente cuidados y metidos en parterres de ladrillo de barro cocido y hay varias construcciones que le dan un aire urbano y palaciego precioso. Además de esto hay una gran alberca con agua en la que debido a la calma de la misma los árboles, las palmeras y las diversas construcciones se reflejan en la omnipresente agua de La Alhambra. Por aquella zona de jardines situados a diferentes alturas en terrazas estuvimos un rato dando vueltas y paseando, descubriendo nuevos secretos encerrados y ocultos por La Alhambra, lugares llenos de misterio e historia que rebosaban belleza. Cada uno íbamos ya a un ritmo diferente, admirando lo que a cada cual nos parecía más reseñable y digno de nuestras atenciones. Llegamos al extremo de estos jardines y nos dimos de bruces con una torre oculta entre la vegetación tan tupida que había en aquella zona, pero sin salida. Nos tuvimos que dar la vuelta para encarar, ya sí, el final de nuestro periplo turístico por aquella ciudad amurallada de La Alhambra. El camino de salida sirvió para despedirnos ya del todo de aquella maravilla para los sentidos, además por haber decidido hacer la visita por la tarde tuvimos un compañero de viaje más que dio un toque mucho más hermoso al complejo como fue el sol, que son sus rayos dorados tiñó con su luz las fachadas de los diferentes edificios y las copas de los árboles, y proyectó sombras misteriosas en rincones y edificios. Salimos de La Alhambra por una puerta lateral que daba a una empinadísima cuesta que bajo una cúpula arbolada construida con las ramas de árboles que parecían llevar cobijando a los visitantes de la ciudad amurallada durante siglos. En un momento dado a Miguel y Chema les dio por bajar rápidamente hacia la ciudad para intentar comprar una cosa, si no recuerdo mal; poco después Ángel y Juan Carlos imbuidos por el espíritu de algún niño pequeño salieron corriendo cuesta abajo arriesgando sus vidas ante cualquier traspiés que pudieran haber tenido y que hubiera acabado con ello estampados por el suelo, solos quedamos (aunque por poco tiempo) mi compañero de habitación y yo, que no tenía gana alguna de emular a mis compañeros de viaje y bajar corriendo como un energúmeno para caer o algo, hacerme daño y no poder irme a Londres un par de días después. Pero la compañía de mi compañero de dormitorio duró poco supongo que porque como todo el día, prefería estar lo más alejado de mí posible y lo que menos le apetecía, o al menos eso me pareció a mí durante todo el viaje, era estar a solas conmigo (supongo que no tenía nada que compartir conmigo). Al final de la cuesta había una impresionante puerta de piedra cuya sola presencia parecía advertir de los misterios que el avezado visitante que osara traspasarla encontraría tras ella.

Terrazas y jardines de El Partal

Acabamos en la plaza de la Audiencia, a los pies de la colina de La Alhambra, justo en la calle que teníamos que seguir para volver a los coches. Estábamos verdaderamente cansados, se nos notaba en la cara. Además el sol justiciero de Granada también había hecho mella en nosotros, y a mí por ejemplo me quemó, brazos, cara y cuello. El sol apenas ya levantaba en el firmamento por encima de los edificios por lo que las sombras arrojadas por los mismos llenaban las calles, plazas, y parques de Granada. Una vez montamos en los coches y nos localizamos mutuamente los dos vehículos que debíamos volver a Úbeda, emprendimos el camino de vuelta con el espíritu y las retinas llenas de imágenes impresionantes y de las más bellas que se pueden encontrar en España. Antes de coger la autovía que nos tenía que llevar hasta Jaén primero para desde ahí coger una carretera secundaria que a través del mar de olivos nos conduciría hasta nuestro campamento base, tuvimos que parar para repostar el coche en una gasolinera. Una vez lo hicimos y compramos algo de agua para saciar la sed que tan largo día nos había provocado, ya sí que nada nos pararía hasta Úbeda.

El camino de vuelta fue algo más entretenido que la ida, íbamos repartidos en los coches de la misma manera que habíamos ido, ya que fuimos hablando de lo que habíamos vivido aquel día todos juntos y lo que más nos había gustado y deslumbrado, al menos durante la primera parte del viaje. Fuimos casi todo el tiempo hablando en el Cívic, pasando de un tema a otro casi sin darnos cuenta. Y casi sin darnos cuenta también el sol poco a poco se iba acercando al horizonte y a ocultarse entre los montes que la autovía iba atravesando. De repente nos pusimos a hablar de la forma de Estado que teníamos y a comparar a España con otros países del mundo para, como muy bien hacemos en este país, criticarnos a nosotros mismo y admirar sin apenas juzgar aquello que otros países tienen y pensamos que es mejor. A mí nunca me ha gustado hablar sin saber bien de lo que hablo, y suelo ser prudente en las conversaciones que versan sobre temas que no conozco en profundidad, pero tampoco me ha gustado soportar a personas que hablan sin juzgar por sí mismas nada y sin apenas saber nada de lo que están hablando. Enfrascados en esta conversación, a la que no sé muy bien cómo pudimos llegar, resulta que mi compañero de habitación y yo nos enfrascamos en una discusión algo más acalorada y subida de tono de lo que cabria ser normal entre amigos, llegando incluso a acercarse a una discusión a nivel personal por lo menos por parte de mi compañero de habitación. Juan Carlos que iba conduciendo y por ser algo más prudente que el otro, iba más bien escuchando mis razonamientos sobre España y su forma de Estado, y por qué yo consideraba que por aquel entonces cambiar la forma de organización del Estado sería algo absurdo ya que no estábamos preparados. Supongo que mi compañero de cuarto se picó al ver que mis argumentos eran bastante más sólidos que los suyos y que yo no tenía miedo de hablar claramente sobre mis ideas o de dar mi opinión sobre nada, todo lo contrario que le pasaba a él, que ya en más de una ocasión me había encontrado discutiendo en la Escuela con él sobre cualquier tema como adultos, al menos por mi parte, y de repente cuando a él le interesaba pasaba al plano personal y a faltar (en aquella ocasión en el coche me llamó “carca” sólo por defender algo que él no defendía). En ese momento cuando yo ya vi por donde iban a ir los tiros y habiendo visto su forma de tratarme aquel día y los anteriores, yo ya no me calle y terminamos discutiendo en serio. Triste y lamentable espectáculo le dimos a Juan Carlos y en el que yo participé. En ese momento creo que mi subconsciente se dio cuenta de quién era mi compañero de habitación durante aquellos días y a quien yo consideraba mi mejor amigo de entre todos los que estaban allí conmigo disfrutando de aquellos días. En ese momento di por terminada la conversación, esa y cualquier otra que se pudiera dar durante lo que quedaba de vuelta. Me sentía dolido por la actitud de esta persona. El pobre Juan Carlos intentó mediar para calmar las aguas y los ánimos. Yo lo único que hice desde aquel momento fue callarme e intentar pensar en todo lo que había vivido aquel día, aunque por encima de todo me preguntaba por qué había ocurrido ese cambio de actitud en mi compañero de habitación en aquel viaje. No lo entendería hasta muchos meses después de aquel día; aunque no lo terminara de comprender del todo.

Llegamos a Úbeda cuando la noche ya había empezado a cerrarse sobre nuestras cabezas, y era la oscuridad la que dominaba todo el firmamento. Aquella noche Miguel, no cenó con nosotros porque tenía un viaje conocido de su familia, artista creo, que vivía allí y con el que había quedado para cenar en su casa. El resto decidimos comprar unos bocadillos o unas pizzas, no lo recuerdo muy bien ya que yo decidí no cenar eso debido a la hora tan tardía que era ya. Paramos a comprar la cena en un bar que hacía esos bocadillos o pizzas, y tuvimos que esperar un buen rato. La verdad es que dentro del bar ese hacía un calor horrible y yo decidí esperar sentado en un banco en la calle a que terminaran de comprar lo que fuera que fueran a cenar. Además de por el calor del bar y del calor de las quemaduras del sol, me quedé fuera también porque no me apetecía estar con mi compañero de cuarto, seguía dolido por lo que había pasado en la vuelta de Granada, y no me apetecía volver a ponerme a discutir por él por cualquier cosa, preferí no volver a montar un número triste y lamentable. De vuelta a la casa de Ángel, ya todo el mundo estaba a punto de irse a la cama, eran casi las once de la noche. El día había sido muy largo, y muy cansado, pero a la vez increíble. Cenamos en el porche a la luz de la luna. Yo decidí cenar un vaso de leche y unos pocos cereales, porque a esas horas no me entraba ni un bocadillo ni una pizza, o lo que estuvieran cenando. Estuvimos un buen rato más allí sentados, jugando a las cartas o hablando, o comentando cualquier chorrada. Algo más tarde llegó Miguel que, para no llamar al timbre de la casa para no molestar a nadie, estuvo llamando a nuestro móviles un buen rato, pero nuestros móviles no estaban con nosotros y por tanto estuvo esperando largo rato, hasta que por casualidad Ángel decidió ir a ver si Miguel estaba por allí, y había llegado ya, como en realidad había hecho hacía un buen rato.

El día estaba terminando ya. Había sido un día más que completo o al menos eso me pareció a mí. Nada de lo que había soñado se cumplió, nada de lo que me había imaginado fue realmente así, sino mucho mejor. Ni siquiera en mis mejores sueños hubiera podido prever lo bien que me lo pasé aquel día (a pesar de una persona y alguna cosa que pasara aquella noche y que no creo que sea el momento de contar), lo que disfruté en la visita a Granada y a La Alhambra, pero sobre todo nunca me hubiera podido imaginar hacer todo aquello con las personas que lo hice, con mis amigos. Todavía quedaba un día más allí en Úbeda, aunque no iba a ser completo ya que iba a ser el día de la vuelta a casa, y de dejar atrás todos esos recuerdos y momentos. Todavía quedaba cosas que vivir.

Caronte.

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