Los planes para
aquella primera noche en Úbeda eran celebrar una barbacoa a modo de bienvenida
entre nosotros mismos a la que también estaban invitados amigos de Ángel de
allí, así como su hermana. Es curioso pero a pesar de la casa tan grande en la
que estábamos, con su enorme patio, su piscina, sus grandes habitaciones y
numerosos dormitorios, no había barbacoa propiamente dicha. Para poder hacer la
barbacoa Ángel tuvo que comprar una mini-barbacoa portátil en una tienda,
aparato que teníamos que montar previamente para poder disfrutarlo. Una vez nos
hubimos bañado en la piscina un buen rato, ya a media tarde teníamos que ir a
comprar todo lo necesario para la barbacoa, la carne, las morcillas, los
chorizos, las butifarras, las salchichas y también cómo no las bebidas, tanto
alcohólicas como refrescos normales y corrientes. Además de la barbacoa, Chema
también iba a hacer, como experto en el asunto que es, una especia de cóctel
llamado “agua de Valencia” que lleva, si no recuerdo mal (aunque como yo no
bebo por mucho que algunos se empeñen en que lo haga, no lo probé por mucho que
me insistieron para hacerlo) zumo de naranja, leche y alcohol; el tipo de
alcohol que llevaba ya sí que no me acuerdo, pero supongo que era algún alcohol
blanco para que la imagen de la bebida fuera la de una especia de leche
anaranjada. Un alcohol bastante dulzón por cómo me pareció que olía y que según
tengo entendido por ello pega más al ser más agradable de beber.
Para ir hasta el
supermercado a comprar todo lo necesario para la noche tuvimos que ir andando
atravesando gran parte de la ciudad, lo que supuso nuestra primera toma de
contacto con aquella bella y renacentista ciudad jienense de Úbeda. El
supermercado no estaba cerca por mucho que nuestro anfitrión en aquella tierra
dijera lo contario, fue un buen paseo, pero a diferencia de alguno de mis
amigos a mí no me importó porque supuso empezar a descubrir esa bella ciudad.
Pasamos por calles estrechas del casco histórico, delante de iglesias,
conventos y casas señoriales, todas ellas bellas construcciones en piedra de
color amarillento, casi dorado que a la caída del sol, pasada ya la media tarde
le daba a dichas construcciones un aire todavía más señorial e histórico y las
envolvía en un halo de añoranza por el pasado esplendor, un aire de nostalgia.
También pasamos al lado de la Plaza de Toros y del magnífico Hospital de
Santiago, una imponente construcción del siglo XVI en el que se plasma todo el
poderío que llegó a tener esta ciudad en una época ya casi olvidada pero que
sigue presente en el alma de algunas construcciones como esta. Este edificio me
impresionó mucho, por su gran tamaño y por la diversidad de su arquitectura,
por sus torres cada una diferentemente acabadas, su limpia fachada sin
excesivos adornos y su monumentalidad. Una vez dejados atrás estos monumentos
llegamos por fin al supermercado donde realizamos la compra para la barbacoa. Y
como buena compra realizada por hombre estuvo incompleta, faltó lo más
importante en una barbacoa donde se va a beber en una tierra además calurosa;
nos faltó el hielo.
De vuelta a la
casa de Ángel dejamos todo lo que habíamos comprado a buen recaudo en la nevera
y en la cocina, donde hubiera un hueco libre porque aquello estaba atestado,
nos empezamos a duchar para vestirnos para la barbacoa, el primer gran evento
de aquel viaje. A pesar de todos los baños que había, sólo nos podíamos duchar
con agua caliente en uno de ellos, mientras que en otro sólo había agua fría.
Es lo que tienen las casas tan antiguas que las calderas no dan abasto con todo
(aunque esto no es algo exclusivo de las casas viejas, en mi casa en Madrid
antes de cambiar los baños teníamos ducha y bañera pero nunca las pudimos usar
a la vez porque la caldera no daba para tanto). Por tanto quien quisiera
ducharse con agua caliente tenía que esperar algo más, mientras que tanto Ángel
como Juan Carlos decidieron ducharse con agua fría, son más valientes que el
resto. Los demás tuvimos que ir esperando a que el baño se fuera quedando libre
para ir pasando por turnos. Los últimos que nos duchamos fuimos mi compañero de
habitación y yo. Mientras las duchas iban quedándose libres, los que esperábamos
turnos como en el médico, nos entreteníamos o charlando sentados en el patio, o
jugando al ping-pong, bueno esto último si mi compañero de habitación dejaba
libre la mesa porque desde el primer momento parece que se hizo dueño y señor
de la misma. Poco a poco todos fuimos duchándonos y vistiéndonos para la
barbacoa. Cuando yo terminé de vestirme en el patio Ángel ya estaba intentando
montar la barbacoa portátil que había comprado para la ocasión. Aunque
pareciera un aparato sencillo a simple vista, y nosotros fuéramos proyectos de
ingenieros de caminos que todo lo podemos, la barbacoa costó lo suyo. Al final
se montó, con arduos esfuerzos, pero se consiguió. Lo siguiente fue echar el
carbón en la zona reservada a ello y esperar a que se hicieran las ascuas para
luego poner toda la comida en la parrilla y esperar a que se hicieran tanto los
choricitos, las morcillitas, las salchichas y demás manjares que nos da el
cerdo, deleitándonos mientras tanto con el aroma que desprende siempre una
buena barbacoa española, infravalorada frente a las americanas pero de mucha
más calidad.
Para la ocasión el
patio donde íbamos a hacer la barbacoa se decoró con unas antorchas dándole a
aquel espacio típicamente andaluz un are caribeño o incluso hawaiano, sólo faltaba
los collares de flores, las camisas horteras de flores (camisas que siempre han
ejercido sobre mí una atracción casi sexual y que si algún día doy con una de
ellas me la compraré sin pensármelo dos veces), y las faldas esas de paja que
salen a veces en las películas. La verdad es que el ambiente estaba muy bien,
los primeros nervios que había tenido al empezar la tarde y verme ante todo
esto, se estaban empezando a calmar (la pena es que esto no duraría mucho
tiempo, pero prefiero contar lo bueno del viaje). Además del ambiente que se
logró con esas antorchas, el cielo de Úbeda también puso su parte en que
aquella tarde-noche fuera como algo irreal, poco a poco la noche iba llegando y
el sol terminaba de mandar sus últimas luces dejando unos tonos lilas, púrpuras
y morados en el cielo que en pocas partes del mundo se pueden ver. Ahora todo
aquello me parece como un sueño que a veces dudo que se produjera pero las
fotos de aquella barbacoa que tanto yo como mis amigos sacaron con mi cámara
atestiguan que sí se produjo, aunque haya fotos que sí me parezca irreales y
que sinceramente ahora pienso que nunca se pudieron producir. Estaba muy a
gusto con mis compañeros de universidad viendo como Chema había empezado ya a
hacer su mejunje alcohólico en el que era todo un experto (como también lo es
en la producción de mojitos, pero que aquella noche se dedicó al “agua de
valencia”), como Juan Carlos ya había empezado a dar cuenta de la cerveza junto
con Miguel, y como Ángel intentaba organizar todo un poco buscando todo lo
necesario para que la barbacoa fuera bien. Esperando a que se hiciera el
carbón, como si éste fuera un plato más que fuéramos a comer aquella noche,
vino también a visitarnos y a desearnos que tuviéramos buena velada el abuelo
de Ángel, que por veteranía nos dio unas pequeñas nociones de cómo controlar el
carbón para que quedaran unas ascuas perfectas para hacer una barbacoa de diez.
Como parecía que
los únicos que habíamos hecho alguna vez en nuestra vida una barbacoa éramos
Ángel y yo, y como por ser el anfitrión Ángel tenía que estar organizando un
poco más la mesa y recibiendo a los invitados que tenían que llegar, yo tomé
las riendas de la vigilancia, control, mantenimiento y ejecución de la
barbacoa. Supongo que los muchos años en que he visto a mis abuelos hacer
barbacoas en el pueblo me han dado los suficientes conocimientos como para
saber cómo hay que ir controlando poco a poco tanto las brasas para que no se
apaguen, como la comida que se pone en la parrilla para que se haga bien por
todos los dados. Mientras que yo estaba al tanto de cómo iba la barbacoa los
demás daban cuenta de las cervezas y comprobaban que el “agua de Valencia” de
Chema estuviera en su punto, ahí no iban a encontrar en mí un catador, los
profesionales en alcohol y demás asuntos de ese tipo eran ellos. Duquesa, la
perra de la familia de Ángel, que con tan mal humos nos recibió por la mañana
ahora ya estaba más que acostumbrada a nuestra presencia y merodeaba por el
patio y alrededor de la piscina como una fiestera más, aunque siempre con la
velada intención, si es que un perro puede ocultar sus intenciones, de terminar
con alguna salchicha o choricito en su tripa. La verdad es que la pobre tenía
cara de hambre, supongo que las comidas para perros no son como una buena
salchicha de cerdo, y por eso nos miraba a todos como suplicando que la
dejáramos probar esos manjares que en poco tiempo iba a estar en nuestros
estómagos humanos. La verdad es que la presencia de Duquesa terminó por
agradarme, aunque por la mañana sí me inquietaba ya que desde que de pequeño,
con cinco o seis años, un perro se me abalanzara corriendo en el pueblo y me
tirara a la carretera, tenía miedo a los perros; la verdad es que una vez nos
conoció a todos y vio que éramos amigos de su amo empezó a pasar de nosotros y
a tratarnos como otros seres humanos que estaban allí y que mientras que a ella
no la molestaran no molestaría ella a su vez. Y así se pasó la pobre toda la
velada, alrededor de la barbacoa, aunque sabiendo que no podía catar nada de lo
que allí se iba a cenar.
Poco a poco fueron
llegando los amigos de toda la vida de Ángel, que se fueron uniendo a la fiesta
de manera gradual y saludando de manera muy cordial a todo el mundo. La verdad
es que eran buena gente, divertida como corresponde a andaluces con ese sentido
de vivir la vida que si se exportara más mejor le iría al mundo. Una vez
estuvimos todos, empezamos a sacar la comida de la barbacoa. Parece ser que no
me salió para nada mal ni las salchichas, ni los chorizos, ni las morcillas,
todos dieron debida cuenta de aquellos manjares como si no hubiera mañana, o
como si al día siguiente empezaran una larga hibernación para la cual debían
prepararse todos adecuadamente. La cena se pasó entre bromas, anécdotas de la
universidad y de nuestras vidas, planes para el día siguiente y para la noche
también. A medida que avanzaba la velada, me iba dando cuenta que todos los
nervios que me atacaban antes de empezar que me habían conquistado durante
aquella tarde se iba quedando atrás, estaba a gusto, cómodo y tranquilo; todos
eso miedos de no llegar a estar a la altura de esa barbacoa, de no saber
comportarme como un chaval que por aquel entonces tenía veinte años como los
demás, de pensar que iba a estar como fuera de lugar allí entre aquellas
personas que a diferencia de lo que hubiera llegado a pensar alguna vez eran
tan parecidas a mí aunque yo no bebiera ni comparta esa idea de divertirse
siempre a costa del alcohol o de fiesta. Estaba feliz allí, con todos. Sin
embargo, otra idea se me estaba poco a poco encendiendo en mi interior, la idea
de haber tirado por la borda mi adolescencia y juventud por esos miedos que
acabo de mencionar; la idea de no haber disfrutado al cien por cien esos años
por pensar que podía llegar a traicionarme a mí miso, sin saber que los que
allí estaban y con los que compartía universidad y largos días en la Escuela (o
al menos casi todos) me iba a aceptar tal como soy en cualquier circunstancia.
Quizá este sentimiento esta idea, no surgió allí en Úbeda, es probable que
viniese forjándose en mi mente desde unos meses atrás cuando con la universidad
hice un viaje a Valencia en el que muchas cosas se rompieron en mi interior,
cosas que sin quererlo y sin yo buscarlo, y sin que nada ni nadie fuera
culpable de ello, terminaran por romperse aquellos días en Úbeda. Empezaba por
entonces un largo túnel de incertidumbre personal, de crisis de identidad, de
no saber quién era ni quien quería ser; sin embargo también gracias a las
personas que allí estuvieron, a todos menos a una, ese túnel se ha terminado de
atravesar prácticamente del todo. Y aunque aquellos días contribuyeron a
meterme en ese túnel también sé que también han contribuido viéndolos con
perspectiva a empezar a salir del mismo, y por ello aunque hayan malos
recuerdos, con los que me quedo son los buenos que espero sean los que
prevalezcan en mi recuerdo sin velarse con el paso del tiempo.
Acabada la barbacoa
y despedidos los amigos de Ángel y de su hermana, tocaba ya retirada no sin
antes recoger toda la mesa y al menos dejar todo lo más ordenado y recogido que
se pudiera dadas las horas que eran y el estado en el que algunos se
encontraban (hablo de sueño a ver si alguien se va a pensar algo que nada tiene
que ver con las realidad). Ya se había pasado el primer día con su respectiva
noche, sólo quedaba ya dormir hasta la mañana siguiente. Al subir a mi habitación,
como no quería molestar a los inquilinos que ya estaban durmiendo, no quise dar
ninguna luz, pero la casa me imponía más respeto del que puedo reconocer aquí
sin dejarme mal. Qué fácil lo tenían los tres que iban a dormir en la planta
baja que apenas tenían que moverse mucho para llegar a sus camas. No decidí
subir hasta que también lo hizo mi compañero de cuarto, la oscuridad de aquella
casa era mucho más densa que la oscuridad normal, más profunda y más
silenciosa. Sólo el farol de la escalera la rompió y nos permitió subir a los
que dormíamos en el primer piso a nuestras habitaciones. Duquesa estaba allí,
en su cesto durmiendo, o casi, porque en cuanto se dio la luz de la escalera se
levanto y empezó a gruñir: la noche envuelve en sombrar y hace irreconocible
hasta a los amigos y conocidos. Ángel calmó a la perra y mi compañero de habitación
y yo pudimos llegar hasta ella. Aún así, una vez llegué a mi dormitorio di la
luz del baño para al menos ver algo sin molestar demasiado al resto de
moradores de la casa, sobre todo al abuelo que dormía pared con pared conmigo y
mi compañero. En la habitación hacía bastante calor por lo que decidí abrir un
poco la ventana que daba a la calle y la del baño que daba al patio para hacer
algo de corriente. Y nos fuimos a la cama, a dormir. He de decir que al menos
mi compañero de habitación no roncaba, a diferencia de los que dormían juntos
en la planta baja cuyos ronquidos deberían ser más que estridentes por lo que
ya viví en Valencia unos meses antes. Sin embargo así como mi compañero de habitación
no roncaba, gracias al cielo, el abuelo de Ángel si lo hacía, ¡y vaya si lo
hacía! Menudos ronquidos pegaba, atravesaban la pared que compartía su habitación
con la nuestra y retumbaban en toda ella, en condiciones normales me hubiera
costado bastante dormirme con aquellos ronquidos pero el cansancio y las emociones
terminaron por vencerme y dejarme caer en la noche y sus sueños. Supongo que
todos los abuelos roncan igual, algo supongo inherente a las personas mayores
porque a mi abuelo le pasa lo mismo, incluso creo que sus bramidos pueden
llegar a superar a los del abuelo de nuestro anfitrión. Espero no roncar así
cuando sea mayor porque sería imposible dormir conmigo.
Y pasó la noche y
llegó la mañana, y aunque durante aquella noche hablé largo y tendido antes de
dormirme con mi compañero, al que por aquel entonces todavía consideraba mi
mejor amigo, creo que en esta serie de artículos no procede. Ya llegará un
momento en que aquello pueda contarlo sin malos recuerdos y tristeza, pero por
ahora sólo toca contar aquello que recuerdo como momentos buenos de aquel viaje,
del aquel sueño que estaba viviendo y al que todavía le quedaban muchas cosas
por ocurrir. Pero lo que aconteció al día siguiente es mejor dejarlo para la
próxima entrega para no terminar por abrumar a nadie con la lectura.
Caronte.
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