lunes, 7 de julio de 2014

Viaje soñado al mar de los olivos (Parte III)

Los planes para aquella primera noche en Úbeda eran celebrar una barbacoa a modo de bienvenida entre nosotros mismos a la que también estaban invitados amigos de Ángel de allí, así como su hermana. Es curioso pero a pesar de la casa tan grande en la que estábamos, con su enorme patio, su piscina, sus grandes habitaciones y numerosos dormitorios, no había barbacoa propiamente dicha. Para poder hacer la barbacoa Ángel tuvo que comprar una mini-barbacoa portátil en una tienda, aparato que teníamos que montar previamente para poder disfrutarlo. Una vez nos hubimos bañado en la piscina un buen rato, ya a media tarde teníamos que ir a comprar todo lo necesario para la barbacoa, la carne, las morcillas, los chorizos, las butifarras, las salchichas y también cómo no las bebidas, tanto alcohólicas como refrescos normales y corrientes. Además de la barbacoa, Chema también iba a hacer, como experto en el asunto que es, una especia de cóctel llamado “agua de Valencia” que lleva, si no recuerdo mal (aunque como yo no bebo por mucho que algunos se empeñen en que lo haga, no lo probé por mucho que me insistieron para hacerlo) zumo de naranja, leche y alcohol; el tipo de alcohol que llevaba ya sí que no me acuerdo, pero supongo que era algún alcohol blanco para que la imagen de la bebida fuera la de una especia de leche anaranjada. Un alcohol bastante dulzón por cómo me pareció que olía y que según tengo entendido por ello pega más al ser más agradable de beber.

Para ir hasta el supermercado a comprar todo lo necesario para la noche tuvimos que ir andando atravesando gran parte de la ciudad, lo que supuso nuestra primera toma de contacto con aquella bella y renacentista ciudad jienense de Úbeda. El supermercado no estaba cerca por mucho que nuestro anfitrión en aquella tierra dijera lo contario, fue un buen paseo, pero a diferencia de alguno de mis amigos a mí no me importó porque supuso empezar a descubrir esa bella ciudad. Pasamos por calles estrechas del casco histórico, delante de iglesias, conventos y casas señoriales, todas ellas bellas construcciones en piedra de color amarillento, casi dorado que a la caída del sol, pasada ya la media tarde le daba a dichas construcciones un aire todavía más señorial e histórico y las envolvía en un halo de añoranza por el pasado esplendor, un aire de nostalgia. También pasamos al lado de la Plaza de Toros y del magnífico Hospital de Santiago, una imponente construcción del siglo XVI en el que se plasma todo el poderío que llegó a tener esta ciudad en una época ya casi olvidada pero que sigue presente en el alma de algunas construcciones como esta. Este edificio me impresionó mucho, por su gran tamaño y por la diversidad de su arquitectura, por sus torres cada una diferentemente acabadas, su limpia fachada sin excesivos adornos y su monumentalidad. Una vez dejados atrás estos monumentos llegamos por fin al supermercado donde realizamos la compra para la barbacoa. Y como buena compra realizada por hombre estuvo incompleta, faltó lo más importante en una barbacoa donde se va a beber en una tierra además calurosa; nos faltó el hielo.

De vuelta a la casa de Ángel dejamos todo lo que habíamos comprado a buen recaudo en la nevera y en la cocina, donde hubiera un hueco libre porque aquello estaba atestado, nos empezamos a duchar para vestirnos para la barbacoa, el primer gran evento de aquel viaje. A pesar de todos los baños que había, sólo nos podíamos duchar con agua caliente en uno de ellos, mientras que en otro sólo había agua fría. Es lo que tienen las casas tan antiguas que las calderas no dan abasto con todo (aunque esto no es algo exclusivo de las casas viejas, en mi casa en Madrid antes de cambiar los baños teníamos ducha y bañera pero nunca las pudimos usar a la vez porque la caldera no daba para tanto). Por tanto quien quisiera ducharse con agua caliente tenía que esperar algo más, mientras que tanto Ángel como Juan Carlos decidieron ducharse con agua fría, son más valientes que el resto. Los demás tuvimos que ir esperando a que el baño se fuera quedando libre para ir pasando por turnos. Los últimos que nos duchamos fuimos mi compañero de habitación y yo. Mientras las duchas iban quedándose libres, los que esperábamos turnos como en el médico, nos entreteníamos o charlando sentados en el patio, o jugando al ping-pong, bueno esto último si mi compañero de habitación dejaba libre la mesa porque desde el primer momento parece que se hizo dueño y señor de la misma. Poco a poco todos fuimos duchándonos y vistiéndonos para la barbacoa. Cuando yo terminé de vestirme en el patio Ángel ya estaba intentando montar la barbacoa portátil que había comprado para la ocasión. Aunque pareciera un aparato sencillo a simple vista, y nosotros fuéramos proyectos de ingenieros de caminos que todo lo podemos, la barbacoa costó lo suyo. Al final se montó, con arduos esfuerzos, pero se consiguió. Lo siguiente fue echar el carbón en la zona reservada a ello y esperar a que se hicieran las ascuas para luego poner toda la comida en la parrilla y esperar a que se hicieran tanto los choricitos, las morcillitas, las salchichas y demás manjares que nos da el cerdo, deleitándonos mientras tanto con el aroma que desprende siempre una buena barbacoa española, infravalorada frente a las americanas pero de mucha más calidad.

Para la ocasión el patio donde íbamos a hacer la barbacoa se decoró con unas antorchas dándole a aquel espacio típicamente andaluz un are caribeño o incluso hawaiano, sólo faltaba los collares de flores, las camisas horteras de flores (camisas que siempre han ejercido sobre mí una atracción casi sexual y que si algún día doy con una de ellas me la compraré sin pensármelo dos veces), y las faldas esas de paja que salen a veces en las películas. La verdad es que el ambiente estaba muy bien, los primeros nervios que había tenido al empezar la tarde y verme ante todo esto, se estaban empezando a calmar (la pena es que esto no duraría mucho tiempo, pero prefiero contar lo bueno del viaje). Además del ambiente que se logró con esas antorchas, el cielo de Úbeda también puso su parte en que aquella tarde-noche fuera como algo irreal, poco a poco la noche iba llegando y el sol terminaba de mandar sus últimas luces dejando unos tonos lilas, púrpuras y morados en el cielo que en pocas partes del mundo se pueden ver. Ahora todo aquello me parece como un sueño que a veces dudo que se produjera pero las fotos de aquella barbacoa que tanto yo como mis amigos sacaron con mi cámara atestiguan que sí se produjo, aunque haya fotos que sí me parezca irreales y que sinceramente ahora pienso que nunca se pudieron producir. Estaba muy a gusto con mis compañeros de universidad viendo como Chema había empezado ya a hacer su mejunje alcohólico en el que era todo un experto (como también lo es en la producción de mojitos, pero que aquella noche se dedicó al “agua de valencia”), como Juan Carlos ya había empezado a dar cuenta de la cerveza junto con Miguel, y como Ángel intentaba organizar todo un poco buscando todo lo necesario para que la barbacoa fuera bien. Esperando a que se hiciera el carbón, como si éste fuera un plato más que fuéramos a comer aquella noche, vino también a visitarnos y a desearnos que tuviéramos buena velada el abuelo de Ángel, que por veteranía nos dio unas pequeñas nociones de cómo controlar el carbón para que quedaran unas ascuas perfectas para hacer una barbacoa de diez.

Como parecía que los únicos que habíamos hecho alguna vez en nuestra vida una barbacoa éramos Ángel y yo, y como por ser el anfitrión Ángel tenía que estar organizando un poco más la mesa y recibiendo a los invitados que tenían que llegar, yo tomé las riendas de la vigilancia, control, mantenimiento y ejecución de la barbacoa. Supongo que los muchos años en que he visto a mis abuelos hacer barbacoas en el pueblo me han dado los suficientes conocimientos como para saber cómo hay que ir controlando poco a poco tanto las brasas para que no se apaguen, como la comida que se pone en la parrilla para que se haga bien por todos los dados. Mientras que yo estaba al tanto de cómo iba la barbacoa los demás daban cuenta de las cervezas y comprobaban que el “agua de Valencia” de Chema estuviera en su punto, ahí no iban a encontrar en mí un catador, los profesionales en alcohol y demás asuntos de ese tipo eran ellos. Duquesa, la perra de la familia de Ángel, que con tan mal humos nos recibió por la mañana ahora ya estaba más que acostumbrada a nuestra presencia y merodeaba por el patio y alrededor de la piscina como una fiestera más, aunque siempre con la velada intención, si es que un perro puede ocultar sus intenciones, de terminar con alguna salchicha o choricito en su tripa. La verdad es que la pobre tenía cara de hambre, supongo que las comidas para perros no son como una buena salchicha de cerdo, y por eso nos miraba a todos como suplicando que la dejáramos probar esos manjares que en poco tiempo iba a estar en nuestros estómagos humanos. La verdad es que la presencia de Duquesa terminó por agradarme, aunque por la mañana sí me inquietaba ya que desde que de pequeño, con cinco o seis años, un perro se me abalanzara corriendo en el pueblo y me tirara a la carretera, tenía miedo a los perros; la verdad es que una vez nos conoció a todos y vio que éramos amigos de su amo empezó a pasar de nosotros y a tratarnos como otros seres humanos que estaban allí y que mientras que a ella no la molestaran no molestaría ella a su vez. Y así se pasó la pobre toda la velada, alrededor de la barbacoa, aunque sabiendo que no podía catar nada de lo que allí se iba a cenar.

Poco a poco fueron llegando los amigos de toda la vida de Ángel, que se fueron uniendo a la fiesta de manera gradual y saludando de manera muy cordial a todo el mundo. La verdad es que eran buena gente, divertida como corresponde a andaluces con ese sentido de vivir la vida que si se exportara más mejor le iría al mundo. Una vez estuvimos todos, empezamos a sacar la comida de la barbacoa. Parece ser que no me salió para nada mal ni las salchichas, ni los chorizos, ni las morcillas, todos dieron debida cuenta de aquellos manjares como si no hubiera mañana, o como si al día siguiente empezaran una larga hibernación para la cual debían prepararse todos adecuadamente. La cena se pasó entre bromas, anécdotas de la universidad y de nuestras vidas, planes para el día siguiente y para la noche también. A medida que avanzaba la velada, me iba dando cuenta que todos los nervios que me atacaban antes de empezar que me habían conquistado durante aquella tarde se iba quedando atrás, estaba a gusto, cómodo y tranquilo; todos eso miedos de no llegar a estar a la altura de esa barbacoa, de no saber comportarme como un chaval que por aquel entonces tenía veinte años como los demás, de pensar que iba a estar como fuera de lugar allí entre aquellas personas que a diferencia de lo que hubiera llegado a pensar alguna vez eran tan parecidas a mí aunque yo no bebiera ni comparta esa idea de divertirse siempre a costa del alcohol o de fiesta. Estaba feliz allí, con todos. Sin embargo, otra idea se me estaba poco a poco encendiendo en mi interior, la idea de haber tirado por la borda mi adolescencia y juventud por esos miedos que acabo de mencionar; la idea de no haber disfrutado al cien por cien esos años por pensar que podía llegar a traicionarme a mí miso, sin saber que los que allí estaban y con los que compartía universidad y largos días en la Escuela (o al menos casi todos) me iba a aceptar tal como soy en cualquier circunstancia. Quizá este sentimiento esta idea, no surgió allí en Úbeda, es probable que viniese forjándose en mi mente desde unos meses atrás cuando con la universidad hice un viaje a Valencia en el que muchas cosas se rompieron en mi interior, cosas que sin quererlo y sin yo buscarlo, y sin que nada ni nadie fuera culpable de ello, terminaran por romperse aquellos días en Úbeda. Empezaba por entonces un largo túnel de incertidumbre personal, de crisis de identidad, de no saber quién era ni quien quería ser; sin embargo también gracias a las personas que allí estuvieron, a todos menos a una, ese túnel se ha terminado de atravesar prácticamente del todo. Y aunque aquellos días contribuyeron a meterme en ese túnel también sé que también han contribuido viéndolos con perspectiva a empezar a salir del mismo, y por ello aunque hayan malos recuerdos, con los que me quedo son los buenos que espero sean los que prevalezcan en mi recuerdo sin velarse con el paso del tiempo.

Acabada la barbacoa y despedidos los amigos de Ángel y de su hermana, tocaba ya retirada no sin antes recoger toda la mesa y al menos dejar todo lo más ordenado y recogido que se pudiera dadas las horas que eran y el estado en el que algunos se encontraban (hablo de sueño a ver si alguien se va a pensar algo que nada tiene que ver con las realidad). Ya se había pasado el primer día con su respectiva noche, sólo quedaba ya dormir hasta la mañana siguiente. Al subir a mi habitación, como no quería molestar a los inquilinos que ya estaban durmiendo, no quise dar ninguna luz, pero la casa me imponía más respeto del que puedo reconocer aquí sin dejarme mal. Qué fácil lo tenían los tres que iban a dormir en la planta baja que apenas tenían que moverse mucho para llegar a sus camas. No decidí subir hasta que también lo hizo mi compañero de cuarto, la oscuridad de aquella casa era mucho más densa que la oscuridad normal, más profunda y más silenciosa. Sólo el farol de la escalera la rompió y nos permitió subir a los que dormíamos en el primer piso a nuestras habitaciones. Duquesa estaba allí, en su cesto durmiendo, o casi, porque en cuanto se dio la luz de la escalera se levanto y empezó a gruñir: la noche envuelve en sombrar y hace irreconocible hasta a los amigos y conocidos. Ángel calmó a la perra y mi compañero de habitación y yo pudimos llegar hasta ella. Aún así, una vez llegué a mi dormitorio di la luz del baño para al menos ver algo sin molestar demasiado al resto de moradores de la casa, sobre todo al abuelo que dormía pared con pared conmigo y mi compañero. En la habitación hacía bastante calor por lo que decidí abrir un poco la ventana que daba a la calle y la del baño que daba al patio para hacer algo de corriente. Y nos fuimos a la cama, a dormir. He de decir que al menos mi compañero de habitación no roncaba, a diferencia de los que dormían juntos en la planta baja cuyos ronquidos deberían ser más que estridentes por lo que ya viví en Valencia unos meses antes. Sin embargo así como mi compañero de habitación no roncaba, gracias al cielo, el abuelo de Ángel si lo hacía, ¡y vaya si lo hacía! Menudos ronquidos pegaba, atravesaban la pared que compartía su habitación con la nuestra y retumbaban en toda ella, en condiciones normales me hubiera costado bastante dormirme con aquellos ronquidos pero el cansancio y las emociones terminaron por vencerme y dejarme caer en la noche y sus sueños. Supongo que todos los abuelos roncan igual, algo supongo inherente a las personas mayores porque a mi abuelo le pasa lo mismo, incluso creo que sus bramidos pueden llegar a superar a los del abuelo de nuestro anfitrión. Espero no roncar así cuando sea mayor porque sería imposible dormir conmigo.

Y pasó la noche y llegó la mañana, y aunque durante aquella noche hablé largo y tendido antes de dormirme con mi compañero, al que por aquel entonces todavía consideraba mi mejor amigo, creo que en esta serie de artículos no procede. Ya llegará un momento en que aquello pueda contarlo sin malos recuerdos y tristeza, pero por ahora sólo toca contar aquello que recuerdo como momentos buenos de aquel viaje, del aquel sueño que estaba viviendo y al que todavía le quedaban muchas cosas por ocurrir. Pero lo que aconteció al día siguiente es mejor dejarlo para la próxima entrega para no terminar por abrumar a nadie con la lectura.


Caronte.

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