jueves, 10 de julio de 2014

Viaje soñado al mar de los olivos (Parte IV)

Pues pasó la primera noche, y llegó la mañana del segundo día – aunque el primero completo en Úbeda – de aquellas vacaciones con mis amigos. Si he de ser sincero, de este día es del que menos cosas recuerdo, sobre todo después de comer, pero como me suele pasar cuando me pongo a escribir y a recordar poco a poco me van saliendo solos los recuerdos y acabo rescatando de lo más profundo de mi memoria momentos que pensaba ya olvidados, o anécdotas casi borradas por la niebla del tiempo. Lo bueno que tengo es que las fotos que se tomaron con mi cámara aquellos días han quedado como testigos de aquellos momentos y siempre refrescan la mente de quien intenta recordar, como ahora es mi caso. Como digo a priori recuerdo poco de este día, quizá porque era el que se encontraba entre el día que llegamos cargados de ilusión por pasar allí unos días todos juntos, y el siguiente día que iríamos a visitar uno de los lugares más bellos que se pueden ver y contemplar no ya sólo en España o Europa, sino en todo el mundo como lo es La Alhambra de Granada. Quizá a este segundo día de estancia en Úbeda no se le dio la importancia que tenía, por simplemente suceder al día de la barbacoa de bienvenida, y por preceder al día de La Alhambra.

Sí recuerdo que no nos levantamos pronto, tampoco excesivamente tarde, pero la barbacoa hizo mella en nuestro cansancio acumulado del día anterior y lo que necesitábamos era descansar. Y así lo hicimos. Pero una vez nos despertamos, el cansancio desapareció. Prácticamente nos levantamos todos a la vez, como si nuestros inconscientes no quisieran perderse nada de estar todos juntos. Una vez estuvimos todos medianamente aseados, cuando todos nos quitamos las legañas propias de la noche y nos desperezamos con agua la cara, bajamos a desayunar. Por las mañanas la casa tenía otra luz muy diferente, más clara y diáfana, más blanca y luminosa que le daba un aspecto mucho más joven y que invitaba sin duda a disfrutar del día que quedaba por delante. Si la barbacoa de la noche anterior fue un festín digno de dioses terrenales, el desayuno lo fue de dioses del Olimpo. A las típicas galletas y cereales que hay en todas las casas, aquella mañana se sumaban los churros que muy amablemente el abuelo de Ángel fue a comprar por la mañana temprano, como suelen hacer todos los abuelos en los pueblos (al menos también en mi caso es así, por eso aquello me recordó a las muchas veces que he amanecido en el pueblo de mi madre, que por tanto también es el mío, oliendo a churros recién hechos), las magdalenas artesanas de las monjas del vecino Convento de Santa Clara, cuya tapia estaba justo enfrente de la casa en la que estábamos, y cuya fama y buen sabor ya habían testado nuestros paladares alguna vez que Ángel había llevado dichos manjares a la Universidad para que diéramos buena cuenta de los mismos con ansiosa fruición; y otros dulces también típicos de Úbeda y que, al menos a mí que soy un apasionado de los mismos, hicieron que se nos hiciera la boca agua. Mención especial tengo que hacer a los churros de Úbeda. Pocas veces ya fuera en mi pueblo, o en mi barrio (donde hay un par de churrerías bastante buenas), había probado unos churros tan buenos. No estaban nada grasientos, ni se hacían complicados de comer por ser casi todo masa, sino todo lo contrario; estaban deliciosos con ese típico sabor que nunca llega a ser dulce del todo, sino que suele tener un regusto salado que ya sea mojado en leche con cola-cao o “a pelo” que sabe tan bien, con un ligero aroma a piel de limón o de naranja. Fue allí en Úbeda donde aprendí a comer los churros a la manera andaluza, es decir, simplemente con un poco de azúcar por encima. No digo más: estaban deliciosos. Ni en el mejor de los hoteles hubiera desayunado mejor. Pero si los churros estaban buenos, para las magdalenas de las monjas hay pocas palabras en cualquiera de las cuatro lenguas oficiales de España, a saber, catalán, euskera, gallego o castellano, que puedan describir cómo estaban. Tanto gustaros que todos tomamos aquella mañana al menos una magdalena, mientras que churros no tomaron todos (quien no lo hiciera no sabe lo que se pierde, y creo recordar que también había a uno de nosotros al que no le gustaban, algo mal tendría que tener en el paladar para decir una cosa así), y el día que nos marchábamos de vuelta a nuestras casas fuimos al convento a comprar varios paquetes de magdalenas.

Una vez todos hubimos desayunado y paladeado aquellos manjares, y después de asearnos completamente y vestirnos, tocaba visitar de mano de nuestro guía y anfitrión Ángel su ciudad, Úbeda. Yo tenía muchas ganas de pasear por aquella hermosa ciudad de la que tanto había oído hablar por ser Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Siempre me han atraído estas cosas y estas distinciones aunque haya numerosos sitios que no las tengan pero que las merecerían. En los meses antes de ir a Úbeda, sabiendo que íbamos a ir me había puesto a ver cómo era la ciudad. Pero nada tiene que ver lo que puede aparecer en internet de la realidad de las ciudades, y en Úbeda mucho menos. Sí es cierto que la imagen más reconocible de la ciudad es la Plaza Vázquez de Molina, donde se ubican tanto la Sacra Capilla del Salvador, el Ayuntamiento emplazado en un hermoso palacio renacentista y el Parador Nacional que ocupo otro gran palacio de la ciudad. Pero Úbeda no es simplemente esta plaza como terminamos por descubrir aquella calurosa mañana de julio.

Nada más salir de la casa de Ángel el sol golpeó nuestros rostros con aquella luz única, propia del sur de España que a tantas personas ha terminado por enamorar y que aquel día empezada a tirarnos a nosotros los tejos. Como no podía ser de otra manera lo primero que fuimos a ver fue la plaza principal y más conocida de Úbeda, ya la nombrada Plaza Vázquez de Molina, para ello tuvimos que callejear un poco, pero eso es para mí visitar una ciudad, andar sus diferentes calles, tanto las conocidas y transitadas con mayor frecuencia, como las desconocidas y menos bulliciosas. Pasamos por la puerta principal del Convento de Santa Clara, tras cuya blanca y encalada tapia guardan clausura las monjas que tan deliciosas magdalenas hacen y que todos llevábamos en nuestros estómagos aquella mañana. Dejado atrás este monumento cogimos ya sí una de las calles principales del casco viejo de Úbeda que prácticamente nos iba a llevar a la citada plaza. Dicha calle, más ancha que las que habíamos andado hasta entonces, estaba llena de comercios típicos y de gente comprando como en cualquier día normal, aunque para mí y mis amigos no fueran días normales aquellos, si entendemos por normalidad rutina y cotidianidad. En esta calle que nos llevó hasta una plaza poblada de pequeños pero tupidos árboles y de unos faroles muy bonitos que por las noches darían luz a dicha plaza en la parte trasera del palacio que albergaba el ayuntamiento de Úbeda. Bordeando el Ayuntamiento llegamos hasta su fachada principal cuya belleza renacentista le hace tener una imagen muy potente que acompaña a todo un conjunto arquitectónico único, y muy hermoso. Estábamos ya en la Plaza Vázquez de Molina, cuya fama no es inmerecida ya que entre jardines, iglesias y palacios nobiliario uno podía perfectamente remontar la línea del tiempo y llegar a una época ya perdida llena de esplendor para aquella ciudad jienense. Justo enfrente del Ayuntamiento se sitúa la Iglesia de Santa María de los Reales Alcázares, otra magnífica construcción cuyas dos torres gemelas que jalonan su fachada le dan su carácter identitario y reconocible en toda la ciudad. Mirando de frente el Ayuntamiento si nos encaminamos hacia la derecha, como hicimos tras visitar el atrio interior de la Iglesia de Santa María, contemplamos la más famosa imagen de Úbeda, aquella que si teclean en Google Úbeda sin lugar a dudas saldrá como primer resultado en imágenes. Atravesando un pequeño jardín con una fuente en medio, en realidad el único que lo atravesó de esa forma era yo el resto de mis amigos iban protegidos por la sombra que los diferentes oficios que bordean la plaza proporcionan a los turistas, del sol inquisidor de aquellas tierras que no calienta sino abrasa; pero esa era mi misión ya que era el fotógrafo de aquel viaje y aquella hermosa ciudad se deja retratar como pocas otras en este país. En perfecta perspectiva desde aquel pequeño jardín en que me encontraba se alzaba orgullosa y muy digna la Capilla del Salvador, quizá el monumento más conocido y fotografiado de Úbeda, y a su izquierda el Parador Nacional que también ocupa un magnífico palacio con una fachada tremendamente sencilla pero a la vez hermosa. Todo el conjunto de aquella plaza transmitía proporción, belleza, paz y tranquilidad, era todo un gusto para los sentidos, aunque el único que parecía disfrutarlo era yo que me quedé algo retrasado contemplándolo tranquilamente mientras mis amigos seguían andando quizá deseando que acabara ya aquella visita turística para poder bañarse en la piscina. Lo que más me llamaba la atención de todo el conjunto de la plaza era la piedra; esa piedra color ocre, amarillento, y que según le diera el sol mostraban diferentes tonalidades todas ellas rondando el dorado. Si a aquellas horas de la mañana todo aquello era así tan bonito que podría sin habla al más locuaz de los predicadores, no puedo llegar a imaginarme cómo debería ser por la tarde con el sol ya ocultándose por el horizonte cuando los rayos cayeran sobre las fachadas de manera oblicua y al dorado de la piedra se le sumara el dorado de los rayos del sol.

Atrás dejamos ya esta plaza y nos encaminamos hacia los miradores de la ciudad. Si lo que hasta entonces había visto había ya cumplido más que con creces todo aquello que había soñado encontrarme en este viaje, lo que desde aquellos miradores, desde ese paseo que bordea y rodea la ciudad por el exterior se veía en la lejanía terminó por dejarme sin habla, por sobrecogerme el corazón y enamorarme dejando aturdidos de gusto todos mis sentidos. Ante nuestros ojos se abría el mar, un mar de colores rojizos y cobres de la tierra ubetense, grises y marrones de la madera ancestral de los olivos y verdes de las hojas de aquellos árboles tan simbólicos. Un mar de olivos que se extendía más allá de lo que nuestra vista podía abarcar, cubriendo las laderas de los montes que se extendían  hacia todas las direcciones, miráramos donde miráramos. Ni la más avezada de las águilas hubiera sido capaz de siquiera entrever el final de aquel mar tan sobrecogedor, y eso que el día no estaba del todo claro, ya que en la lejanía se levantaba una bruma que difuminaba el horizonte de aquella sierra de nombre tan mágico y sonoro, la Sierra de Mágina. Aquello sí que era perderse en el infinito, dejarse mecer por la paz que aquella visión provocaba en el alma de todo aquel que se dejara invadir, no sé qué sintieron mis amigos al ver aquello, sí sé que nos sentamos un rato contemplando aquella magnificencia, cada uno pensando en lo que fuera, en sus propios pensamientos y problemas, que frente a aquella inmensidad de olivos quedaban reducidos a la nada. Varias fotos retrataron aquel momento, aunque por ser yo el fotógrafo no salgo en ninguna; este es el ligero inconveniente del que mira por el objetivo y aprieta el botón que toma la instantánea, aunque de manera indirecta esté en todas las imágenes que tome. Años después de aquel viaje – hace unos meses este mismo curso – leyendo un magnífico libro de un ubetense ilustre como Don Antonio Muñoz Molina, “El jinete polaco”, me fueron viniendo poco a poco imágenes de aquella ciudad de Úbeda, ya que aunque en ningún momento en este libro del que hablo se lee el nombre de la ciudad siempre supe que era ella, era imposible que me estuviera equivocando; y en efecto cuando acabé el libro e indagué un poco más sobre él leí que Muños Molina tomó prestado el nombre de Mágina para designar a un pueblo ficticio en la novela pero real para aquellos que en algún momento lo hemos visitado.

Seguimos caminando bordeando aquel paseo que rodeaba la ciudad y sus murallas, ya casi desaparecidas pero todavía visibles en algunas partes. Como el calor estaba pegando fuerte, la sed también acudía a nuestras gargantas, pero como en aquella ciudad están acostumbrados a ello hay numerosas fuentes para refrescarse. Fue en una de ellas, aunque he de admitir que no fue la mejor ni la más cómoda para beber, un simple caño prácticamente a ras de suelo que acababa en una especie de alberca a los pies de la muralla, donde nuestro amigo Miguel, el que más acostumbrado a los pueblos está después de Ángel y quizá Chema (este último por vivir en uno), ni corto ni perezoso se agachó hasta casi dar con su cabeza en el suelo para beber de aquel caño. Hay una serie de fotografías que retratan aquel momento, quizá uno de los que más recuerdo de aquel día. Como el calor seguía apretando a pesar de que apenas era medio día, y daba señales de que lo seguiría haciendo durante todo el día, y como veía que mis amigos preferían ya volver a la casa para darse un refrescante baño di por concluida la visita a la ciudad, y siguiendo siempre a Ángel, pusimos rumbo de vuelta a casa. No debería haber consentido, o al menos debería haber pedido seguir visitando un poco más la ciudad. Mucho nos dejamos por ver, muchas calles sin andar y muchos lugares sin descubrir, pero como esto es a mí al que más le gustaba (por no decir el único) y las democracias y los grupos de amigos se rigen por las votaciones y las mayorías volvimos al hogar temporal allí en Úbeda. Una pena no haber terminado de visitar como corresponde a aquella ciudad sus calles, plazas y monumentos; pero lo bueno que tiene es que me obliga a volver alguna vez a Úbeda para terminar de visitarla como se merece, aunque quizá la compañía ya no sea tan buena y en vez de visitarla con amigos lo tenga que hacer en una visita en solitario.

De vuelta a la casa después de nuestra visita corta pero intensa por Úbeda, era el momento de relajarnos un poco sobre todo refrescarnos porque el calor ya era muy intenso. La piscina como el día anterior fue nuestra salvación frente a ese sol andaluz tan preciado por turistas extranjeros y nacionales. Como el día anterior las bestias que algunos llevamos dentro salieron al contacto con el agua, como los gremlins, y empezamos a hacer payasadas dentro de la piscina. Aguadillas y forcejeos se sucedieron entre nosotros para ver quién era el que más hacía el imbécil, o quién era el más fuerte para someter a los demás bajo el agua sin ser sometido a su vez por nadie; además de esto también volvimos a hacer las consabidas bombas con el objetivo de ser los que más salpicáramos o los que más agua consiguiéramos sacar de la piscina. Como el sol picaba y estaba muy alto en el firmamento también fue necesario darse crema para no acabar como los típicos guiris ingleses de chanclas de dedo con calcetines y camisetas de tirantes de tallas más grandes de las necesarias que todos los años vienen a las playas españolas a tostarse (tanto al sol como a base de cervezas) y que acaban pareciéndose a un carabinero hecho a la plancha. Esto último es lo que me suele pasar a mí cuando me da el sol, que me suelo quemar; no tengo término medio, yo no me pongo moreno, paso de un blanco “teta de monja” a un rojo gamba muy bueno, y puedo asegurar que la sensación de quemazón que queda en la piel no es muy agradable. Sempiterno también en la piscina era Miguel con sus gafas de sol bañándose como si fueran gafas de bucear, bajo la excusa (cierta por otro lado) de que sin ellas no ve. No hubiera sido igual aquellos momentos de piscina sin nuestro José Luis Torrente particular.

Tras la piscina y mientras esperábamos a que la comida estuviese dispuesta para poner la mesa y ayudar a preparar todo para comer juntos, también nos echábamos unas partidas de ping-pong, bueno más bien era como un torneo en el que uno de los jugadores siempre estaba en uno de los lados de la mesa – en este caso mi compañero de habitación – mientras que en el otro se iban turnando el resto hasta que alguno le ganara, cosa que da la casualidad no pasaba nunca, todos terminaban jugando con él, bueno todos no cuando yo quería jugar él lo dejaba y se iba a descansar de tanto jugar. Entre partida y partida llegó la hora de comer, y como el día anterior nos metimos en la cocina a saborear lo que se nos tenía preparado aquella tarde, que sintiéndolo mucho no recuerdo qué fue. Después de la comida, como postre tomamos unos helados que ayudaron a pasar el calor de la tarde ubetense. Tras ayudar a recoger la cocina y ordenarla un poco después de que tanta gente comiera junta, y como ninguno de mis amigos es de echarse la siesta, o al menos no nos la echamos ningún día que estuvimos allí, decidimos irnos a la sala de estar de la planta baja a echarnos alguna partida a algún juego de mesa que hubiera por allí. En qué hora tomamos dicha decisión. El juego elegido fue, si no recuerdo mal del todo, el Monopoly, juego en el que los que no saben perder sacan su vena más capitalista posible para hacer todas la triquiñuelas posibles (vamos como en la vida real hacen todos los buitres que tratan con dinero y especulan), legales o no, para ganar. Nos juntamos por equipos, a mí me tocó con Ángel que consideraba como aquel juego simplemente como mera una forma de pasar el rato, lo mismo que la mayoría de los que estábamos allí sentados alrededor de la mesa camilla, pero mi compañero de habitación no lo consideraba un simple juego, ni ese ni ningún otro, y su única ambición no era pasárselo bien sino ganar a toda costa. Y acabó habiendo cierta bronca, por lo menos yo sí tuve cierta bronca, porque me parecía un poco triste que sólo importara ganar y no pasárselo bien, como creo que pretendíamos todos. Al final decidimos acabar la partida cansados de la espiral interminable en la que se acaba convirtiendo el Monopoly.

El sol ya había caído bastante y el calor ya no era tan intenso por lo que tras la partida capitalista al Monopoly volvimos a salir al patio y a darnos otro baño en la piscina para relajarnos otro poco, aunque había alguno que seguía picado por el juego (y creo que siguió picado ya todo el tiempo). Llegó el momento de salir ya de la piscina para empezar a ducharnos y vestirnos para ir a cenar por ahí aquella noche, básicamente para no ser más molestia en la casa y dejar un poco tranquila a la familia de Ángel. Como el día anterior mientras se iba duchando la gente, los que nos tocaba esperar nos quedábamos en el patio ya fuera jugando al ping-pong (el de siempre) o sentados en el porche charlando y haciendo tiempo. Yo fui de los últimos en ducharme así nadie me tenía que esperar y podía hacerlo algo más relajado. Una vez terminamos de ducharnos todos y vestirnos y arreglarnos, parece que estoy diciendo que nos íbamos de boda o algo por el estilo, como si aquello durara una eternidad, pues decidimos irnos a cenar por Úbeda a algún sitio de tapas y raciones que Ángel conociera. Y así hicimos. No sé muy bien por donde nos llevó Ángel, esos recuerdos se me han ido de la memoria completamente, ni tampoco tengo una imagen clara de cómo fue el bar en cuya terraza abarrotadísima nos sentamos; pero ahora escribiendo sí recuerdo que creo que cenamos en una hamburguesería, donde me tomé una buena hamburguesa, sí ahora lo estoy empezando a recordar de manera vaga y muy distante. Lo que sí recuerdo es que aquella noche mi compañero de habitación, que suponía amigo mío, estaba muy picado conmigo, muy molesto, como si yo le hubiera hecho algo muy malo, que para nada creo que había hecho (vamos nunca en la vida se me hubiera ocurrido hacer nada que le pudiera sentar mal a nadie, y mucho menos a él).

Después de cenar más de la cuenta en aquella hamburguesería que hacía unas hamburguesas bastante grandes y que estaban bastante bien, ya con la noche completamente cerrada, decidimos ir a algún bar, o pub irlandés (que aunque parezca mentira había varios en Úbeda), a tomar algo más, en este caso los más interesados eran todos mis compañeros, yo como no bebo la verdad es que me hubiera dado igual ir a un pub o volverme a la casa y tomar allí algo más tranquilos. Pero mis amigos querían algo más de fiesta, de movimiento. Y eso es lo que tuvimos, fuimos a un pub que estaba bastante bien, al menos eso me pareció a mí, con una decoración interior muy típica de pub diría yo casi motero o rockero, y que además tenía mesa de billar con lo que a alguno de mis amigos se le iluminó la cara como diciendo ‘en esto también soy un máquina y nadie me va a echar del tapete verde’. Creo que me volvió a tocar de pareja con Ángel, y siendo yo el manta que soy al billar pues en el “rey de la pista” que echamos nos eliminaron a la primera, pero era un divertimento más aunque alguno pensara que era el torneo mundial tras el cual se iban repartir trofeos y condecoraciones. En un momento dado llegó un grupo de personas, chavales de nuestra edad, o quizá un par de años mayores, o incluso alguno menor, que dio la casualidad eran amigos de Ángel. ¡Qué tipo Ángel, a cuanta gente conocía en Úbeda y cuánta gente le consideraba un amigo! Cuando llegaron los amigos de Ángel también quisieron meterse a jugar en la mesa de billar con lo que el “rey de la pista” entre nosotros seis, pasó a ser una especia de partidas continuas en las que casi siempre jugaba el mismo que apenas dejaba la mesa de ping-pong en la casa. Una de las cosas que más recuerdo de aquella velada fue que Juan Carlos, por su no tan alta estatura para golpear bien las bolas de billar se tenía que empinar bastante poniéndose de puntillas con los pies porque si no, no lograba colocar bien el palo para golpear; aunque he de decir que no jugaba nada mal. De los amigos de Ángel que mejor me cayeron y del único que creo recuerdo el nombre es de un tal Alfonso, un tipo genial y divertido con el que aquella noche, así como la anterior en la barbacoa a la que también él asistió, crucé más que unas simples palabras de cortesía.

La noche podría haberse alargado más, pero quizá algo movidos por mí o por el hecho de que a la mañana siguiente teníamos que madrugar bastante para visitar Granada y por tanto había que descansar para llegar frescos a visitar la milenaria ciudad nazarí, nos fuimos no demasiado tarde del pub y volvimos a la casa, donde aún antes de acostarnos estuvimos un rato en el patio bajo la bóveda celeste estrellada y clara del cielo de Úbeda tomando un poco lo que en los pueblos se llama “el fresco”. Cuando decidimos que ya era tiempo de irse a acostar para descansar para el día siguiente, que prometía ser duro, cada cual nos fuimos a nuestras habitaciones. Aquella noche fue más calurosa que la anterior y por las ventanas abiertas apenas entraba nada de aire fresco, por lo que la tarea de dormir no fue demasiado fácil, al menos para mí que con calor duermo bastante mal. Me costó dormirme no sólo por el calor, pero tras dar muchas vueltas en la cama y pensar mucho en aquel sueño que estaba viviendo y darme cuenta de que podría haber llegado antes si yo hubiera sido de otra manera. Aquella noche apenas intercambié palabra con mi compañero de habitación. La noche pasó, que es lo importante y llegó la mañana, o casi madrugada del tercer día. Pero lo que aquel día pasara va para la próxima entrega; un día que creo no olvidaré en la vida.

Caronte.

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