viernes, 11 de julio de 2014

Viaje soñado al mar de los olivos (Parte V)

Vista desde el mirador de San Nicolás
Llegó la mañana del día que más deseaba que llegara de aquellas vacaciones con mis amigos en Úbeda. El día en que visitaríamos Granada y el complejo palaciego nazarí de La Alhambra. Desde hacía ya muchos años había querido ir a visitar eso que todo el mundo calificaba de impresionante, ese conjunto arquitectónico que deja sin habla a cuantas personas pisan sus palacios y patios, y admiran sus jardines, y se dejan deleitar por el sonido del agua siempre presente. La Alhambra era desde hacía tiempo uno de mis objetivos principales para visitar en España, y dio la casualidad que surgió la oportunidad de hacerlo en aquel viaje a Úbeda. Se lo propuse a mis amigos y todos aceptaron de buen grado; creo recordar que alguno ya había visitado el complejo palaciego, pero hacía tantos años que ni se acordaba. Pero no sólo era La Alhambra lo que me llamaba la atención de Granada, la misma ciudad toda ella era atractiva para mí, desde ir al mirador de San Nicolás para poder contemplar toda la magnitud y fuerza estética de La Alhambra, hasta la Capilla Real adosada a la Catedral de Granada donde reposan los restos de los Reyes Católicos y de Juana “La Loca” y Felipe “El Hermoso”. Mucho quería ver en Granada, y por ello aquel viaje que emprendí al sur con mis amigos era más que un sueño, aquello que siempre quise hacer pero que veía que los años pasaban y no terminaba de cumplir.

Todos nos despertamos muy temprano porque el viaje desde Úbeda a Granada no es corto. Nos aseamos y vestimos y bajamos a desayunar donde la madre de Ángel que también se había levantado para despedirnos nos tenía preparado para desayunar. Lo hicimos con las mismas ganas que la mañana anterior, pero esta vez sin churros porque a aquellas horas todavía no había ido el abuelo a por ellos; pero había magdalenas de las monjas de Santa Clara, y con ellas fue suficiente, al menos para mí. Después de recibir las últimas indicaciones de la madre de Ángel sobre donde poder dejar el coche no muy alejados de centro, o sobre donde poder comer bien a buen precio, que a pesar de las horas que eran intentamos memorizar para luego recordar llegados a Granada (aunque he de decir que sin mucho éxito porque poco nos acordábamos de lo que nos había dicho la madre de Ángel antes de salir, cuando llegamos a Granada; es lo que tiene estar en la carrera que estábamos los seis allí presentes que el cerebro sólo funciona a su máximo rendimiento durante el periodo lectivo, una vez entra en modo vacaciones sólo sirve para recordarnos diariamente cuando tenernos hambre, sueño o ganas de ir al servicio). Una vez cogimos todo lo que necesitábamos para la visita a Granada, entre ellos las entradas para ver La Alhambra que sacamos con antelación para evitar colas y esperas innecesarias, y la cámara de fotos que debía inmortalizar todos los momentos y experiencias que viviéramos por la hermosa ciudad andaluza, nos despedimos de la madre de Ángel y de su abuelo que mientras habíamos estado desayunando había bajado también para desearnos buen viaje.

Al ser seis los que íbamos a ir a Granada no podíamos ir sólo en un coche, por lo que también Ángel se llevó el suyo, el “Mengano” (un Renault Megane, llamado así por no sé qué razón pero que le hace parecer más divertido). Nos repartimos en los dos coches. En el de Ángel iban, lógicamente él, Miguel y Chema; mientras que en el coche de macarra, el Cívic, íbamos su dueño, Juan Carlos, mi compañero de habitación y yo mismo. Lo que pasara en el otro coche no lo sé todavía no he desarrollado el poder de la omnipresencia y la ubicuidad, aunque estoy en proceso de conseguirlo. Sí sé lo que aconteció en el que yo iba, por cierto muy bien acomodado en la parte de atrás como un ministro o diplomático de alto rango llevado por su chófer y su escolta hacia algún lugar interesante, o puede que aburrido. Me senté detrás porque con la excusa del mareo (sigo y seguiré siempre diciendo que es una excusa, acompañada también de algo de teatro – alternativo en este caso y de mala calidad – para justificar la petición de clemencia para ir delante) mi compañero de habitación se agenció a partir de aquel viaje el asiento delantero del coche tanto en la visita a Granada, como en la vuelta a Madrid del día siguiente. Durante la ida a Granada tuve que volver a aguantar la fantástica música que puso Juan Carlos y que también gustaba a mi compañero de habitación, lógico son del mismo barrio, pero en este trayecto sí que no podía rechistar porque era minoría clara. La verdad es que no sé de qué hablamos durante aquel trayecto, si es que se habló de algo interesante, con la música y en parte también por mi sordera oía mal lo que se decía en los asientos delanteros del coche. Sí recuerdo perfectamente de lo que se habló a la vuelta pero eso vendrá más adelante. También recuerdo bastante bien que una vez cogimos la autovía hasta Granada, a la altura de Jaén, los dos conductores empezaron a pisarle bien al acelerador, sobre todo Ángel que en un momento dado nos pasó volando y se marchó a lo lejos a una velocidad muy superior a la legalmente permitida en esas carreteras, y eso que nosotros no íbamos despacio ni mucho menos ya que al chófer le gustaba pisarle por encima de los límites.

Legamos a eso de las once de la mañana a la ciudad de Granada y a pesar de que la madre de Ángel nos había dicho por donde suele haber sitio para aparcar el coche no muy alejado del centro histórico y del barrio del Albaicín, no nos acordábamos de nada de lo que nos había dicho. Empezamos a dar vueltas por la ciudad buscando ubicarnos en Granada con algún punto de referencia decente para no dejar el coche donde Cristo perdió la sandalia. Estuvimos un rato así, pero al final, después de recorrernos varias calles, meternos por dirección prohibida en alguna que otra ocasión y recibir algún que otro pitido – recibido con razón – por parte de los conductores granadinos al final conseguimos aparcar, tanto nosotros como el coche de Ángel, no muy alejado del nuestro aunque en calles diferentes. Una vez dejamos los coches y nos encontramos los dos grupos nos dirigimos hacia nuestro primer objetivo en aquel viaje que no era otro que la Capilla Real. Para ello tuvimos que andar un buen rato. Cruzamos el río Genil y nos metimos por una avenida arbolada para evitar el sol que ya por entonces empezaba a azotar con fuerza. Dicha avenida acababa en una gran plaza triangular con pequeños árboles que apenas daban sombre y una gran fuente cuyos chorros servían para aliviar el calor. Continuamos por otra de las calles principales de Granada, llena de tiendas de ropa, calle que bien podría haber pertenecido a cualquier ciudad española o europea ya que últimamente todas las calles comerciales de las principales ciudades se cortan bajo el mismo patrón. Esta calle comercial, como pasa en Madrid, estaba protegida del sol mediante unos toldos tendidos entre las fachadas de los edificios. Cruzamos la plaza del Ayuntamiento y un poco más adelante ya nos metimos a callejear por el centro histórico de la ciudad, por calles estrechas y abarrotadas de turistas y vecinos, cada uno con un ritmo diferente y una manera distinta de mirar la ciudad.

En una de esas calles, muy cerca ya de la Capilla Real de Granada, una calle llena de puestos de artesanía y souvenirs para los turistas, había un grupo de gitanas mayores que con un ramo de romero en la mano intentaba parar a los incautos turistas para leerles la mano o mirar en su futuro (para quien crea en esas cosas), yo las evité bastante bien, supongo que porque disimulo muy bien que tengo prisa, porque sé poner cara de “a mí no me pares que soy muy borde” o simplemente porque dichas gitanas sabían de verdad ver el futuro de cada persona sin necesidad de pararlas y como el mío a lo mejor no era muy interesante me dejaron pasar de largo; lo mismo les pasó a el resto de mis amigos, aunque a alguno sí que le intentaban parar, sin embargo Juan Carlos no tuvo la misma suerte. Y es que una gitana, supongo más pesada que las demás, le cogió por banda agarrándole del brazo y empezó a hablarle del futuro, a pesar de que Juan Carlos intentaba soltarse de ella diciéndola que tenía prisa, que no le interesaba o cualquier otra excusa variada. Lo que la gitana le dijo es que había una morena en su vida, o que iba a haberla y por tanto que estuviera atento y la buscara, que le haría feliz. Quizá en vez de haber intentado zafarse de la gitana debería haberla hecho algo de caso – cuánto dolor se hubiera ahorrado en los años siguientes – y haberse puesto a buscar a esa morena que le dijo la gitana, que aunque digamos que no algo de brujas y hechiceras siempre han tenido. Al menos se quedó con el manojo de romero que le dio la vieja gitana, que acabó en el primer cubo de basura que nos cruzamos (me preguntó ahora con varios años de distancia si a lo mejor no tendría que haber conservado ese manojo de romero, si le hubiera traído algo más de suerte). Dejado atrás el grupo de gitanas visionarias y antes de entrar a ver la Capilla Real, nos dimos una vuelta por los alrededores de la misma, y entramos antes a la Madraza de Granada, que en su día fue la primera universidad que tuvo la ciudad, fundada en 1349 por los gobernantes del que fue Reino Nazarí. Posteriormente ya sí nos dirigimos hasta la entrada a la Capilla Real para, al menos yo, rendir homenaje y respeto de los Reyes Católicos allí enterrados.

Capilla Real

La Capilla Real de Granada en un construcción religiosa de estilo gótico que alberga los restos mortales de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, y parte de sus hijos entre ellos los también reyes Juana “La Loca” y Felipe “El Hermoso”. El edificio data de principios del siglo XVI, concretamente de 1505, año en que comenzó su construcción que finalizaría en 1517, y es una impresionante construcción gótica, con un exterior profusamente decorado de manera muy elegante y con una potencia visual digna de las construcciones góticas más famosas del mundo, aunque se realizara en el último periodo de este estilo en España. La capilla es de planta de cruz latina y se accede a la misma por una especie de atrio de entrada formado por diferentes arcos minuciosamente tallados en piedra, en el interior de dicho atrio se encuentra un gran escudo real con las armas de los Reyes Católicos y el Águila de San Juan. En ese atrio es donde compramos las entradas para la visita a la capilla. Una vez dentro de la capilla propiamente dicha la vista se dirige automáticamente hacia el techo, como suele pasar con casi todas las construcciones góticas, para poder admirar con detenimiento y contemplar las magníficas bóvedas nervadas tan típicas de este estilo. Lo que más me impresionó del interior de la Capilla Real fue su blancura, la luminosidad que tenía, el brillo que lanzaban sus paredes. En el centro de la capilla, justo, en la parte más preeminente de la misma se alzaban dos grandes sarcófagos de mármol blanco con las efigies de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando a la izquierda, y la reina Juana y su marido Felipe a la derecha, justo al lado de sus padres. Los sarcófagos están rodeados por una también hermosísima verja de hierro forjado. Todo el conjunto la verdad era de una fuerza increíble, se sentía el peso de la historia allí dentro, contemplando los mausoleos de los primeros reyes de la España unida bajo una misma denominación. Miguel y yo nos quedamos algo más retrasados admirando tanto los sepulcros de mármol como el entorno de la capilla, sus bóvedas, sus puertas laterales, sus altares, todo. Bajo los sepulcros marmóreos se encuentran los ataúdes con los supuestos restos de los Reyes Católicos y algunos de sus hijos que todavía impresionan más que las efigies talladas en la dura roca. Yo todavía tardaría unos minutos más en abandonar la fría presencia de los reyes allí sepultados, reflexionando, quizá también honrándolos a mi manera. Para cuando me quise dar cuenta estaba sólo en medio de la capilla delante de los monumentos funerarios a las dos parejas reales, mis compañeros habían seguido la visita a las diferentes salas de la capilla donde se encontraban varios objetos que en su día pertenecieron a los que allí yacen, seguramente menos interesados en ver aquello. La visita a la Capilla Real acabó relativamente rápida pero la verdad es que fue uno de los momentos más sobrecogedores e íntimos que recuerdo del viaje. Uno de los momentos en los que uno siente el peso de la historia sobre uno mismo. Pero de estos momentos aquel día estaría repleto. 


Tras visitar la Capilla Real y antes de sentarnos a comer en algún sitio, decidimos darnos una vuelta por la ciudad. Decidimos subir hasta el mirador de San Nicolás para poder ver y admirar con nuestros propios ojos la vista más conocida y reconocible de La Alhambra. Para llegar hasta el mirador teníamos que atravesar prácticamente todo el barrio granadino del Albaicín, uno de los más famosos de España y seguramente el más bello de cuantos hay en este país, sobre todo en Andalucía. Un barrio lleno de magia. He dicho que para llegar al mirador había que atravesar el Albaicín, pero más bien lo que teníamos que hacer y lo que hicimos fue escalar la colina del Albaicín para llegar al Sacromonte. ¡Menudas cuestas se gastan también en Granada! Para ello lo primero que hicimos al no tener ni idea de cómo llegar hasta el mirador fue seguir nuestro instinto. Detrás de la catedral de Granada hay una calle muy amplia, también comercial, que separa por así decirlo la parte baja y la alta de Granada. Empezamos a caminar por dicha calle en sentido norte dejando siempre la Catedral a nuestra izquierda hasta que decidimos, sin basarnos en nada especialmente, meternos por una de las calles que salen de esta calle a mano derecho y que a los pocos metros empiezan ya a tirar para arriba. Íbamos sin rumbo fijo, sin saber por dónde estábamos yendo, simplemente confiados que mientras aquello siguiera subiendo íbamos bien encaminados. Miguel intentó guiarnos con su i-phone, pero sin éxito alguno (tanto móvil de última generación pa’ na’). Menos mal que no hacía excesivo calor porque si no, no sé que hubiera sido de nosotros, o al menos de mí, subiendo por aquellas empinadas y empedradas calles. Lo bueno es que al ser estrechas daba poco el sol, y que éste se estaba comportando y no hacía un calor excesivamente sofocante. Caminando por aquel barrio tan popular de Granada no podíamos menos que ir parándonos cada dos por tres, en una plaza o en un quiebro entre calle para tirarnos alguna foto, o más bien tirar yo alguna foto, porque de momento nadie me había cogido la cámara para tirar alguna foto. Mientras seguíamos ascendiendo, me fui quedando algo rezagado tirando fotos a La Alhambra que ya empezaba a perfilarse en el horizonte por encima de los tejados del Albaicín. Siempre fui a cola de pelotón, siguiendo al grupo de cabeza guiado parece ser por Miguel que había logrado que su móvil funcionara y nos estaba conduciendo hasta el mirador. A medida que ascendíamos las casas empezaban a hacerse más grandes, casi señoriales, con tapias que dejaban entrever patios ajardinados, llenos de vegetación refrescante formando pequeños oasis privados donde refugiarse del tedioso estrés del mundo, donde relajarse leyendo un libro, escuchando el murmullo del agua de las fuentes, bañarse en una piscina escondida o simplemente contemplando el bellísimo paisaje que se podría observar por cualquiera de las ventanas de aquellas casas con La Alhambra y Sierra Nevada de fondo. Pura paz se respiraba en aquel barrio. Mientras tanto la escalada continuaba, aunque ya quedaba poco.
 
Ascenso por el Albaicín
Y allí estaba, al final, el mirador de San Nicolás. Una pequeña plaza, en lo más alto del Albaicín, desde donde sin interferencia por parte de los tejados de las casas se podía ver aquello que habíamos ido a ver allí: La Alhambra. Pocas cosas en el mundo se pueden observar y decir a continuación que si la muerte viniera a por nosotros no nos importaría. Aquella vista que nuestros ojos estaban contemplando, y que tantos otros habrán contemplado a lo largo de la historia, no había cambiado en siglos. Supongo que exagero, pero la belleza que esa imagen transmitía a nuestro cerebro, a nuestras almas, impendía que cualquier otro sentimiento pudiera darse a la vez. Poder ver todo el conjunto palaciego de La Alhambra de un único vistazo es comparable a muy pocas cosas en el mundo. En mis veinte años de vida nunca había sentido lo que sentí allí arriba en el mirador de San Nicolás debajo de uno de los árboles que adornan la plaza y protegen del sol a los turistas. No ya por la vista que estaba contemplando, o por el entorno, sino porque además lo estaba haciendo con amigos, y veía que también a ellos aquella visión les estaba emocionando, aunque no quisieran admitirlo. El ascenso hasta el mirador había causado estragos en mis amigos que rápidamente se sentaron en un bordillo de la plaza bajo la sombra de un árbol para recobrar fuerzas. Una vez descansaron los suficiente decidimos hacernos una foto todos juntos para tenerla como gran recuerdo de aquella experiencia, de aquella belleza. Una vez hecha la foto – en la que da la casualidad de que ninguno de los seis que aparecemos en ella estamos sonriendo si acaso a Miguel y a Ángel se les entrevé un intento de sonrisa, mientras que Chema y Juan Carlos posan con cara de malotes – pasé a actuar de fotógrafo personal de todas y cada uno de mis amigos y a retratarles de manera individual con La Alhambra. Antes de comenzar el descenso hacia la parte baja de la ciudad, descansamos unos segundos, mis amigos sentados en una sombra y yo mirando La Alhambra. Dejé la cámara a Juan Carlos, o a Ángel, no recuerdo bien a quien para descansar un poco yo también de ella mientras volvía una vez más a mirar el palacio y fortaleza árabes que dominan la ciudad de Granada. En aquellos cortos minutos que pasé así, mirando embelesado y deleitándome con la belleza de La Alhambra uno de mis amigos me tiró una de las mejores fotos que tengo de aquel viaje, en la que aparezco de espaldas mirando el horizonte.
 
Soñando despierto
Empezamos el descenso por otra ruta diferente a la que habíamos llevado de subida, pero mejor así porque conocimos y andamos más calles y descubrimos más rincones del Albaicín. Durante una parte de ese descenso, mientras discutía con mi compañero de habitación (bueno llamar discutir a una conversación con una persona que va unos cuantos pasos delante de ti y que cuando ya no le interesa seguir hablando pasa del tema y se pone a hablar de otra cosa con otra persona es algo frívolo) sobre la belleza única en el mundo de La Alhambra (o El Escorial que también salió en aquella discusión) que él no compartía y que no consideraba para tanto (probablemente para llevar la contraria a alguien), Ángel me cogió la cámara para que fuera yo algo más descansado y se pudo en plan Robert Capa a sacar fotos, en una de las cuáles aparezco yo completamente desprevenido y pensando que nadie me estaba viendo – y menos tirándome una foto – rascándome, o mejor dicho aunque no se me crea colocándome, la entrepierna con cara no sé si calificarla de placer o de desconcierto o de disimulo. Sólo cuando vertí las fotos en el ordenador la descubrí, pero no la borré porque está muy bien también la foto, parece la de un paparazzi a un famoso de revista del corazón. Una vez concluimos el descenso aparecimos a los pies de la colina coronada por La Alhambra, y si desde el mirador ésta era espectacular allí abajo con todos esos metros por encima nuestro La Alhambra parecía aun más regia y señorial. Esta calle que bordea los pie de la colina del Sacromonte es una de las zonas más hermosas de la ciudad de Granada, numerosos palacios y casas señoriales, así como iglesias y conventos, y casas de oficios se van sucediendo a lo largo de dicha calle, mientras que al otro lado, a los pies de la colina de La Alhambra sólo había naturaleza, sólo árboles y el cauce casi seco del río Darro. Hacia el final de dicha calle ya sí había casas a ambos lados, a los pies de ambas colinas. Esta calle acaba desembocando en la plaza de la Audiencia de Granada, los juzgados actuales; una plaza desierta de árboles pero llena de terrazas. Ya había pasado el mediodía y era hora de buscar algún sitio para comer y descansar, para evitar el sol en sus peores y más duras horas de calor.
 
Pillada indiscreta
Comimos por los alrededores de la Catedral de Granada, que por desgracia no visitamos y que por tanto me da una excusa para volver a visitar la ciudad en el futuro aunque ya no vaya a ser con las mismas personas que lo hice entonces. A la hora de comer hacía bastante calor, y aunque comimos en una terraza protegida por grandes toldos naranjas la sensación de horno seguía presente en el ambiente. La comida no estuvo mal del todo; si nos hubiésemos acordado de los sitios que nos había propuesto la madre de Ángel aquella mañana en Úbeda probablemente hubiéramos comido mejor tampoco tuvo la mayor importancia. Lo que sí hicimos después de comer fue tomarnos unos helados sentados a la sombra en un banco de la Plaza de Bib-Rambla, a pocos pasos de la Catedral cuyas altas torres se veían desde la misma, en pleno corazón de Granada. Estuvimos un buen rato allí sentados, algunos en un banco de granito otros en el propio suelo de la plaza, pero siempre a la sombra y disfrutando del delicioso y refrescante helado, antes de dirigirnos a tomar el pequeño autobús que nos llevaría hasta las puertas de La Alhambra. Es curioso pero de este reposo en la plaza de Bib-Rambla tengo bastantes fotos, y ninguna las tiré yo. Antes de subir hasta La Alhambra aún nos dio tiempo de caminar otro poco por las calles de Granada, desiertas a aquella hora propia de siesta cuando el calor más estaba apretando (aunque sin ahogar ni mucho menos, la verdad es que durante todo el día el calor sofocante e infernal de Andalucía no hizo verdadero acto de presencia salvo en momentos muy puntuales), y gracias a ello también estuvimos un rato en la Plaza del Ayuntamiento sentados otra vez a la sombra ya fuera en un banco o en la entrada a alguna vivienda en un bordillo. El edificio del Ayuntamiento de Granada es una construcción curiosa, no por ser muy antiguo o de estilo moderno, ni por su belleza o grandeza, sino porque su fachada está coronada por un jinete a caballo de bronce que sostiene en su mano una bola dorada de gran tamaño y que destaca por encima de cualquier otro elemento arquitectónico del edificio.
 
Plaza Bib-Rambla
Y llegó el momento de ir subiendo hacia La Alhambra, ya que las entradas que teníamos compradas de antemano eran para por la tarde, no recuerdo muy bien la hora, entre las cinco y las seis, para visitar concretamente los Palacios Nazaríes, la parte más bonita del recinto de La Alhambra. Cogimos un minibús justo detrás de la catedral, muy cerca también de la Capilla Real y con él nos encaminamos por calles primero anchas y cómodas para luego terminar ascendiendo por calles de pendientes más elevadas y mucho más incómodas por su estrechez y por estar pavimentadas con adoquines en vez de por asfalto. Las calles eran tan estrechas y empinadas que en más de una ocasión el autobús se dio de bruces con algún que otro coche que tuvo que dar marcha atrás para cederle el paso. Una vez el autobús llegó a las puertas de La Alhambra y como todavía teníamos tiempo más que de sobra para entrar, según la hora que tenían nuestras entradas, pues nos dispusimos a sentarnos un rato a esperar. Mis amigos, invadidos por un espíritu más infantil que otra cosa se fueron corriendo hasta un banco que estaba vacío y que tenía sombra para ver que quien llegara el último no se sentara, como yo no entro en esa clase de niñerías llegué el último, pero en vez de quedarme allí, dejé la cámara a alguno de mis compañeros y me dirigí hacia la entrada para ver que había por allí (a mí en vez del espíritu infantil me salió el espíritu aventurero, qué se le va a hacer). Y por allí había una serie de maquetas en bronce que mostraban la evolución de las diversas construcciones que han ido constituyendo La Alhambra a lo largo de su historia. Por curiosidad fui a las taquillas para preguntar que cuando podríamos pasar llevando las entradas sacadas con antelación y con hora de visita, y para mi sorpresa me dijeron que cuando quisiéramos, que la hora que venía en las entradas era para los Palacios Nazaríes, no para La Alhambra cuyo conjunto lo podíamos visitar sin hora. Sorprendido por la revelación y compungido por fastidiar a mis amigos su descanso – de compungido nada, más bien todo lo contrario, encantado de poder aprovechar aquel tiempo – me encaminé hacia ellos para levantarles del banco y decirles que podíamos empezar a visitar La Alhambra.

Caronte.

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