Vista desde el mirador de San Nicolás |
Llegó la mañana
del día que más deseaba que llegara de aquellas vacaciones con mis amigos en
Úbeda. El día en que visitaríamos Granada y el complejo palaciego nazarí de La
Alhambra. Desde hacía ya muchos años había querido ir a visitar eso que todo el
mundo calificaba de impresionante, ese conjunto arquitectónico que deja sin
habla a cuantas personas pisan sus palacios y patios, y admiran sus jardines, y
se dejan deleitar por el sonido del agua siempre presente. La Alhambra era
desde hacía tiempo uno de mis objetivos principales para visitar en España, y
dio la casualidad que surgió la oportunidad de hacerlo en aquel viaje a Úbeda.
Se lo propuse a mis amigos y todos aceptaron de buen grado; creo recordar que
alguno ya había visitado el complejo palaciego, pero hacía tantos años que ni
se acordaba. Pero no sólo era La Alhambra lo que me llamaba la atención de
Granada, la misma ciudad toda ella era atractiva para mí, desde ir al mirador
de San Nicolás para poder contemplar toda la magnitud y fuerza estética de La
Alhambra, hasta la Capilla Real adosada a la Catedral de Granada donde reposan
los restos de los Reyes Católicos y de Juana “La Loca” y Felipe “El Hermoso”.
Mucho quería ver en Granada, y por ello aquel viaje que emprendí al sur con mis
amigos era más que un sueño, aquello que siempre quise hacer pero que veía que
los años pasaban y no terminaba de cumplir.
Todos nos
despertamos muy temprano porque el viaje desde Úbeda a Granada no es corto. Nos
aseamos y vestimos y bajamos a desayunar donde la madre de Ángel que también se
había levantado para despedirnos nos tenía preparado para desayunar. Lo hicimos
con las mismas ganas que la mañana anterior, pero esta vez sin churros porque a
aquellas horas todavía no había ido el abuelo a por ellos; pero había
magdalenas de las monjas de Santa Clara, y con ellas fue suficiente, al menos
para mí. Después de recibir las últimas indicaciones de la madre de Ángel sobre
donde poder dejar el coche no muy alejados de centro, o sobre donde poder comer
bien a buen precio, que a pesar de las horas que eran intentamos memorizar para
luego recordar llegados a Granada (aunque he de decir que sin mucho éxito
porque poco nos acordábamos de lo que nos había dicho la madre de Ángel antes
de salir, cuando llegamos a Granada; es lo que tiene estar en la carrera que
estábamos los seis allí presentes que el cerebro sólo funciona a su máximo
rendimiento durante el periodo lectivo, una vez entra en modo vacaciones sólo
sirve para recordarnos diariamente cuando tenernos hambre, sueño o ganas de ir
al servicio). Una vez cogimos todo lo que necesitábamos para la visita a
Granada, entre ellos las entradas para ver La Alhambra que sacamos con
antelación para evitar colas y esperas innecesarias, y la cámara de fotos que
debía inmortalizar todos los momentos y experiencias que viviéramos por la
hermosa ciudad andaluza, nos despedimos de la madre de Ángel y de su abuelo que
mientras habíamos estado desayunando había bajado también para desearnos buen
viaje.
Al ser seis los
que íbamos a ir a Granada no podíamos ir sólo en un coche, por lo que también
Ángel se llevó el suyo, el “Mengano” (un Renault Megane, llamado así por no sé
qué razón pero que le hace parecer más divertido). Nos repartimos en los dos
coches. En el de Ángel iban, lógicamente él, Miguel y Chema; mientras que en el
coche de macarra, el Cívic, íbamos su dueño, Juan Carlos, mi compañero de habitación
y yo mismo. Lo que pasara en el otro coche no lo sé todavía no he desarrollado
el poder de la omnipresencia y la ubicuidad, aunque estoy en proceso de
conseguirlo. Sí sé lo que aconteció en el que yo iba, por cierto muy bien
acomodado en la parte de atrás como un ministro o diplomático de alto rango
llevado por su chófer y su escolta hacia algún lugar interesante, o puede que
aburrido. Me senté detrás porque con la excusa del mareo (sigo y seguiré
siempre diciendo que es una excusa, acompañada también de algo de teatro –
alternativo en este caso y de mala calidad – para justificar la petición de clemencia
para ir delante) mi compañero de habitación se agenció a partir de aquel viaje
el asiento delantero del coche tanto en la visita a Granada, como en la vuelta
a Madrid del día siguiente. Durante la ida a Granada tuve que volver a aguantar
la fantástica música que puso Juan Carlos y que también gustaba a mi compañero
de habitación, lógico son del mismo barrio, pero en este trayecto sí que no
podía rechistar porque era minoría clara. La verdad es que no sé de qué
hablamos durante aquel trayecto, si es que se habló de algo interesante, con la
música y en parte también por mi sordera oía mal lo que se decía en los
asientos delanteros del coche. Sí recuerdo perfectamente de lo que se habló a
la vuelta pero eso vendrá más adelante. También recuerdo bastante bien que una
vez cogimos la autovía hasta Granada, a la altura de Jaén, los dos conductores
empezaron a pisarle bien al acelerador, sobre todo Ángel que en un momento dado
nos pasó volando y se marchó a lo lejos a una velocidad muy superior a la
legalmente permitida en esas carreteras, y eso que nosotros no íbamos despacio
ni mucho menos ya que al chófer le gustaba pisarle por encima de los límites.
Legamos a eso de
las once de la mañana a la ciudad de Granada y a pesar de que la madre de Ángel
nos había dicho por donde suele haber sitio para aparcar el coche no muy
alejado del centro histórico y del barrio del Albaicín, no nos acordábamos de
nada de lo que nos había dicho. Empezamos a dar vueltas por la ciudad buscando
ubicarnos en Granada con algún punto de referencia decente para no dejar el
coche donde Cristo perdió la sandalia. Estuvimos un rato así, pero al final,
después de recorrernos varias calles, meternos por dirección prohibida en
alguna que otra ocasión y recibir algún que otro pitido – recibido con razón –
por parte de los conductores granadinos al final conseguimos aparcar, tanto
nosotros como el coche de Ángel, no muy alejado del nuestro aunque en calles
diferentes. Una vez dejamos los coches y nos encontramos los dos grupos nos
dirigimos hacia nuestro primer objetivo en aquel viaje que no era otro que la
Capilla Real. Para ello tuvimos que andar un buen rato. Cruzamos el río Genil y
nos metimos por una avenida arbolada para evitar el sol que ya por entonces
empezaba a azotar con fuerza. Dicha avenida acababa en una gran plaza
triangular con pequeños árboles que apenas daban sombre y una gran fuente cuyos
chorros servían para aliviar el calor. Continuamos por otra de las calles
principales de Granada, llena de tiendas de ropa, calle que bien podría haber
pertenecido a cualquier ciudad española o europea ya que últimamente todas las
calles comerciales de las principales ciudades se cortan bajo el mismo patrón.
Esta calle comercial, como pasa en Madrid, estaba protegida del sol mediante
unos toldos tendidos entre las fachadas de los edificios. Cruzamos la plaza del
Ayuntamiento y un poco más adelante ya nos metimos a callejear por el centro
histórico de la ciudad, por calles estrechas y abarrotadas de turistas y
vecinos, cada uno con un ritmo diferente y una manera distinta de mirar la
ciudad.
En una de esas
calles, muy cerca ya de la Capilla Real de Granada, una calle llena de puestos
de artesanía y souvenirs para los turistas, había un grupo de gitanas mayores
que con un ramo de romero en la mano intentaba parar a los incautos turistas
para leerles la mano o mirar en su futuro (para quien crea en esas cosas), yo
las evité bastante bien, supongo que porque disimulo muy bien que tengo prisa,
porque sé poner cara de “a mí no me pares que soy muy borde” o simplemente
porque dichas gitanas sabían de verdad ver el futuro de cada persona sin
necesidad de pararlas y como el mío a lo mejor no era muy interesante me
dejaron pasar de largo; lo mismo les pasó a el resto de mis amigos, aunque a
alguno sí que le intentaban parar, sin embargo Juan Carlos no tuvo la misma
suerte. Y es que una gitana, supongo más pesada que las demás, le cogió por
banda agarrándole del brazo y empezó a hablarle del futuro, a pesar de que Juan
Carlos intentaba soltarse de ella diciéndola que tenía prisa, que no le
interesaba o cualquier otra excusa variada. Lo que la gitana le dijo es que
había una morena en su vida, o que iba a haberla y por tanto que estuviera
atento y la buscara, que le haría feliz. Quizá en vez de haber intentado
zafarse de la gitana debería haberla hecho algo de caso – cuánto dolor se
hubiera ahorrado en los años siguientes – y haberse puesto a buscar a esa morena
que le dijo la gitana, que aunque digamos que no algo de brujas y hechiceras
siempre han tenido. Al menos se quedó con el manojo de romero que le dio la
vieja gitana, que acabó en el primer cubo de basura que nos cruzamos (me
preguntó ahora con varios años de distancia si a lo mejor no tendría que haber
conservado ese manojo de romero, si le hubiera traído algo más de suerte).
Dejado atrás el grupo de gitanas visionarias y antes de entrar a ver la Capilla
Real, nos dimos una vuelta por los alrededores de la misma, y entramos antes a
la Madraza de Granada, que en su día fue la primera universidad que tuvo la
ciudad, fundada en 1349 por los gobernantes del que fue Reino Nazarí.
Posteriormente ya sí nos dirigimos hasta la entrada a la Capilla Real para, al menos
yo, rendir homenaje y respeto de los Reyes Católicos allí enterrados.
Capilla Real |
La Capilla Real de
Granada en un construcción religiosa de estilo gótico que alberga los restos
mortales de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, y parte de sus hijos entre
ellos los también reyes Juana “La Loca” y Felipe “El Hermoso”. El edificio data
de principios del siglo XVI, concretamente de 1505, año en que comenzó su
construcción que finalizaría en 1517, y es una impresionante construcción
gótica, con un exterior profusamente decorado de manera muy elegante y con una
potencia visual digna de las construcciones góticas más famosas del mundo,
aunque se realizara en el último periodo de este estilo en España. La capilla
es de planta de cruz latina y se accede a la misma por una especie de atrio de
entrada formado por diferentes arcos minuciosamente tallados en piedra, en el
interior de dicho atrio se encuentra un gran escudo real con las armas de los
Reyes Católicos y el Águila de San Juan. En ese atrio es donde compramos las entradas
para la visita a la capilla. Una vez dentro de la capilla propiamente dicha la
vista se dirige automáticamente hacia el techo, como suele pasar con casi todas
las construcciones góticas, para poder admirar con detenimiento y contemplar
las magníficas bóvedas nervadas tan típicas de este estilo. Lo que más me
impresionó del interior de la Capilla Real fue su blancura, la luminosidad que
tenía, el brillo que lanzaban sus paredes. En el centro de la capilla, justo,
en la parte más preeminente de la misma se alzaban dos grandes sarcófagos de
mármol blanco con las efigies de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando a la
izquierda, y la reina Juana y su marido Felipe a la derecha, justo al lado de
sus padres. Los sarcófagos están rodeados por una también hermosísima verja de
hierro forjado. Todo el conjunto la verdad era de una fuerza increíble, se
sentía el peso de la historia allí dentro, contemplando los mausoleos de los
primeros reyes de la España unida bajo una misma denominación. Miguel y yo nos
quedamos algo más retrasados admirando tanto los sepulcros de mármol como el
entorno de la capilla, sus bóvedas, sus puertas laterales, sus altares, todo.
Bajo los sepulcros marmóreos se encuentran los ataúdes con los supuestos restos
de los Reyes Católicos y algunos de sus hijos que todavía impresionan más que
las efigies talladas en la dura roca. Yo todavía tardaría unos minutos más en
abandonar la fría presencia de los reyes allí sepultados, reflexionando, quizá
también honrándolos a mi manera. Para cuando me quise dar cuenta estaba sólo en
medio de la capilla delante de los monumentos funerarios a las dos parejas
reales, mis compañeros habían seguido la visita a las diferentes salas de la
capilla donde se encontraban varios objetos que en su día pertenecieron a los
que allí yacen, seguramente menos interesados en ver aquello. La visita a la
Capilla Real acabó relativamente rápida pero la verdad es que fue uno de los
momentos más sobrecogedores e íntimos que recuerdo del viaje. Uno de los
momentos en los que uno siente el peso de la historia sobre uno mismo. Pero de
estos momentos aquel día estaría repleto.
Tras visitar la
Capilla Real y antes de sentarnos a comer en algún sitio, decidimos darnos una
vuelta por la ciudad. Decidimos subir hasta el mirador de San Nicolás para
poder ver y admirar con nuestros propios ojos la vista más conocida y
reconocible de La Alhambra. Para llegar hasta el mirador teníamos que atravesar
prácticamente todo el barrio granadino del Albaicín, uno de los más famosos de
España y seguramente el más bello de cuantos hay en este país, sobre todo en
Andalucía. Un barrio lleno de magia. He dicho que para llegar al mirador había
que atravesar el Albaicín, pero más bien lo que teníamos que hacer y lo que
hicimos fue escalar la colina del Albaicín para llegar al Sacromonte. ¡Menudas
cuestas se gastan también en Granada! Para ello lo primero que hicimos al no
tener ni idea de cómo llegar hasta el mirador fue seguir nuestro instinto.
Detrás de la catedral de Granada hay una calle muy amplia, también comercial,
que separa por así decirlo la parte baja y la alta de Granada. Empezamos a
caminar por dicha calle en sentido norte dejando siempre la Catedral a nuestra
izquierda hasta que decidimos, sin basarnos en nada especialmente, meternos por
una de las calles que salen de esta calle a mano derecho y que a los pocos
metros empiezan ya a tirar para arriba. Íbamos sin rumbo fijo, sin saber por
dónde estábamos yendo, simplemente confiados que mientras aquello siguiera
subiendo íbamos bien encaminados. Miguel intentó guiarnos con su i-phone, pero
sin éxito alguno (tanto móvil de última generación pa’ na’). Menos mal que no
hacía excesivo calor porque si no, no sé que hubiera sido de nosotros, o al
menos de mí, subiendo por aquellas empinadas y empedradas calles. Lo bueno es
que al ser estrechas daba poco el sol, y que éste se estaba comportando y no
hacía un calor excesivamente sofocante. Caminando por aquel barrio tan popular
de Granada no podíamos menos que ir parándonos cada dos por tres, en una plaza
o en un quiebro entre calle para tirarnos alguna foto, o más bien tirar yo
alguna foto, porque de momento nadie me había cogido la cámara para tirar
alguna foto. Mientras seguíamos ascendiendo, me fui quedando algo rezagado
tirando fotos a La Alhambra que ya empezaba a perfilarse en el horizonte por
encima de los tejados del Albaicín. Siempre fui a cola de pelotón, siguiendo al
grupo de cabeza guiado parece ser por Miguel que había logrado que su móvil
funcionara y nos estaba conduciendo hasta el mirador. A medida que ascendíamos
las casas empezaban a hacerse más grandes, casi señoriales, con tapias que
dejaban entrever patios ajardinados, llenos de vegetación refrescante formando
pequeños oasis privados donde refugiarse del tedioso estrés del mundo, donde
relajarse leyendo un libro, escuchando el murmullo del agua de las fuentes,
bañarse en una piscina escondida o simplemente contemplando el bellísimo
paisaje que se podría observar por cualquiera de las ventanas de aquellas casas
con La Alhambra y Sierra Nevada de fondo. Pura paz se respiraba en aquel
barrio. Mientras tanto la escalada continuaba, aunque ya quedaba poco.
Y allí estaba, al
final, el mirador de San Nicolás. Una pequeña plaza, en lo más alto del
Albaicín, desde donde sin interferencia por parte de los tejados de las casas
se podía ver aquello que habíamos ido a ver allí: La Alhambra. Pocas cosas en
el mundo se pueden observar y decir a continuación que si la muerte viniera a
por nosotros no nos importaría. Aquella vista que nuestros ojos estaban contemplando,
y que tantos otros habrán contemplado a lo largo de la historia, no había
cambiado en siglos. Supongo que exagero, pero la belleza que esa imagen
transmitía a nuestro cerebro, a nuestras almas, impendía que cualquier otro
sentimiento pudiera darse a la vez. Poder ver todo el conjunto palaciego de La
Alhambra de un único vistazo es comparable a muy pocas cosas en el mundo. En
mis veinte años de vida nunca había sentido lo que sentí allí arriba en el
mirador de San Nicolás debajo de uno de los árboles que adornan la plaza y
protegen del sol a los turistas. No ya por la vista que estaba contemplando, o
por el entorno, sino porque además lo estaba haciendo con amigos, y veía que
también a ellos aquella visión les estaba emocionando, aunque no quisieran
admitirlo. El ascenso hasta el mirador había causado estragos en mis amigos que
rápidamente se sentaron en un bordillo de la plaza bajo la sombra de un árbol
para recobrar fuerzas. Una vez descansaron los suficiente decidimos hacernos
una foto todos juntos para tenerla como gran recuerdo de aquella experiencia,
de aquella belleza. Una vez hecha la foto – en la que da la casualidad de que
ninguno de los seis que aparecemos en ella estamos sonriendo si acaso a Miguel
y a Ángel se les entrevé un intento de sonrisa, mientras que Chema y Juan
Carlos posan con cara de malotes – pasé a actuar de fotógrafo personal de todas
y cada uno de mis amigos y a retratarles de manera individual con La Alhambra.
Antes de comenzar el descenso hacia la parte baja de la ciudad, descansamos
unos segundos, mis amigos sentados en una sombra y yo mirando La Alhambra. Dejé
la cámara a Juan Carlos, o a Ángel, no recuerdo bien a quien para descansar un
poco yo también de ella mientras volvía una vez más a mirar el palacio y
fortaleza árabes que dominan la ciudad de Granada. En aquellos cortos minutos
que pasé así, mirando embelesado y deleitándome con la belleza de La Alhambra
uno de mis amigos me tiró una de las mejores fotos que tengo de aquel viaje, en
la que aparezco de espaldas mirando el horizonte.
Empezamos el
descenso por otra ruta diferente a la que habíamos llevado de subida, pero
mejor así porque conocimos y andamos más calles y descubrimos más rincones del
Albaicín. Durante una parte de ese descenso, mientras discutía con mi compañero
de habitación (bueno llamar discutir a una conversación con una persona que va
unos cuantos pasos delante de ti y que cuando ya no le interesa seguir hablando
pasa del tema y se pone a hablar de otra cosa con otra persona es algo frívolo)
sobre la belleza única en el mundo de La Alhambra (o El Escorial que también
salió en aquella discusión) que él no compartía y que no consideraba para tanto
(probablemente para llevar la contraria a alguien), Ángel me cogió la cámara
para que fuera yo algo más descansado y se pudo en plan Robert Capa a sacar
fotos, en una de las cuáles aparezco yo completamente desprevenido y pensando
que nadie me estaba viendo – y menos tirándome una foto – rascándome, o mejor
dicho aunque no se me crea colocándome, la entrepierna con cara no sé si
calificarla de placer o de desconcierto o de disimulo. Sólo cuando vertí las
fotos en el ordenador la descubrí, pero no la borré porque está muy bien
también la foto, parece la de un paparazzi a un famoso de revista del corazón.
Una vez concluimos el descenso aparecimos a los pies de la colina coronada por
La Alhambra, y si desde el mirador ésta era espectacular allí abajo con todos
esos metros por encima nuestro La Alhambra parecía aun más regia y señorial.
Esta calle que bordea los pie de la colina del Sacromonte es una de las zonas
más hermosas de la ciudad de Granada, numerosos palacios y casas señoriales,
así como iglesias y conventos, y casas de oficios se van sucediendo a lo largo
de dicha calle, mientras que al otro lado, a los pies de la colina de La
Alhambra sólo había naturaleza, sólo árboles y el cauce casi seco del río
Darro. Hacia el final de dicha calle ya sí había casas a ambos lados, a los
pies de ambas colinas. Esta calle acaba desembocando en la plaza de la
Audiencia de Granada, los juzgados actuales; una plaza desierta de árboles pero
llena de terrazas. Ya había pasado el mediodía y era hora de buscar algún sitio
para comer y descansar, para evitar el sol en sus peores y más duras horas de
calor.
Comimos por los
alrededores de la Catedral de Granada, que por desgracia no visitamos y que por
tanto me da una excusa para volver a visitar la ciudad en el futuro aunque ya
no vaya a ser con las mismas personas que lo hice entonces. A la hora de comer
hacía bastante calor, y aunque comimos en una terraza protegida por grandes
toldos naranjas la sensación de horno seguía presente en el ambiente. La comida
no estuvo mal del todo; si nos hubiésemos acordado de los sitios que nos había
propuesto la madre de Ángel aquella mañana en Úbeda probablemente hubiéramos
comido mejor tampoco tuvo la mayor importancia. Lo que sí hicimos después de
comer fue tomarnos unos helados sentados a la sombra en un banco de la Plaza de
Bib-Rambla, a pocos pasos de la Catedral cuyas altas torres se veían desde la
misma, en pleno corazón de Granada. Estuvimos un buen rato allí sentados,
algunos en un banco de granito otros en el propio suelo de la plaza, pero
siempre a la sombra y disfrutando del delicioso y refrescante helado, antes de
dirigirnos a tomar el pequeño autobús que nos llevaría hasta las puertas de La
Alhambra. Es curioso pero de este reposo en la plaza de Bib-Rambla tengo
bastantes fotos, y ninguna las tiré yo. Antes de subir hasta La Alhambra aún
nos dio tiempo de caminar otro poco por las calles de Granada, desiertas a
aquella hora propia de siesta cuando el calor más estaba apretando (aunque sin
ahogar ni mucho menos, la verdad es que durante todo el día el calor sofocante
e infernal de Andalucía no hizo verdadero acto de presencia salvo en momentos
muy puntuales), y gracias a ello también estuvimos un rato en la Plaza del
Ayuntamiento sentados otra vez a la sombra ya fuera en un banco o en la entrada
a alguna vivienda en un bordillo. El edificio del Ayuntamiento de Granada es
una construcción curiosa, no por ser muy antiguo o de estilo moderno, ni por su
belleza o grandeza, sino porque su fachada está coronada por un jinete a
caballo de bronce que sostiene en su mano una bola dorada de gran tamaño y que
destaca por encima de cualquier otro elemento arquitectónico del edificio.
Y llegó el momento
de ir subiendo hacia La Alhambra, ya que las entradas que teníamos compradas de
antemano eran para por la tarde, no recuerdo muy bien la hora, entre las cinco
y las seis, para visitar concretamente los Palacios Nazaríes, la parte más
bonita del recinto de La Alhambra. Cogimos un minibús justo detrás de la
catedral, muy cerca también de la Capilla Real y con él nos encaminamos por
calles primero anchas y cómodas para luego terminar ascendiendo por calles de
pendientes más elevadas y mucho más incómodas por su estrechez y por estar
pavimentadas con adoquines en vez de por asfalto. Las calles eran tan estrechas
y empinadas que en más de una ocasión el autobús se dio de bruces con algún que
otro coche que tuvo que dar marcha atrás para cederle el paso. Una vez el
autobús llegó a las puertas de La Alhambra y como todavía teníamos tiempo más
que de sobra para entrar, según la hora que tenían nuestras entradas, pues nos
dispusimos a sentarnos un rato a esperar. Mis amigos, invadidos por un espíritu
más infantil que otra cosa se fueron corriendo hasta un banco que estaba vacío
y que tenía sombra para ver que quien llegara el último no se sentara, como yo
no entro en esa clase de niñerías llegué el último, pero en vez de quedarme
allí, dejé la cámara a alguno de mis compañeros y me dirigí hacia la entrada
para ver que había por allí (a mí en vez del espíritu infantil me salió el
espíritu aventurero, qué se le va a hacer). Y por allí había una serie de
maquetas en bronce que mostraban la evolución de las diversas construcciones
que han ido constituyendo La Alhambra a lo largo de su historia. Por curiosidad
fui a las taquillas para preguntar que cuando podríamos pasar llevando las
entradas sacadas con antelación y con hora de visita, y para mi sorpresa me
dijeron que cuando quisiéramos, que la hora que venía en las entradas era para
los Palacios Nazaríes, no para La Alhambra cuyo conjunto lo podíamos visitar
sin hora. Sorprendido por la revelación y compungido por fastidiar a mis amigos
su descanso – de compungido nada, más bien todo lo contrario, encantado de
poder aprovechar aquel tiempo – me encaminé hacia ellos para levantarles del
banco y decirles que podíamos empezar a visitar La Alhambra.
Caronte.
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