Como dije ya
habíamos llegado a esa ciudad señorial como es Úbeda, con sus palacios de
piedra amarillenta, sus balcones de hierro forjado, sus iglesias monumentales,
sus plazas con sus fuentes ornamentales, sus estatuas de personajes ilustres;
sin embargo todavía no habíamos llegado a casa de nuestro amigo Ángel, que por
las horas que ya eran, ya nos debería estar echando en falta. Nos costó dar con
la calle que conducía a casa de su familia, pero tras haber recorrido de arriba
abajo la calle principal de Úbeda un par de veces como mínimo, y tras haber
fracasado a la hora de localizar la casa con los móviles que tenían GPS (el mío
desde luego no, en el tema de la tecnología móvil siempre he ido algo retrasado
voluntariamente, siempre me ha parecido pretencioso cambiar de móvil cada vez
que saliera al mercado uno nuevo) nos tuvimos que fíar de la memoria
fotográfica de Juan Carlos, que como ya había estado allí el año anterior sabía
– o eso se suponía – llegar hasta la casa de Ángel. Al final dimos con la calle
que teníamos que coger, tan estrecha que no hubieran cabido dos coches a la vez
si se hubiera dado el caso. Esa calle nos condujo hasta una plaza no
excesivamente grande con una fuente en su centro y unos árboles que a esa hora
apenas daban más sombra que la que proporcionaban sus copas alrededor de sus
delgados troncos. Saliendo de esa plaza por otra calle esta vez algo más ancha,
pero no mucho más, es donde estaba la casa de Ángel.
La casa del abuelo
de nuestro anfitrión en Úbeda, es una típica casona andaluza de dos plantas, la
baja donde se suele hacer la vida social y la primera donde se encuentran las
estancias más privadas de la familia; creo recordar también que la casa tenía
buhardilla usada como trastero para objetos viejos y recuerdos, pero esto ya no
lo puedo concretar porque no recuerdo haberlo visto ni haber preguntado por
ello. La fachada que da a la calle estaba encalada en la planta baja y con la
piedra vista en la primera; las ventanas de la planta baja ocupaba la práctica
totalidad de la altura de la planta, y en la primera planta había cuatro
balcones con sus rejas de hierro y sus persianas de lamas verdes. La imagen de
la casa de primeras ya se salía de toda suposición e imagen que podía llevar yo
hecha en mi mente, lo que la noche anterior soñé que podía ser se quedaba más
que corto con lo que mis ojos estaban viendo en aquel presente ya pasado. A parte
del cuerpo principal de la casa había adosado a la misma un pequeño garaje,
bueno lo que hoy día llamamos garaje pero que estoy seguro que en su día fue
simplemente el lugar destinada a los carros y carretas que hubiera en la casa.
Para que Juan Carlos aparcara el coche, lo primero que hicimos fue bajarnos
todos de él y vaciar el maletero de nuestras pertenencias y equipaje. Una vez
aparcado el coche y cada cual con su maleta o bolsa de viaje nos dirigimos a la
entrada de la casa. Aquí vienen a mi mente imágenes bastante claras. La puerta
que daba a la calle, de madera, daba paso a un zaguán de azulejos destinado a
servir de salita de espera recogida de la intemperie de la calle y a salvo de
ojos indiscretos, donde las visitas pueden esperar a que los moradores de la
casa les abrieran la puerta y recibieran bienvenida. Como digo el zaguán de
espera estaba forrado de azulejos, ¿o eran simples baldosas hasta media pared?
Eso no lo tengo muy claro. A parte de ello, delante nuestro estaba la puerta
que ya sí daba acceso a la casa propiamente dicha, una puerta cuya presencia
por sí sólo hacía pensar en que lo que había detrás iba a ser imponente. En el
zaguán también había colgado del techo, si n recuerdo mal, un farol que
iluminaría esta estancia de espera durante la oscuridad de las noches
andaluzas. Llamamos al timbre, o al picaporte cuyo ruido siempre es más
contundente de un “ring” de un timbre convencional. A los pocos minutos de
espera la perra de Ángel, Duquesa creo recordar que se llama, fue a darnos la
bienvenida perruna a base de ladridos y gruñidos, hasta que sus dueños
llegaros. No sé si fue Ángel en persona, su madre o su abuelo, pero da igual
porque una vez dentro si sé que estuvieron todas las personas que he nombrado
para darnos su más cordial bienvenida a la ciudad de Úbeda y a su casa.
La casa donde
íbamos a pasar unos días, era una señora casa. Su planta se podría resumir
diciendo que tenía forma de letra “T”. La fachada y el cuerpo principal de la
casa, la que da a la calle sería la barra horizontal que corona la “T”,
mientras que el cuerpo vertical de la letra quedaría perpendicular a la calle.
La parcela donde se asentaba la casa era de forma irregular pero más o menos
rectangular, por lo que aquellos espacios no ocupados por la construcción
estaban destinados al patio ajardinado, la piscina y una pequeña zona de porche
cubierto. Desde la entrada principal de la casa en línea recta se accedía a
través de una puerta ventana al jardín. Este jardín a pesar de no ser como los
típicos patios andaluces por no estar rodeado por sus cuatro costados por la
vivienda, sí daba la sensación de paz, tranquilidad y frescor típicos de los
patios tradicionales. Se podía decir que el patio estaba dividido como en dos
partes diferenciadas, una primera llena de vegetación, con sus flores, árboles
y arbustos que daban sensación de cerrazón al patio y proporcionaban un frescor
muy agradable al mismo. Esta primera zona del patio en su centro tenía una
pequeña fuente, o eso al menos me parece recordar, pero de la que no salía
ningún sonido que hiciera recordar el agua, junto a la fuente si mis recuerdos
no están demasiado difuminados por el paso del tiempo también había unos bancos
destinados al reposo tranquilo de los moradores de aquella casa. La segunda
zona diferenciada del patio no tenía ya tanta vegetación, simplemente algunos
rosales u otro tipo de plantas florares y una parra u otro tipo de árbol que
cubría el cielo e impedía que los rayos de sol y su consiguiente calor
golpearan dicha zona haciéndola muy agradable, pero lo que sí tenía era algún
que otro instrumento antiguo de labranza, como los que en casi todos los
pueblos adornan las diversas estancias de las casas de nuestros abuelos y que
sin ellos quererlo, o quizá sí queriéndolo, dan un aire de nostalgia a esas
viejas casas que podrían contar miles de historias antiguas. Al final de esta
zona de patio, protegida por la derecha por el cuerpo vertical de la “T” que
forma la casa y por la izquierda por una tapia y la casa de los vecinos, se
gira a la derecha para pasar a través de una zona de “porche” donde había una
mesa de hierro y cristal redonda donde en los días sucesivos que pasamos allí
gastamos muchas horas jugando a las cartas y charlando muy a gusto protegidos
del sol de justicia que azota aquellas tierras. Justo encima de esta zona
cubierta se situaba la habitación de Ángel, nuestro anfitrión. Este pequeño
porche daba acceso a otra zona de patio en la que ya apenas si había
vegetación, salvo un árbol cuyas flores, de un morado intenso, adornaban todos
los rincones. En este segundo patio es donde se encontraba la piscina, lugar
tan deseado por nosotros después de aquel viaje tan largo en coche que empezó
tan temprano por la mañana en Madrid. A este segundo patio se podía acceder
también por la zona de la cocina a través de una puerta de madera antigua,
típica de las casas de pueblo que daba a otro patio, aunque quizá la palabra
más adecuada no sería patio ya que era simplemente otra zona de la casa usada para
almacenar trastos viejos de gran tamaño que no cabrían en otro lugar. A la zona
de la piscina también daba una pequeña estancia, una especie de trastero o
cuarto de objetos viejos y antiguos; pequeña no por tamaño sino por estar tan
abarrotada de estos trastos que apenas había espacio para que varias personas
estuvieran dentro a la vez. En dicha estancia había una mesa de ping-pong que
también usamos bastante siempre que otro de los compañeros que estuvo allí
también de Villaverde dejaba hueco y no la acaparaba para él, aunque no era muy
cómodo jugar por la falta de espacio.
Volviendo al
interior de la que iba a ser nuestra casa aquellos días, como dije nada más
entrar en la misma pasamos a un gran recibidor alargado con paredes de azulejo
hasta media altura, con un techo de altura considerable, y adornado con arcones
y cofres antiguos que sabe dios qué recuerdos guardarían además de con diversos
cuadros y objetos antiguos de pueblo. A este gran recibidor, con el que quedé
completamente sombrado, daban varias estancias: a la izquierda de la entrada
desde la calle había un baño, bastante útil si estabas en la planta baja para
no tener que subir a la planta de arriba donde había otros dos baños más;
además del baño a este gran recibidor también daba una habitación amplia en el
lado de la calle que tenía dos grandes ventanales de los que se veían desde el
exterior de la casa, fue en esta habitación donde se acomodaron Chema, Juan
Carlos y Miguel en tres camas dispuestas para la ocasión. En el otro lado del
recibidor había una salar de estar donde había una televisión, que se usó poco
durante aquellos días, con su Play Station, una mesa camilla redonda que me
recordó a la que tengo yo en mi casa en Madrid, y a la que suele tener todo el
mundo en sus casas; esta sala también contaba con un par de sofás y sillones y
un par de muebles aparador con cajones. Esta sala de estar formaba parte ya de
ese trazo vertical de la “T” por lo que tenía forma alargada y por cuya ventana
se veía el patio ajardinado. Al final de este gran recibidor en el que
estábamos siendo bienvenidos estaba la escalera que daba acceso a la planta
superior, a la zona más privada de la casa; a la izquierda de la escalera había
una zona que en mi memoria no está tan claramente delimitada, que daba acceso a
la cocina y a una serie de estancias muy en bruto conservadas que hacían las
veces de alhacena, almacén de alimentos, despensa y posteriormente la cocina;
esta era una zona con muchas puertas que conectaban varías partes de la casa y
el patio.
Si la planta baja
de la casa me dejó con la boca abierta por lo bonita y típica que me parecía la
primera planta ya terminó por rematar dicha impresión y me dejó aún más
impresionado. Ahora ya sí que todo aquello que me había imaginado la noche
anterior, lo que hubiera soñado encontrarme en Úbeda quedaba completamente
volatilizado por la realidad brutal y aplastante que estaban viendo mis ojos.
La escalera estaba compuesta por dos tramos y estaba jalonada en las paredes
por cuadros pintados por un familiar de Ángel que ahora mismo no recuerdo quien
era; también recuerdo que en descansillo entre los dos tramos de escalera había
un enorme arcón de madera y del techo colgaba un farol también bastante grande,
además en la pared final de la casa se abría un gran ojo de buey decorado con
un vitral de colores (o era blanco) que dejaba pasar la luz natural tan hermosa
de aquella tierra. La escalera terminaba en una puerta acristalada con marcos
de madera y tiradores sobredorados que daba acceso a la planta superior.
Atravesada dicha puerta mis ojos se encontraron en otro mundo, en otra época,
una gran estancia alargada llena de muebles antiguos y vitrinas de cristal
llenas de pequeños objetos, platos, adornos de porcelana y cristal, recuerdos
de toda una vida seguro. El recuerdo más vivo de esa sala era el color amarillo
del suelo de baldosas de loza con formas geométricas si no me engañan mis
recuerdos, sus sillones orejeros que perfectamente podrían haber estado
decorando alguna estancia de alguna mansión o casa señorial, o incluso algún
palacio real. Que sala tan extraordinaria. Mirando desde la escalera a lo largo
de la pared izquierda de dicha sala se abrían varias puertas que daban a
diversos dormitorios, el primero el de la madre de Ángel, posteriormente una
puerta de un baño, y luego la puerta de la habitación del abuelo de nuestro anfitrión,
que en verdad era nuestro anfitrión real. Al final de la “gran sala” estaba la
que sería mi habitación. Esta habitación, que tuve que compartir con otro de
los compañeros con los que iba y de cuyo nombre, parafraseando a Cervantes
nuestro gran escritor patrio, no es que no pueda sino que no quiero acordarme
(aunque todo el mundo sabe lógicamente quién es, prefiero no incluirle para no
distorsionar mis buenos recuerdos de aquellos días); esta habitación como digo
estaba atestada de libros, películas y juegos antiguos de cuando Ángel y su
hermana eran pequeños y muy probablemente dormían en esa habitación. Mi cama
estaba cerca del ventanal que iba desde el suelo hasta el techo, y la de mi
compañero de habitación estaba cercana al baño, porque aunque parezca mentira
teníamos baño “propio” en nuestra habitación y además con vistas ya que daba al
patio que he descrito anteriormente. Volviendo a la gran sala, justo nada más
acabar la escalera y pasar la puerta acristalada, a la derecha se había una
pequeña puerta, casi secreta que comunicaba con la planta baja, con la zona de
la cocina, por una escalera oscura. Pero todavía quedaba otra estancia más en
aquella magnífica casona andaluza en que íbamos a vivir. De la gran sala
amarilla salía otra gran sala en perpendicular para formar el cuerpo de la “T”,
formada por dos habitación, un gran comedor y al fondo del mismo otro cuarto
conquistado por Ángel y transformado en su habitación por, según él, ser la más
fresquita de toda la casa, cuya única ventana daba además a la piscina, si
quisiera podrían saltar desde ella y caer dentro de ella para refrescarse.
Esta iba a ser
nuestra casa durante aquellos tres días que íbamos a pasar en Úbeda todos
juntos. Una vez cada cual nos acomodamos en nuestra habitación correspondiente,
bajamos a comer a la cocina donde nos estaba esperando toda la familia de Ángel
para comer juntos. Ya había hambre. La primera comida que hicimos allí fue
pasta con calamares, gambas, alguna verdurita y quizá también algún que otro
mejillón. La verdad es que estaba muy buena, nunca había comido un plato de
pasta de ese estilo. La cocina donde dimos cuenta de la pasta era típicamente
de pueblo, casi una cueva con una ventana que daba a la piscina en un extremo,
donde estaba también la mesa rodeada de sillas por un lado y de un banco
corrido por el otro. Todo estaba ya dispuesto cuando nos sentamos a la misma
para comer, y todos comimos a gusto empezando a tomar contacto con la familia
de Ángel, su abuelo, su madre y su hermana. Una vez que comimos el postre,
entre todos quitamos la mesa para volver a dejar la cocina como si allí no
hubiera pasado nada. Tras haber comido volvimos a nuestras habitaciones para
terminar de tomar contacto con las mismas y deshacer relativamente las maletas
para poner nuestra ropa en los armarios que nos habían dejado para esa misión.
En mi habitación entre mi cama y la de mi compañero había una cómoda con
cajones que usamos tanto él como yo para dejar nuestra ropa, pantalones cortos,
camisetas, polos y ropa interior. Sinceramente me alegré en un primer momento
al saber que iba a compartir cuarto con quien me tocó, ya que era con quien
mejor me llevaba y más tiempo pasaba en la universidad, sin embargo pocas
palabras cruzamos durante aquel viaje y las que cruzamos al final no fueron
como me imaginaba que iban a ser. Supongo que el reparto de habitaciones se
hizo de acuerdo a la afinidad que teníamos entre nosotros, Ángel por ser el
anfitrión tenía habitación para él solo en la planta de arriba, mientras que
Miguel, Chema y Juan Carlos como ya he dicho compartían una habitación de la
planta baja supongo que porque ente ellos se llevaban muy bien al haber
compartido todo el año juntos en clase en la universidad. Supongo que el
reparto fue por afinidad aunque tiempo después cuando le pregunté por este hecho
a mi compañero de habitación me dijo que él pensaba que no era por eso sino
simplemente por casualidad, así veía él las cosas. Sea como fuere, ya estábamos
todos acoplados a aquella casona ubetense.
Una vez
descansamos un rato después de comer, en una especie de siesta sin sueño ni
dormir, decidimos probar la piscina, a ver qué tal estaba el agua. La verdad es
que aquello era el paraíso, el calor que hacía desapareció en cuanto nos metimos
en el agua y nos pusimos a hacer el payaso, al menos yo que a la mínima que veo
una piscina en lo único que pienso es en tirarme “a bomba” e intentar salpicar
todo lo que pueda. Eso hice en numerables ocasiones aquella tarde, entrar y
salir constantemente del agua para volver a meterme de manera estrepitosa y
violenta intentando saltar lo más alto posible para poder tener tiempo de
encerrarme sobre mí mismo como un armadillo y caer hecho una bola al agua para
poder desplazar hacia el exterior la mayor cantidad de la misma con la
intención, siempre ilusoria, de vaciar la piscina. Hubo un par de ocasiones en
que hice una bomba conjunta con Miguel y Ángel, tirándonos cada uno desde un
lado de la piscina para poder hacer un pequeño tsunami. Y casi se consiguió, la
violencia con la que nos metimos en el agua provocó unas olas en la piscina que
se precipitaban hacia el exterior. Fue alucinante. Para haberlo grabado. Vaya
grupo de bestias. Pero sin duda lo que más recuerdo yo, y estoy seguro que también
todos los que estuvimos allí es ver a Miguel bañarse con sus gafas de sol, como
un mafioso descansando después de haber recibido un gran alijo de contrabando y
estando seguro de que las policía no lo iba ni a oler durante mucho tiempo. Allí
metidos estuvimos un buen rato disfrutando de esa luz tan blanca que manda el
sol en aquellas tierras andaluzas, descansando en remojo, charlando entre
amigos, pensando en qué íbamos a hacer aquella noche, cuáles eran los planes
para la barbacoa de bienvenida que íbamos a tener en ese mismo patio al lado de
la piscina y a la que aparte de todos nosotros también iban a venir varios
amigos de Ángel de Úbeda.
Aquellas primeras
horas en casa de la familia de Ángel se me pasaron como en una nube, todo lo
que siempre había soñado en mi vida estaba pasando: estaba con amigos pasando
unos días de vacaciones en verano, disfrutando con ellos en este caso en Úbeda,
en una piscina en la casa de un amigo. Todo era perfecto, todo era emoción y
alegría. Pero también estaba nervioso por la barbacoa que íbamos a celebrar,
algo temeroso en cierta medida por no saber comportarme entre personas de mi
edad como se supone que alguien de mi edad debería actuar en situaciones
parecidas a las que iba a vivir en unas horas allí. Los nervios que había
tenido por la mañana a la hora de partir de Madrid, y que una vez llegamos a
Úbeda desaparecieron, volvían. No es que no quisiera que llegase aquello, todo
lo contrario, pero lo que a lo mejor para mis amigos era algo normal y habitual
el quedar y organizar una especie de fiesta/guateque para pasarlo bien entre
amigos, para mí no era tan normal, no era para nada normal, sino más bien todo lo
contrario, aquello era extraordinario y excepcional por ser infrecuente en mi
vida. Pero allí estaba, y es donde quería estar pero a veces por muchas ganas
que se le ponga a algo no quita los nervios y el miedo que se puede tener a lo
desconocido por no ser habitual, miedo a quizá no estar a la altura de las
circunstancias. Mi sueño se estaba cumpliendo y eso era lo que intentaba hacer
que prevaleciera en mis pensamientos, eso era lo bueno, lo único que importaba.
Pero todo lo que pasó después deberá esperar a la siguiente entrega.
Caronte.
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